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Kitabı oku: «Thespis (novelas cortas y cuentos)», sayfa 6

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EL JUSTICIERO

«Catalina de Aragón», así como suena, nada menos que «Catalina de Aragón» se firmaba y se hacía llamar Felipa Danou, francesa de Montmatre. Y con ese nombre histórico, presumiendo de noble y española, se inscribía en los programas de los circos y teatros donde se la contrataba como «domadora de vampiros».

Hay que reconocer que los vampiros eran más verdaderos que su nombre. Habíalos comprado en Argelia a un cazador marroquí, y se exhibía en público con ellos, en una gran jaula de fieras, pretendiendo haberlos domesticado y educado…

Sin embargo, los chupadores de sangre estaban muy lejos de poseer la dócil inteligencia de tantos perros, focas o elefantes «sabios». Apenas si reconocían a Catalina, su cuidadora, cuando los llamaba por sus pintorescos apodos: «¡Sanguijuela!.. ¡Borracho!.. ¡Lucifer!..» El éxito de la domadora, harto dudoso por cierto, extribaba más bien en una danza serpentina que bailaba dentro de la jaula, envuelta en negros crespones. Mientras torrentes de luz roja y azul le daban matices fantasmagóricos, revoloteaban a su alrededor, electrizados por su voz aguda y dominante, los enormes murciélagos hambrientos, ávidos de sorberle la sangre bajo su piel pintada y sudorosa.

Pronto se cansó el público parisiense de Catalina y sus vampiros. Se hacía necesario inventar cuanto antes otra cosa, porque los empresarios no se arriesgaban ya a contratar un espectáculo tan gastado, y ella no se decidía a abandonar su querido París…

Mejor dicho, su marido o amigo, el lindo Raguet, era quien no le permitía abandonar a París. Este Raguet era un parisiense incurable. No concebía la vida sino vagando por los bulevares, teatro de sus fáciles conquistas…

Como lo fuera con muchas otras, Raguet era un tirano para Catalina. Siempre insaciable de dinero amenazábala y pegábale brutalmente cuando ella no se lo proporcionaba. Por eso Catalina, al notar el creciente descrédito de sus vampiros, se veía obligada a resolver un dilema insoluble: o contratarse en barracones de tercero y cuarto orden, donde se pagaba poco a las «artistas», y exponerse por consiguiente a las diarias sobas de Raguet, o bien abandonarlo y marcharse con sus animalejos en jira por las provincias y el extranjero…

Esto último hacíasele imposible. Los golpes y las caricias de Raguet le eran tan indispensables como el aire. Prefería morir insultándolo martirizada por sus manos implacables, a obtener lejos de él éxitos y contratas…

Felizmente vino a socorrerla una casualidad propicia. Sucedió que una norteamericana millonaria y extravagante le ofreció comprarle sus vampiros… Pidió ella un precio disparatado, justo el que le pidieran por un joven y gigantesco mono chimpancé que deseaba domesticar… Y la norteamericana, encaprichada con los vampiros, después de regatear en vano, acabó por pagarle a Catalina el precio que fijara.

Adquirido el mono, liquidó Catalina su última contrata, y se retiró con él a una casita de los alrededores de París, dispuesta a amansarlo y enseñarlo. Con la idea de las ganancias que pudiera proporcionarle su adquisición, Raguet le disculpó este alejamiento del centro de la ciudad. Con frecuencia iría a visitarla, siquiera en las noches que no contase con ningún otro refugio.

«Cónsul», tal era el clásico nombre del mono, prometía los mejores aplausos y considerable provecho, si llegaba a presentarse amaestrado en la escena. Era un bello ejemplar de su raza, alto, membrudo, fuerte, de mirada inteligente y viva, de suave y aterciopelado pelaje. Lo malo era su humor hosco, impulsivo y variable. En su boca bestial se sucedían rápidamente salvajes contracciones de cólera y perrunas sonrisas. En los días de «spleen» mordía y quebraba cuanto hallase a su alcance. Muy prudentemente, Catalina lo tenía pues encerrado en una sólida jaula de hierro, al menos hasta que se mostrase más tranquilo y sociable.

Todos los medios conocidos empleó la domadora para domesticar a Cónsul: el hambre, los golpes, el fuego, la electricidad, los gritos, las caricias… Pero sólo consiguió que el antiguo gigante de los bosques, la conociese, respetase y siguiera. Con los extraños, Cónsul se mantenía siempre en su antigua ferocidad, y tanto, que no se le podía sacar de su jaula…

Una vez lo intentó Catalina, para enseñarle a comer en su mesa. Mientras estaba en tête-à-tête con ella sola, la lección no marchó del todo mal. El mono obedecíale como podía; al equivocarse, le pedía perdón con sus ojos húmedos como los de un enamorado… Mirándola, solía distraerse y desobedecer sus órdenes. Entonces ella lo reprendía y castigaba severamente con una varita de metal…

Conforme adelantaba la lección de comer, y menudeaban las reprimendas y castigos, Cónsul se ponía más huraño y nervioso, gruñendo sordamente con los dientes apretados. En otros momentos gemía y se mordía las uñas, conteniendo su furor… Catalina, como se diese cuenta, con su instinto de mujer, que el mono nunca se atrevía a atacarla, continuaba el amaestramiento impávida y decidida… En un momento en que, después de varias equivocaciones del discípulo y de los consiguientes golpes de la maestra, Cónsul se clavaba las garras en los muslos para desahogar su furia, entró el sirviente con un plato en las manos… No bien lo vio, abalanzose el enfurecido animal sobre él como dispuesto a matarlo… Un grito a tiempo de Catalina lo contuvo, y el criado pudo retirarse bien librado, a costa de unos pocos rasguños.

A Raguet era a quien profesaba Cónsul su odio más terrible. Hasta olfateábalo desde lejos. Pues, en cuanto pisaba la casa, de día o de noche, aunque para nada se acercase a la habitación donde se hallaba la jaula, Cónsul se ponía como fuera de sí. Gruñía, daba grandes manotones al aire, se sacudía contra los barrotes de hierro… Muchas veces, antes de que Catalina viera a Raguet, conocía su aproximación por las demostraciones del mono, quien ni escuchaba entonces sus voces…

– Tiene celos de ti – decía después a Raguet.

Y Raguet le contestaba, meneando la cabeza y como si él hubiera contribuido en la compra:

– Me temo que hayamos hecho un mal negocio con el animalucho. ¿Por qué no lo vendemos?

Catalina sabía que venderlo era dejar la suma casi íntegra en las manos de ese disipado de Raguet; además, ella no desesperaba de amaestrar a Cónsul, y hasta le tenía algún afecto… Por eso respondía:

– Tengamos paciencia. Es muy inteligente. Parece un hombre. No le falta más que hablar… Con el tiempo ha de aprenderlo todo. Dejará lejos a Pichón, el elefante de Niní de Montecristo. ¿Y sabes cuánto le pagan a Niní en el Olimpia?.. ¡Mil francos por noche!

Ante el convincente argumento del caso de Niní, Raguet se callaba, no sin rezongarle antes a Catalina:

– Si es así, debes apurarte en amaestrar a tu Cónsul. ¡Van ya para tres meses que estás de haragana, sin hacer nada!

Raguet iba para treinta años, justo su edad, que vivía de haragán, sin hacer nada más que gastar lo que pidiere o trampeare… No obstante de saberlo muy bien Catalina, se limitaba a pedirle perdón:

– ¡No te enojes, Raguet! Cada uno hace lo que puede… La gente ya estaba cansada de los vampiros…

Sin contestar a la domadora domada, Raguet, con un hambre de diez o doce horas de vagabundeo, replicaba con voz tonante:

– ¡Basta de Cónsul! Dame pronto lo que tengas de comida…

Y Catalina corría a la cocina, de donde volvía triunfante a la media hora, con alguna cazuelilla improvisada. Servíale a su hombre, con el mejor vino que encontraba, y lo miraba mientras él comía disimulando su apetito con nuevas quejas:

– ¡Esto es una porquería!.. Apenas si puede probarse… ¡Es estúpido que no tengas nada mejor, cuando Niní convida con champaña y gallina a Sansón, el hombre de las pesas falsas y de los músculos postizos!

Catalina lo tranquilizaba entonces, como diciéndole con su mirada cariñosa:

– Espérate a que eduque a Cónsul, para convidarte con champaña y gallina, como Niní a Sansón, el hombre de las pesas falsas y de los músculos postizos…

Una noche estuvo Raguet más exigente que de costumbre. Necesitaba en ese mismo instante trescientos francos…

– ¿De dónde quieres que los saque?.. – gemía la infeliz Catalina. – Ya no me quedan diez céntimos de lo último que cobré… Debo un mes de alquiler… Ayer pedí prestados quinientos francos a Blondeau el empresario, y ese gordo tacaño no me quiso prestar más que ciento cincuenta… ¡Alhajas no tengo, ni crédito, ni trabajo!.. ¡Perdóname, Raguet, ten lástima de mí!..

– ¡Mientes! – vociferó Raguet. – Debes tener más dinero guardado… ¿Con qué comes, pues?..

– Te juro que no tengo más, ¡te lo juro por las cenizas de mi madre, Raguet!.. Yo no puedo volverme monedas…

– Dame entonces esos ciento cincuenta francos que te prestó el imbécil de Blondeau…

– ¡No los tengo ya! ¡no los tengo!.. He pagado con ellos al panadero, al mercado, al sirviente, que se fue hoy y me ha dejado sola…

El lindo Raguet, frenético de impaciencia, apostrofó a Catalina con sus peores injurias, ¡y tenía un buen repertorio de ellas! Y cuando se cansó de insultarla, le asestó feroces bofetones y puntapiés, practicando su máxima favorita: «Las mujeres son como las aceitunas. Hay que batirlas duro para que den aceite, y cuanto más se las bate, más aceite dan». Esta máxima, repetida a los compañeros del vermut ante la mesa del café, en el preciso momento de escupir el hueso pelado de una aceituna a dos varas de distancia, tenía siempre un éxito loco. También lo tenía aplicada en las nalgas enrojecidas y en las mejillas ensangrentadas de Catalina de Aragón, la domadora de vampiros…

Como realmente esa noche la pobre mujer no podía proporcionarse dinero, los golpes fueron más recios que de costumbre. Y ella gritaba y gemía como si la desollasen viva…

De pronto se sintió en el silencio y en las sombras de la desolada casita, ruido de hierros y maderas que crujían… unos pasos pesados y torpes que se acercaban… un formidable golpe contra la puerta…

Raguet y Catalina se miraron pálidos de terror; la puerta se abrió… Ante la vacilante luz de la bujía vieron un demonio inmenso que se adelantaba lentamente sobre sus dos patazas, con los ojos fosforescentes de cólera… Era Cónsul, el mono chimpancé. Al apercibir los gritos de Catalina había sacudido con tal fuerza la puerta de su jaula, que había cedido… ¡Venía a socorrer a su ama!

De un golpe derribó a Raguet… Tomó a Catalina en sus brazos… Lamiole con su lengua rugosa las heridas… Y llevola cargada como una criatura a su jaula…

Al volver en sí, Raguet recordó que en la casa no había nadie a quien pedir auxilio. Tomó su sombrero y huyó cobardemente, sintiendo siempre detrás de sí los pasos vengadores de Cónsul…

A la mañana siguiente, requerida por un vecino que oyera durante la noche extraños gritos, la policía entró en la casa desierta… Registrándola, sólo halló al mono gigantesco en su jaula, sentado sobre la paja, arrullando tiernamente en sus brazos a una mujer pálida, muerta, ¡muerta de terror!

PESADILLA DROLÁTICA

(Impresiones de veinticuatro horas de fiebre)

I

Yo no podía dormir… En vano regularizaba mi respiración, trataba de apaciguar mi pensamiento, me oprimía el pecho para contener sus latidos, ¡en vano!.. ¡Yo no podía dormir!

El insomnio acabó por vencerme y desmoralizarme. Me abandoné a él como un náufrago que pierde las fuerzas en la corriente. No pudiendo ya contener mi intranquilidad, me revolvía en las sábanas, me sentaba, fumaba, encendía y apagaba la luz… Cuando la encendía, no vislumbraba más que sombras… Cuando la apagaba, en la obscuridad más completa, veía unos vagos arabescos, como de humo, que se agrandaban y achicaban, subiendo y bajando en el aire.

En mi cabeza penetró, poco a poco, el clavo ardiendo de una idea fija. Yo lo sabía perfectamente… Y lo que supiera era esto, que me repetía a cada instante, a cada minuto, a cada segundo:

– Tucker, ese bribón de Tucker tiene la culpa.

¿Quién era Tucker? ¿Cómo era Tucker? ¿Qué hacía? ¿Dónde estaba?.. Nada de eso sabía yo; pero sabía bien, ¡ah, muy bien! que él solo, que sólo él tenía la culpa… ¿La culpa de qué? Yo lo ignoraba asimismo. Comprendía únicamente que eso debía ser Algo Terrible, macabramente terrible, diabólicamente terrible. Sería como una inconmesurable esfera de barro que debía aplastarnos; sería como si todos, hombres y espíritus, me burlasen y despreciaran; sería, en fin como una cosa que no cupiese en el mundo ni pudiera decirse en lenguaje humano…

¿Había ocurrido ya? ¿Iba a ocurrir más adelante? ¿Estaba ocurriendo entonces? ¡Tampoco sabía yo eso!.. Mas nunca, jamás me sentí tan agitado, ¡y con tanta razón agitado! como aquella noche fatal en que me repetía, arracándome los pelos:

– ¡El malvado de Tucker tiene la culpa!

Consolábame, empero, el vago pensamiento de que aquello no sucedía realmente. Yo sabía que estaba soñando. ¡Y sin embargo no podía dormirme!.. ¿Quién hubiera dormido con semejante preocupación? ¡No, no dormí un instante en toda la noche!

Cuando amaneció, el sirviente me trajo el desayuno. ¡El sirviente!.. ¿Qué venía a buscar a mi habitación ese espía odioso?.. Yo lo maldije y lo eché con voz de trueno (con una voz muy rara, que no era mi voz):

– ¡Váyase al infierno!

Puso él la bandeja sobre una mesa, y salió disparado, cerrando la puerta. Al cerrarla dio un chillido, porque se apretó la cola. (Indudablemente tenía cola, una larga y peluda cola de mono.)

Dejé que el desayuno se enfriara en la taza durante todo el día. Era un desayuno de hirviente sangre humana, y yo no podía olvidar que la sangre humana tarda mucho en enfriarse.

Esperando pues que se enfriara el desayuno, me lo pasé todo el día en cama. Felizmente tenía caramelos de goma en la mesita de luz, porque estaba muy resfriado. Tan resfriado que la respiración se me había detenido por completo. Esto me daba, naturalmente, mucha risa. ¡Vivir sin respirar, como los muertos! ¡Qué cosa más ridícula!..

Y todo el día me estuve repitiendo:

– ¡El infame de Tucker tiene la culpa! todo el día, hasta que anocheció.

Cuando anocheció, esta idea llegó a hacerse más dolorosa que nunca. Comprendí que debía ver a Tucker para enrostrarle su infamia… Por eso me vestí y salí a la calle.

Advertí en la calle que me había olvidado de ponerme el saco, aunque estaba muy bien peinado y llevaba una estrella verdadera prendida en la corbata. Esta estrella, que era como la cabeza de un clavo, yo la había arrancado del cielo con mi propia mano, parándome en puntas de pies y estirando enormemente el brazo derecho. Tenía así el brazo derecho algo descoyuntado y andaba sin saco por la calle… ¡Pero lo peor era la estrella que me quemaba el pecho como una brasa!

Afuera de mi casa noté una cosa bien tonta. Noté que el cielo era un gran toldo negro. Y el toldo se caía, por haberle quitado yo la estrella que lo sostuviera, en el cenit. Había que caminar levantando la tela del cielo con las manos, como dentro de una carpa de techo muy bajo. ¡Era esto muy incómodo! Mas sucedió lo que debía suceder. Caído el cielo sobre las luces de la ciudad, se incendió cómo estopa y voló en levísimas partículas de ceniza. (No tan levísimas, diré de paso, pues una que me entró en el ojo derecho era del grandor de una avellana.)

Yo estaba apresuradísimo por ver a Tucker. Tan rápidamente iba, que caminaba por el aire sin notarlo. La tierra se había hundido en un abismo sin fin y yo seguía corriendo por el plano vacío que antes fuera su superficie. No importaba. La cuestión estribaba en ver cuanto antes al canalla de Tucker.

De pronto sentí tierra firme bajo mis pies. Estaba en una ciudad extranjera, pero habitada por mis conciudadanos. En las calles había mucha luz amarillenta y mucha gente que reía, corría, gesticulaba. Todos estaban tan contentos que bailaban desarticulándose y rearticulándose como títeres. Yo mismo me daba cuenta de que perdía en el camino, ora un pie, ora un brazo, ora parte del tronco… No me tomaba el trabajo de recoger estos órganos cuando los veía caerse, y los dejaba detrás de mí, porque iba muy apurado y sabía que ellos solos – el pie, el brazo, la parte del tronco, – volverían a incorporarse a mi persona. Además, todo era un sueño. Además, yo tenía el privilegio de la salamandra, de hacer retoñar los muñones para recuperar los órganos perdidos.

La gente seguía riendo, corriendo, gesticulando… Vi algunos amigos que me reconocieron y me saludaron con gestos extravagantes, quién sacándome la lengua, quién escupiéndome una ranita verde en la cara. No me paré a preguntarles la razón de su loca alegría, porque mi prisa arreciaba como un ciclón.

Mi prisa por arrancarle los ojos a Tucker, ¡el miserable! era tal, que recorrí muchas veces aquella dilatadísima ciudad de punta a punta. (Y digo «dilatadísima» sin hipérbole, porque ocupaba muy bien una tercera parte y más de la Tierra.)

¡Por fin!.. Por fin descubrí en la puerta de una casa de dos pisos una tablilla de cobre que decía:

TUCKER
procurador

– Aquí vive – me dije inmediatamente.

Y traté de pararme. Pero el impulso que llevaba de tanto correr, me hizo seguir, por la ley de la inercia, varias leguas más allá de la puerta de Tucker. Así un automóvil a toda velocidad no puede detenerse de repente, aunque el «chauffeur» descubra en el camino un obispo de mitra y gran capa pluvial, seguido de una veintena de monaguillos con rojas sobrepellices.

Después de desandar lentamente en diez o doce horas las leguas que rodara sin poder pararme, me volví a encontrar ante la casa de Tucker. Justo en la puerta me detuve esta vez. ¡Para ello había vuelto paso a paso!..

En el tiempo de mi vuelta, la casa había cambiado bastante. Ahora parecía una ruina y una cueva. Pero no había cómo equivocarse por la chapa de cobre, que siempre decía:

TUCKER
procurador

Di dos o tres aldabonazos, que retumbaron como truenos y fulguraron como relámpagos…

– ¡Santa Bárbara! – me dije, persignándome a modo de vieja gruñona.

Y como nadie saliera a recibirme y la puerta estaba abierta, me colé adentro de la casa de Tucker. El rojo fulgor de los relámpagos producidos por los aldabonazos, en medio de una profunda obscuridad, me guiaron hacia la escalera. Era una angosta escalera de caracol. Comencé a subirla, y no terminaba nunca…

– Es realmente curioso – pensaba mientras subía – que una casa tan baja, de dos pisos, tenga una escalera tan alta… como de diez… de veinte… de cien pisos…

Y, bien agarrado de un pasamanos de hierro, seguí subiendo, subiendo, subiendo… Para distraerme me puse a contar los escalones… Al pasar de los quince mil perdí la cuenta y me sentí un poco mareado… Mas estaba tan contento que pude llegar hasta el final de aquella nueva escala de Jacob.

Terminada la escalera interminable, penetré como por escotillón en una ancha pieza cuadrada. Una pieza cuadrada, muy grande, con los muros, el techo, el piso, todo de un blancor de nácar. No habla allí muebles ni puertas, ni personas, ni el más leve objeto, mancha o sombra. Me sentí deslumbrado, pues aunque no se veían lámparas, focos ni bujías, estaba iluminadísima, estaba enteramente iluminada a giorno.

Pasado el primer deslumbramiento, miré mejor y vi que allá, en el fondo de la pieza, me aguardaba Nanela. Aunque jamás la viera ni oyese hablar de ella, yo la reconocí en seguida. Era Nanela. Era una alta y hermosísima mujer pálida – la más alta, más hermosa y más pálida mujer del mundo, – toda vestida de blanco, sin joyas, flores ni cintas, llamada Nanela. Sobre su frente exangüe brillaba una cabellera tan negra, que se diría un cuervo incubando allí sus ideas.

– Hace ya siete años que te estoy esperando – me dijo.

Como era mi prometida, yo la abracé, la besé en sus rojos labios, y le repuse:

– ¡Siete años!.. ¡Pobre Nanela!.. Pero tú sabes…

– Sí, yo también sé – me interrumpió ella – que el pérfido de Tucker, mi tío y tutor, tiene la culpa.

– ¡Cómo! – exclamé lleno de asombro. – Yo creía que Tucker era tu padre.

Riéndose con sus dientes centellantemente blancos, ella me informó:

– Algunas veces es mi padre, otras un extraño, otras mi tío y tutor. Eso depende del estado de ánimo.

– Cierto, ciertísimo – le contesté, convencido. – Pero también es cierto, ciertísimo – agregué atemorizado – que él está en el fondo de la casa, mirándonos a través de las paredes con sus ojos de ahorcado o de basilisco.

– Huyamos, entonces – me propuso Nanela, echándose apresuradamente una mantilla de encajes sobre el cuervo de sus cabellos.

– Huyamos.

Y salimos del brazo, bajando juntos una recta y amplia escalera de mármol blanco, de la escasa altura que convenía a aquella casita de dos pisos.

– Yo subí por una escalera mucho más alta, obscura y de caracol – le dije a mi acompañada.

– Verdad – me aseguró Nanela. – Pero cuando se la baja, esa escalera es como mil veces más corta, y es cómoda y derecha.

Yo me alcé de hombros… ¿Qué tenía que ver eso conmigo?..

Recorrimos en silencio, siempre del brazo, unas callejuelas imposibles. Las casas, aunque rígidas e inmobiles, hacíannos al pasar muecas y gestos, unas veces de paz y amor, otras de odio y cólera. Pululaban allí lechuzas, viejas y ánimas en pena.

– ¿Has notado, Nanela – pregunté a mi amada – que en esta ciudad siempre es noche?

– Hay una razón para ello. Sus habitantes son todos noctámbulos.

No sé por qué me hizo enormemente gracia, me hizo como cosquillas en el alma, la idea de que Tucker fuera, ¡al mismo tiempo! procurador y noctámbulo. Por no afligirla no hice notar esta coincidencia a Nanela… Quien en cambio dijo:

– Muy obscura está la noche.

Quise entonces contarle que el cielo se había quemado; pero no encontraba palabras para contarlo… Cuando las encontré, me había olvidado de lo que quería contar. Por eso guardé un largo silencio, en el cual me dijo Nanela, ¡oh querida y dulce Nanela! que, por rara casualidad, algunas veces amanecía en esa población…

El sol debía estarla escuchando. De otro modo no puede explicarse cómo amaneció de pronto, en cuanto ella dijera que algunas veces amanecía en la ciudad.

Todos los habitantes se metieron en sus cuevas y en sus sepulcros al aparecer la luz indiscreta. Como era la madrugada, la ciudad parecía un cementerio.

– No bien se abra una iglesia, entramos a casarnos – murmuró Nanela.

– Claro.

Fue así que entramos en la iglesia de un convento de franciscanos, donde oraban muchos caballeros medioevales con la visera calada. A través de la penumbra, los acordes del órgano parecían sollozos e imprecaciones. En el altar mayor decía misa, parándose en puntas de pie, un frailecito rechoncho, con dientes como de perro o de lobo. En su boca estaba siempre estereotipada la doble risa de un hombre satisfecho de su mesa y de sí mismo. No era más alto que mis rodillas. Para alcanzar al santo tabernáculo tenía que subirse a un banquillo que le colocaba al efecto el sacristán. Cuando se subió al banquillo para bendecir a los fieles, Nanela y yo nos arrojamos a sus pies… Y aprovechamos su bendición para casarnos. Él nos convidó después con el vino del cáliz, un empalagoso vinillo azucarado. Y nos dio la enhorabuena con la doble sonrisa de sus dientes de perro y de lobo.

Al salir de la iglesia, me dijo Nanela:

– Haremos un largo viaje de bodas. Tenemos que irnos lejos, muy lejos. Pues ten por seguro que ese canalla de Tucker nos persigue.

Yo contesté:

– Por seguro lo tengo. ¿Quién se atrevería a dudarlo, quién? – Y lancé hondísimo suspiro, exclamando: – ¡Oh, miserable Tucker! ¡oh Tucker nunca bastante execrado, vos tenéis la culpa, nadie más que vos!

– Huyamos.

Y huímos de nuevo, dando varias veces la vuelta al mundo, como si arrolláramos un hilo inacabable alrededor de un ovillo redondo.