Kitabı oku: «Mis suspiros llevan tu nombre»
Mis suspiros llevan tu nombre
C. Martínez Ubero
Primera edición en ebook: enero, 2020
Título Original: Mis suspiros llevan tu nombre
© C. Martínez Ubero
© Editorial Romantic Ediciones
Diseño de portada: Olalla Pons - Oindiedesign
ISBN: 978-84-17474-59-1
Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, en cualquier medio o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por las leyes.
Dedicado a quienes, en los momentos más oscuros,
me hicieron ver lo hermosa que es la luz
PRÓLOGO
No me arrepentí ni un solo instante de la decisión que había tomado, por primera vez en mucho tiempo me sentía realmente bien. Recogí mi pelo, me coloqué la bata blanca, que llevaba con tanto orgullo, y salí al exterior de la pequeña casita donde ahora vivía y trabajaba.
El día era de nuevo precioso. Puse la mano sobre mis ojos, a forma de visera, y miré hacia las enormes montañas que rodeaban aquel inigualable paisaje africano. ¿Quién me iba a decir que iba a encontrar la felicidad tan lejos de todo y de todos?
Desde allí mismo podía escuchar las voces de los pequeños que se acercaban hasta la puerta de nuestra modesta consulta; ellos iban ataviados con sus sencillos uniformes del colegio. Llegaban entre juegos, amontonaban sus escasos libros a un lado del camino y nos deleitaban con sus cánticos. Mi compañera sacó unos caramelos y me pasó un buen puñado. Cada mañana nos visitaban para darnos los buenos días de esa forma tan especial y nosotros se lo agradecíamos con algunas chucherías. Al vernos, los pequeños acudieron corriendo hasta nosotras, me agaché para esperarlos con las manos llenas; en medio de sus bromas me empujaron, caí al suelo entre sus risas y las mías. Cuando se quitaron de encima, yo quedé tumbada en el suelo, sin poder dejar de reír.
Es verdad que a él no podría olvidarlo nunca, a ese hombre lo tendría marcado a fuego en mi piel por el resto de mis días, pero mi vida tenía ahora todo el significado que había estado buscando siempre y no me había hecho falta nadie para conseguirlo; lo había logrado todo, como siempre quise, por mí misma.
CAPÍTULO 1
Es tan curiosa la vida, nada de lo que puedas planear, por muy bien hilvanado que tengas cada uno de tus movimientos, tiene porque salir como lo pensamos. El destino es caprichoso y cuando crees poder tenerlo todo controlado, va él y te lo desorganiza a su antojo. Hoy, montada en este avión de regreso a casa, echo la vista atrás y todo es tan irreal que más me parece una de esas historias rebuscadas de las novelas “venezolanas”, que tanto me gustaban, que algo que me haya podido pasar a mí realmente. El cansancio me vence, pero tengo tantas cosas en la cabeza, que no puedo dormir; cierro los ojos entre sollozos de nuevo, y es entonces cuando mi mente vuela hacia el pasado, hasta aquella mañana, en lo que todo comenzó:
¡Qué calor hacía ese día! Todas mis amigas en la playa y yo allí, metida en la parte trasera de la camioneta de mi padre, aguantando a mi hermano y a él hablando de fútbol otro lunes más. ¡A quién le contara que en pleno corazón de la Costa del Sol tenía ganas que empezase otra vez la universidad, no se lo creería! Recuerdo lo enfadada que me encontraba, ¡estábamos a punto de cumplir veintiún años (digo estábamos, porque mi hermano y yo somos mellizos), pero aun así mi padre se empeñaba en llevarnos de un lado a otro como a dos niños! Le había pedido un millón de veces que me dejase descansar unos días junto a mis amigas, pero no, otra vez aquel “bendito” verano tuvimos que volver a echarle una mano con los arreglos en los jardines de los “ricachones” de la zona. Bien era verdad que, desde la muerte de nuestra madre, cuando éramos aún bastante pequeños y siempre que no estuviésemos en clase, nos llevaba de un lado a otro, con la excusa ser “indispensable” nuestra ayuda. Más niños, eso nos hacía sentir importantes, pero ya mayores, nos dábamos perfecta cuenta que solo era una excusa para no dejarnos tanto tiempo solos en casa, al cuidado de cualquier vecina o buscándonos jaleo con nuestros amigos. Ahora sonrió al recordar todos esos momentos, y reconozco todo lo que mi padre se ha esforzado siempre por nosotros, supongo que no solo lo hacía por su estricto valor del deber, creo que su esfuerzo fue más encaminado a que echásemos lo menos posible a mi madre, de la cual yo no solo era portadora de su nombre, Isabel, aunque todos me conocían como Sisí, sino también de su color cobrizo de pelo. Aún ahora sigue siendo muy cariñoso, cercano y comprensivo. Debo reconocer que ha sido mucho trabajo para un hombre solo, cuidar y educar a un par de críos, y más tarde a unos adolescentes, “algo rebeldes”, pero su amor siempre lo compensó todo.
Menos mal que ese sería el último trabajo de aquél caluroso día. ¡En cuanto termine me voy con mis amigas! Pensaba yo una y otra vez, llevaba hasta el biquini debajo de la ropa y un par de sándwiches en la bolsa para salir corriendo.
Estaba absorta en mis pensamientos cuando me di cuenta que ya había llegamos al chalet de los Grajal. Mi padre atendía el mantenimiento de su jardín desde hacía años, tantos como yo recordaba, semana tras semana se había encargado siempre de todos sus arreglos.
En concreto, en ese precioso chalet no me importaba tanto prestar la ayuda que me solicitaba mi padre. Allí pasaban algunas temporadas estivales sus “fantásticos” dueños. Era una pequeña familia compuesta por solo tres miembros: el abuelo Grajal y sus dos nietos (lo de “fantásticos” iba exclusivamente por los nietos). Por lo visto, los padres de los muchachos habían fallecido en un accidente de tráfico hacía ya muchísimos años. Y su no tan “fantástico” abuelo iba porque era un tipo bastante estirado y hasta me daba la impresión que bastante clasicista.
Fran, el pequeño de los Grajal, era muy amigo de mi hermano, tenía nuestra misma edad. El muchacho se pasaba las mañanas bastante aburrido, allí solo; era un joven muy simpático y divertido, pero en la urbanización apenas conocía a nadie de su edad y solía salir solamente con mi hermano Raúl y sus amigos. Él también empezaba, como nosotros, el tercer año en la “uni”, concretamente, estudiaba administración de empresas, aunque a caballo entre Madrid y Los Ángeles, donde vivían por temporadas, mientras nosotros lo hacíamos en nuestra preciosa Málaga (por ese lado tenía poco que envidiarles). Yo soñaba con ser la mejor traumatóloga del mundo y mi hermano un afamado abogado, ¡qué lo lográsemos ya era otro cantar!
Nada más bajar de la “furgo” ya se podía escuchar a Alejandro Grajal, (o mejor dicho a “mi Alex”, que era como a mí me gustaba llamar al hermano mayor), “aporreando” su piano. Ni siquiera sabía si a él le haría gracia que le llamase de ese modo, porque desde que crecimos apenas tuvimos trato, pero así era como yo lo llamaba en mis ardientes sueños de veinteañera enamoradiza. (¡Qué daño hicieron las novelas eróticas a mis burbujeantes neuronas!). Pero volviendo al tema del hombre más interesante del mundo, recuero que él pasaba los días encerrado en su casa bajo la estrecha supervisión de su abuelo, practicando sus larguísimas sesiones al piano una y otra vez. Según los entendidos, era todo un erudito y se estaba haciendo un importante nombre en la música clásica, aunque yo no había escuchado hablar nunca de él fuera de aquel recinto (desde luego, el tipo de música que tocaba no era para la verbena del pueblo). Eso, y que mis gustos musicales eran bastante diferentes a lo que él practicaba, hacían que me abstuviese de opinar. Aunque, sin querer reconocérselo a los demás, después de tantos años escuchándolo tocar, al final me había acostumbrado y este era en el único sitio donde íbamos a trabajar que yo no me ponía los auriculares para oír mi música, sino que escuchaba la que él emitía y, excepto cuando tocaba aquellas piezas chirriantes, había aprendido a relajarme con ella. Como tiempo atrás, ese verano no había sido nada excepcional en lo referente a nuestros encuentros, no había conseguido hablar con él y apenas lo había visto; solo algunas veces pude alegrarme la vista, aunque a lo lejos, cuando se asomaba al balcón de su cuarto, ¡pero juro que merecía la pena! Madre mía, ¡cómo estaba el muchacho! Ya desde niños siempre me había gustado, pero como era cuatro o cinco años mayor, además de ser muy serio y distante, nunca habíamos sido demasiado allegados, y como apenas lo conocía, pensaba que, si además era de carácter parecido a su abuelo, suponía que él creería que yo no merecía la pena, “solo era la hija de su jardinero” (Dios, otra vez esas dichosas novelas). Por el contrario, a mí, pensar en ese motivo (y de nuevo gracia a las últimas leídas), hacía que me subiese la temperatura varios grados por encima de la media, por eso me aseguraba que los lunes mis vaqueros fuesen los más cortos y estrechos posibles. Sonrío para mis adentros al recordarlo, y es que me gustaba de verdad; su casi metro noventa, con un cuerpo de infarto y un pelo que rozaba el negro, confirmaba que aquel verano yo había decidido, sin lugar a duda, que era mi hombre ideal. Solo me faltaba una cosa para estar totalmente convencida, corroborar el color de sus ojos; no lo recordaba con exactitud, aunque estaba segura que eran claros y eso lo hacía perfecto para mí. De pronto, la voz de mi padre me sacó del trance de mis calenturientos pensamientos con mi amor platónico.
–¡Vamos, manos a la obra! Si nos damos prisa podréis iros a la playa en cuanto terminemos.
Él se fue directo a arreglar los setos de jazmines que rodeaban la finca, mi hermano a la piscina, acompañado de Fran, que en cuantos nos vio llegar, vino hacia nosotros para ayudar a bajar los arreos de jardinería y así poder entretenerse un rato. Yo me dirigí a arreglar las macetas del porche, tenía bastante buena mano con las plantas, por eso mi padre decía que llegaría a ser una buena doctora, puesto que, si tenía sensibilidad para unos seres tan delicados como las flores, podría tenerla para los humanos.
Me di cuenta que se me habían acabado las bolsas de basura y entré en la casa buscando a la Señora Rivera. Aquella adorable mujer era la encargada de atender a la familia.
–Marisa, ¿está usted en casa?
–Sí hija, pasa, estoy en la cocina.
–¡Hola! Se me han terminado las bolsas de basura, ¿podría usted dejarme una?
–Sí cielo –abrió un par de cajones y sin mirarme se lamentó–, pero aquí no me quedan –Con esa dulce mirada que la caracterizaba se dirigió de nuevo hacia mí–. Mira, están en el armario grande que están en la despensa, ¿puedes bajar tú y subir otro paquete para dejarlo aquí?
–¡Claro, enseguida se las traigo!
Bajé las escaleras hasta el sótano, antes de entrar en la habitación que utilizaban como despensa había un gran salón donde mi hermano y Fran jugaban habitualmente a los videos juegos o escuchaban música; me quedé mirando unas fotografías que estaban colgadas en la pared, en varias de ellas había un hombre tocando al piano; eran ya algo antiguas, por eso no podía ser mi pianista de arriba, que afortunadamente nos había dado unos minutos de descanso. Continué mirando todas aquellas viejas reliquias, pensando en el parecido que había con los chicos (sin duda debía ser un familiar, quizás fuese su padre). De pronto una voz me asustó:
–¡Aquí no hay ninguna planta para cuidar!
Di un salto y me volví en dirección a quién me hablaba. Era el mayor de los hermanos, “¡¡mi Alex!!”. Estaba de pie en el quicio de la puerta mirándome, y yo solo podía pensar “¡¡Ole tú!!”, pero él no podía sospechar ni por un momento mis pensamientos, así que toda digna me puse en mi papel:
–¡Joder, qué susto me has dado! No estaba haciendo nada malo, solo miraba las fotos –alcé mi barbilla demostrando que yo también podía ser arrogante. ¿Qué se habría creído?, ¿qué había bajado a robar? – ¡Solo he bajado por unas bolsas para la basura, Marisa me ha dado permiso para cogerlas! –Sonrió, me di cuenta que solamente era un juego. Y si él tenía ganas de jugar, yo era buenísima en eso. Él abrió la puerta de la despensa y sacó un paquete, extendió su mano ofreciéndomelas, me acerqué para cogerlas y al hacerlo rocé intencionadamente mis dedos con los suyos, lo miré desafiante y le dije:
–Quiero más.
Con una sonrisa en sus labios, que parecía tatuársele por momentos, me preguntó casi en un susurro:
–¿Más de qué?
Cambié por completo mi expresión y el tono de voz, entonces le contesté:
– ¡Más bolsas! Marisa me dijo que subiese un paquete para ella.
Se borró esa expresión pícara de su cara y volvió a entrar, sacó otro paquete. Cuando me las ofreció fue él quien atrapó mis dedos con los suyos. Se acercó a mí y me dijo en voz baja:
–¡Verdes! –Lo miré sin entender bien a que se refería, al ver la interrogación en mi cara, continuó diciéndome–: Tus ojos, son verdes. Me preguntaba de qué color serían.
No hice el mínimo intento por separarme, quise dármelas de lista y le contesté:
–Los tuyos son azules, yo también me lo había preguntado.
“Quien juega con fuego, termina quemándose”. Así que sin esperarlo y sujeta como seguía teniendo mi mano, me atrajo hasta él y me dio ese beso en los labios con el que tanto había soñado. Tierno, dulce y… caliente; muy, muy caliente. Fue entonces cuando todo mi cuerpo tembló, como si un cable de alta tensión me hubiera recorrido entera.
¡Me quedé muerta! ¡Era la primera vez que hablaba conmigo a solas en años y me había zampado aquel besazo en toda la boca! Empezaba a reaccionar, cuando él, sin separarse de mis labios me dijo:
–Estaba deseando conocer tu sabor.
¡¿Pero qué acababa de hacer?! Con la inmadurez de los veintiún años, me las había querido dar de mujer de mundo, y me “salió el tiro por la culata”. Sin poder remediarlo y colorada como un tomate, cogí los paquetes de bolsas y salí corriendo del sótano.
Subí de nuevo hasta el jardín y me puse a trabajar como si la vida me fuese en ello. No habían pasado ni diez minutos cuando vi a Alex llegar hasta la piscina; yo me hacía la interesante, no quería mirarlo, pero cuando se quitó la camiseta para lanzarse al agua tuve que sujetarme la mandíbula para que la boca no se me quedase abierta; sabía que estaba bueno, pero de esa guisa era la expresión gráfica del ¡“Madre mía”!
Hizo unos cuantos largos, salió del agua, cogió una toalla y se dirigió de nuevo hacia mí. Yo escuchaba cómo los latidos de mi corazón, que parecían ir a toda revolución, sonaban directamente dentro de mis oídos. No quería levantar la cabeza de la maceta que estaba arreglando, intentando ignorarlo por completo, pero cuando sentí que se paró justo a mi espalda, hasta la respiración se me detuvo.
–Has cambiado mucho, te veo bastante diferente, así como…muy crecidita.
Sin querer mirarlo le contesté:
–¡Hombre, ya era hora de que diera el estirón! ¡Pronto cumplo veintiún años!
–¡Vaya, ya eres toda una mujer! –Su voz sonó a guasa y lo miré haciendo un gesto, como diciéndole: ¿Te estás riendo de mí? Él guardó silencio un momento sin dejar de mirarme a los ojos enseguida me preguntó de nuevo–: ¿No te ha gustado?
Intentando hacer como que todo aquello no tenía la más mínima importancia y que no sabía sobre qué me estaba hablando, le pregunté:
–¿El qué?
Una ladina sonrisa iluminó su rostro, y acercándose muy “peligrosamente” a mis labios, se desvió unos milímetros, rozó mi cara con la suya; y cerca, muy cerca de mi oído, me susurró:
–El beso.
Me volví dándoles la espalda y seguí atareada con la maceta (a la que por cierto estaba destrozando), e intentando no tomarlo en cuenta, aunque sin poder evitar una sonrisa que ahora era a mí a quién se me escapaba, hice un gesto con mi boca y le respondí:
–Bueno, no es de los mejores que me han dado.
–Entonces tendremos que ponerle remedio. –Volví mi cara para intentar replicarle, y, sin esperarlo, como si mi cuerpo no fuese nada entre sus manos, me puso de nuevo frente a él, cogió mi cabeza desde la nuca y me dio el beso más impresionante que me habían dado jamás. Sin separarse de mi cuerpo volvió a preguntarme–: ¿Mejor ahora?
Sin aliento y sin fuerzas apenas para sostenerme, intenté aclarar mi voz para volver a contestarle:
–Sí…sí, ahora algo mejor.
En aquel momento cogió la toalla sin perder su sonrisa, se alejó de mí, y sin volverse a mirarme me dijo:
–Bueno, tampoco ha sido tan bueno. Tendremos que seguir practicando para intentar mejorarlo, ¿te parece bien que volvamos a probar este sábado?
No le contesté, lo mismo que una boba me quedé de pie, sujetándome a la mesa para no caerme, toda mojada por el roce de su cuerpo con el mío, y viendo cómo de nuevo entraba en su casa y se perdía dentro. ¡Pero bueno! ¿Qué había sido del tímido y retraído Alejandro Grajal? ¿Dónde estaba? Y por favor que nadie lo devolviese. ¡Yo me quedaba con el nuevo sin pensármelo dos veces!
En pocos minutos su piano volvía a sonar con una fuerza atronadora.
Todavía estaba intentando reponerme cuando escuché a nuestros hermanos hablando entre risas y bromas. Al llegar a mi altura, empezaron a quitarse las camisetas, Raúl no tardó en llamarme:
–¡Sisí, ven a bañarte a la piscina con nosotros, su abuelo nos ha dado permiso!
Me volví al escucharlos, a la vez que el silbido tan fuerte que pegó Fran al verme me ensordeció. Estaba totalmente empapada por el roce de su cuerpo con el mío, y menos mal que llevaba el biquini debajo porque se transparentaba todo.
–¡Creo que a tu hermana no le hace falta, ya está bastante fresquita! ¿Qué te ha pasado? ¿Hay por aquí un concurso de camisetas mojadas y no nos hemos enterado? – Ambos empezaron a reírse, yo me cubrí toda avergonzada. Pero me sentía tan feliz que no podía dejar de sonreír. Ellos se alejaron hacia la piscina. Raúl miró hacia el balcón, desde donde de nuevo salía la tronante música de su piano.
–¡Joder con tu hermano, debe de estar destrozándose los dedos! No lo había escuchado nunca tocar con esas ganas.
Fran alzó la mirada y le respondió:
–Pues por cómo suena, debe estar contento por algo, no toca esa pieza nada más que cuando algo bueno le pasa.
Sonreí al escucharlo, ¡quizás tocaba con esas ganas por mí! Bajé mis pantalones y saqué mi camiseta, corrí hacia el filo de la piscina donde estaban los muchachos abstraídos por su conversación, empujándoles a los dos en mi carrera y cayendo juntos.
Durante un buen rato estuvimos riendo y luchando en el agua, eso sí, al compás de aquella música del piano que lo envolvía todo. Ya había pasado casi una hora cuando escuchamos cómo mi padre venía acompañado del viejo Señor Grajal, llegaron hasta la piscina y entonces él llamó nuestra atención:
–¡Venga chicos, salid ya, nos vamos!
Ellos seguían hablando sobre unas mejoras que se podían hacer en el jardín, cuando la música dejó de sonar, miré hacia el balcón donde Alex solía asomarse y allí estaba de nuevo.
Muy a lo “Bob Derek” intenté salir del agua para que él pudiese recrearse en mí, pero al subir el último escalón, mi hermano y Fran me pegaron un pelotazo en toda la cabeza haciendo desaparecer todo el “glamour” del momento y yo, lejos de recordar que me estaba mirando, me tiré como una bestia sobre ellos empezando de nuevo otra de nuestras peleas, aunque en cuanto me acordé miré hacia el balcón y allí estaba aún, sin dejar de sonreír y pendiente a nuestros juegos.
¡Menuda mujer de mundo! Debí parecerle una niña pequeña, con mis trenzas destrozadas y aquel biquini de corazoncitos rosa.
La semana fue pasando y aunque Raúl y Fran se veían prácticamente a diario, yo no había vuelto a tener noticias de mi pianista. Sobre todo, ese sábado había esperado con impaciencia algún mensaje o alguna llamada de él, pero en vista que no recibí nada, al final decidí quedar con mis amigas a tomar unos tacos frente al puerto. Ya llevábamos un rato cenando cuando mi hermano me mandó un whatsapp.
¿Dónde estáis?
En la taquería.
Estamos en la placita, ¿nos vemos en la disco?
Ok.
–¿Quién es? – Me preguntó Miriam.
–Es mi hermano.
–¿Va a venir?
–No, me ha preguntado si nos vemos luego en la discoteca.
–¿Sabes si ha quedado con Fran?
Mis amigas estaban locas por ellos, mi hermano, aunque estuviese feo que yo lo reconociera, era guapo y simpático como él solo y aunque Fran era tan abierto como Raúl, el dinero de su familia lo hacía atractivo a rabiar para las chicas.
–No lo sé Mónica, seguramente; últimamente son inseparables.
–Le has dicho que sí, ¿verdad? ¡Que nos vemos dentro!
–Sí, pesadas.
–No sé porque te emocionas tanto, no hay nada más que ver como Fran la mira, está claro que tenemos poco que hacer con él –dijo la “enterá” de Miriam.
Mónica me miró con los ojos como platos.
–Sisí, ¿a ti también te gusta Fran? No habías dicho nada.
Terminé de dar un sorbo a mi “coca” y le contesté sin poder ocultar mi sonrisa:
–A mí me gustan más mayores, a Fran y sobre todo a mi hermano Raúl os lo dejo para vosotras solitas.
Las dos me miraron algo intrigadas y de pronto aquello se convirtió en un interrogatorio en toda regla. Me había callado lo ocurrido en el chalet porque me daba un poco de vergüenza decirles lo sucedido, ya me tenían bastante fichada por “ligerilla de cascos” y no solo por mi aventura durante el curso con Carlos, un “ex amigo” de todas, sino por el goteo ininterrumpido de mi lista de conquistas no demasiado afortunadas. Estaba segura que en cuanto les contara lo sucedido aquel lunes, empezarían a reprocharme de nuevo lo de haber sido tan confiada otra vez; pero me moría de ganas por darles pelos y señales de todo, así que entre el “griterío” de las dos y mi risa nerviosa, pude contarles lo que me había pasado con el mayor de los Grajal aquella semana.
En cuanto terminamos de cenar nos fuimos a bailar, nada más entrar vi a mi hermano, estaba sentado con Fran y otros amigos. Había tanta gente que costaba trabajo llegar hasta ellos, de pronto noté cómo alguien me cogía desde atrás por la cintura y me daba un beso en la cara, me volví pensando que era algún amigo cuando para la mayor de mis alegrías vi que era Alex.
–¿Qué haces tú aquí? –Dije, sin poder disimular la sonrisa que se dibujó en mis labios al verlo.
–Quedamos en vernos hoy, ¿no lo recuerdas? ¡Ven, salgamos fuera! –Cogió mi mano e hizo el intento de sacarme de todo ese bullicio.
–¡Espera, espera un momento! Tengo que avisar a mis amigas, si no creerán que me han secuestrado. –Por señas les indiqué que salía fuera, ellas apenas me prestaron atención, estaban más pendientes de la mesa de los chicos que de mí. Pero mi hermano se dio cuenta y con su dedo pulgar levantado me indicó que todo estaba bien.
Salimos hacia la calle, él seguía llevándome de la mano. Sentía la suya caliente y suave, tenía unas manos muy cuidadas, sus dedos eran largos y finos pero fuertes. Anduvimos unos metros en silencio y al llegar hasta el muro que separa la playa del paseo dio un salto entrando en la arena.
–¡Ven! – Dijo de nuevo, ofreciéndome su mano para que yo hiciera lo mismo.
–¡Estás loco! llevo mis zapatos nuevos.
–¡Pues quítatelos! No sé cómo podéis andar con esos tacones, ¿qué miden quince, dieciocho centímetros?
–¡Otro como mi padre! pero bueno ¿acaso os lo tenéis que poner vosotros para molestaros tanto que yo los lleve? ¡Además con esta minifalda no puedo levantar las piernas sin que se me vea todo!
Ni corto ni perezoso desde el otro lado del pequeño muro que nos separaba, me cogió en brazos y me llevó junto a él. Yo lancé un grito y comencé a reír.
Me tenía aún entre sus brazos sin dejarme en la arena, cuando acercó sus labios a los míos y me besó de nuevo, me dejó de pie, yo no podía apartar mis ojos de los suyos fue su dulce voz la que me sacó del trance:
–Quítate los zapatos, se te van a estropear.
Obedecí de nuevo como una boba sin rechistar, sus besos parecían tener narcóticos para mí, me dejaban totalmente drogada. Me los quité y sin que él soltase mi mano comenzamos a caminar hacia la orilla. La noche invitaba a ese paseo, la luz eléctrica era muy suave, solo la de la luna nos acompañaba reflejada en el mar tranquilo, y solamente el ruido de las olas en la orilla rompía aquel silencio. Él no hablaba y por primera vez yo no sabía qué decir, así que me aventuré a sacar un tema de conversación:
–Me ha sorprendido mucho verte, no pensé que vendrías, como no has dado señales de vida en toda la semana.
–No tenía tú número.
¡Escueto, pero sincero! Pues era verdad, jamás nos dimos los números, como volvió a guardar silencio le dije de nuevo:
–También se lo podías haber pedido a tu hermano, ¿no te parece?
–Odio los teléfonos, normalmente no son nada más que para dar malas noticias, apenas uso el mío, siempre que puedo lo dejo en casa.
¡Bueno, parecía que no había modo de sacar conversación! Así que de nuevo volví a intentarlo:
–Lo que me ha sorprendido en serio ha sido verte en la discoteca esta noche.
–Ni creo que vuelvas a verme más.
Suspiré, qué “cortito” era el pobre, “al ataque otra vez”.
–¿Por qué? ¿Acaso no te gusta nada más que tu música?
Él sonrió.
–No, me gustan muchos estilos, pero si mi abuelo se entera que he estado en un sitio cerrado con la música a ese volumen me mata, puede ser fatal para mis oídos.
Si hubiese sido otro ya lo habría mandado a hacer puñetas, pero me gustaba en serio y comprendía que no todo el mundo era tan charlatán como yo, así que le eché ganas de nuevo e intenté mantener viva aquel intento de conversación, y continué preguntándole:
–¿Acaso tienes problema de oído, ¿cómo el Mozart ese?
Él sonrió de nuevo.
–No, del oído estoy bien, pero tantos decibelios en un sitio tan pequeño pueden afectar seriamente al sistema auditivo, tú como futura doctora deberías saberlo mejor que nadie, –se volvió y me dio un beso en los labios–. Y no era Mozart quien perdió el oído, fue Beethoven. Vamos a sentarnos
¡Bueno, yo sabía que uno de ellos era! Pero mejor cerraba mi boca y no metía más la pata.
No me hacía ninguna gracia manchar mi vestido con la arena, pero tampoco quería parecerle una ñoña protestando por todo, así que me senté. Él estaba guapísimo aquella noche, nunca lo había tenido así, solo para mí. Llevaba una camisa negra, que le sentaba de “muerte”, me daba algo de vergüenza mirar un poquito más abajo, pero sus vaqueros se ceñían justo donde debían y no podía evitar que los ojos se me fuesen detrás.
Me senté bastante erguida mientras él se recostó en la arena, no sabía de qué hablar sin volver a parecer una inculta, miraba hacia el mar, supongo que intentando hacerme la interesante (después de lo “del Mozart” más valía estarse calladita), pero él seguía en su tónica y no hablaba, solamente me miraba. Me incomodaba tanto sentirme observada que mi cabeza rodaba a mil por hora para intentar hablar de algo o me volvería loca, así que de nuevo me lancé al vacío:
–Este año, sino llega a ser por que escuchaba tu música, diría que ni habías venido, vendes muy cara tu presencia.
Se tumbó en la arena, colocó los brazos detrás de su cabeza y mirando hacia el cielo me contestó:
–Tengo que estar muy concentrado, pronto volveremos a Los Ángeles. Estoy a punto de firmar unos importantísimos contratos, si todo sale bien en unas semanas comenzaré una gira por Norteamérica. En esta profesión tienes que demostrar que eres el mejor para llegar a algo, aquí no valen los segundos puestos, o eres el primero o todo este esfuerzo no sirve para nada.
–¡En unas semanas! ¿Y vuelves para mucho tiempo?
–No lo sé, todo depende de cómo marchen por allí las cosas; mi abuelo está convencido que todo irá bien, pero yo no estoy tan seguro.
–No me lo puedo creer ¿de verdad es eso lo que tú deseas hacer?
Me miró sorprendido.
–¿A qué te refieres?
–Te llevo viendo trabajar tanto durante años y no sé, por tu tono de voz al decirme lo de la gira, en vez de saltar de alegría como haría yo, estás aquí contándomelo como si no tuviese la mayor importancia. Perdóname si me paso de lista, pero no me pareces emocionado con la idea, por eso me preguntaba si tú deseas de verdad irte dejándolo todo aquí y empezar tan lejos desde cero, según dice tu hermano ya tienes un nombre dentro de la música clásica en Europa.
Dio un fuerte suspiro.
–Supongo que sí, qué esa ha sido siempre la meta. Pero, a decir verdad, ni siquiera me había dado la oportunidad de planteármelo, mi abuelo toma estas decisiones por mí desde hace años y creo que se lo debo.
Por su tono de voz adiviné que no quería seguir hablando. Volví mi cara mirando hacia el mar, queriendo dar por zanjado el tema.
Él cogió uno de mis mechones de pelo entre sus dedos y me dijo:
–Me hipnotiza su color; desde que eras pequeña me encantaba verte enredando entre las flores, me gustaba ver cómo brillaba tu pelo bajo el sol, las pelirrojas me gustan, pero a ti este color te queda genial.
Yo misma cogí uno de mis mechones y me miré el pelo. Ese mismo pelo que en ocasiones me había dado tantos malos ratos en el colegio, donde me habían puesto motes de toda la variedad de frutas y verduras conocidas con tonos naranjas, sin olvidar las distintas especies de animales, que un poco más mayor y debido a mi altura iban creando las “desarrolladas” imaginaciones de mis compañeros; y ahora me confesaba que a él le había gustado desde siempre. Lo miré sonriendo mientras él seguía sosteniéndolo entre sus dedos.
–¿De verdad te habías fijado antes en mí?
No lo dudó, me contestó enseguida:
–¡Claro, siempre me has parecido una niña preciosa!
–¡Pero yo ya no soy ninguna niña, yo…