Kitabı oku: «Aplicación del método del ver, juzgar y actuar al fundamento teórico y a la práctica del sistema modular.», sayfa 2

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La institucionalidad universitaria
y su estatuto epistémico

La denominada paideia griega, como prototipo e ideal educativo para la civilidad y la virtud de Occidente, contribuyó a que la institucionalidad universitaria tomara su forma en el siglo XIII en las corporaciones de alumnos y maestros, bajo la tutela eclesiástica y de las nacientes órdenes religiosas. Si bien puede seguir su motivo inspirador, este paradigma no representa a todas las épocas, menos a la contemporánea. Tampoco lo hacen las ideas expresadas por Agustín en su obra De Magistro (1951), ni los cuestionamientos modernos de una sociedad laica que acerca la práctica educativa a un saber teórico con carácter científico como lo propuso Kant (2003).

Esta crisis de paradigmas generó en la posmodernidad una movilidad de los actores educativos, que dio lugar a un sujeto docente de la ciencia, que superaba al maestro observador de la práctica, más parecido a un doctrinero. Así, tanto los sujetos de aprendizaje como los conocimientos son analizados como objeto desde una visión pragmatista, funcional, social e interdisciplinaria (Durkheim, 1975). De esta manera, se busca consolidar un profesional tutor de la práctica educativa y una tecnología curricular para la resolución de necesidades, para transformar la realidad, en otras palabras, una pedagogía problémica para intervenir los contextos (Dewey, 1975).

Entonces, contrario al propósito humboltiano para la universidad, basado en el espíritu idealista alemán, las filosofías que habían acompañado y guiado las expresiones de esta reconfiguración de la idea de universidad ya no podían iluminar lo suficiente los retos contemporáneos (Renaut, 2008). Mientras que la educación se centraba en la observación de un proceso humano de crecimiento, que se dinamizaba por la práctica del maestro, las propuestas del idealismo se enfocaban en considerar la educación como una idea, como un concepto. Kant propone abstraer lo real y crear el concepto, los trascendentales. El hombre no se determina por los constitutivos de su ser, sino por los conceptos ideales de libertad, moral, cuerpo y espíritu, es un sujeto empírico, solo fenomenológico, una idea que ha trascendido. El concepto habla de lo real en forma abstracta, es ciencia que se limita a un espacio y a un tiempo. Las categorías reclamadas en la pedagogía de Kant (2003) refieren a alcanzar la mayoría de edad y después Rousseau pensó al ciudadano ideal, de estas nociones actualmente, en una sociedad desacralizada y laicista, prevalece la figura del ciudadano libre e igualitario. El pensar antecede al conocer, la idea a la realidad.

La posmodernidad trae un nuevo orden epistemológico que impacta también a la acción pedagógica, en una epistemología del conocer estratégico que se puede controlar. Indudablemente, esta situación también conlleva una de las épocas más interesantes, aunque inciertas y complejas para las IES. De una parte, la globalización implica múltiples posibilidades de apertura, movilidad, cualificación y visibilidad, por otra, conlleva desafíos y problemas serios en relación con el futuro (Dos Santos, 2011).

Así, una práctica educativa sustenta un determinado estatuto epistemológico, cada modelo tiene su propio sujeto específico que permite reconfigurar el saber de la educación, así como los actores y contenidos. A cada concepción de práctica educativa corresponden determinado conocimiento y sujeto. Se da un desplazamiento donde el saber, a modo de arte, se identifica como ejercicio de dominio, el fenómeno se interpreta como hecho o producto. Alvira (1980) afirma que el teorizador es un fabricador, pues el saber se instrumentaliza, la teoría epistémica deja de ser práctica, para pasar a ser técnica, y esta última reduce el operar humano al producir.

La idea de universidad actual dista de la originada en el siglo XIII, pues de una práctica como proceso humano de crecimiento ha llegado a ser un concepto abstracto de una idea pura. La universidad, que según Kant (2003) se deduciría a priori de las exigencias atemporales de la razón, en la perspectiva de Humboldt debería formar para el saber de alto nivel, es decir, un saber que sobrepase al común o primario con el propósito de alcanzar una enseñanza de lo superior. Esta función ha de ser lo constitutivo del espacio universitario. El énfasis radica en la función de formar para el saber frente al formar para el saber mismo. Es decir, de un lado el saber transmitido y el saber producido, como exigencias de un auténtico servicio al saber, no solo transmisión y asimilación sino también construcción y mejoramiento (Renaut, 2008). Aquel ideal medieval de construir un cursus continuo y progresivo de estudios que condujera de la escuela catedralicia a la alta enseñanza, era cuestionado de base, por identificarse más con el dogma y la tradición que formaba al estudiante según un supuesto saber ya constituido, que paralizaba frecuentemente su desarrollo y cerraba a la universidad a los saberes nuevos que, como tal, se fueron danto en contra y fuera de ella (Renaut, 2008).

Una mirada histórica más completa puede mostrar que esto no sucedió en todos los casos y que incluso en la universitas magistrorum atque scholarium medieval, pese a la dogmática tradición eclesiástica romana, se dio un proyecto de formación para el saber, que también era formación para el saber mismo. La educación de élites parece haber sido, contrario a la masificación actual, otra de las características marcadas de la universidad del pasado, pues lo superior implicaba la adquisición de un saber de modo más amplio y total al de la media de la población, de tal forma que aquellos en la sociedad, en la economía, en la política o en la administración estuvieran más cualificados para tales funciones. Así, formar para el saber mismo era una tarea que continuaba solo para quienes tenían acceso a las investigaciones más sabias.

Un lento pero decisivo proceso de laicización abrió opciones que decidieron en el tiempo el destino de aquella institucionalidad para un saber de lo superior. El saber debía ser cada vez más productivo y su aplicación era evaluada por la utilidad práctica, en este sentido, disciplinas como teología, filosofía y derecho se juzgaban demasiado teóricas, al ocuparse exclusivamente de conocimientos específicos, mientras que programas como arquitectura, ingeniería, algunas prácticas médicas y la explotación de la tierra, entre otras, se fueron consolidando como escuelas especializadas y profesionales orientadas a la práctica y a las técnicas útiles (Renaut, 2008). Este proceso dio lugar a una reorganización de la enseñanza superior con criterios diferentes a la universidad misma, que abrió así el espacio a las especialidades profesionales. El fenómeno antes descrito tuvo diferentes manifestaciones según el espíritu modernizante asumido por cada país y región, pero como tal no se hizo esperar la reacción contra la tendencia de la utilidad propagada por las escuelas profesionalizante y especializada, como lo hicieran Kant con el conflicto de las facultades y sobre todo Humboldt con la Universidad de Berlín.

Las escuelas especializadas pretendían excluir de su práctica educativa la búsqueda del saber por el saber. Humboldt, en cambio, determinó que una disociación entre investigación útil e investigación pura implicaba una amputación a la esencia misma de la universidad, pues no se puede concebir una investigación ni la ciencia misma como una teoría separada del horizonte práctico y a su vez una práctica separada del horizonte y sustento reflexivo y teórico. Así se confía a la universidad la esfera del saber puro, la investigación de la verdad, pero incluyendo la perspectiva práctica. El modelo humboldtiano consideraba que un saber así concebido es altamente formativo. Por lo tanto, ya que la educación para el saber tenía la intención de coincidir con la formación del saber, tal enseñanza universitaria favorecería en una doble vía aquel ideal del Bildung.

Esto implicaría una connotación bastante distintiva de la universidad, puesto que, a diferencia de las escuelas especializadas, esta perseguía la adquisición del saber propiamente teórico, no pragmático, y estaba capacitada también para tener la exclusividad de la más auténtica formación práctica, aquella del hombre en cuanto tal. El idealismo propugna la combinación de enseñanza e investigación, autonomía y coacción política y social, formación por la ciencia, división de facultades, institucionalización por una facultad particular —que según Kant ha de ser la filosofía— y la reflexión crítica como agente de unidad y de libertad de la universidad.

Salvando lo que este modelo podría tener de utópico, la inspiración y la confianza humboldtianas en la formación desde el espíritu de la ciencia, además de la pretendida unidad de pensamiento, ha sido inspirador para la creación o redefinición de un espíritu moderno de universidad. La universitas scientiarum que propiamente había comenzado con el idealismo alemán en su versión kantiana (Kant, 2003) aportó una serie de contribuciones filosóficas a la cuestión de la universidad, que tuvieron fuerte influencia a través de diferentes manifestaciones, como aquella que algunos denominan napoleónica o de la excelencia en la formación profesional, una tradición anglosajona o newmaniana de educación general o liberal de los graduados y aquella de ascendencia humboldtiana para el desarrollo de la investigación y de la formación investigadora (Borrero, 2008). La historia ulterior, resaltada por la crítica insistente y multiforme de un pensamiento contemporáneo fuertemente confrontador del espíritu de la racionalidad, mostró las falencias del proyecto moderno de totalización de los saberes, hasta que finalmente logró la fragmentación de las racionalidades múltiples por la evolución de las disciplinas técnicas y de las competencias tecnológicas.

La institucionalidad educativa
entre premoderna y moderna

La educación superior con sus actuales formas fragmentarias es una institución que puede pensarse como posmoderna, hecho que le ha merecido distintos reclamos (MacIntyre, 2004, p. 24) por haber abandonado el intento de basarse en los cimientos seguros del pensamiento en línea clásica, para pasar a un pensamiento débil (Vattimo, 1989). Pero esta característica puede ser solo una de sus expresiones o manifestaciones, pues el modo de ser de la educación como institucionalidad actual también da cuenta del paso de una condición pre-moderna a una moderna, a juzgar por las tensiones y síntomas que manifiesta, en donde el espíritu característico de la educación superior se considera un saber más afincado en la Modernidad (Habermas, 1982).

Al efectuarse el paso hacia la Modernidad cobran fuerza conceptos tales como: gerencia óptima del recurso, diseño, proyección, parametrización, cálculo de beneficios, resultados, control del desempeño, capacidad productiva y contribución a la sociedad, es decir, su eficacia. Conceptos como pertinencia hacen parte del nuevo escenario social de la educación y el conocimiento actualmente. El en sí del conocimiento pasa a ser un para qué. Estas características son cercanas o relativas a la Modernidad, pero no precisamente al hecho de que la sociedad o el mercado estén deseosos del conocimiento crítico moderno como tal, o del que produce la comunidad cognitiva, sino que el interés está en un cierto conocimiento más versátil y funcional, a saber: la transferibilidad.

La educación superior da cuenta de cómo se traslapa la Modernidad en la posmodernidad, al hundir sus raíces como institución profundamente solidaria con el poder medieval, con sus tradiciones y jerarquía, inmersa al mismo tiempo en la dinámica global de la modernidad democrática. Pero afirmar que la universidad camine en el escenario de la Modernidad no significa que se ajuste al presente, tampoco que esta se actualice a modo de equipamiento. Hay que decir que el hecho de que la universidad esté en el escenario de la modernización significa que expresa y asume el espíritu y los valores de la Modernidad (Renaut, 2008). Según esto, surge la pregunta de si en efecto la institucionalidad educativa está en capacidad de modernizarse y asumir aquellos valores de libertad, igualdad y crítica que la capacitan para escindirse de los moldes del saber medieval, del ilustrado, del positivo, del pragmático o de la economía del saber, dentro de lo que se puede llamar una sociedad abierta, que no está detenida en el tiempo, y a la vez tener la capacidad de permanecer y defender las estructuras culturales y mentales constitutivas de su relación con el mundo. Que la universidad sea moderna significa algo más que una adaptación al tiempo.

Hopenhayn (2002) afirma que en la educación se observan códigos de la Modernidad, como el formar el recurso humano para la empresa, desarrollo en la población de las capacidades de razonamiento, de lectoescritura y, en general, el lograr una movilidad social ascendente a través de las mejoras laborales. Sin embargo, se nota también que se vive a medias dicha modernidad, y no se adentra propiamente en la posmodernidad, pues la emergente sociedad del conocimiento incide en los currículos académicos, en los estilos de enseñanza, en la gestión del sistema educativo y en la articulación del sistema formal con otras fuentes del conocimiento. Además, enfrenta problemas económicos, mínimos logros educativos, deserción, cobertura insuficiente y baja calidad (Ottone y Hopenhayn, 2000).

Históricamente, en el afianzamiento y crecimiento de la educación superior, la clase académica ascendía y lograba mantener su estatus académico. Actualmente, dicho estatus se concibe como reminiscencia de un modelo de educación introvertido, en criterio de Brunner (2001, p. 91), de transmisión analógica, renuente a la diversificación y flexibilidad, donde cada institución se concibe aisladamente y no como parte de una red. Queda abierta la pregunta de si es posible también que, a través de la educación superior y su forma de ser, pueda y deba pasar al momento contemporáneo algo de lo antiguo, sin renunciar a su lógica propia y sin perder por completo el fundamento de su existencia. No es de extrañar que ahora, cuando la sociedad reclama un mayor compromiso de los académicos con las necesidades de la sociedad, la nostalgia por aquel estatus, el en sí, despierte tensiones respecto a la autonomía y la preservación de la libertad académica, aspecto bastante sensible en las relaciones entre la educación superior y el control del Estado. El síntoma podría tener diferentes lecturas, sobre todo el malestar de los académicos que no se debe desestimar, pero visto más en profundidad, existen verdaderos y profundos retos ante definiciones de desarrollo social y humano que se ajusten a la educación superior.

La visión weberiana de la educación superior, con el horizonte de comprensión de su época, que se caracteriza por ciertas formas de dominación, estratificación social y desarrollo de la ciencia en los marcos universitarios, da una visión de la educación superior percibida como un bien encerrado en una jaula, bajo el buen recaudo de la racionalidad prescriptiva, de los fines establecidos y del operacionalismo (Weber, 1990).

Adorno y Horkheimer (2007), en su Dialéctica de la Ilustración, indicaron las contradicciones que conlleva para la educación superior y en general para el sistema de Occidente, las pretensiones de una sociedad moderna, que establecieron en la educación una intrincada relación del uso de la razón técnico-científica. También avizoraron con pesimismo en su análisis que el nuevo orden de la modernidad cuenta con una concepción empobrecida del ser humano, dominada por una racionalidad instrumental.

La educación superior está ajustándose de diversas maneras a esa razón instrumental, la solución no puede ser solo una lectura pesimista, el reto actual es generar una salida plausible a la acelerada adopción e incorporación de la educación superior en esta racionalidad, que no solo penetra profundamente en los sistemas e instituciones, sino también en los modos de pensar y de sentir. Habermas, con su mirada más positiva sobre la Modernidad y la posibilidad de sus proclamas, intenta sentar las bases de una visión optimista del desarrollo humano en perspectiva moderna (Habermas, 1982). Según él, las relaciones entre lo antiguo y lo moderno, a propósito de los nuevos lenguajes y transformaciones que se dan en materia de educación superior, no deben abordarse de una forma simplista ni tajante; por su parte, el mundo moderno tampoco ha estado orientado específicamente a la pérdida de compromiso de lo académico. Los principios del mundo moderno pueden contribuir a la capacidad de navegar con un destino de la educación superior y la sociedad contemporánea, para lo que resultan necesarios otros componentes como la compresión, la crítica, la apertura inter y transdisciplinar y fundamentalmente la sabiduría.

No se puede desconocer el compromiso de las condiciones materiales necesarias para la vida y el desarrollo económico, que se puede hacer desde la dicotomía entre las diferentes formas de producción y el desarrollo ético, moral y social con equidad y justicia. Esto implica aceptar que el proceso educativo tiene que ver no solo con el desarrollo de carácter económico sino también de tipo social, cultural y respecto al bien común. A este propósito le apuntaba en su momento el denominado grupo o comisión de sabios que para la nación colombiana recomendaba el camino a seguir en procura de un nuevo ambiente académico y cultural (Colciencias, 1995, p. 61).

La declaración mundial sobre educación superior para el siglo XXI, acogida en la Conferencia Mundial sobre educación superior de la Unesco, también denominada Conferencia de París, puntualizaba que la relevancia de la educación superior debe evaluarse según la correspondencia entre lo que la sociedad espere de las instituciones y lo que ellas hacen. Y agregaba que, para esto, se requiere contar con una visión ética, con imparcialidad política, con capacidad crítica, así como con una mejor articulación con los problemas de la sociedad y del mundo del trabajo, acciones que han de pensarse a largo plazo, incluyendo el respeto a la cultura y la protección ambiental (Unesco, 1998).

En este sentido, la pregunta que surge es si la educación superior está en condiciones de resolver estas tensiones y demandas de pertinencia que se establecen en el campo del perfeccionamiento personal y del desarrollo sostenible para un país. Además, si puede hacerlo con la ampliación de la cobertura y con los parámetros de calidad y los medios de financiación a donde está siendo llevada. El estamento social espera del extraordinario potencial transformador de la educación superior una movilidad social en orden al progreso y la competitividad. La educación superior ha de combinar creativamente aquello que cree es su misión propia ante el conocimiento, con aquella racionalidad eficiente y la producción, que no se trata de limitar las funciones eficaces de logros medibles, descuidando aquellos sensibles a procesos con un denso contenido simbólico y cultural, como lo afirma Hoyos (2002). Pensar las cualidades de la comunidad académica para los retos del presente no consiste precisamente en recuperar el pasado, por memorable que este haya sido, ni en el intento de restablecer una forma de cultura cognitiva como un orden más amplio de academicismo. Consiste más bien en una forma enteramente nueva de desarrollo humano, estimulada desde los objetivos curriculares.

Educación pragmática

Aquel que se puede designar como el modelo norteamericano de educación liberal (MacIntyre, 2004) constituye el paradigma que se ha ido estableciendo en gran parte de nuestro continente y en otras regiones del planeta. Tal modelo, por su impacto y amplificación globalizada, ejerce una incidencia decisiva por su intervención en los organismos multilaterales como instancia de decisión y acuerdos, pero también por los canales de dependencia que crea con la gerencia de una amplia información empaquetada a modo de medios y mediaciones educativas, en los que se incluye el idioma como factor cultural. Ciertos aspectos de la indagación educativa actual dan cuenta de cómo las organizaciones internacionales y los círculos académicos anglosajones ejercen una fuerte presión sobre las conceptualizaciones de los problemas, las estructuras teóricas, los programas de clasificación, las categorías estadísticas, las valoraciones de calidad y los niveles de evaluación normativa que aplican actualmente, aunque sea una cosmovisión que a veces pasa inadvertida.

Existe una tendencia regional a la institucionalización jurídica de los sistemas de educación superior a través de leyes generales de educación —también denominada ley marco— y específicas de educación superior (Dos Santos, 2011). En la última década, la mayoría de países de la región, agrupados en el Convenio Andrés Bello, han efectuado reformas políticas a sus sistemas educativos, con el propósito de modernizar el sistema educativo y fundamentalmente ajustarlo a la situación cambiante de los contextos y a las demandas que ejerce la internacionalización de la economía y de la cultura.

Como ya se insinuó, cada concepción genera su propio sujeto y su propia epistemología, y como tal en las políticas emanadas de la Ley General de Educación, Ley 115 (Congreso de Colombia y MEN, 1994), en el país se privilegia una visión posmoderna de la educación, es decir, no propiamente de las ciencias de la educación, aquella relativa a la racionalidad, que según Martínez (2002) es una corriente tardía en el desarrollo de la pedagogía, más afín con aquella que se denominó la tecnología de la educación y que dificilmente alcanza una integración de las ciencias. La Ley 115, en su Artículo 1, define a la educación como un servicio público, es decir, que puede ser ofrecido y ofertado abiertamente, así como un derecho, y al educador como un orientador. Las ciencias de la educación como tecnología destacan la aplicación de las ciencias, pero en la actualidad precisan incorporar los sistemas de comunicación. Así, la Ley 30, que rige la educación superior, privilegia como sujeto educador al profesional que es un sujeto de las ciencias de la comunicación, un facilitador, un orientador (Congreso de Colombia y MEN, 1992).

Mientras la educación como paidea resaltaba las letras, la virtud, la civilidad y la humanitas medieval, que propugnaba por la condición de persona, creada y redimida, libre y señor, capaz de conocer y tendiente a un fin, las ciencias de la educación contemporáneas resaltan los saberes compartimentados en áreas del saber, como ya lo hacían las escuelas especializadas; por su parte, las ciencias de la comunicación privilegian la información, la tecnología, la planificación, el resultado y la anticipación. El objeto se simula, se virtualiza y se convierte en dato informativo. Las tecnologías de la educación, alimentadas por las ciencias de la comunicación, conducen a ciencias cuantitativas e instrumentales para la producción de conocimiento como información, dentro de un sistema convalidado socialmente. El conocimiento es un sistema que se diligencia desde las teorías o reingenierías organizacionales. En tal sentido, el Estado, a través de organismos como Colciencias, fomenta el conocimiento y promueve el desarrollo del país como estrategia educativa, para la implementación de innovación tecnológica, innovación y competitividad de la nación.

En un contexto donde los saberes se especializan y se complejizan cada vez más, es donde la pregunta por la profesionalización se hace más acuciante. La técnica es una actividad especializada, es un conjunto de reglas para la acción como operación del saber hacer y se concibe en el marco de la política. En la politeia griega, el lugar de la técnica pertenecía y se inscribía en la polis, la política era un asunto técnico y tecnócrata. En este sentido, según Fraser (2009), la política tiende a estatizar mientras que la acción pedagógica es activa, requiere participación y pasa por problemas cotidianos.

La dialéctica relacional en la cual se concibe actualmente la educación superior hace de esta una institución cada vez con más síntomas de incomodidad dentro y fuera de ella. Asimismo, se generan y alientan relaciones, continuidades y semejanzas que le permiten pervivir en un sistema más amplio, el social, que ha llevado a la educación superior de ser un fenómeno de élites a ser un fenómeno de masas, aunque es necesario admitir que la concepción descriptiva de un fenómeno para élites conlleva una carga de valor ambiguo —tal como el concepto de masa, que no es pertinente desarrollar aquí—.

Este paso de lo elitista a lo masificado como fenómeno social es parte de los cambios fundamentales, aunque externos, que reflejan condiciones en la relación de la triada educación superior, conocimiento y sociedad (Martínez, 2002). Si bien es un fenómeno diverso y profundo, uno de los motivos de influencia está en que la educación superior cada vez se incorpora en mayor medida al caudal social, que demanda a la educación superior mayor pertinencia, en el sentido de apertura a los nuevos rumbos marcados por una sociedad globalizada y movilizada por el mercado. Esta demanda de apertura o masificación no está en estrecha relación con la equidad, en términos de igualdad de saberes, pues las denominadas competencias chocan con este carácter de equidad. La educación superior se ve confrontada en su capacidad de respuesta en el plano de su autonomía y su responsabilidad con los desafíos que enfrenta la sociedad actual. Pero este malestar, según Tenti (2008, p. 12), no solo se presenta en la educación, sino que también se da en la sociedad y, por lo tanto, en la escuela. El mercado académico difumina las fronteras de lo público y lo privado, dentro y fuera de la universidad.

Uno de los lugares característicos de demanda de pertinencia de la educación lo constituyen actualmente las discusiones y determinaciones de los organismos multilaterales, donde la universidad está siendo movilizada del lugar marginal que la ha caracterizado, para incorporarse a la sociedad de una forma distinta. Estas determinaciones y declaraciones generalmente hacen parte de la macro política estatal, que es meta y exigencia. “En estos últimos años, los organismos internacionales han sido la principal fuente de creación, difusión y legitimación de modelos educativos, tanto en relación con la estructura de la educación como en el campo del currículum” (Martínez, 2002, p. 70).

Las racionalidades tecnológicas generan actualmente por sí mismas el saber, bajo el imperativo de utilidad. El nuevo espíritu reinante, salvando algunas etapas de transición, considera la educación superior como un bien cultural, estatal y social, que luego se involucra en bienes económicos multilaterales. Cumpliendo con sus funciones relativas al conocimiento, la educación superior se considera un bien patrimonial económico, que, en categoría marxista, pasa a ser una de las fuerzas de producción más importantes para el mantenimiento de las relaciones de producción.

La educación se ve ajustada a una tendencia limitante, que hace aparición en la educación superior con una nueva terminología cifrada en competencias, resultados, habilidades y capacidades de transferencia. Tal ajuste se realiza a la educación superior en una doble corriente, por un lado, como una concepción cerrada en su relación con la economía y, por otro, en función o al servicio de una cultura cognitiva. La pregunta tal como ya fue planteada se refiere a la posibilidad de una concepción más abierta de currículo, ajustada a una educación superior que sostenga una relación más abierta con la sociedad y esté sustentada en una concepción más amplia de persona.

Históricamente, los académicos controlaban en gran medida lo que se ofrecía a los estudiantes. Ellos tenían el poder y el control. Los nuevos currículos y los sistemas denominados modulares establecen un viraje en este poder hacia el Estado, el mercado de trabajo, el estudiante como consumidor y los gestores intelectuales. Las principales innovaciones curriculares, como las habilidades transferibles, la competencia, el aprendizaje experiencial y la capacitación, provienen del Estado y de la sociedad en general. Otras formas de desarrollo curricular aparecen como caducas. Todo apunta a que la universidad sea no una forma de transmisión cultural, sino un medio de generación de capital económico.

Se trata de una interacción que favorece otras expresiones culturales, sujetos, institucionalidades educativas, sistemas de control social y estatal y visiones de realidad, como lo expresa Bricall (2000) cuando afirma que las exigencias que presenta la sociedad actual a la universidad, con la emergencia de la sociedad de la información, están transformando la naturaleza del trabajo y de la organización de la producción. El fenómeno de la mundialización que incide sobre las posibilidades de creación de empleo, y finalmente, la revolución científico-técnica crean una nueva cultura que plantea acuciantes cuestiones éticas y sociales.

Ante este escenario tan cambiante, donde la educación superior es puesta en ámbitos que le exigen una constante reconfiguración, es indispensable establecer que ha existido, aunque resguardado a ciertos grupos de criterio, el reconocimiento de la necesaria complementariedad entre lo teórico, lo práctico y lo estético, independiente de los énfasis epocales que se le asignen. Hoyos (2002), a modo de visión, prospecta una comunidad cognitiva, en actitud participativa, comprensiva, comunicativa, crítica y discursiva, que investiga, enseña, interviene y hace presencia en la sociedad. Independiente de su momento, la educación en su condición de superior, implica un campo educativo distintivo y diferente de los otros momentos del sistema educativo, en cuanto lo superior ha de promover, generar, circular y transformar el conocimiento. Lo superior implica una transacción genuina, pues no cambia solo el conocimiento, sino que también ha de hacerlo el estudiante.