Kitabı oku: «Aplicación del método del ver, juzgar y actuar al fundamento teórico y a la práctica del sistema modular.», sayfa 4

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Estos planteamientos no dejan de lado las falencias u oscuridades en los paradigmas que se denominan antiguos o clásicos, que cobran vigencia cuando se quiere advertir que cada epistemología conlleva visiones propias de sujeto. La epistemología que se introduce en la educación superior actual está enmarcada en un prototipo muy específico y consiste en poner la mirada no en aquella clase de conocimiento referido a alcanzar una mayor claridad de la realidad desde la comprensión como contemplación, en el sentido aristotélico y tomista, de ver allí la verdad y el bien, sino que privilegia un conocimiento como operación, como producto, que deja abierta la cuestión de si el operacionalismo es o no una forma de conocimiento, cosa que a veces se formula como principio en algunas teorías de la reingeniería.

En tanto que la sociedad se va complejizando como sistema integral, el lugar de desempeño de los profesionales se va tornando disciplinariamente más diferenciado, sujeto a cambios y a las demandas sobre los profesionales que se hacen más variables. En cuanto a la generación de profesionales, hay quienes no siempre encuentran su espacio en el mundo laboral. En este nuevo orden social, los conocimientos expertos adquiridos en las etapas iniciales ya no bastan para siempre. Es necesario contar con las habilidades que permitan poner esos conocimientos en el contexto de las circunstancias no habituales, para lo que es necesario contar con un arsenal de pericias como la flexibilidad, habilidades comunicativas y destrezas para trabajar en equipo. La incorporación de los sistemas digitales y las posibilidades de trabajo en red implican capacidades para dejar de lado los conocimientos adquiridos en algún momento de la vida y estar preparado para enfrentar nuevas formas de experiencia y conocimiento. La versatilidad de generación de capital no se ajusta necesariamente a los conocimientos fijamente adquiridos, sino a las habilidades necesarias para sacarles el mayor provecho posible en el ajuste a nuevas situaciones. La cultura de lo desechable se hace sentir también en lo cognitivo, que torna obsoleto aquello que por momentos se creía imprescindible. La educación superior como lugar de generación de conocimiento pierde cada vez más su centralidad como lugar de formación de los ciudadanos, actualmente, buena parte de la educación superior se ve constreñida entre la reivindicación de aquella idea clásica de universidad y la proclama emergente de una universidad restringida al ámbito del conocimiento técnico y sus aplicaciones.

Esta visión del conocimiento lo asume simplemente como un recurso, no como un proceso con un valor en sí mismo. Esta reingeniería del conocimiento es posible gracias a la doble lógica del operacionalismo, que pretende que las personas actúen con base en sus conocimientos, pero con la habilidad para desplegarlos en el mundo del trabajo, para operar con mayor eficacia. A esto se le denomina transferibilidad o aplicabilidad (Barnett, 2001). Si se trata de identificar una tendencia dominante y definitoria que haya incursionado en el campo de la educación superior, bien sea porque la incorpore a sí misma, o porque le sea exigida por la sociedad contemporánea, este elemento sería el operacionalismo. De la misma forma que nuevos significados van apareciendo y cobrando importancia, otros tales como intuición, comprensión, reflexión y sabiduría se dejan de lado, para priorizar en conceptos como habilidad, competencia, resultado, información, técnica y flexibilidad.

La forma como se percibe la situación actual de la educación superior advierte la existencia de esta unidimensionalidad manifiesta en el operacionalismo. Sin embargo, una visión más completa propone que la relación entre educación superior, conocimiento y sociedad en sí misma es un universo más complejo de lo que el unidimensionalismo plantea, por tanto, en la descripción de la situación actual de la educación superior se da por descontado que la visión unidimensional no agota la manifestación del escenario educativo, en relación con las dinámicas interactivas de las estructuras con que se relaciona.

A la unidimensionalidad, manifiesta en el operacionalismo, le subyace un sustento del pensamiento contemporáneo que por momentos parece contradictor. En efecto, si admitimos que la caída de las grandes narrativas (Lyotard, 1989) es un indicio del advenimiento de la sociedad posmoderna, una de sus características es que no dispone de un discurso unificador, sino que por el contrario es multidimensional, al dejar de lado los cimientos del pensamiento y los problemas de las personas concretas. Contamos con un amplio espectro de ideas en las que autores como Bernstein (1991), MacIntyre (2004), Martínez (2002), Lobato (1997), Horkheimer (1981), entre otros, encuentran un solo elemento común, pero no unificador, a saber, el antihumanismo en el que se nos ha sumido. Bernstein (1991) afirma que dadas las diferentes perspectivas u horizontes en los que los filósofos con influencia contemporánea, como Habermas, Derrida, Foucault o Kant, dan cuenta de los mismos fenómenos, se puede hallar en ellos un punto común que la mayoría parece compartir en la crítica al pensamiento contemporáneo, este es su antihumanismo.

Hasta hace algunos años, era común encontrar aún en la universidad pública de espíritu liberal el interés por algunas formas de humanidades o filosofía. Pero estos nuevos escenarios se inclinan a favor del denominado operacionalismo, que no contiene una clara relación con el campo humanístico o filosófico, y si tal existe no termina por encontrar cabida en el estrecho margen que establecen otra suerte de competencias. Salmi (2001) señala el peligro de concentrarse exclusivamente en la lógica de los cambios técnicos y de la globalización, pues de forma acrítica se incorporan a las instituciones de educación superior (IES) las lógicas de las nuevas tecnologías y comunicaciones, que en sí mismas son importantes; pero es igualmente importante que las personas que se ubican en estos nuevos escenarios cuenten con los valores esenciales necesarios para vivir como personas responsables en una sociedad cada vez más compleja, para lo cual se requiere estimular todos los aspectos del potencial humano, desde disciplinas como filosofía, literatura, bellas artes y ciencias sociales, que no siempre alcanzan a tener cabida en los apretados currículos y menos en los sistemas de competencias, o si alcanzan un espacio lo logran de forma muy divergente.

Es necesario recordar que ante todo cambio o intervención social, lo único realmente importante es la persona, la fidelidad a ella misma, a sus elementos identitarios (Lobato, 1997). El sistema social económico que en su interior puede ser un conjunto de elementos contradictorios, antagónicos y cambiantes, no integrados sino yuxtapuestos, como se puede deducir de las crisis económicas actuales, paradójicamente se presenta bajo la forma de un común denominador o núcleo esencial. Reconfigurar este univocismo implica reconocer la pertinencia de una educación que involucre decisivamente en la escena de educación superior las dinámicas que se generan entre entendimiento y voluntad, como lugar del planteamiento del conocimiento considerado entendimiento inseparable de lo ético y lo moral (Lobato, 1997), y por tanto también de lo político y del hacer, que dé cabida a las disciplinas culturales, como ciencias de la discusión, a la par del desarrollo de las ciencias exactas y empíricas. Formar para cooperar por el bien común, por la solidaridad como valor ético y político. La idea de la universidad en las categorías que se han venido describiendo parece favorecer un individualismo que exige la inclusión de elementos para la mayoría de edad, como lo proclamara Gadamer, en cuanto herencia de la Modernidad, que permita volver a encontrarse con el mundo de la vida y las personas puedan asumir sus destinos autónomamente, es decir, remoralizar la naturaleza humana antes de que en nombre del conocimiento científico pueda ser desnaturalizada (Habermas, 1982, p. 45).

Si la educación superior en los términos actuales conlleva el desarrollo de una racionalidad instrumental, es necesario complementar tal énfasis con una racionalidad comunicativa en los términos descritos por Habermas (1982) y podríamos afirmar también con una racionalidad del valor, como lo proponen Beuchot (2011) y MacIntyre (2004), en búsqueda de discursos complementarios entre los diversos saberes y visiones del mundo. Si la sociedad y el Estado, inmersos en la economía, con su tradicional protagonismo y vanguardismo, centrados en el poder económico y político concurren respecto al conocimiento y a la educación superior con estandarización, control, expansión y pertinencia con el desarrollo en los términos de competitividad del mercado, contrario es el horizonte comprensivo, crítico, interdisciplinar y de la sabiduría que lleva a pensar la educación superior no como un espacio indeterminado para rediseñarlo, sino como un proceso en continua construcción, cuyo horizonte de sentido es el desarrollo de la persona, de la convivencia ciudadana y del progreso ético y sostenible.

Fragmentación del conocimiento

Rorty et ál. (2001) contrastan el espíritu centralista y unificador del discurso moderno con el debate contemporáneo sobre el pluralismo y la defensa etnocentrista del nosotros a partir de una diversidad de vocabularios. Si algo manifiesta la sociedad denominada posmoderna es la ausencia de una razón dominante, es más bien la manifestación de formas de pensamiento que disienten para configurar diversos lenguajes. MacIntyre (2001) manifiesta que el conocimiento en la sociedad posmoderna ha sido despojado de sus elementos unificadores sociales, solo ha conservado valores locales entre los cuales no hay modo de elegir. La sociedad, con un espíritu pragmático, simplemente se dedicará a desarrollar, seleccionar y explorar los conocimientos que resulten útiles a sus distintos grupos de interés, “el principio asumido es el de la mayor o menor utilidad, principio de una filosofía pragmática de lo apto para negocios, para lo factible, para la práctica” (Daros, 2002, p. 55). El pragmatismo es una acción re-contextualizadora del pasado, que aprecia los aspectos pragmáticos de cada momento del pensamiento. Pero, frecuentemente, lo que fue útil para los predecesores, no lo es para los sucesores: “Nosotros tenemos diferentes objetivos, que serán mejor atendidos si empleamos un vocabulario diferente” (Rorty, citado en Daros, 2002, p. 55).

Todo adquiere más o menos valor, según sea más o menos útil para el logro de los fines. En este contexto se asumen el interés y la utilidad como principios supremos, que determinan que la pregunta principal no es: ¿eso es verdad? sino ¿para qué sirve? En el contexto de la mercantilización del saber, esta última pregunta significa: ¿se puede vender? Y en el contexto de argumentación del poder: ¿es eficaz? (Lyotard, 1989, p. 1). Pero admitido el pragmatismo con sus proclamas de hacer, realizar, actividad útil, ocupación y negocio, como filosofía fundada en la idea según la cual la acción útil genera la idea y no a la inversa, y si esa acción es el principio supremo de explicación filosófica, entonces todos los términos tradicionales y fundamentales de la filosofía cambian de sentido. La verdad y la felicidad humana, por ejemplo, no difieren de la utilidad (Rorty, 1983). Lobato (1997) considera que la racionalidad moderna ha cambiado el orden de los factores al permitir que el principio de la voluntad impere sobre el entendimiento y no al contrario.

En tal estado de cosas, la crítica de la Modernidad, que no supone siempre un rechazo, ni una renuncia esencial a postulados, como lo proclamaba Habermas (1982), impregna en el ámbito académico el sabor característico de la educación superior actual, en su imbricación con la posmodernidad. Las preocupaciones por el planteamiento, la cuantificación, los resultados y los métodos de control, la capacidad productiva y la contribución a la sociedad son síntomas de la Modernidad. También lo es el desarrollo material planteado con base en el desarrollo científico, la incursión de la técnica y la tecnología en la cotidianidad, y el propósito de un auténtico progreso cultural de la sociedad.

Las divisiones y conocimientos disciplinares o profesionalizantes parecen unificar la tarea común de preservar la legitimidad de la cultura académica, pero en la medida en que se desarrolla una educación superior masiva con un público variado y con una comunidad académica que se subdivide en tantos campos disciplinares, la universidad se suma a la fragmentación del denominado capital cognitivo de la sociedad y esto es sintomático de la posmodernidad (Lyotard, 1989). Como sintomatología se encuentra la no existencia actual de un discurso intelectual común (Baudrillard, 2012), aspecto que aparecía ya en la decadencia del modelo medieval con la aparición de las escuelas especializadas y el posterior discurso de las ciencias de la educación (Durkheim, 1975).

Aunque es difícil establecer el momento de la fragmentación intelectual, podemos afirmar que la universidad es una institución que se adelanta a la posmodernidad en alguna de sus características, como las acomodaciones que ha llevado a cabo y las proclamas de la diversidad y apertura a los referentes intelectuales (Vattimo, 1989). Pero como le sucede a algunos sectores de la sociedad, a la educación superior la posmodernidad todavía no la rige plenamente, como ya se sugirió, ni a cierta parte de la comunidad académica. En este caso, la universidad es solo un prototipo, porque más allá de esta diferenciación, la educación superior aún puede basarse en los principios generales del cultivo de una razón más ajustada a su ser superior.

En la fragmentación del discurso y la cultura de la sociedad en general, el lugar de las fuerzas intelectuales, que el ámbito académico agrupa en la producción del conocimiento y en la reproducción de este, resulta muy importante. De esta forma, el modo, así como la estructura del pensamiento propio del ámbito académico y el de la sociedad, se retroalimentan. Subyace a esta tesis una concepción de educación y formación cultural acerca del sentido del desarrollo de las sociedades contemporáneas y de procesos de innovación científica y tecnológica (Carreño, Bravo y Restrepo, 2015). Dos lecturas posibles sobre la Modernidad pueden llegar a contradecirse y a ejercer una impronta sobre el modo como comprendemos la relación entre la sociedad y el conocimiento. De un lado, como lo denominó Bernstein (1991), la proliferación o constelación de formas de conocimiento y adquisición de experiencia sin que se dé una forma de arbitraje entre ellas. Por otro, aquella tendencia de la sociedad moderna a favorecer un tipo particular de conocimiento instrumental y operacional. Estas dos perspectivas de la sociedad moderna hacen presencia en la institución de educación superior e inciden en los programas de estudio que tienden hacia una unidimensionalidad y una independencia. Es el difícil equilibrio entre la pertinencia e impertinencia social de la educación, que algunos consideran que no se puede tener al mismo tiempo. Sin embargo, las dos lecturas deben ser compatibles entre sí y deben ser tenidas en cuenta simultáneamente, pues tanto la unidimensionalidad como la proliferación cognitiva funcionan al mismo tiempo en la sociedad y en la educación superior.

Sen (2010) considera que en los análisis económicos profesionales, así como en las discusiones y debates públicos, se admite que para poder alcanzar el desarrollo se requieren sacrificios, dureza y disciplina, pero estos generalmente responden a la desatención calculada de algunos aspectos que se consideran poco importantes o que se pueden defenderse más tarde. Es necesaria una reflexión crítica, como lo afirma Hoyos (2002), con base en el informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD, 2001), según el cual ya no se puede hablar aisladamente de un desarrollo con base en la productividad, la ciencia y la tecnología, sin tener en cuenta el fortalecimiento de la cultura y la democracia.

Sería insostenible actualmente afirmar que la educación es un sistema separado de las formas como se concibe y se gestiona la sociedad, pero también resulta necesario razonar que para que dicho criterio no se torne una visión unívoca, es preciso complementar este saber técnico, científico y tecnológico con uno social, humanístico, moral práctico, estético, subjetivo y expresivo. Se trata, por tanto, no solo de reconocer el papel estratégico fundamental de la educación para el desarrollo sostenible, sino también defender un sentido de educación en el que se fomente la complementariedad de los saberes (Hoyos, 2001). Dicha complementariedad requiere la implementación, en el caso de la educación superior, de categorías que permitan recuperar una forma de saber y de actuar más ajustada al ethos de lo humano y, por ende, al de la educación superior, que se abordará en los capítulos dos y tres de este libro.

Se afirma que la sociedad moderna es cada vez más compleja (Restrepo y Carreño, 2017), en parte por la demanda de mantenernos conectados o en red, como posibilidad de subsistir en diferentes estamentos de interacción social, cada uno de los cuales tiene su definición, aunque limitada, de autonomía. Tales estamentos no refieren solamente a las instituciones dominantes de los ámbitos económico, jurídico o cultural, sino a un estar en grupos más pequeños, formados en torno a sus propios intereses, que promueven distintas formas de vida y de conocimiento, con sus discursos, a veces en oposición entre sí, pero con el poder de influir en ciertas configuraciones o imaginarios ciudadanos. En este sentido, la vida moderna acepta la existencia de una multiplicidad de formas fragmentadas donde pueden darse escasos intereses comunes. Esto bien lo describe Lipovetsky (2006) en su ensayo sobre el individualismo contemporáneo de la sociedad actual.

En medio de tanta diferenciación cognitiva, la sociedad tiende a favorecer ciertas formas de pensamiento y acción, mientras que otras expresiones son menoscabadas o directamente dejadas de lado, desestimaciones que deben tener cabida en la educación superior. El privilegio a ciertas formas de pensamiento y acción es posible, en parte, por el hecho de que la sociedad moderna está guiada por intereses e ideologías determinadas como el pragmatismo, el competir con éxito en el intercambio económico mundial, el afán de controlar todos los factores, no solo lo tecnológico, sino también lo social y lo humano, en donde no sobra la tendencia a asociar las diferentes manifestaciones sociales con la tarea del Estado, la empresa o determinado grupo económico. Identificada la educación superior como una institución clave para la sociedad moderna en cuanto a producción y reproducción de conocimiento y experiencia, la educación no solo no es inmune a esos intereses, sino que estos la configuran. Por tal razón, dichos intereses sociales en sentido amplio desbordan las definiciones del conocimiento que gesta el ámbito académico en sus comunidades (Carreño, Bravo y Restrepo, 2017).

La tendencia al operacionalismo es consecuencia y reflejo de las relaciones entre educación superior y sociedad que se pragmatizan en políticas, por ejemplo, enfocadas en el emprendimiento, con financiación estatal. Siguiendo esta política se han redireccionado en el país los contenidos de algunos planes de estudio y se han señalado competencias en orden al emprendimiento empresarial prácticamente en todas las disciplinas (Ley 1014 de 2006). Se propone incrementar las capacidades de los graduandos de cualquier disciplina para operar con eficacia en el mundo. Colciencias financia proyectos de investigación de ciencia, tecnología e innovación, ubicados en once programas nacionales, a través del Sistema General de Regalías (SGR), con una aplicación enfocada en los campos de ciencia, tecnología e innovación (Ley 1530 de 2012).

El trabajo de algunas instituciones a nivel nacional como el Servicio Nacional de Aprendizaje (SENA) y el Instituto Tecnológico Metropolitano de Medellín (ITM) les ha permitido ser incorporados actualmente al sistema de educación superior, aspecto que genera ciertos cuestionamientos. Cabe anotar que dichas instituciones conciben el diseño y el desarrollo curricular volcados hacia los desarrollos técnicos y tecnológicos, con un claro enfoque basado en los resultados, que responde a la voluntad política de incrementar las capacidades operacionales de los graduandos a partir de sus experiencias de aprendizaje y pronta inmersión en el mundo laboral.

Otras consideraciones de iniciativas, algunas a gran escala, se han promovido desde la industria y el comercio con la asociación entre la empresa y el Estado, que se encuentra también en proyectos regionales, como es el caso de la ciudad de Medellín con instituciones u organizaciones como Ruta N, Ciudad E, la industria automovilística y el biodiesel. Asimismo, los parques científicos que se vienen implementando en las principales ciudades de Colombia, con el objetivos de establecer entre universidad, Estado y empresa un acceso a cuantiosos capitales de apoyo y financiación en iniciativas conjuntas, así como el financiamiento de expertos o investigadores directamente relacionados con los intereses de la compañía aportante, por ejemplo, la Universidad Eafit y Epson. Estas dinámicas generadas entre la industria, el comercio y la educación superior, no hay duda, implican que las instituciones educativas deben comportarse de maneras completamente nuevas, lo que conlleva otra suerte de preocupaciones académicas. Mientras que otras instituciones que no promuevan tal relación son vistas como incompetentes o sin pertinencia social.

Junto a estas observaciones empíricas, pero constatables, aparece una cuestión que va más allá de lo conceptual y se refiere al uso que se viene dando a la categoría universidad o, mejor aún, a la de educación superior. En efecto, convertir estudios de carácter universitario a instituciones de índole técnico, tecnológico y corporaciones es una tendencia apoyada en la macro política. La clasificación de las IES en el país se realiza según su carácter académico y su naturaleza jurídica. Aquello que en el pasado reciente aportaba claridad, actualmente es signo de la flexibilidad y amplitud en la interpretación del carácter de la educación superior. Queda pendiente analizar el impacto que tal flexibilidad produce cuando instituciones con clara vocación técnica asumen el carácter de universidad, con tendencia al pensamiento académico en profundidad. Este cambio de política refleja una disposición o tendencia, sobre todo del Estado, a ampliar la definición de educación superior y universidad más allá de las connotaciones que tradicionalmente ha comportado.

Esta evolución en las formas de institucionalidad en la universidad, bajo la orientación e impulso del Estado, es también fruto de aquella concepción operacionalista y de las diferentes formas que va adoptando. Ottone y Hopenhayn (2000) recuerdan cómo a mediados del siglo XX se utilizaba en algunas regiones un discurso que hacía hincapié en la educación como esperanza del progreso, de desarrollo y también como una forma de apalancamiento de la democracia. Formar para el liderazgo, para la construcción del Estado social de derecho, preparar a los ciudadanos para el ejercicio de la ciudadanía y generar mayor homogeneidad cultural se convirtieron en estrategias y propósitos nacionales. Los cambios sociales recientes han dado lugar a una realidad ambivalente, incierta e insegura; en el orden económico mundial va aumentando el desempleo, se expande la pobreza, se ensanchan los contrastes socioeconómicos, se populariza la economía financiera especulativa y, por su parte, la remuneración del trabajo abre cada vez más la brecha de desigualdad entre salarios (Cohen, 1998).

Es conocido que este propósito conllevó un controvertido desarrollo dependiente de las grandes potencias y de paso implicó una visión más instrumental de la educación (Ottone y Hopenhayn, 2000). Los cambios han dado lugar a una realidad ambivalente, Cohen (1998) pone en duda que el conocimiento por sí mismo genere mayor igualdad y democracia, y señala que paradójicamente las economías productoras de ideas tienen más desigualdades que aquellas que fabrican objetos. La propensión a excluir a aquellos que no tienen ideas es, según parece, más fuerte que aquella que excluye a quienes carecen de riqueza.

En las relaciones entre sociedad y conocimiento se da una serie de correspondencias, dialécticas, encuentros y desencuentros. El desarrollo de las disciplinas ha ocupado en la educación superior lugar capital en el quehacer diario de la comunidad académica. Esto, como ya se anunció, se concibe como un estrechamiento en la mirada que la universidad puede dar a los problemas más generales de la sociedad y de las personas desde la perspectiva de la filosofía de la ciencia (Habermas, 1982). La epistemología propia de la comunidad académica se orienta teniendo como punto concéntrico los problemas cognitivos de las disciplinas, hecho que en la actualidad se percibe como una manera de resolver los problemas desde puntos focales bastante angostos. Si tal estrechez epistemológica, metodológica y de lenguaje impide la apertura a una visión suficiente para abordar los problemas más complejos de la sociedad en general, otro tanto se vive en cuanto a los recursos que se enfilan a problemas puntuales y específicos, lo que impide ir más allá y deja un universo cada vez más grande de asuntos ignorados.

Borrero (2008) recuerda cómo la universidad le dio la espalda por muchos años a la vida comercial e industrial, hasta que tardíamente se involucró en la era de la economía globalizada urgida en mucho por las exigencias y parámetros de instancias multilaterales. El proceso de adaptación a la globalización incide en el carácter de las funciones de la universidad, pues determina los sistemas de investigación académica y el cambio tecnológico de la universidad a las empresas, para enfocarla al logro de niveles superiores de competitividad de la economía y una mayor eficiencia, funcionalidad y autofinanciamiento, que responden a sistemas de calidad, evaluación externa, pertinencia y mercado académico.

Por efecto directo de los encuentros y desencuentros entre sociedad, educación superior y conocimiento, la universidad se ve abocada a nuevos paradigmas y en parte es la sociedad la que está reorientando las funciones del conocimiento, la índole de los proyectos de investigación, los currículos y la misión que tiene la educación superior. Es de anotar que este cambio de paradigma tiene que ver con el mundo que está más allá de la institucionalidad de la educación superior. De esto dan cuenta el dinamismo y la movilidad que han venido teniendo los currículos actuales. El principal mensaje que la sociedad actual, el mercado y la empresa le transmiten a la educación superior está en el orden de la preparación académica del profesional que no resulta suficiente para afrontar los nuevos retos. Como toda actividad sujeta al mercado, es cada vez más necesario impartir habilidades transferibles a los profesionales con el propósito de que puedan tener cabida en el mercado. El campo para el profesional es tan imprevisible, que aquello que han aprendido, antes que nada, tiene que ver con la preparación para aprender a cambiar más que formarlos en competencias específicas. Aquello que se ha asegurado en un proceso generalmente largo, probablemente estará obsoleto o será inútil a corto plazo.

Las concepciones con las que una sociedad se orienta respecto al conocimiento están inmersas en esquemas referenciales filosóficos, antropológicos, sociales e ideológicos, dinámicos no siempre conscientes. Las relaciones y dialéctica de la educación superior inmersa ahora en la sociedad ponen de relieve que los tiempos contemporáneos han aportado cambios sustantivos de índole social, el uso y la forma del conocimiento, así como la función de la educación superior como institución. La sociedad incorpora vertiginosos desarrollos surgidos de las investigaciones técnico-científicas que terminan constituyendo el espacio llamado sociedad cognitiva en los términos definidos por Lévy (2004). Procesos educativos y de la cultura en general entran en el escenario del mercado y del consumo, aspectos que antes no se hacían tan manifiestos y globalizados. No se sabe realmente cómo las nuevas tecnologías de información y comunicación, en el escenario de la globalización, transformarán finalmente el entorno educativo. Brunner (2001) afirma que en la sociedad actual concurren tres tipos de industrias que operan en la educación: las comunicaciones, la informática y los contenidos. Estas industrias están directa y productivamente integradas al campo de lo educativo y no solo como medios didácticos sino como procesos interactivos y virtuales. Se trata de un complejo social, tecnológico y cultural. Esto conduce a reconsiderar algunos conceptos pedagógicos, como por ejemplo el acto educativo o formativo, su relación con el desarrollo del pensamiento y de las demás potencialidades de la vida humana.

Como síntoma de que en efecto estamos en la sociedad del conocimiento (Lévy, 2004), o basada en el conocimiento, se encuentra el hecho de que en otras épocas la producción, la difusión y la salvaguarda del pensamiento eran asuntos de pequeña escala, de una comunidad cognitiva estratificada y cerrada en un limitado número de instituciones que contaban con privilegios y ciertas autonomías. Esta práctica hizo que la universidad permaneciera cerrada en una lógica y en un modo de razonar, por ejemplo, el de la escolástica, ajustada a sus orígenes medievales, institucionalidad que sirvió de base y modelo al surgimiento posterior de una institucionalidad con rasgos propios, pero que supuso un estilo académico característico de la actividad universitaria.

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