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4 | La investigación como un ejercicio de pensamiento

Pensar requiere tiempo. Pero desde el punto de vista laboral y como cultura académica, los investigadores en general viven sujetos al publish or perish (publicar o morir). La presión es verdaderamente enorme, y la expresión de la misma puede apreciarse con nitidez en el sitio: http://retractionwatch.com; esto es, la presión que hace incurrir en plagio, deformación de datos, robo de ideas, co-autorías ficticias, y muchas otras prácticas nocivas y perversas, y todo a gran escala, como un comportamiento verdaderamente generalizado. Las diversas presiones que se plasman en el sitio web mencionado, por ejemplo, ponen de manifiesto el choque de dos dimensiones radicalmente distintas: de un lado, el tiempo de la producción, la eficiencia, la eficacia y el crecimiento de indicadores —algo perfectamente análogo al crecimiento económico del modelo económico imperante— y, de otra parte, la temporalidad de la creatividad en general; aquí, el tiempo del pensar. He aquí un tema de la mayor dificultad y que interpela a varias escalas y niveles de la sociedad en general, incluidos desde luego el sector público y el sector privado.

Ahora bien, la historia de la ciencia pone de manifiesto que, en ningún área del conocimiento, nadie descubre nada en lo que venía trabajando hacía años. Por el contrario, tanto en electrónica como en física, matemáticas o filosofía, en biología o sociología, por ejemplo, siempre los descubrimientos científicos suceden: a) por casualidad y b) en las cercanías de lo que el investigador venía trabajando. La condición es que el investigador debe ser lo suficientemente sensible e inteligente para ver esa casualidad y los descubrimientos en los alrededores del campo o línea de trabajo que tenía. Como decía Heráclito (22 B 18): “Si no se espera lo inesperado nunca se lo hallará, dado lo inhallable y difícil de acceder que es”.

En esta misma dirección, también la historia de la ciencia, así como igualmente la filosofía de la ciencia, ponen suficientemente de manifiesto que la ciencia en general no se hace única y fundamental con base en observación, descripción, instrumentos, técnicas, herramientas, redes, laboratorios, bilingüismo, y demás. Por el contrario, el elemento que verdaderamente gatilla a la ciencia, y en consecuencia la creatividad e innovación, es la capacidad de realizar experimentos mentales. Esto es, la importancia de las pompas de intuición, la imaginación y la fantasía.

Pensar e imaginar no son dos cosas diferentes. Son dos expresiones de un mismo fenómeno, a saber: concebir nuevos mundos, nuevas realidades, nuevas formas de ser de las cosas, en fin, explorar, anticipar lo que aún no ha llegado, proyectar lo que es posible de otros modos. En este sentido, mientras que el conocer avanza, por así decirlo, por partes, el pensar implica una capacidad de totalización, de síntesis, de figuración integral de aquello que se piensa. Precisamente a la manera de la imaginación, que consiste en brindarnos el cuadro completo de un fenómeno determinado, y no simplemente escorzos o segmentos de este.

No todos los seres humanos se dedican a la investigación y, por lo demás, no tienen por qué hacerlo. De la misma manera, no todos los seres humanos hacen de la ciencia, en el sentido más amplio e incluyente de la palabra, un estilo de vida. Por la misma razón, en consecuencia, la mayoría de las personas no tienen problemas en el sentido preciso que se discute aquí. Pero cuando acontece, la investigación es el ejercicio mismo del pensamiento, y pensar adquiere, si cabe, un sentido agónico, exactamente en la acepción que el término adquiere desde la antigua Grecia arcaica. Esto es, un asunto de vida o muerte. De vida en realidad, pues cabe recordar aquí la vieja idea del estoicismo. Sostenía el filósofo estoico Crisipo: “Entre la vida y la muerte no hay ninguna diferencia”. Y alguien del sentido común le replica: “¿Si no hay ninguna diferencia entonces por qué no se suicida?” Y responde el filósofo estoico: “Por eso mismo: porque no hay ninguna diferencia”.

Digámoslo de manera elemental, en términos sociológicos: todos los seres humanos conocen, de alguna manera, esto o aquello. Y si bien la capacidad de pensar es común a todos los seres humanos, no todos piensan. Por diversas razones: porque no han sido llevados a ello, porque no se han visto impelidos a pensar, porque nunca hicieron del pensar un asunto propio, porque jamás disfrutaron de libertad, o por otras razones semejantes.

El tiempo del pensar no es objetivo. En este sentido, con razón, los griegos distinguían entre el tiempo cronológico y el tiempo del kairós. El tiempo del kairós puede ser asimilado al diálogo del alma consigo misma de que hablaba Platón, o bien, en el otro extremo del tiempo, al proceso misma del reencantamiento del mundo y de la vida del que hablan Prigogine y Stengers. Quisiera decirlo de forma directa y simple: investigar es un acto de optimismo, de confianza en el pensamiento, en la vida y en sus posibilidades. Quien ha claudicado ya ante la vida sencillamente se abandona, descree de las capacidades del pensar y es un escéptico convencido y la inutilidad de la investigación. El pesimismo ronda y se impone y, al cabo, reina la desolación y la muerte. Es cuando las personas han aprendido la desesperanza.

Pensar es, por consiguiente, todo lo contrario a un acto de abandono y claudicación ante las dificultades, los problemas y los obstáculos. Pensar es, así, una pulsión vital jalonada irracionalmente por un optimismo, una confianza o una fe en el reconocimiento de que, por así decirlo, el peor de los futuros será necesariamente mejor que el mejor de los pasados por el simple hecho de que es futuro, e implica por tanto esperanza y posibilidades.

Quienes han perdido la fe en la vida —por ejemplo por circunstancias políticas, económicas, afectivas, sociales y militares—simple y llanamente no piensan: aguantan, resisten, y, en la mayoría de las veces, al cabo del tiempo, desfallecen y caen sin más. En este sentido, es propio observar en quienes son pensadores en el sentido preciso de la vida una luz distinta en la mirada, movimientos corporales diferentes a los habituales, en fin, una pulsión erótica —contraria a la pulsión tanática (Freud)— manifiesta e inoculable ante cualquier mirada atenta. Si esto es cierto, entonces pensar y vivir son una sola y misma cosa, y ambas existen y se expresan, por lo tanto, en la forma de la investigación, del inquerir o del pesquisar. Y esto es bastante más y muy diferente de la simple academia, de la ciencia en sentido plano, o de la filosofía en sentido técnico y cerrado.

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El afán de poner a la comunidad académica, científica, filosófica y de ingenieros a producir artículos, capítulos de libros, libros, registros y patentes puede ser visto políticamente como el afán por ocuparlos para que produzcan, se ocupen y no piensen. Porque pensar cambia las cosas. Como con acierto se ha sostenido recurrentemen-te: la mejor praxis es una buena teoría (esta idea ha sido asignada a Kurt Lewin, pero ha llegado a formar parte de un imaginario culto, educado). Así, lo que sucede en realidad es que una muy buena parte de la comunidad de “investigadores” no investiga; simplemente hacen la tarea, producen; pero no piensan. Esto es, están lejos de una actitud crítica, emancipadora, liberadora, cuestionante, reflexiva en sentido estricto.

Pensar siempre ha correspondido a considerar las cosas de manera distinta de cómo han sido hasta el momento o de cómo son actualmente. El pensar no está volcado tanto hacia los hechos, sino hacia las posibilidades e incluso a lo imposible mismo. Y, desde luego, pensar implica la cabeza y al cerebro, pero los desborda por mucho y abarca e implica por completo todo el cuerpo y la existencia misma. En ocasiones, pensar tiene incluso un costo familiar o social por parte de quien piensa, pues como lo ilustra profusamente la historia, la mayoría de las personas no están familiarizadas con esa forma de vida que es el pensar.

Más exactamente, pensar no sabe de eficiencia y efectividad, de productividad y crecimiento (económico, notablemente). El pensar sienta las bases y las condiciones de sí mismo, y no tiene deudas con nadie. Pensar e investigar, dos expresiones de un solo y mismo asunto, son actividades, actos, procesos o formas de vida que implican radicalidad y autonomía, independencia y criterio propio, libertad y autenticidad. Por tanto, todo lo contrario a lealtad, fidelidad, doctrina y adiestramiento social y colectivo, obediencia y acatamiento, incluso respeto.

5 | Pensar y sembrar

No existen garantías para el pensar y tampoco el pensar sienta garantía alguna. Bien entendido, pensar es un juego; acaso el juego mismo de la vida. Solo que es el más grande, riesgoso y atrevido de los juegos. A su manera, pero en la misma longitud de onda de este texto, ya François Jacob hablaba del “juego de lo posible” como el juego mismo de la vida o de los sistemas vivos, y resalta cómo la forma de la evolución —la vida— es la del bricolaje. Hoy aprovechamos alguna cosa sin saber exactamente cómo o para qué, y mañana o pasado mañana le damos otro uso que el que originalmente pudo tener. La vida se va haciendo de retazos, de mosaicos y vamos dándole una estética a medida que el tiempo va pasando.

En verdad, pensar es una especie de bricolaje —en el sentido de Jacob—, puesto que vamos, en ocasiones, por la vida pensando, no a la manera de un plan o programa pre-establecido, sino en adecuación de paisajes rugosos adaptativos. Pues bien, en esto consiste, bien entendida, la investigación. Esta no responde a una estrategia fría y determinada, sino, fundamentalmente, se asienta sobre fortalezas, capacidades, formación y ganas por parte de los investigadores. Cuando la investigación se funda en objetivos, habitualmente estos están puestos por agentes externos, especialmente por su fuente de financiación.

Hacemos la vida como podemos, intentando lo mejor y aprovechando lo que está a la mano en cada momento. Asimismo se hace la ciencia, el pensamiento. Cada época desarrolla la ciencia que puede, y cada época desarrolla la ciencia que necesita. En este mismo sentido, no existe una comprensión —y definitivamente ninguna definición— única de “ciencia”. A fortiori, como observaremos en el curso de este libro, tampoco existe una definición única de “lógica”. Cabe decirlo sin más: pensar constituye una ventaja selectiva en la vida. Pero esta ventaja exige ser cultivada, literalmente, no construida. Esta distinción entre sembrar y construir constituye quizás el rasgo diferenciador más grande entre el mundo de las urgencias y las necesidades, y el mundo de los problemas que dan qué pensar. El pensar no construye nada; por el contrario, siembra, y como en los procesos del campo, espera, cultiva, cuida, riega, vuelve a esperar y finalmente cosecha. Pero cosecha para volver a sembrar. Lo que tenemos aquí es el ritmo o el pulso mismo de la tierra, de la naturaleza. Para los seres humanos, la expresión más inmediata de la tierra o la naturaleza es el cuerpo. Pues bien, cuando verdaderamente pensamos, no pensamos sin la cabeza, pero pensamos con el cuerpo mismo. Solo que la metodología habitual de la investigación nada sabe sobre esto y por eso mismo nunca dice nada al respecto.

Pensar con el cuerpo implica una consecuencia fuerte: la autenticidad. La mente en ocasiones nos engaña; nos engaña a veces la percepción. Pero el cuerpo jamás miente. Solo que debemos poder escucharlo. El pensar se anida en alguna parte del cuerpo, vibra y sale en la forma de palabras y textos escritos, a través del cerebro.

El primer objeto de trabajo, en ciencia y en lógica, es el lenguaje, pues es a través del lenguaje como aparece “verdad” en el mundo. Más exactamente, “verdad” tiene lugar tan solo en el lenguaje proposicional, no en ningún otro. El lenguaje proposicional es del tipo: S es P —esto es, sujeto, verbo predicado—; esto es, cuando afirmamos alguna cosa de algo. Existen numerosos otros tipos de lenguajes: en ninguna de ellos acaece “verdad” (o falsedad).

Nos batimos en primer lugar no con “la cosa” directamente; por ejemplo, la empresa, el paciente, la región, la centrifugadora, el aula de clase o lo que sea que nos ocupe en la ciencia o disciplina en que trabajamos. El primer objeto de trabajo es el lenguaje: cómo decir cosas nuevas, cómo decir cosas diferentes, cómo decir las cosas liberándonos del lenguaje ya habido, ya sedimentado y que resulta insuficiente.

6 | Intermezzo: la biología del pensar

El ser humano es un sistema de sistemas. Los sistemas constitutivos del ser humano a nivel biológico son: el sistema endocrino, el sistema linfático, el sistema inmunológico, el sistema nervioso central, el sistema cardiovascular, el sistema muscular, el sistema digestivo, el sistema respiratorio y el sistema circulatorio. Con una observación puntual: en un organismo saludable, no todo pasa por el cerebro.

Para los seres humanos, pensar es determinante con el cerebro —el cual, dicho de pasada, no es un órgano, sino una glándula, una que contiene otras glándulas—. El cerebro es el único “órgano” endo-esquelético en el caso de los seres humanos; todo el resto del organismo es exo-esquelético. Lo que hace el cerebro para funcionar son esencialmente reacciones eléctricas y químicas, pero toda reacción química es en últimas una reacción eléctrica. Pues bien, es la estimulación eléctrica la que desencadena procesos mentales.

Desear e imaginar son determinantes para poder pensar, y ambos, desear e imaginar, son procesos que se llevan a cabo en las funciones superiores. Para su comprensión es básico el reconocimiento de las áreas (primarias y secundarias) y los lóbulos (frontal, parietal, temporal y occipital).

Sin embargo, propiamente hablando, no todas las estructuras del cerebro son estrictamente necesarias para la formación del pensamiento. Así, algunos córtices sensoriales tempranos, todos los córtices inferotemporales, el hipocampo, los córtices relacionados con el hipocampo, los córtices prefrontales y el cerebelo no entran en primera línea de consideración para temas tan sensibles e importantes como el pensar, la conciencia o el yo.

Desde el punto de vista biológico, pensamos gracias a miles, millones, billones de conexiones. Literalmente, en su expresión más básica, pensar es relacionar. En efecto, el cerebro está compuesto por alrededor de 100.000 millones de neuronas y cada neurona dispara impulsos electroquímicos entre cinco y cincuenta veces por segundo, lo que da como resultado una estimación de 100 trillones de sinapsis, que son las conexiones que las neuronas, en sus extremos, tienen entre sí. A mayor flexibilidad de las sinapsis, mayor robustez en las conexiones y por tanto podemos pensar mejor. En otras palabras, la plasticidad de las neuronas garantiza una mejor capacidad de aprendizaje, de adaptación y de pensamiento.

Las neuronas son las células —e instancias— determinantes para la actividad cerebral. Como es sabido, las neuronas se componen del cuerpo celular, el axón, que es una fibra de salida, y las dentritas, que son fibras de entrada. Los extremos están constituidos por los citoesqueletos, que son los extremos que al mismo tiempo permiten, y en los que se realizan, las conexiones de las neuronas entre sí. Estas conexiones son conocidas como sinapsis. La figura 1 ilustra la estructura de una neurona:


Figura 1. Estructura de una neurona

Fuente: Kevenaar JT and Hoogenraad CC (2015) The axonal cytoskeleton: from organization to function. Front. Mol. Neurosci. 8:44. DOI: 10.3389/fnmol.2015.00044

Figura 1. La unidad biológica de base para el proceso del pensamiento es la neurona. Solo que no existe una sola neurona. Más adecuadamente, el pensamiento es el resultado de conexiones de las neuronas y la robustez de dichas conexiones es lo que permite los procesos cognitivos y de pensamiento. Desde el punto de vista funcional cabe pensar razonablemente que el cerebro humano es el fenómeno de máxima complejidad conocido hasta la fecha. Esto se comprende mejor, no tanto por el conocimiento mismo del cerebro, algo que si bien ha logrado magníficos avances es aún incipiente, sino por las realidades y sistemas que ha creado, en síntesis la historia, la cultura.

Las neuronas constituyen acontecimientos singulares en la historia de la evolución, y es cierto que en su estructura y funcionamiento incide la cultura y el medio ambiente tanto como que estos son el resultado de las propias conexiones neuronales. El tema que emerge exactamente en este punto es la epigenética.

Las interacciones entre las neuronas son de orden cooperativo, de suerte que la liberación de neurotransmisores se traduce en procesos cognitivos: imágenes, palabras, juicios, argumentos, conceptos e ideas. El funcionamiento de la corteza cerebral opera como series de interacciones a través de sistemas de contigüidad, que se van extendiendo siempre por medio de adyacentes posibles. En otras palabras, la complejidad de los procesos mentales emerge a partir de la simplicidad de las interacciones o circuitos neuronales.

Pues bien, gracias a la plasticidad del cerebro puede decirse de una dúplice manera: que el pensamiento emerge como la función de anticipar acciones y movimientos o bien, igualmente, con la idea de proyectar o anticipar futuros. Digámoslo de manera franca y directa: la función primera del cerebro consiste en crear futuros, concebir posibilidades, explorar e intuir horizontes, antes, mucho antes de que el cuerpo se lance entonces en dicha exploración, creación y concepción.

Propiamente hablando, el cerebro es una glándula que se encuentra totalmente encerrada en el cráneo. Nada sabe del mundo si no es a través de los agujeros que tiene el cuerpo —ojos, oídos, boca, nariz, etc.— y por las extensiones mismas del cuerpo; en primer lugar, la piel, y luego también los extremos, brazos y piernas. Es gracias a todos ellos que el cerebro sabe del mundo y el medioambiente en general. Pero la proporción no es exacta ni lineal. Así, mientras los sentidos suministran alrededor del 15% de la información sobre el mundo y el universo, el cerebro hace el resto. Sin ambages, el mundo es el resultado de complejos procesos cerebrales. El cerebro se inventa el mundo a su alrededor, con todo lo que lo compone y lo que sucede en él.

La plasticidad del cerebro abre las puertas a un dúplice camino: la epigénesis y la endosimbiosis. Sin embargo, por razones de espacio deben quedar aquí simplemente mencionadas. Como quiera que sea, la idea de base es que la biología y la cultura no son dos momentos, dimensiones o escalas diferentes. Por el contrario, constituyen un continuo vago que se implica en ambos extremos recíproca y necesariamente. El uno incide en las estructuras del otro, tanto como que las dinámicas de uno y otro se encuentran estrechamente entrelazadas y relacionadas. Sus relaciones son, literalmente, equilibrios dinámicos.

Sin embargo, la verdad es que la mayoría de las acciones e incluso decisiones que llevan a cabo los seres humanos suceden en la forma de “piloto automático”. Esto es, no son exactamente procesos conscientes, efectivamente racionales, objetos de juicios explícitos, en fin, el resultado de procesos reflexivos. Son, sencillamente, acciones que llevamos a cabo sin pensar (mucho o nada) en ellas. La vida transcurre, en su inmensa mayoría, en piloto automático, inconsciente, preconsciente.

Como quiera que sea, es un hecho que no existen dos cosas: neuronas y medioambiente o, también, genes y cultura. Por el contrario, existe una sola y misma cosa, y ello es conocido, recientemente, como la teoría de la epigénesis (o epigenética). Las creencias (cultura) y las acciones (palabras incluidas) modifican la estructura y el funcionamiento de las neuronas, tanto como estas inciden en el desarrollo mismo de la cultura. A la epigénesis es indispensable vincular la importancia de la endosimbiosis. Con ambas, el horizonte que emerge no es ya simplemente la biología como tal, sino, mucho mejor, la biología de sistemas. La idea de base es que la vida es un complejo entramado de codependencias, aprendizajes recíprocos de diversas instancias y dimensiones, procesos de cooperación en función de la afirmación de una unidad superior: el organismo, la vida misma; se trata de la constitución y reconstitución continua de procesos de inteligencia de enjambre, de mutualismo y comensalismo en todos los niveles y escalas: dentro del organismo, entre este y el medio ambiente, y entre unas especies y otras.

El cerebro está situado en el cuerpo y el cuerpo es tanto la interfaz entre nuestra subjetividad y el resto del mundo, como la expresión más concreta y directa de la naturaleza. Pues bien, evolutiva-mente es tan importante el cerebro para el desarrollo y la evolución de los seres humanos, que es el único “órgano” (es decir la glándula) que es endoesquelético. En los seres humanos, el resto del cuerpo es evidentemente exoesquelético (acaso con la excepción parcial del aparato cardiovascular y pulmonar). Nadie piensa sin su cuerpo, y el cuerpo mismo es la más directa e inmediata expresión de los procesos de pensamiento que tienen lugar en el cerebro.

El cerebro está protegido, literalmente, de las inclemencias del entorno por una dura capa: el cráneo. La existencia entera de la especie humana depende del cuidado del cerebro, pero con él, entonces, del cuerpo entero, pues de ambos depende el desarrollo y la evolución de la mente.

Es incuestionable que el cerebro, en su anatomía, fisiología y termodinámica es determinante para el pensar. Pero es fundamental evitar el encefalocentrismo, esto es, el reduccionismo que afirma que todos los procesos cognitivos y de pensamiento suceden exclusiva y determinantemente en el cerebro. La mayoría de voces acerca de las bases biológicas del pensar se encuentran en el filo y las laderas en esta pendiente reduccionista.

En síntesis, el cerebro es un sistema de sistemas compuesto por neuronas, circuitos locales, núcleos subcorticales, regiones corticales, sistemas y sistemas de sistemas. O también, en otras palabras, una gran glándula que contiene otros sistemas de glándulas, células y regiones.

La figura 2 presenta la idea de que los seres humanos son un entramado de sistemas de sistemas:


Figura 2. Los sistemas vivos son sistemas de sistema. El caso del ser humano

Fuente: elaboración del autor.

El ser humano es un sistema de sistemas. Literalmente, no existe un sistema que sea único o determinante. Por el contrario, el centro depende, en cada caso, de cada caso. Así, por ejemplo, mientras se hace ejercicio el centro es el sistema muscular, pero mientras se disfruta de una comida el centro se desplaza al sistema digestivo. Por el contrario, mientras estudiamos, el centro lo ocupa el sistema nervioso central. Quizás el sistema más determinante para la vida y el buen funcionamiento de un ser humano sea el sistema inmunológico, el cual se caracteriza, por lo demás, porque no está centralizado, pues es ubicuo y jamás deja de trabajar, digamos, veinticuatro horas, siete días a la semana.

Es fundamental atender entonces al hecho de que, en un sistema sano o saludable, no todo pasa por el cerebro, lo cual marca una distancia enorme con respecto a toda la tradición encefalocéntri-ca de la civilización occidental.

Para terminar parcialmente este intermezzo, cabe una reflexión puntual. Las bases biológicas del pensar pueden ser igualmente bien comprendidas a partir del reconocimiento explícito de que el modo como pensamos e incluso el contenido de lo que pensamos incide en la salud humana. A título ilustrativo, por ejemplo, la medicina ayurvédica pone de manifiesto que la salud humana pasa por el proceso de aprender a pensar. Aquí ello significa no pensar en el pasado o en el futuro, porque nos enfermamos. Debemos aprender a pensar en el presente. Y pensar en el presente significa simple y llanamente concentrarnos, en cada caso en aquello que hacemos, sin más. Si estamos comiendo, existe ese presente. Si caminamos o estudiamos, ese el único tiempo real, y así sucesivamente para cada una de las actividades que podemos emprender. Diversas otras tradiciones culturales coinciden con este aspecto.

La salud humana pasa por el hecho de que seamos nosotros quienes controlamos el cerebro, y no al revés. Para la inmensa mayoría de la gente, es el cerebro el que los domina. Y vale entonces recordar lo que, a modo de imagen, mencionaba Siddharta Gautama: el yo o el cerebro es un mono loco, borracho, picado por una abeja. El cerebro nos saca de nosotros mismos, y hace que nos perdamos en el camino. Entonces, simple y llanamente, erramos.