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Los juegos de lenguaje vistos desde pragmática lingüístico-filosófica
Wittgenstein plantea los juegos de lenguaje (Sprachspiele) como una crítica que realiza de sí mismo. Su autocrítica teje una revisión de la concepción del lenguaje consignada en su primer libro, el Tractatus (1922), donde consideró que existía algo así como el lenguaje, que en buena medida está sustentado en una concepción referencialista del significado: el estado de cosas es a la proposición, como el objeto es a la palabra, donde el significado de ésta deviene gracias a la correlación con aquél. La refutación a esta concepción la efectúa el mismo autor en Investigaciones filosóficas:
Hace cuatro años tuve ocasión de volver a leer mi primer libro y de explicar sus pensamientos. Entonces me pareció de repente que debía publicar juntos esos viejos pensamientos y los nuevos: que éstos sólo podían recibir su correcta iluminación con el contraste y en el transfondo de mi viejo modo de pensar (1986, p. 13).
No obstante, aquí se sostiene que una revisión de lo anterior conduce a postular la presencia de juegos de lenguaje en sus obras precedentes, las que fueron reconstruidas a partir de los cursos dictados en Cambridge durante la década de los treinta. La historia del concepto es el punto de partida de este capítulo y para ello se volverá sobre los libros: Gramática filosófica, Observaciones filosóficas y Cuadernos azul y marrón. Una vez hecha la revisión genética de los juegos de lenguaje y después de demostrar el propósito pragmático expuesto en la producción del treinta, nuestra investigación se dirige a las obras del pensamiento maduro, a saber, Investigaciones filosóficas, Sobre la certeza y Zettel, con el fin de establecer la versión definitiva de no sólo del concepto sino además del método. ¿Qué se pretende con esta revisión? Constituir los conceptos de “juego de lenguaje” y “forma de vida” como los pilares del nuevo modo de hacer filosofía de Wittgenstein: el giro copernicano en lingüística filosófica. Apropiándonos de la metáfora terapéutica de Wittgenstein y Gellner, conceptos como posición de juego, juego de lenguaje y forma de vida son el instrumental quirúrgico de la profilaxis que practica la filosofía del lenguaje: “Los problemas filosóficos están conectados íntimamente con el lenguaje y de una u otra forma provienen de él.” A partir de entonces se entiende que “la lingüística filosófica se conciba no simplemente como una terapia o eutanasia, sino también como profilaxis contra un peligro necesariamente presente en todo momento5” (Gellner, 1960, p. 19, 20).
La literatura crítica sobre el vienés ha establecido dos etapas (antagónicas) dentro de su pensamiento. En general se habla del primer Wittgenstein, el del Tractatus, y del segundo Wittgenstein, el de las Investigaciones filosóficas. Si bien es cierto que existe un antagonismo en estas dos fases de su pensamiento, también es cierto que hubo un fenómeno editorial de fondo para remarcar esto, a saber, que la mayoría de su obra se conoce póstumamente, y, por un par de décadas, las únicas obras publicadas –y por ende estudiadas– fueron las que acabamos de mencionar. La queja que aquí se eleva es la de haber descuidado la llamada etapa de transición, que no está compuesta únicamente por los Cuadernos azul y marrón; a esta década pertenecen libros tan importantes como la Gramática filosófica, Observaciones filosóficas y los Cursos de Cambridge. Atendiendo a estos cursos, se comprende que el antagonismo mencionado no es tal; a todas luces resulta mejor replantear las cosas según un giro de pensamiento. Giro que está estructuralmente relacionado con la adopción de un nuevo método de investigación:
No nos interesa la relación de las palabras con la sensación, no importa cuál pueda ser ésta, ya sea que resulten evocadas por ella o le den una salida. Tampoco nos interesan los hechos empíricos sobre el lenguaje considerados como tales. Nuestra preocupación se centra en la descripción de lo que pasa y no nos interesa la verdad, sino la forma de la descripción. Lo que pasa considerado como un juego (1992: § 30).
Con el giro cualitativo que ofrece Wittgenstein se pretende dejar de pen sar que existe algo –en una especie de más allá– conocido como lenguaje, que es un retrato (Bild), pero no uno cualquiera, pues al corresponderse con contenidos, como lo son los estados de cosas, se lo toma como un bosquejo de otra instancia que igualmente se encuentra en un más allá, al que se le llama mundo. Destituir una concepción tal, que no es otra distinta a la expuesta en el Tractatus, tiene implicaciones como que se desplace la noción de fundamento como algo que se encuentra más allá, y al estar al otro lado (no se sabe cuál), deviene fundamento trascendental, esto es, locus veritatis. La cuestión fundamental para el giro cualitativo es que ni ese más allá de los hechos empíricos como verificación del lenguaje, ni los valores de verdad fundamentados en ellos, interesan a la nueva metodología de investigación. Esta corrección la denominó el propio Wittgenstein “terapéutica”, y esta visión, según Moore (1972), es única; tanto así que en las memorias de los cursos dictados por el vienés en su regreso a Cambridge, Moore (1972) deja constancia de una ruptura con respecto a la tradición filosófica y señala el nuevo método como un “nuevo tema”:
Me quedé bastante sorprendido por algunas de las cosas que dijo sobre la diferencia entre “filosofía”, en el sentido en que se podía llamar “filosofía” a lo que estaba haciendo (a esto lo llamaba “filosofía moderna”) y lo que tradicionalmente se ha llamado “filosofía”. Dijo que lo que estaba haciendo era un “nuevo tema” y no simplemente un estadio de un “desarrollo continuo”; que en filosofía había un “rizo” en el “desarrollo del pensamiento humano” comparable a lo que había ocurrido cuando Galileo y sus contemporáneos inventaron la dinámica; que se había descubierto un “nuevo método”, como había ocurrido cuando la “química se había desarrollado a partir de la alquimia” y que ahora era posible por primera vez que hubiese filósofos “diestros”, aunque naturalmente en el pasado había habido “grandes” filósofos.
Llegó a decir que aunque ahora la filosofía había quedado “reducida a una cuestión de destreza”, con toda esta destreza, como tantas otras, es muy difícil de adquirir. Una dificultad es que requiere un tipo de pensamiento al que no estamos acostumbrados y en el que no estamos entrenados; un tipo de pensamiento muy distinto del que se requiere en las ciencias. Dijo que la destreza requerida no se podía adquirir simplemente oyendo conferencias: la discusión era esencial. Por lo que respecta a su propia obra dijo que no importaba que sus resultados fuesen verdad o no: lo importante es que “se había encontrado un método” (pp. 368-369).
El método de Wittgenstein es el método pragmático, donde las nociones objeto de análisis son ellas mismas posiciones de juego: “Las palabras son también acciones” (1986, §549). Tanto así que la estrategia de los juegos de lenguaje, de alguna forma, dictamina el método de la pragmática: “Queremos sustituir las conjeturas y las explicaciones turbulentas por la consideración reposada de los hechos lingüísticos” (1985: §447). Ahora bien, la pregunta es: ¿hay un único modo de aplicar las categorías epistemológicas de Wittgenstein? Su método enseña por principio que no existe una única forma de trabajar con las categorías analíticas. En otras palabras, no existe la manera correcta de hacer uso de esas categorías, infiriéndose entonces que cualquier otra forma tendría que ser forzosamente incorrecta. Otro modo de exponer este mismo asunto es afirmar que la diferencia en la aplicación de las categorías, cual utensilios de una caja de herramientas, es justamente lo que determinará el método, obteniendo así un recurso pragmático dentro del pragmatismo.
El método de Wittgenstein es el método del análisis gramati cal en uso. Justamente, una concepción semejante ubica a una categoría como juego de lenguaje en el horizonte del pragmatismo: el hecho que las palabras sean asumidas como acciones quiere decir que las palabras son posiciones de juego (Spielstellung) en sí mismas. “Las palabras son acciones” parece querer decir que el significado de las palabras surge en su uso, en su aplicación; es en la práctica lingüística donde las palabras adquieren sentido pertinente (véase más adelante cuando expongo el caso de “ball”, p. 57). En este punto, nos atrevemos a sostener que Wittgenstein ha asumido, premeditadamente o no, el problema de la performatividad al considerar que hablar es actuar.
Wittgenstein dice simplemente que “no hay un método filosófico, aunque hay en verdad métodos, como diferentes terapias” (1986, §133). Lo que esto implica es que el tratamiento de un problema filosófico no puede ser me cánico, aplicando tal o cual fórmula, como si los pasos estuvieran dados de antemano y no se tratara más que de seguirlos, como quien sigue un instructivo de operaciones. De hecho, afirma Tomasini (2002), puede demostrarse que debajo de la etiqueta del “método wittgensteiniano”, lo que se encuentra es una multiplicidad asombrosa de estrategias y de técni cas filosóficas, de modo que “hay, desde luego, un enfoque particular, una perspectiva peculiar, pero no mecanismos simples.” (2002, p. 391). Tomasini, en “Pragmática y análisis gramatical”, lo interpreta como una “iniciación” en diversos juegos de lenguaje –semejante a los primitivos juegos de lenguaje descritos constantemente por el vienés a lo largo de todas sus obras. Hablar es la demostración de haberse “iniciado” en una forma de vida, precisamente en esa que ha sido verbalizada en tal o cual juego; por eso Tomasini considera que
para las Investigaciones filosóficas hablar es básica o primordialmente actuar. Aprender a hablar es iniciarse en diversos juegos de len guaje y esto último es, simultáneamente, aprender a tomar parte en las respectivas formas de vida. La idea es que aprender a hablar es apren der a actuar “normalmente”, es decir, espontáneamente en un nuevo dominio: el de los sistemas regulados de signos. En este sentido, apren der a hablar es como aprender a caminar, a masticar, a voltear la cabe za, etc. Es, pues, algo que podemos hacer de manera normal, directa, espontánea o, por razones especiales, con parsimonia, solemnemente, pomposamente o, más en general, de un modo cualificado por algún adverbio. El hablante normal se conduce en relación con las palabras como se conduce el señor normal que en la mañana pone a hervir el agua para un huevo, se pone los calcetines o se rasca la espalda. Dicho de otro modo, el hablante normal teoriza en torno a la comunicación tanto como el respetable señor normal teoriza en relación con las ac ciones mencionadas, o sea, nada. Si actuar de manera natural es preci samente estar en el nivel previo al de la teorización y hablar es una forma de actuar (es actuar vía signos), ¿no resulta entonces sencillamente inapropiado buscar una explicación del hablar? Si reconocemos que hay efectivamente un nivel de reacciones espontáneas, ¿no es en tonces lo más desencaminado teorizar al respecto, buscar una teoría para lo espontáneo? Así, pues, abandonar la teoría de la espontaneidad en relación con el habla implica abandonarla en relación con la acción, puesto que hablar no es sino una variante o modalidad de la acción humana. El requerimiento de modelos explicativos para la comunica ción normal, cotidiana, es, pues, tan indispensable o tan superfluo como lo es para la acción humana (Dascal, 1999, p. 236).
Tomasini abre las puertas a la interpretación posfilosófica planteada por Rorty sobre la filosofía wittgensteiniana. Si se acepta la idea de Tomasini como una interpretación aceptable del pensamiento wittgensteiniano, se debe aceptar la postura posfilosófica de Rorty, en la que una vez eliminada las pretensiones referencialistas o representacionistas de la filosofía, queda eliminada la pretensión de verdad en sentido trascendental. Luego no existen juegos de lenguaje mejores que otros, y con ello no hay mejores explicaciones que otras, pues el fundamento metafísico queda reducido a un sistema de creencias que darán validez a las proposiciones. En última consecuencia, se tiene que, en el lenguaje corriente, no existirá algo semejante a modelos explicativos mejor logrados, pues, coincidiendo con la idea de Tomasini, en la vida cotidiana esto carece de interés. Aunque Putnam (1999) no está muy de acuerdo con Rorty en esta lectura, por lo menos sí le reconoce el pluralismo pragmático:
Si bien la interpretación de Rorty no es demasiado justa, al menos logra recoger con claridad una característica genuina de la posición de Wittgenstein. Este hereda y amplía lo que anteriormente he llamado el pluralismo de Kant: la idea de que ningún juego de lenguaje amerita el derecho exclu sivo de ser considerado “verdadero”, o “racional”, o “nues tro sistema conceptual de primera categoría”, o el siste ma que “describe la naturaleza última de la realidad”, o cualquier otro término de ese tipo. Wittgenstein, por así decirlo, reúne en un solo compromiso a Rorty y a Quine: se manifiesta de acuerdo con Rorty, contra Quine, sobre el hecho de que no se puede decir que los juegos de lenguaje científicos son los únicos en los que se afirman o se escriben premisas verdaderas o en los que se describe la realidad; pero, por otro lado, se declara de acuerdo con Quine, contra Rorty, sobre el hecho de que los juegos de lenguaje pueden ser criticados (o “combatidos”) y de que existen juegos de lenguaje mejores y peores [esto último es la insistencia de Putnam contra Rorty]. (pp. 59-60).
El pluralismo que tanto atrae a Rorty y a Putnam parece estar fundamentado en los siguientes pasajes de Sobre la certeza cuando se cuestiona la física como el locus veritatis, el modelo explicativo mejor logrado por sobre cualquier otro. Pero, ¿qué hay de malo con eso? Nada, si las personas que los aceptan lo hacen con “buenas razones”, así como tampoco hay nada de malo para aquellas otras que no lo aceptan por “buenas razones”:
§ 609. Supongamos que encontramos algunas personas que no lo consideran una razón excluyente [guiar la conducta por las proposiciones del físico]. ¿Cómo nos lo deberíamos imaginar? En lugar del físico, consultan al oráculo. (Es por eso que los consideramos primitivos). ¿Es incorrecto que consulten al oráculo y se dejen guiar por él? —Si decimos que es “incorrecto”, ¿no partimos de nuestro juego de lenguaje para combatir el suyo?
§ 611. …lo que se enfrenta realmente son dos principios irreconciliables, sus partidarios se declaran mutuamente locos y herejes.
La discusión que se presenta aquí es, finalmente, el debate a favor del pragmatismo, contra el representacionismo. Con este propósito Rorty (1996b) se apoya en Roy Wood Sellars, quien considera que la pro blemática representacionalista tradicional de la relación de lengua je (entendido como retrato) con el mundo (la totalidad de estados de cosas que se encuentran en ese más allá) se disuelve al identificar que las oraciones proposicionales pretendidamente objetuales, científicas o semantistas, i.e., las del tipo Tarski-Carnap, no enuncian relaciones entre elementos lingüís ticos y extralingüísticos6. Y esto es una falla, pues Wittgenstein en su pensamiento maduro deja en claro que los juegos de lenguaje son entramados de lenguaje y prácticas sociales. Según Rorty, Sellars explica su concepción de la no ción de verdad a partir de las teorías de la enunciabilidad con fundamento en la práctica social; donde la condición de verdad de cualquier proposición radica en su posibilidad de enunciación, es decir, que sea enunciable correc tamente. Aquí “correctamente” quiere decir conforme con las reglas gramaticales. Sin embargo, continúa Rorty, Sellars no suspende ahí su reflexión, se hace más radical al proponer que una proposición puede ser enunciable sin ser verdadera7.
Al igual que Davidson, Sellars sostiene que no se debe hablar de la verdad como una correspondencia con los hechos, por tanto “verdadero” significa la ratificación (endorsement) de que un enunciado es un caso de conocimiento y brinda hechos sobre sus objetos que habla, es decir, el enunciado que predica lo verdadero es en sí mismo conocimiento. De esto se sigue que ratificar un enunciado como verdadero es observarlo como un logro cognoscitivo. En la lectura que Lewowicz (2007) hace de Sellars se lee que
tomar un enunciado como verdadero es observarlo en tanto realización, logro y hasta como un descubrimiento que expresa un estado de cosas objetivo en términos de hechos descriptivos sobre aquél. El conocimiento, las teorías científicas, las representaciones, etc., no corresponden a los hechos o al estado de cosas de lo real, sólo los expresan o comunican.
La correspondencia no puede ser entendida como un test que ofrece las garantías y seguridades epistemológicas para asegurar la verdad, por el contrario se trata, a lo sumo, de una implicación contextual (contextual linkage) dada en el principio de enunciabilidad, pues ante todo la enunciación de lo verdadero es una atribución lingüística, es decir, una ratificación de un enunciado cognitivo. El poder enunciar equivale a endosar lingüísticamente el conocimiento sobre un algo que es susceptible de ser cognoscible: “afirmar que una declaración es verdadera es endosarle lo predicado. Una declaración podría parecerse a un cheque, es una petición de dinero en un banco. Endosando el cheque, declaramos la petición8” (Sellars, 1959, p. 234). A juicio de Lewowicz, la pregunta clave que plantea Sellars es: ¿por qué se ha visto a la correspondencia como un examen o evaluación y no como una implicación o consecuencia de otros procesos y realizaciones? En esta pregunta se ve que Sellars coincide con Davidson en que no se trata de negar la correspondencia sino de ubicarla en su justo lugar, de modo que Sellars determina que la verdad implica correspondencia, pero ésta no es una prueba de verdad:
Podemos decir que la verdad corresponde a los hechos sólo en el sentido de que ella involucra la aceptación del contenido fáctico del enunciado de conocimiento y, en consecuencia, el predicado “verdadero” implica la clase de logro (o correspondencia) que el conocimiento reclama (en otras palabras, sólo en un sentido, de nuevo, vicario) (Lewowicz, 2007).
Tras analizar la verdad como enunciabilidad de S, Sellars prosigue examinando la cuestión de qué sucede cuando cambian las propias reglas semánticas, cuando tenemos un cambio de “mar co”. Éste es el punto en el que introduce su noción de “adecuación de representación imaginal”9. Por otra parte, Davidson, en oposición a la representación imaginal de Sellars, da un paso más lejos y propone una “teoría de la coherencia”, donde sólo la evidencia puede volver verdaderas las creencias, y entiéndase que aquí la evidencia no es otra cosa que nuevas creencias frente a la experiencia, la estimulación sensorial o el mundo:
Davidson desea describir la distinción entre enuncia bilidad y verdad sin referencia a reglas semánticas o sistemas con ceptuales. Considera que estas nociones son divisiones arbitrarias de un proceso inconsútil e interminable de tejer y volver a tejer en tramados de creencias, un proceso inconsútil de criterios de enun ciabilidad en transformación. Así pues, para él no hay manera de construir una noción de enunciabilidad “ideal” con la cual identificar la verdad, ni es necesario preocuparse por la diferencia entre no sotros y los hombres de Neanderthal, o entre nosotros y los marcia nos. Según esta concepción, verdad y enunciabilidad no tienen nada que ver la una con la otra. La verdad no es el nombre de una propie dad, y en particular de la propiedad de relación que vincula un enunciado con el mundo o con un conjunto de reglas semánticas como las que sigue un ser omnisciente. Las atribuciones de verdad han de tratarse como referencia inversa o, en términos más generales, ana fóricamente (Rorty, 1996b, pp. 210-211).
En palabras de Davidson, los sistemas conceptuales o esquemas o lenguajes constituyen distintas formas en que se puede organizar lo afirmado en la experiencia, es decir, existen diversos sistemas de enunciabilidad. Según esta concepción, no habría punto de vista alguno desde el cual pudiéramos inspeccionar tales esquemas ni, probablemente, modo alguno de compararlos o evaluarlos en general; a menos que se entienda por la “adecuación de representación imaginal” el hecho de que distintas mentes o culturas reconstruyen de formas diversas el flujo de la experiencia, es decir, en términos de Wittgenstein, se entiende que las diversas formas de vida son acomodamientos aprendidos e institucionalizados por un grupo que verbaliza su realidad. Partiendo de este punto, Davidson (1992) afirma en “El mito de lo subjetivo”:
Dos hablantes que “entienden lo mismo” ante una expresión no necesitan tener en común más que sus disposiciones para una conducta verbal apropiada; sus estructuras neurológicas pueden ser muy diferentes. Dicho a la inversa: dos hablantes pueden ser semejantes en todos los aspectos físicos relevantes y, sin embargo, entender cosas distintas ante las mismas palabras debido a diferencias en las situaciones externas en que las aprendieron. Así, pues, en la medida en que se concibe lo subjetivo o lo mental como algo que sobreviene a las características propias de una persona, y nada más, los significados no pueden ser puramente subjetivos o mentales. Como lo expresó Hilary Putnam, “los significados no están en la cabeza” [Putnam, The Meaning of “Meaning”, en Philosophical Papers, vol 2: Mind, Language and Reality. Cambridge UP, 1975]. La cuestión estriba en que la interpretación correcta de lo que un hablante quiere decir no está determinada únicamente por lo que hay en su cabeza, sino que depende también de la historia natural de lo que hay en la cabeza [esto es el realismo de Davidson, que él mismo declara distinto del de Putnam]. (p. 59).
Otra diferencia entre Sellars y Davidson es que para el segundo su propuesta de “coherencia” (que como ya se dijo está en relación con la correspondencia) sí resulta ser un test veritativo, mientras que para el primero la correspondencia no puede ser en modo alguno un test válido. Ahora bien, la noción de coherencia aportada por Davidson se halla estrechamente ligada con la de “creencia”, donde creencia no tiene un horizonte de fe o teológico, sino uno sociopragmático, y en otro sentido las creencias se encuentran en conexión con la epistemología. El postulado epistemológico expresado por Davidson en A coherence theory of truth and knowledge es el siguiente: Donde las creencias son verdaderas, parece que las condiciones primarias del conocimiento han sido satisfechas (Davidson, 1992, p. 73).
Este postulado no implica que todo conjunto posible de creencias sea verdadero. Para que lo sea es necesario satisfacer la condición de coherencia, que no es otra distinta al hecho de que es verdadero para alguien, porque ese alguien entiende determinado conjunto creencias, y se supone que ese conjunto de creencias es entendible, porque es coherente. Pero coherente no quiere decir encerrado en sí mismo, sino que es coherente con otros conjuntos de creencias, sean éstos deseos, intenciones, estados de conciencia, etc.:
Si la coherencia es una prueba de la verdad, la conexión con la epistemología es directa, ya que tenemos razones para pensar que muchas de nuestras creencias son coherentes con muchas otras, lo que a su vez nos proporciona razones para pensar que muchas de nuestras creencias son verdaderas (Davidson, 1992, p. 73).
La presunción de verdad es el resumen de presupuesto “la coherencia es la razón para pensar que muchas creencias son verdaderas”. Se habla de una presunción porque no se puede afirmar categóricamente para todos y cada uno de los conjuntos de creencias que son verdaderos. Ahora bien, y en relación con los términos de la coherencia se tiene que la verdad de toda creencia depende de dos instancias interconectadas; pero antes de mencionarlas debo advertir que en este preciso momento se entiende por creencia la verbalización de los deseos, intenciones, estados de conciencia, etc., que conforman los conjuntos de creencias. Ahora sí, la verdad de las emisiones (utterances) depende de (i) el significado de las palabras que fueron pronunciadas y (ii) el modo y disposición de los estados de cosas sobre los que se habla. Nótese en este punto que de fondo la noción de verdad que concibe Davidson está sostenida sobre el principio de correspondencia: “La verdad es correspondencia con el modo en que son las cosas” (Davidson, 1992, p. 77). No obstante, el “modo en que son las cosas” no es la adecuación del mundo a los esquemas mentales o conceptuales de los hablantes. Esto implicaría la existencia del mundo exterior, por un lado, y las realizaciones lingüísticas, por el otro, lo que a lo sumo lograrían una relación analógica, de espejo, pero no un entramado entre ellos (Wittgenstein, 1986: §7), es decir, un sistema de creencias, una visión de mundo (Weltanschauung).
Todas las creencias están justificadas en el siguiente sentido: están apoyadas por muchas otras creencias (pues en otro caso no serían las creencias que son) y gozan de una presunción de verdad. La presunción aumenta cuanto más amplio e importante sea el cuerpo de creencias con el que la creencia en cuestión es coherente, y al no haber cosa tal como una creencia aislada, no hay creencia alguna sin una presunción en su favor (Davidson, 1992, p. 96).
Denuncia Davidson, y acepta Rorty, que esquema/mundo sería aceptar la posibilidad de salir del lenguaje para predicar el mundo, o no siendo tan avezados, se afirma que por lo menos implicaría que el lenguaje gravita por fuera del mundo, del mundo de la vida. Lo que resulta inaceptable para el pragmatismo, para la naturaleza misma del lenguaje corriente. Por eso Davidson acepta las palabras de Rorty (1983) en La filosofía y el espejo de la naturaleza: “Nada cuenta como justificación salvo por referencia a lo que ya aceptamos, y no hay forma de salir de nuestras creencias y lenguaje para hallar alguna otra prueba que no sea la coherencia” (p. 178). Estas palabras reafirman la concepción de que, por ejemplo, en el “asentimiento inducido” de Quine, un destinatario asiente a su interlocutor porque en esas preferencias ve lo que él mismo cree acerca del mundo, es decir, se interpreta según un horizonte de creencias, a partir de una forma de vida, y no desde una posición “privilegiada” por fuera del mundo.
Luego se presenta una coherencia entre dos conjuntos de creencias, el del emisor y el destinatario, con respecto a una cosa o un referente o una forma de percibir del mundo: “Desde luego, no podemos salir de nuestra piel para descubrir lo que causa los acontecimientos internos de los que tenemos conciencia” (Davidson, 1992, p. 83). En última instancia, esta forma de enfocar el lenguaje evi ta hipostasiarlo. El paso dado por Davidson es la conclusión de ese dictado wittgensteiniano que pedía que el lenguaje no caminara en el vacío. El lenguaje ya no es más ese tercer término medial entre el sujeto y la cosa, y menos aún un pictograma de la realidad. Como diría el poeta Hölderlin, el lenguaje es la morada del hombre, lo que implica, según el holandés van Dijk, que el lenguaje es parte de la conducta de los seres humanos, del homo loquens. Según este enfoque, la actividad de proferir oraciones es una de las cosas que la gente hace para habérselas intersubjetivamente con los otros, idea que en últimas no es en absoluto nueva, Grice, Austin, Searle y Habermas, entre otros, han insistido en ella. “Intersubjetivamente” parece ser la demostración que en efecto el lenguaje no camina en el vacío, pues él se encarna en los homo loquens, los que al hablar tienen la intención de tales o cuales cosas. “La intención de…” también puede entenderse como la “fuerza para…” hacer algo cuando se dice algo. El lenguaje está cargado de fuerza ilocucionaria,
Expresé que realizar un acto en este nuevo sentido era realizar a cabo un acto “ilocucionario”. Esto es, llevar a cabo un acto al decir algo. Me referiré a la doctrina de los distintos tipos de función del lenguaje que aquí no ocupa, llamándola doctrina de las “fuerzas ilocucionarias” (Austin, 1998, p. 144).
El hecho de que el lenguaje sea intersubjetivo quiere decir que es motivado, tiene intención, y espera algo, un efecto, un acto perlocucionario, además para que la intención se cumpla, se debe comunicar según ciertas convenciones, es decir, en un marco de acuerdos comunicativos. No obstante, la descripción del lenguaje corriente no puede detenerse aquí, puesto que al poseer intencionalidad y al estar a la saga de reacciones perlocucionarias, el lenguaje se hace moral, político, jurídico, ético, etc. Afirmar que el uso mismo del lenguaje conlleve implicaciones éticas, es una propuesta interpretativa de cosas como: “Hablar el lenguaje forma parte de una actividad o de una forma de vida” (Wittgenstein, 1986, §23). (Por tanto, es insostenible la primera mirada wittgensteiniana del Tractatus, cuando se entiende al lenguaje como un retrato rígido y “monológico” –como diría Taylor, 1997). Me voy a apoyar en la metáfora wittgensteiniana de la caja de herramientas, para presentar mi interpretación.
En esta investigación se comulga abiertamente con una concepción como la expuesta en Investigaciones filosóficas, donde el lenguaje es visto como una caja de herramientas: “Piensa en las herramientas de una caja de herramientas: hay un martillo, unas tenazas, una sierra, un destornillador, una regla, un tarro de cola, cola, clavos y tornillos. Tan diversas como las funciones de estos objetos son las funciones de las palabras (y hay semejanzas aquí y allí)” (Wittgenstein, 1986, §11). La variedad de funciones, de “empleos” dice Wittgenstein (1986, §11), se debe justamente a la intencionalidad subjetiva o intersubjetiva de los actos comunicativos: la ironía, la parodia, el humor, el doble sentido, la mentira, las hipérboles, las metáforas, los sobreentendidos, las elisiones, el discurso indirecto libre, incluso los silencios, entre otros muchos casos, hacen parte de los distintas y variadas funciones (actos ilocucionarios) del lenguaje. Esta plasticidad del lenguaje la ilustra Wittgenstein (1986, §12) con las palancas de una locomotora: