Kitabı oku: «Narradores del caos», sayfa 2
El debate crónico sobre un género orillero
En su libro El estilo del periodista el español Álex Grijelmo señala que la crónica periodística toma elementos de la noticia, del reportaje y del análisis. Pero se distingue de la noticia “porque incluye una visión personal del autor”, y advierte que además en la crónica hay que “interpretar siempre”, aunque “con fundamento, sin juicios aventurados y además de una manera muy vinculada a la información” (2006: 88). Así que el tinte personal del autor, si bien refuerza las posibilidades de exploración estilística y discursiva del relato, conlleva limitaciones puesto que exhortado a informar interpretando o a interpretar informando, el cronista caminará siempre sobre el fuego con los pies descalzos, exponiéndose a pasar del comentario a la opinión.
El intento de definir el carácter y la función de la crónica –algo que tal vez resulta infructuoso dada su condición de criatura ignota, portentosa y escurridiza, como nos la describe Villoro– nos lleva a considerar los estudios de la profesora Linda Egan12 sobre los libros periodísticos de Carlos Monsiváis (1938-2010), a quien consideramos como uno los principales padres fundadores del periodismo narrativo latinoamericano del siglo xxi, junto a los también mexicanos Elena Poniatowska (1932) y Vicente Leñero (1933); los colombianos Gabriel García Márquez (1927-2014) y Germán Castro Caycedo (1940); y los argentinos Roberto Arlt (1900-1942), Rodolfo Walsh (1927-1977) y Tomás Eloy Martínez (1934-2010).
La crónica contemporánea –expone la profesora Egan– es “el reportaje narrado con imaginación” y tiene una forma híbrida cuya identidad genérica se ha de encontrar en la manera en que su función y su forma persiguen sus metas inseparablemente. Por una parte, la crónica reclama ser un género-verdad que pertenece al campo del periodismo. Al mismo tiempo, el uso ostentoso que hace de la técnica narrativa la alinea con el terreno de la escritura creadora (2008: 27, 141).
Egan señala que esa mezcla de modos –de no-ficción y de ficción– es la fuente de una fascinación duradera que ha conservado su esencia desde la Antigüedad clásica y ha hecho de ella la progenitora de toda la literatura americana. No obstante, desde el principio del siglo XIX, “la Academia occidental erigió una barricada arbitraria entre funcionalidad y forma, y esta jugada lanzó a la crónica de los tiempos modernos a un limbo ontológico y crítico” (2008: 141).
La crónica –acepta la profesora– es interdisciplinaria y compleja, pero considera que confinarla a su especificidad genérica13 “es potencialmente liberarla de la amplia desatención a la que la relega la comunidad de críticos”. En primer lugar, destaca que en cuanto a la forma, la crónica, “pone en claro que le gusta adornar su reportaje con el lenguaje en boga de la narrativa”14 (2008: 149).
Nos parece entonces, en la perspectiva analítica de la profesora Egan, que el carácter de la crónica, y específicamente de la crónica periodística latinoamericana, está comprendido esencialmente en la forma cronológica, lineal o no, de narrar una historia, mientras que el del reportaje15 está referido al procedimiento de indagación –al acto de reportear o de hacer reportería– para obtener su contexto y su contenido informativo y de interés humano –datos, personas, versiones, anécdotas, ámbitos, escenas– y no exactamente a un género16 periodístico distinto, como suele identificársele por parte de editores, periodistas y lectores en Hispanoamérica.
Pero, ¡atención!, jóvenes estudiantes de periodismo y reporteros aprendices de cronistas; cuando hacemos eco de las opiniones de la profesora Egan en cuanto a que la crónica contemporánea es “el reportaje narrado con imaginación” no estamos identificando imaginación con ficción o fantasía, sino más bien con creatividad; esto es, con la facultad y la capacidad de creación que pueda desarrollar el cronista tanto en sus labores y métodos de reportero como en sus ensayos y descubrimientos formales de narrador. Tenemos claro que la crónica reclama ser un género de no-ficción que en esta medida da cuenta de la autenticidad de los hechos y que hoy en día pertenece al campo del periodismo –donde encontró un nicho–, pero sin desconocer que también es un género con ambición literaria, es decir, artística.
Con agudeza analítica el escritor Jorge Carrión –profesor de escritura creativa y de periodismo cultural en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona– observa que a juzgar por la confusión de las palabras y de las definiciones que se vinculan con la crónica, no estamos ante un género, sino ante un debate, ya que las palabras nos confunden. Señala cómo en España, un reportaje es una crónica, mientras que en algunos lugares de Latinoamérica es una entrevista, perfil, retrato, semblanza, estampa, cuadro de costumbres, aguafuerte. “Las palabras nos hacen un poco más libres, por eso tantos cronistas han inventado las suyas para definir su trabajo” (2012: 29).
Entonces, cada crónica es, por tanto, “un debate que sólo transcribe datos inmodificables y que reclama otras palabras. Un debate inclusivo con los géneros y las formas textuales de cada momento histórico”. Un debate –concluye Carrión– que “comienza en la propia palabra ‘crónica’. Un debate largo, habitual, inveterado, que viene de tiempo atrás” (2012: 31); es decir, un debate crónico.
“La crónica en debate” es precisamente el nombre de la serie de ensayos en los que la revista digital Anfibia propone polemizar y reflexionar sobre la vigencia del género, a partir de varias preguntas: ¿Cómo podríamos definir la crónica hoy? ¿Cuáles son sus límites, sus trampas, sus desafíos? ¿Cómo convive con el periodismo en la era digital? y ¿Cuándo se pierde entre mañas y fórmulas repetidas?
En uno de los ensayos titulado “Las viejas narrativas del presente”, la doctora en Letras Mónica Bernabé expone que crónica es un término ambivalente e impreciso ya que, por un lado, en las academias de literatura, nombra la invención modernista de un dispositivo discursivo eficaz para exhibir lo nuevo hacia fines del siglo XIX: “En el entramado de la crónica, los modernistas fabularon sus imágenes de artista en tensión con la información y abrieron un espacio para el ingreso de la literatura en el seno del periódico, ansiosos por dar con un público lector” (2016); y, por otro, en las academias de periodismo, definen a la crónica como el resultado de un trabajo de investigación sin limitación temática, realizado en profundidad y apelando a estrategias y recursos propios de la narración de ficción; y los talleres, las fórmulas, los manuales y los maestros enseñan que el valor diferencial de la crónica reside en una marcada voz de autor: es la lección del periodismo narrativo con su llamado a “literaturizar el periodismo, a amenizar la noticia, a contar hechos reales como si fueran ficción dando continuidad al modelo retórico del realismo del siglo XIX” (2016).
La doctora Bernabé entra al debate y arguye que:
Aunque con una fuerte impregnación periodística, las crónicas son un producto orillero. Su condición anfibia las instala en los márgenes del campo literario. El sentido común refiere a su carácter híbrido, marca descriptiva que pretende decir todo y no dice nada. Más allá de las etiquetas, alineamos la crónica entre otras tantas formas narrativas que, acuciadas por un deseo de lo real, hoy gestionan un campo de fuerzas en la intersección de formas discursivas heterogéneas. Son formas que solicitan ser abordadas prescindiendo de la idea tradicional del género: entrevistas, testimonio, ensayos de crítica cultural, minificción, no ficción, narrativa documental, diarios íntimos, informes etnográficos, biografías, autobiografías, memorias, ¿algo más? En la inmensidad del archivo, seguramente anidan formas orilleras en espera de ser añadidas al campo expandido de la literatura actual (2016).
Entre tanto, la cronista mexicana Rossana Reguillo –doctora en Ciencias Sociales– asegura que la crónica,
[…] en femenino, relación ordenada de los hechos; y en masculino, lo crónico, como enfermedad larga y habitual, se instaura hoy como forma de relato, para contar aquello que no se deja encerrar en los marcos asépticos de un género. ¿Será más bien que el acontecimiento instaura sus propias reglas, sus propias formas de dejarse contar? (2007: 42).
Antes que dar una respuesta certera en cuanto a la forma de composición narrativa, Reguillo prefiere insistir en la potencia de la crónica “de alma antigua”, la cual
[…] está ahí, en el cuarto, en la calle abandonada, en la voz que narra el desconsuelo, es incómoda, como incómodo testigo de aquello que no debiera verse, por doloroso o por ridículo, que a veces, es lo mismo. Pero la crónica ve, observa, se sorprende a sí misma en el acto de ver, de comprender (2007: 43).
[…]
Se re-coloca hoy frente al logos pretendido de la modernidad como discurso comprensivo, al oponerle a este, otra racionalidad, en tanto ella puede hacerse cargo de la inestabilidad de las disciplinas, de los géneros, de las fronteras que delimitan el discurso. La crónica, en su estar “allí”, es capaz de recuperar el habla de los muchos diversos, de jugar con las ganas de experiencia, con la necesidad de un mundo trascendente que esté por encima de lo experimentado y que sea, paradójicamente, experimentable a través del relato. La crónica no debilita “lo real”, lo fortalece, ya que su “apertura” posibilita la yuxtaposición de versiones y de anécdotas que acercan a territorio propio, es decir, (re) localizan el relato (2007: 45).
Hay realidades –concluye Reguillo– que no se dejan contar más que a través de ese “lenguaje cotidiano en el que se ha convertido la crónica”; la cual tiene la capacidad de implicarse en lo que narra y en lo que explica a la vez que pone en crisis los discursos monolíticos, lineales y dominantes del periodismo, de la literatura e inclusive de las ciencias sociales; esta “se levanta para ofrecer el testimonio del desasosiego latinoamericano” (2007: 47).
Nosotros queremos aquí insistir en nuestra forma de ver y de analizar los asuntos de este “debate crónico” y, en síntesis, nos vamos por una idea: la crónica contemporánea, con marcada vocación latinoamericana, es una narrativa nutrida y fecundada –preñada– de reportaje; esto es, de noticias, datos, estadísticas, entrevistas, conversaciones, viajes, lugares, testimonios, registros de documentos, interpretaciones, sensaciones, vivencias y formas de escritura creativa que hurgan, entre la tierra, el agua y el cielo, en busca del preciado metal de las historias humanas en el filón inagotable de la alucinante realidad.
A Martín Caparrós le gusta definir la crónica como “un texto periodístico que se ocupa de lo que no es noticia”; y, entonces, una crónica sería, en última instancia “un reportaje bien contado en primera persona” (2015: 52 y 138).
Él, como los otros y como nosotros, lo que hace, con lo que dice, es echarle más combustible al fuego del debate crónico…
Un territorio de rastreadores impacientes
La apuesta de las revistas, blogs y editoriales en Hispanoamérica por la crónica, criatura sorprendente –“el ornitorrinco de la prosa”–, antes que centrarse en el engorroso problema de definiciones y codificaciones de clase, va directa a sustentar su aprovechamiento por parte de los reporteros y narradores, al considerar las ciudades –e incluso los poblados y los entornos campesinos– como un laboratorio para dar distintas miradas sobre personas, acontecimientos, testimonios, vivencias y anécdotas.
En los países latinoamericanos –y muy especialmente en Argentina, Chile, Perú, Colombia, Venezuela, El Salvador y México– la crónica es ahora un caballito de batalla en muchas redacciones de periódicos, suplementos literarios y revistas; y parece ser la carta de triunfo que, con su capacidad para iluminar los acontecimientos, podría restituirle el alma a muchos medios impresos y digitales.
Aunque en esta parte del mundo siempre hubo cronistas y crónicas, también es cierto que hubo unos años, en la segunda mitad del siglo XX, en los que ambos se notaron por su ausencia, y apenas si se les pudo ver exiliados en algunos libros. Entre ellos, los de autores obstinados y con un trabajo sostenido dentro del género como Julio Scherer García, Carlos Monsiváis, Jorge Ibargüengoitia, José Joaquín Blanco, José Emilio Pacheco, Vicente Leñero, Roger Bartra, Guillermo Sheridan, Juan Villoro, Elena Poniatowska, Alma Guillermoprieto, Carmen Lira y Josefina Estrada, en México;17 Sergio Ramírez, en Nicaragua; Pedro Lemebel, Patricio Fernández y Mónica González, en Chile; José Carlos Mariátegui, Ángela Ramos y Mario Vargas Llosa, en Perú; Enrique Raab, Roberto Arlt, Rodolfo Walsh, Tomás Eloy Martínez, Martín Caparrós, Jorge Fernández Díaz, Roberto Herrscher y María Moreno, en Argentina; Jon Lee Anderson, en Estados Unidos (pero quien tiene gran parte de su laboratorio cronístico y sus afectos en Latinoamérica); Rubem Braga, Clarice Lispector, Dorrit Harazim y Fernando Gomes de Morais, en Brasil; Gabriel García Márquez, Álvaro Cepeda Samudio, Felipe González Toledo, Germán Pinzón, Gonzalo Arango, Manuel Mejía Vallejo, Eduardo Escobar, Pedro Claver Téllez, Germán Castro Caycedo,18 Alfredo Molano,19 Juan Gossaín, Arturo Alape, Germán Santamaría, Henry Holguín, José Cervantes Angulo, Héctor Rincón, José Guillermo Ángel, Ricardo Aricapa, Pedro Nel Valencia, Reinaldo Spitaletta, Gustavo Colorado, Gonzalo Medina, Daniel Samper Pizano, Umberto Valverde, Jorge García Usta, Gonzalo Guillén, Alonso Salazar, Juan José Hoyos, Ernesto McCauslad –quien además ensayó con la crónica en formatos de radio, televisión y cine–, Silvia Galvis, Olga Behar, Patricia Lara, María Teresa Ronderos, Margaritainés Restrepo Santa María, Alegre Levy, María Jimena Duzán, Ana María Cano y Mary Daza Orozco, en Colombia.20
Ahora hay cosecha de cronistas y de crónicas en Latinoamérica. Los vemos y las vemos por ahí; las leemos y las degustamos, y aquí hacemos eco de quienes también se han dado cuenta del asunto.
Veamos, por ejemplo: El 12 de julio de 2008 la edición 868 de Babelia –suplemento cultural del diario El País, de España– dedicó su artículo central a los “Nuevos cronistas de América”, con un subtítulo en el que se indica que “el periodismo conquista la literatura Latinoamericana”. El reportaje se llama “La invención de la realidad” y está firmado por Carolina Ethel. Contiene una entradilla en la que se señala que para Gabriel García Márquez “una crónica es un cuento que es verdad”, y destaca que una nueva generación de cronistas de América Latina se ha lanzado a explorar el continente en busca de historias y “ha arrancado a la vida cotidiana una revolución literaria”.
Para Ethel, América Latina ha dejado de ser un continente inventado por la literatura para transformarse en un continente redescubierto por los autores del periodismo narrativo, quienes se han situado en la vanguardia literaria con su avidez por contar historias, las mismas que han pasado y que están pasando frente a sus sentidos de rastreadores impacientes.
En octubre de 2012, el ya mencionado Sergio Ramírez se refirió al Segundo Encuentro de Nuevos Cronistas de Indias, celebrado ese mismo mes en Ciudad de México, y destacó que la crónica encamina al periodismo en los albores de este incierto siglo XIX, y al examinar la nómina de los convocados, más de setenta de España y América, islas y tierra firme, se da cuenta de que es, sobre todo, un oficio de jóvenes, y entre los jóvenes, no pocas mujeres; dedicados a “un viejo oficio, al que la crisis del periodismo abre nuevos espacios. En crisis no porque vaya a desaparecer, sino porque está cambiando, y lo viejo no acaba de morir, ni lo nuevo acaba de nacer” (2012).
En Bogotá, en julio de 2009, el exdirector de la revista el malpensante, Mario Jursich Durán, expresó en público la hipótesis21 según la cual si se hablara de un nuevo boom de la literatura latinoamericana no sería en el campo de la ficción, sino de la crónica, y para probarlo bastaría con examinar los libros publicados en lo que va corrido el siglo XXI con piezas antológicas del género.
Mientras Jursich se atrevió a hablar de boom otros lo hacen de auge, de movimiento o de moda, otros no quieren ni oír hablar de ninguno de estos, entre ellos Alberto Salcedo Ramos quien dice que le gustaría que se hablara menos del asunto; y hay otros, como Juan Pablo Meneses, que se mofan del asunto y anota que ahora muchos quieren escribir crónicas para “levantarse a una chica en el bar, para que lo publiquen en otros países, para sentirse superior dentro del grupo de sus compañeros periodistas, y todas esas cosas son las que importan menos” (Ruiz, 2007).
Entre los más suspicaces está el maestro Caparrós quien en una perorata de octubre de 2008 que tituló “Contra los cronistas”, señala que estos ahora “Son plaga módica, langostal de maceta, marabunda bonsái. Vaya a saber cómo fue, qué nos pasó, pero ahora parece que el mundo está lleno de unos señores y señoras que se llaman cronistas. Debe ser que les conviene o que queda bonito”. Y considera que cuando las páginas más distinguidas de la cultura hispana “sancionan con tanto bombo una tendencia, la desconfianza es una obligación moral” (2012a: 613-614).
Pero se trata de una perorata –una con autoridad– que si bien hace ruido en el momento vigoroso de la presente crónica latinoamericana, también tiene mucho que ver con el genio impaciente y quisquilloso que Caparrós exhibe por escrito y cuando habla en público.
Nos parece que han calado más opiniones como las del escritor colombiano Darío Jaramillo Agudelo quien se atrevió a ponderar que la crónica periodística es la prosa narrativa de más apasionante lectura y mejor escrita hoy en día en Latinoamérica. Eso sí, sin negar que se escriben buenas novelas y sin hacer réquiem de la ficción (2012: 11).
Lo cierto del caso es que entre los “Nuevos cronistas de Indias” hay un importante subgrupo de novelistas volcados a la crónica –un género que ahora también les ayuda al sostenimiento alimenticio y a subsidiar su trabajo literario– y entre ellos están, siempre con el riesgo de dejar de nombrar a otros autores importantes, el argentino Rodrigo Fresán, el chileno Alberto Fuguet, el nicaragüense Sergio Ramírez, el estadounidense (de madre guatemalteca) Francisco Goldman, el cubano Leonardo Padura, el mexicano Sergio González Rodríguez, los peruanos Santiago Roncagliolo y Daniel Alarcón; y los colombianos Héctor Abad, Santiago Gamboa, Efraím Medina, Jorge Franco, Fernando Gómez, Juan Gabriel Vásquez, Ricardo Silva, Sergio Álvarez, Sergio Ocampo, Andrés Felipe Solano, José Alejandro Castaño,22 Margarita García Robayo y Margarita Posada.
El maestro Tomás Eloy Martínez había observado este trueque de oficios con una astucia premonitoria: “Antes, los periodistas de alma soñaban con escribir aunque sólo fuera una novela en la vida; ahora, los novelistas de alma sueñan con escribir un reportaje o una crónica tan inolvidables como una bella novela” (2006: 237). Y Martín Caparrós, por su parte, comenta que hasta los años ochenta del siglo pasado, él consideraba que el periodista era un “ser básicamente incompleto porque no había escrito novela”, y era muy usual que los periodistas buenos, ambiciosos, “siempre tenían una novela en el tercer cajón del escritorio” que no terminaban. “Ahora ya no –señala–, ahora con tener un buen libro de crónicas, mucho más fácil de terminar porque es lo que estás haciendo, ya se completan. Creo que ha sido un gran alivio personal para mucha gente (Cruz, 2016: 138).
El tropel de las historias
Al leer una amplia selección de crónicas latinoamericanas en español, publicadas por distintas editoriales en quince libros de tipo antología y en algunos otros de autoría individual, entre 2001 y 2016; y en el blog Periodismo narrativo en Latinoamérica. Recopilación de crónicas periodísticas con chispa,23 llegamos a la conclusión de que es muy difícil enmarcarlas de manera cerrada en uno o dos grandes temas. Por el contrario, lo que encontramos es un popurrí que representa las decisiones personales que toma quien escribe, ligadas a sus maneras de ver el mundo y lo que quiere conocer de él.
No obstante, bajo un criterio si se quiere caprichoso, ordenamos las crónicas en al menos doce asuntos24 porosos: la persistente violencia o la violencia crónica; sucesos, oficios y memorias; narcos, tribus urbanas y pandillas; testigos y testimonios; el rebusque de cada día (o rebusque menor); anécdotas e ironías; animales y hombres; géneros musicales y deportes (apasionadamente el fútbol); quién es quién (o perfiles); tinta roja (o crónica policial o de sucesos criminales); lugares, paisajes y naturalezas (y una decidida apuesta por la ecología y la protección del medio ambiente, comenzando por la investigación y la denuncia de los responsables de su deterioro), y los oficios periodístico y literario.
Como se puede advertir, muchas de las crónicas tienen más puntos de contacto que de separación y pueden hacer parte de varias de estas cuestiones. Eso sí, la violencia con sus diferentes manifestaciones y actores, es transversal a casi todas ellas.
Así, por ejemplo, un asunto recurrente en varias crónicas es el tratamiento de la marginalidad. En primer lugar, aparecen aquellos relatos sobre personas en situaciones precarias para los ojos del escritor: pobreza, migración, explotación laboral, trata de personas, drogadicción, delincuencia, habitantes de calle. Es el caso de “Un barrio de trabajadores sin trabajo” (2012), en Córdoba, Argentina, de Alejo Gómez Jacobo; de los “bolitas” bolivianos reducidos a la servidumbre en las fábricas de vestuario en Buenos Aires y São Paulo en “Compran ‘bolitas’ al precio de ‘gallina’ muerta” (2012), de Roberto Navia Gabriel; de la aplicación de formalina al cadáver de Virginia, en la vivienda de los González, en El Salvador, para tratar de que no se corrompa mientras consiguen con qué sepultarla, en “Entierro pobre” (2009), de Rossy Tejada; y de Mery Aimé Hernández Batista, una de las cinco mil setecientas personas que se dedican a recuperar desechos reciclables por cuenta propia en Cuba y como alternativa de manutención, a quien Mónica Baró Sánchez nos presenta como “La cantante que recoge latas” (2016b) y nos la muestra en sus andanzas detrás de la basura que dejan los turistas en el centro histórico de La Habana.
Frente a las historias de la precariedad, los cronistas describen lo que ven, y es su mirada –por lo general acomodada pero no enjuiciadora– la que logra escenificar las situaciones que narran.
Por otro lado, existe un interés particular por los oficios del rebusque, las diversas maneras como muchos personajes buscan su sustento en el día a día, con trabajos difíciles y algunas veces curiosos, que requieren de la perseverancia de quien lucha por sobrevivir. Los oficios del rebusque son múltiples y diversos. Es así como en “Operación Ja, Ja” (2007), de Carolina Reymúndez, se cuenta la historia de los reidores o profesionales de la carcajada que se encargan de darle sentido a los chistes en la televisión argentina; en Soledad, en el Norte de Colombia, desde hace cincuenta años Salomón Noriega, alias Chibolito, se gana la vida en monedas vendiendo boletas para rifas y contando chistes como “El bufón de los velorios” (2012a), en un relato de Alberto Salcedo Ramos; mientras que en El Alto y en algunos barrios de La Paz, propios y extraños pagan en devaluados pesos bolivianos para aglomerarse en las graderías de rústicos coliseos, atraídos por el vuelo de polleras y enaguas en la lucha libre de cholitas, descrita en sendos relatos por Alma Guillermoprieto (2009) y Rocío Lloret (2010). Pero si de lucha libre se trata, “¡Esto es lucha!” (2010), damas y caballeros, nos dice César Castro Fagoaga antes de ingresarnos a la Arena México, construida en 1956, el templo de esta actividad en el país azteca, donde esta noche de viernes sentados en sus sillas de colores, azules, rojas, verdes y naranjas, y en medio del olor a palomitas de maíz, seremos testigos de varios combates entre parejas: Trueno y Sensei contra Inquisidor y Apocalipsis, Diamante y Pegasso contra Metálico y Dr. X, Bronco y Hooligan contra Averno y El Místico.
Sí, como lo oyen, El Místico, damas y caballeros, el “Príncipe de plata y oro”, heredero de las gestas de El Santo –“El enmascarado de plata” de los años sesenta–, quien después de doblegar a sus rivales en el cuadrilátero aplicándoles “La mística”, su llave maestra, cuando está en el camerino le confiesa al cronista: “La vida con una doble personalidad es difícil: me quito la máscara y no soy nadie. La fama es la máscara. Yo, como persona, soy igual que ustedes” (Castro, 2010).
***
Los cronistas latinoamericanos viven y cuentan y recuentan la urbe. Con la tarea de encontrar un tema, recorren sus ciudades con ojos atentos, descubren y redescubren esquinas, parques y negocios. La urbe en su más pura cotidianidad es de su común interés: carnicerías y galerías de mercado, bares y tabernas, teatros y cementerios, prisiones y sanatorios, bulevares y escenarios deportivos. Lo que no es noticia pero sí es historia. Los centros de las ciudades son el foco de atención principal, calles efervescentes de personas, negocios, automóviles, buses y sistemas de transportes masivos como el metro.
Jaime Bedoya camina por los recovecos de “Polvos azules o la videoteca de Babel” (2012), el más grande centro comercial informal de Lima, reino soberano de la piratería de lo bonito y barato. Mientras que Sergio González Rodríguez, en Ciudad de México, se adentra en las muy concurridas noches de las “Mujer[es] del Table-Dance” (2010). En “Matadero y beneficio” (2012), Andrés Delgado describe el escrupuloso y tecnificado procedimiento del sacrificio de reses en la Central Ganadera; el beneficiadero de veintiocho hectáreas fundado en 1954, en la Autopista Norte de Medellín.
Pero también son un tema muy cronicable aquellos otros sitios de la ciudad que no saltan a la vista de todos.
Cristóbal Peña nos invita a seguirlo en su “Viaje al fondo de la biblioteca de Pinochet” (2012) para descubrir cincuenta y cinco mil libros empolvados que se hacían un lugar entre adornos, recuerdos, chocolates y objetos personales –como colonias, perfumes, desodorantes, toallas desechables, relojes, fotos, dagas, abrecartas y tarjetas de saludo, visita y navidad, además de camisas, corbatas y calcetines nuevos, algunos aún con su papel de regalo a medio abrir– que el dictador dejó alguna vez ahí y muy probablemente después olvidó, sin que nadie se atreviera a sacarlos o cambiarlos de lugar, siquiera a pasarles un plumero.
Entre tanto, Daniel Alarcón (2012) nos engancha desde las primeras líneas de un relato que recorre el interior de Lurigancho25, la más grande institución penal del Perú, a pocos kilómetros del centro de Lima, donde los siete mil cuatrocientos hombres que viven allí –en un espacio construido para alojar a dos mil–, no usan uniformes; no se pasa lista ni hay horario de encierro ni se apagan las luces a una hora determinada. Por una razón: mientras que las autoridades tienen un control nominal los presos lo tienen real; son ellos los que gobiernan de puertas para adentro y tanto la disciplina como la recreación es su responsabilidad.
La “cárcel” se divide en dos territorios: El Jardín, donde viven los “prisioneros” más ricos; y La Pampa, donde viven los más pobres; entre ellos los sin-zapatos, un ejército de drogadictos sin esperanza; y los “rufos”, adictos al crack, una pandilla descarnada y enferma que roba o se prostituye para drogarse. Una estructura de clases bastante rígida ha surgido intramuros junto con el “sistema democrático” del Pabellón Siete –considerado como “un paraíso” dentro de El Jardín– reservado para narcotraficantes internacionales, donde hay cerca de treinta naciones representadas.
En todo caso –descubre Alarcón– la versión de la prisión es un mercado al aire libre donde puede hacerse cortar el pelo o comprar jabón, pilas, máquinas de afeitar, camisetas viejas, drogas y chupetines; además de todo lo que se puede conseguir “por encargo” como teléfonos celulares, armas y alcohol. Y las drogas, en particular, “ayudan a sobrellevar la superpoblación y mantienen a una población por lo general nerviosa en un estado condescendiente y nebuloso” (2012).
Pero también las ciudadelas de los muertos cobran vida cuando los cronistas pasean su mirada por entre los epitafios tallados en el mármol y, de pronto, ante uno de ellos se detienen a pensar, tras una rápida operación matemática, en la crónica que viene a ser la existencia de un ser humano entre las dos fechas que, inexorablemente, lo determinan: fecha de nacimiento-fecha de fallecimiento.
En uno de los callejones de piso ajedrezado del parque cementerio de San Miguel, en el restaurado centro histórico de Santa Marta, Colombia, el escritor Juan Gabriel Vásquez detuvo sus pasos y su mirada para leer en una lápida: “Comandante Jaime Bateman Cayón26. M-19. Abril 23, 1940-abril 28, 1983. Morir por la patria no es morir. La promesa que será cumplida” (2013: 95).
“Pienso –escribe Vásquez– en todo lo que ha pasado desde 1983; pienso en la promesa, en quién la habrá hecho, en quién tendrá a su cargo cumplirla; pienso, también, en esa relación extraña entre la muerte y las patrias” (2013: 95).
El cronista Alexis Serrano Carmona, por su parte, se aleja de la ciudad para trepar por un camino empedrado, lleno de agujeros, rodeado de pencas y cipreses arropados por el frío, el viento y la neblina, hasta llegar a las montañas de Cusubamba, una parroquia de nueve mil habitantes en su mayoría indígenas, enraizada en las montañas de Cotopaxi, Ecuador, donde los miércoles realizan la feria del trueque.