Kitabı oku: «Monólogos de Lima», sayfa 2
RECITAL NEOBARROCO
Recibí la invitación de una editorial para asistir a la presentación de un libro de ensayos sobre el neobarroco en la poesía latinoamericana. El evento se iniciaría con la lectura de un poema musical dedicado a Kurt Cobain. Qué oportuno, pensé, con la evocación del héroe legendario se atraería a las bandas de rock y se animaría el ritual, que de otra forma quedaría bastante alicaído, por cierto. En dichos eventos, que gozaban de una fama decadente muy merecida, solo participaban los amigos y parientes del autor o la autora. Hacía tiempo que yo me había prohibido ir a los recitales de poesía elíptica. Su pureza e incontaminación persiguen a toda costa la abstracción y la pesadumbre como un distintivo frente al melodrama y el grotesco garabato de la ciudad.
El bar quedaba en un sótano decorado como un baño del Imperio romano, con nichos en las paredes, pinturas de cazadores de pantera y piso de hormigón. Cuando llegué tocaban jazz y en el local –casi lleno– había jóvenes con pinta de estudiantes de Letras sentados alrededor de unas mesas diminutas, aunque también alguna que otra señora elegante de mediana edad, amante de la lectura. Me ubiqué en una mesa para dos personas y puse mi cartera en la otra silla como para guardar sitio, pese a que no me había citado con nadie. Ni bien me acomodé se me acercó sonriente una chica con un libro mío y un lapicero y me pidió un autógrafo. La muy fresca hizo a un lado mi cartera sin pedir permiso y se encaramó sobre la mesa para explicarme el tenor de la dedicatoria que quería para su mamá, asidua concurrente a mis presentaciones literarias; en cambio ella estudiaba Electrónica y amaba la música de Cobain, razón por la que había «venido a este antro», pues no tenía ni idea del libro que se iba a presentar. El término neobarroco le sonaba gracioso, paja. Una vez firmado el libro se fue como vino, sin despedirse. Volví a quedarme sola, situación bochornosa en ese preciso momento en que iba llegando más gente, lo que me obligaría a ceder la otra silla; la gente provenía del submundo del arte, es decir de una dimensión ajena tanto a la economía de mercado como al mercado de abastos. Se notaba por la ropa, los típicos dreads, la actitud desafiante, con el libro de la noche entre las manos, cual escudo de armas.
La chica regresó con una mujer de mi edad que me presentó como su madre y la chantó en el asiento que yo había estado guardando para nadie. Tomé mi cartera y le lancé una sonrisa misteriosa de esas que no dan cabida al diálogo.
Por suerte apagaron las luces, el jazz dejó de sonar y en el estrado un pozo de luz blanca saltarina empezó a perseguir a una muchacha pequeñita, casi una niña o una enana adolescente, sin zapatos, con un maquillaje lunar. Los versos salían a borbotones de su garganta, ríspidos, cortantes, y al final de cada estrofa se oía un golpe seco que provenía de la oscuridad, como el del martillo en una subasta; la ninfa, o el duende, se arrebujó en el pozo de luz y volvió a la carga. El manierismo se lucía más en el estilo de recitar que en el contenido de los versos.
Mi admiradora me susurró el nombre de la poeta, era la misma ninfa que ahora se retorcía con una carcajada muda ante el público. La performance, dijo mi fan, es lo último en los recitales, yo siempre vengo y arrastro a mi hija, que debe estar hecha un pichín porque no empezaron con el tal Cobain, nos aseguraron una primicia y ya ve, francamente...
Le volví a sonreír del mismo modo para que se callara, sumándome a los discretos aplausos del público. La ninfa de la luna se había esfumado. Por la dirección de las miradas de la gente debía estar ahogada entre un grupo de fanáticos, en una de las mesas cerca de la barra.
Dos jóvenes altos y blancos de cabellos largos y lacios informaron que la pieza de Cobain la pasarían después de la presentación del libro. De inmediato colocaron cuatro sillas y una mesa larga sobre el entarimado. Allí se sentaron dos de los tres ponentes anunciados y la autora, una profesora venezolana de formación lacaniana, según la gacetilla que nos repartieron. Iba con un traje negro entallado más largo en la parte de atrás, hasta casi rozar los tobillos; por adelante se podían ver sus piernas desnudas hasta un par de centímetros arriba de sus rodillas. Los otros ponentes, profesores de literatura y críticos literarios, mostraron la pose del investigador en asuntos reservados: mirada lánguida, indiferencia ante el público y complicidad entre ellos. Al parecer el tercer ponente les había fallado porque una chica dio un brinco deportivo hacia el estrado y retiró el cartelito con sus créditos.
Intuí por los gestos de mi persistente admiradora y por el vector que orientaba su rostro que estaba próxima a una confesión íntima y me deslicé hacia la salida, abandonándola en las alturas culturales, no sin antes dedicarle otra sonrisa filosófica. No necesitaba más barroco que el que me esperaba en la calle.
MI VIDA EN UNA PECERA
I
Ser directora de una ONG es casi lo mismo que jugar a la ruleta rusa. Con seguridad, estoy al frente de intereses altruistas y de un dinero colectivo que no espera reproducirse sino diseminar un escaso bien en todo el planeta: el desarrollo social y el cuidado del medioambiente. En esta curiosa empresa debo cubrirme la espalda, medir cada palabra que digo en las asambleas si no quiero cavar mi tumba y perder el puesto. No soy una persona que viva obsesionada con el bien de la humanidad, pienso sí en lo mal que va todo en el planeta y en lo terrible que a veces me siento cuando me aproximo a ese acto magistral del libre albedrío, el suicidio civil.
Si hay algo difícil de entender es la ética que debe sustentar mi cargo de directora, que a veces parece una carrera armamentista, sobre todo por la cantidad de excusas potentes que debo tener para tratar de solucionar las situaciones de riesgo en las que la población-meta está inmersa. En este tiempo he escuchado los argumentos más intonsos de parte de algunos ciudadanos para justificar la vigencia de las organizaciones sin fines de lucro. Me doy cuenta de que hay personas que pueden llenarse la boca hablando de espiritualidad y también del asco que sienten por sus congéneres, cuando son ellos y ellas los manipuladores, los narcisistas perversos.
Estaba sola en mi departamento pensando en esos detalles, nimios para cualquier persona que sufre de verdad hambre, tortura, acoso, depresión, etcétera, nunca tan bien encajado este último término que resume nuestro destino en la peste.
Mi hija, futura arqueóloga, había partido en un viaje de estudio a unas remotas ruinas de Casma y mi exmarido ya no pensaba en mí desde que había ingresado al seminario. Brillante idea la de Gerardo: separarse después de veinte años de vida en común para vestir los hábitos. Si hubiera huido con una chiquilla me habría sentido más tranquila. Gerardo encontró la solución perfecta para no pasarme un sol más en la vida. Brillante, amor mío. Estaba sola, como nunca. Evoqué la casa de mi adolescencia, llena de gente, los amigos de mis hermanos haciendo bulla con sus guitarras eléctricas, el piano que aporreábamos mi hermana y yo, y mi padre leyendo, mi madre carajeando a las empleadas, Perla, la perra blanca; la gata negra con nombre de perra astronauta, y el tocadiscos arrojando los acordes de Bartók, Dvořák, Cat Stevens, Patti Smith, hasta que me dormí.
* * *
El amanecer ha llegado, y yo sigo con la luz encendida. Una niebla densa oculta los cerros negruzcos y áridos de Lima.
Me preparé un café y quise fumar, pero tuve miedo al enfisema o al cáncer pulmonar. Había traído el proyecto rechazado por la financiera para estudiarlo por la noche... Un buen pretexto para quedarme en casa y trabajar en mi computadora.
Las cosas no iban bien en el trabajo: hacía tiempo que quería renunciar y largarme a mis cuarteles de invierno. El gobierno había perdido un jugoso contrato con una importante firma y nos amenazó de nuevo con el pago de la famosa deuda externa para endilgarnos más impuestos. La Red Novell instalada en la oficina con archivos cruciales para el servicio colapsó de un momento a otro. Telefoneé a la oficina para avisar que no iría. Durante toda la mañana el teléfono timbró. Querían mi opinión sobre determinado dato estadístico de la OMS, según el cual los humos tóxicos de las fábricas de Comas contaminan y ponen en riesgo la salud... ¿Comas? Qué cobarde y paranoica soy. En el barrio acabo de desenmascarar a un estafador que suele mendigar en nombre de su pequeña hija moribunda con falsas recetas de suero, sonda y varios medicamentos. El hombre me tiene tasada. Cada vez que lo veo pienso que me seguirá para darme una paliza.
Al personal de la oficina le advertí por teléfono que la OMS no era suficiente referencia, debían rastrear todas las ONG ambientalistas. Con lo lentos que son tienen para varios días, pensé.
Había pedido un día libre en la oficina y no sabía a dónde ir, la idea de entrar a un cine en matiné me desanimó de antemano. En realidad tenía sueño y hambre.
Mientras caminaba sin rumbo repasé las historias de raptos, trata, prostitución y otras joyitas de la sociedad contemporánea que a diario debo analizar desde mi posición en la ONG. Recientemente una colega me había contado del caso de un niño traído de Italia a quien se lo disputaban dos mujeres, pero nadie podía probar de quién era hijo. El chico no tenía papeles, los habían perdido a propósito o robado. Y las dos falsas madres decían que habían dado a luz al mismo tiempo, aunque ninguna podía probar que había estado embarazada. Esta historia demasiado melodramática no me pareció real.
Daba la impresión de que el tiempo me sobraba para hundirme en casos inverosímiles. Eso es, los oenegeístas gozan de demasiado tiempo libre. La ONG es la culpable. Los que trabajamos en ella somos una casta en medio de un mar de intocables. El equipo siempre me lo echaba en cara.
Cuando crezca, si es que logra sobrevivir a las enfermedades y a la delincuencia, ese niño supuestamente italiano tendrá problemas de identidad como especulan ahora los psicólogos y sociólogos, es decir, todo un pueblo con problemas de identidad. Parece un tema de ciencia ficción y no un trauma real. ¿Y si la identidad fuera una invención del self para no desestabilizar el sistema? Obviamente, esta es una reflexión de raíces marxistas. La mayoría de las ONG se han bautizado en las aguas del anticapitalismo con sociólogos, antropólogos y psicoterapeutas que contratan periódicamente e intentan dar en el clavo de lo que significa la identidad.
De hecho, el otro caso emblemático, como llaman mis colegas sociólogos a la historia de Lucero, tiene un pandemonio en la cabeza: Jacinta, su madre, había trabajado desde muy niña de cocinera en casas particulares. Lucero ya era una adolescente cuando su madre se volvió a casar. Sabía cuidarse e ingeniárselas sola. Recogía los restos que los cosechadores abandonaban en el campo de algunos asentamientos humanos, y los remataba en el mercado. «Mi mamá regaló a mi medio hermano a su antigua patrona». Digamos que esa frase es su derechazo. Jacinta pensó que no podía dejar a sus otros dos pequeños solos. Era mejor entregar al más chiquito a una familia adinerada. No, Jacinta no se arrepentía. Lucero era una sentimental.
La voz de mi secretaria a través de mi celular me sacó del ensimismamiento al recordarme que había concertado una cita con la representante de una asociación medioambientalista para estudiar el derecho al agua de las mujeres de zonas urbano-marginales.
La representante acababa de entrevistarse con un alto funcionario del Banco Prestatario y llevaba el sello humanitarista en el rostro. Venía cargada de folletos y trípticos que desparramó con ira en mi escritorio. Versaban sobre diversas campañas destinadas a defender los derechos de las féminas al agua y desagüe. La mujer impostó la voz cuando llegó el momento de hablar del capital espiritual invertido en años de esfuerzo, que se perdería irremisiblemente porque el banco les había negado el crédito; entonces ella llamaba a la solidaridad de todas las ONG. ¡Por la salud, por la paz, por el agua!, replicaba ante el enemigo invisible como una penitente. Su humanitarismo me exaltó. Reparé en lo bien puesta y peinada que iba. Sin vacilar, estampé mi firma en la solicitud de reconsideración de crédito dirigida al banco, y lo hice con toda la solidaridad puesta en mi mirada, humanitarista también.
¿Qué hago acá, en medio de estos corazones en penumbra? Todo lo que me rodea no tiene sentido. Quisiera mandar al diablo los talleres de capacitación para viajar a Torino, sentir su aroma a campo mezclado con el de una ciudad alternativa. Sí, porque Turín / Torino, como Nueva Jersey o Los Ángeles, es la tercera vía de la felicidad para los que andan sobrando en sus países. ¿Seré yo también una perdedora desde mi asiento de ejecutiva? Estoy en trance, inerme en mi oficina, debo respetar la misión de la ONG, nada de bostezar durante las ocho horas pagadas, como consta en mi contrato. Mi claustrofobia está en alza últimamente.
Mi secretaria me acaba de anunciar de inmediato a la representante de AROP: Asociación de Restauración del Ocle / Orto / Odio / Oprobio / Ocio Planetario, en realidad podía jugar a mi antojo con las siglas y reírme en la cara de la ceñuda cooperante con pinta de ama de casa, apachurrada en su traje verde y momificada en su maquillaje de peluquería. Me mira con desprecio, como si se diera cuenta de que mi sonrisa es una máscara que esconde dos impresionantes colmillos de pantera, lista a engullirla. Según ella debo organizar un taller creativo. Pregunto con qué fin. Para dejar que aplaste mi imaginación, pienso. Estos talleres son una especie de segunda escuela. Te obligan a una encerrona de tres días en un lugar campestre (sol y sombra), luego cantas, bailas, respiras profundo, pintas, armas un collage, como en el nido de la escuela, y en nombre de la igualdad nadie puede decir qué lindo ni expresar sus emociones.
Renunciaré ahora mismo. Llamo a mi secretaria. Siempre sonriente viene con su libreta, dispuesta a tomar notas. Desisto. Tengo varios pagarés de por medio entre su sonrisa y mi histeria. Punto final a mi renuncia, por hoy.
Todos los chicos y chicas de las ONG son edificantes, buenos muchachos que construirán el país del futuro, lástima que me duerma en sus narices. Trabajamos por la equidad, por las relaciones igualitarias entre los humanos, por la supervivencia de un planeta florido, brindemos por ellos en los lanzamientos de nuevos abonos antiquímicos, por una patata bella y lozana, por el pubis fosforescente de una prostituta rebosante de lujuria. Mejor aún, por el pubis fosforescente de una trabajadora sexual sin lujuria, digo, porque en los informes sobre prostitución limeña, lo que menos se encuentra es la lujuria, allí todo es más triste que concupiscente, y me duermo ante la retórica aburrida de la representante de AROP.
Pausa. Ya es otro día. Uno ni mejor ni peor, ni soleado ni totalmente oscuro, todavía la contaminación sonora no ha llegado a su cénit, eso sucederá en unos veinte años aproximadamente. Un día ni ruidoso ni silencioso, un día chicha, mesocrático, sin el drama de los boleros cantineros.
Avanzo por la plaza Mayor, escucho las campanadas del mediodía y el cielo se abre para mí. El repique se mezcla con la chirriante marcha del cambio de guardia que ya he presenciado otras veces. Siempre me aburre, no sé por qué este espectáculo atrae a los turistas.
Me parece que Lima desaparece en la niebla lentamente y asciende el inca Pachacútec, la gran estatua kitsch que construyeron en el Cusco, para reinar solo entre las ruinas del imperio. Santo remedio al problema de identidad nacional. Las ONG no tendrían razón de ser, ni sus talleres o mesas de concertación. Full impacto.
Mi agenda hoy es la siguiente: foro educativo por la mañana, foro ecológico por la tarde, foro urbano en la nochecita. El resultado: dismenorrea aguda en los tres casos.
Una reunión del Comité Nacional Feminista (CNF) para elegir a la nueva coordinadora nacional. Veré cómo nos manipulan, cómo intimidamos desde Lima a las mujeres del interior y las catapultamos con nuestras cultas referencias. En Lima están las iluminadas, protestan las de provincia. No sé de qué lado estar. Si me agito por la reivindicación popular me quedo sin trabajo; si callo, otorgo.
Ahora rumbo al CNF. La antigua coordinadora nos recibe en su oficina sin cielo. En una mesa, gigantes Coca-Colas, termos de café, té, mate de coca, manzanilla. Tomo asiento y escucho las inacabables cuestiones de orden que siempre suman más que los puntos de agenda.
De un total de nueve representantes, tres pretenden abstenerse, incluida la actual coordinadora.
–No entiendo –intervine, dirigiéndome a la mandamás, otra vez se imponía la imagen de mujer casta: pelo corto, lentes de carey, ropa holgada, mirada de enfado–. Si usted nos ha convocado con el propósito de elegir a una nueva encargada del CNF, ¿cómo es que ahora se abstiene?
–¿Es que van a obligar a mi institución a votar? –gritó la jefa–, no quiero que interpreten que deseo seguir en el cargo –siguió rugiendo–, por eso me abstengo de opinar, me abstengo de votar, ¡¡¡me abstengo!!!
–Su posición –insistí– es absurda, da a entender todo lo contrario.
No lo dije con las palabras exactas, nadie se refiere a nada con las palabras exactas, nadie roza la veracidad con una palabra pertinente. El rodeo, el circunloquio, el pleonasmo, el oxímoron fálico, el hipérbato histérico prevalecen. (Usted a lo único que aspira es a mantenerse en el puesto). Caray, debí decirlo yo, tú, ella, aquella, pero nadie confiesa nada directamente, nadie va al grano, todos reman hacia donde todos reman, y punto.
–¿Quieren saber mi opinión personal, no la de la institución que represento? –bufó la casta Susana, pese a que todos sabemos que su institución es ella misma y nadie más–. Mi opinión personal –continuó eufórica, resentida, como muy dolida– es que en esta ocasión ninguna de las dos candidatas se merece esta votación.
(Es decir, no lo hago porque sí y porque sí lo hago, y muero porque no muero, diría en olor de santidad poética.)
De todos modos se procedió con la elección. Permanecí quieta y esperé que las demás eligieran a su candidata. Votaron por otra y no por la casti connubii rugiente. Aplausos a la nueva coordinadora. Pocas horas después en la asamblea general del CNF aquella sería desconocida públicamente por las provincianas, y es que Lima quiere mandar, Lima y las iluminadas; entre tanto nosotras ratificamos a la vieja y antigua coordinadora que se mantiene en el cargo desde hace diez años, ejemplo de democracia, de renovación. Pero por qué no son ustedes provincianas honestas, obreras empeñosas, las que ostenten el nuevo título, pienso. Lima responde: ¿acaso podrían cumplir cabalmente nuestra agenda? Miren todo lo que significa cabalmente: organizamos, planificamos, difundimos, ideamos, comunicamos, formulamos, reformulamos, contabilizamos, optimizamos, visibilizamos...
Sí, es otra vez Lima la iluminada.
Regresé a casa agotada. A los pocos minutos llegó Lucero, «el segundo caso emblemático». Tenía una resaca increíble, los ojos en blanco, sus pechos se bamboleaban temblorosos. Unos desconocidos la habían dopado en un taxi con el cual recorrieron la ciudad toda la noche. Ella solo podía recordar a una mujer que la observaba insistentemente mientras hablaba con alguien por un celular.
–¿Estás segura de que no lo soñaste?
La chica no imaginaba el móvil de ese periplo nocturno. Se me ocurrió que Lucero iba a ser dada en prenda a algún mafioso pero no pasó el examen de rutina. Lucero se había salvado por un pelo o porque le faltaban unos centímetros de talla, como en los concursos de belleza.
En realidad quería desembarazarme del caso emblemático. Me habían pedido un ensayo sobre mi sensibilidad femenina para construir un personaje masculino y quería estar sola en casa para pensar en el tema.
Embarqué a Lucero en un taxi.
Estoy en el baño tomando una ducha y suena el teléfono. Desde hace un par de horas el teléfono timbra y timbra, se detiene unos minutos y vuelve a la carga.
Era mi secretaria. Me había olvidado la cena con míster Booth, el representante de la agencia canadiense.
Salí de la casa rumbo al hotel del gringo. Tomé un taxi a la volada sin saber que ese día me iba a jugar el puesto. Había conseguido financiamiento para un almanaque de frases célebres. Para conversar sobre ese asunto me esperaban míster Booth, el presidente de una financiera canadiense, y Madonna Barbie, su secretaria. Las frases que yo había elegido eran de Nietzsche, Cioran, Lou Andreas-Salomé y de otros escritores ateos.
Cuando llegué al hotel el ambiente parecía caldeado. Madonna Barbie y míster Booth consultaban el reloj con nerviosismo. Madonna Barbie no estaba de acuerdo con las frases seleccionadas, prefería oraciones sencillas, no relacionadas con el amor ni con la muerte sino con ideas más convenientes, tipo «sí, pero se mueve» de Galileo o que tuvieran que ver con el medio ambiente, por ejemplo. Una frase de Cioran le pareció del todo inadecuada para el proyecto: un almanaque de la agencia que ellos representaban no podía darse esos gustos nihilistas, autodestructivos.
Míster Booth permaneció callado, observándonos a las dos.
–Canadá es un país generoso, con bosques naturales como reserva –dijo Madonna Barbie, encarnada como su traje sastre. Medía casi dos metros de estatura. Su tez blanca, ahora completamente purpúrea como si padeciera de una enfermedad a la sangre, daba la impresión de hervir por dentro–. Canadá –prosiguió la gringa yuppie clavándome sus ojos azules inexpresivos– es un país razonable, ¿cómo puede hablarse de la demencia en un almanaque financiado por nosotros? Necesitamos un enfoque de desarrollo humano.
Se refería a la frase de Lou Salomé.
Pobre Lou, incomprendida por sus contemporáneos, igual que Sabina Spielrein fusilada por los nazis. Me cubrí la cara con las manos. Volví a oír algo sobre los bosques del Canadá y luego mi voz expulsó todo el aire de mis pulmones:
–¡Basta! ¡Basta! ¿Me oyó? No quiero sus bosques ni su generosidad, ¡basta!, ¡no quiero su dinero! Lou, Sabina, oh, pobre Sabina en manos de esa bestia alemana –reflexioné de súbito en voz alta–, el almanaque es mío, ¿me oyó, barbie? ¡barbie, ja, ja!
Cuando abrí los ojos Madonna Barbie ya no estaba. Míster Booth me miró sonriente:
–Me gusta, me gusta, oh yes, tiene carácter. Le daré el dinero. Quiero esas frases terribles en el almanaque financiado por nosotros.
II
En la oficina corría el rumor de que varias personas utilizaban el tiempo de la jornada laboral para sus asuntos privados, incluso llegó a mis oídos que alguien había copiado en un disquete la novela que venía escribiendo y guardaba en mi computadora –que yo hacía pasar como el «informe sombra» para la próxima Conferencia Mundial sobre el Medio Ambiente y los Derechos de las Mujeres en un nuevo Milenio de Equidad– como una prueba en mi contra que se daría a conocer en una asamblea de la asociación. También se decía que la digitadora tenía archivos de una firma comercial de productos de belleza en su disco duro, y que uno de los sociólogos preparaba tesis universitarias por encargo durante las horas de trabajo.
Un abogado llamado Portales, de nacionalidad franco-boliviana, me aseguró que lo guardado en el disquete no era prueba suficiente, pero podía ser efectivo ante el ánimo de la asamblea. Tenía que apresurarme con el informe ante la inminencia de mi despido. Pensé en recurrir a un detective, pero preferí contratar al abogadito de marras, aunque sabía que no tenía experiencia en asuntos de ONG ni renombre o bufete propio, pero algo haría para que yo pudiera salir de esta; quería que descubriera quién estaba detrás de todo. ¿No era una persona curiosa, chismosa, que fungía a veces de detective? No recordaba quién me lo había presentado, pero seguramente en alguna reunión de mi ONG, en una embajada donde pasan videoconferencias, ah, claro, el hombre representaba a una financiera alemana con un nombre muy altruista que alude a la lucha contra el hambre y que cuando lo mencionaba a mis amigos escritores no podían contener una sonrisa sardónica. Entre los buenos estilistas la compasión es una figura retórica sin asidero real.
Me acordaba de Portales por su dejo francés y su pañuelito al cuello, muy a tono con las canciones de Charles Aznavour que en algún momento del break en la embajada alemana me pareció oírlo tararear. Qué demodé, pensé.
Lo llamé por teléfono y le dije que estaba en peligro. El hombre se rio:
–¿Por qué? ¿No iba a renunciar? Usted misma me lo dijo cuando nos conocimos en...
–Claro, claro, lo recuerdo bien, pero no puedo aceptar una puñalada por la espalda. Eso no es ético ni justo, no me conviene.
–Si se trata de su currículum, es verdad, pero si piensa en lo justo, ya se lo dije, abandone esa oficina, ¿no dice que es escritora? Luche por ubicarse en el mercado internacional. Usted misma será la culpable de aburrirse en esta aldea. Haremos algo, Roxana. Dígame, ¿cuál es el flanco débil de la institución, su talón de Aquiles?
–La institución evade impuestos.
–Eso se lo achacarán a usted. Algo más. Haga memoria. Indague, meta las narices en todo y luego hablamos. Llámeme cuando tenga algo en mente. Adiós.
¿El talón de Aquiles de la institución? Hacía tiempo que sospechaba que la ONG transfería fondos clandestinamente a un partido político para publicitarlo, supongo, pero no tenía pruebas. La administración y un par de socias mantenían extraños vínculos con ese partido al que –estaba segura– subvencionaban con el pretexto de organizar talleres de capacitación a líderes juveniles en la sierra central. Llamé de inmediato a Portales.
–Transferencia de fondos al PUS, Partido de Unión Social.
–Ajá. Eso sí me gusta, un pez gordito su ONG. ¿Si lo sospechaba, por qué lo dejó pasar? Digamos que usted también se adaptó a la situación.
–No, no estaba segura, lo sospechaba pero tenía miedo de investigar y que me despidieran sin poder hacer nada.
–En el fondo no le importó mucho.
–¿Me quiere dar a entender que estoy involucrada?
–Escúcheme, Roxana, hará como que recién lo descubre. Pero debe conseguirme las pruebas con prontitud. Llámeme cuando las tenga. Ah, que no sea en quince minutos, como lo acaba de hacer porque no creeré en su inocencia.
No era fácil hallar las pruebas que pedía Portales. En el departamento de administración todo parecía en orden. No había nada anormal, ni una sola mención al PUS en las facturas sobre los talleres de capacitación. PUS, PUS, repetía todas las mañanas como un mantra. El contador me esquivaba como si se imaginara algo. Seguramente él recibía una comisión por las transferencias. Estaba segura de que una de las agencias financieras apoyaba la derivación de fondos al partido. Hasta creí poderla identificar. Se trataba de una financiera finlandesa que había tenido contactos con la antigua URSS.
Encontré por fin una carta en la oficina de contabilidad en la que leí entre líneas algo relacionado con el apoyo económico a los falsos talleres. La carta tenía que haber pasado por mi despacho, estar clasificada en mi archivador y no en contabilidad. Como esa perla probablemente había otra oculta en algún lugar. Estaba fechada dos años atrás. Perfecto. Tocaba averiguar si en efecto se habían dictado los cursos. ¿Cómo? Indagaría con la contraparte de la zona, una ONG campesina. Pero no conocía a nadie entre sus trabajadores. Lo pertinente era ir en persona. Me pregunté si valía la pena. El lugar era inhóspito, de difícil acceso. Se lo propuse a Portales, con gastos pagados, claro.
–Qué mala es usted, quiere que me aventure por esos abismos infernales hasta donde no llegan ni los aviones militares.
–¿Lo hará?
–Necesito conocer más detalles sobre su asunto.
Fotocopié todos los recibos y cartas que podían ser una pista y se los entregué a Portales dos días después. Entre ellos había un fax de la agencia finlandesa, que me pareció el más comprometedor, dirigido a la subdirectora. Había llegado durante mis vacaciones. La representante de la agencia le pedía la devolución de una fuerte suma de dinero por malversación de fondos, es decir, estos no habían sido destinados a los fines del proyecto que la misma subdirectora monitoreaba. Hice un rápido repaso de los reportes bancarios pero no encontré que dicha cantidad se hubiera enviado a Finlandia. Por el mismo monto figuraban cien talleres de alfabetización y capacitación a líderes juveniles en la sierra central. Sin embargo existía un correo electrónico impreso de la representante finlandesa acusando recibo del dinero.
En la oficina todos desconfiaban de mi repentina disposición de trabajar hasta tarde. Una noche recibí una llamada misteriosa, se trataba de una canción grabada en francés, cuyo contenido me pareció un mensaje cifrado. Sospeché de la subdirectora. De inmediato llamé a la ONG de la ciudad donde se encontraba Portales para averiguar los teléfonos de hoteles, hostales y albergues para turistas. Un guardián me dio el teléfono de un hotel lujoso. Gracias a su ayuda ubiqué al abogado en el menos aparente, un motel de poco rango. ¡Avaro!, tuve ganas de gritarle al teléfono, pero su voz sonó soñolienta. Probablemente estaba durmiendo dado lo avanzado de la hora.
–Ahora me toca el turno de decirle que no sea cobarde, Roxana.
–¿Acaso ya lo averiguó todo?
–¡Ja! Nada por ahora, cuento con dos o tres días más para seguir investigando. ¿En realidad, a qué le teme?
–En realidad, a que me despellejen viva, simplemente. Ya ha pasado, Portales. ¿Recuerda el caso del cooperante francés que dirigía una ONG de salud, al que asesinaron y luego hicieron creer que se había suicidado porque descubrió que el equipamiento médico de un hospital financiado por su institución era de ínfima calidad?
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