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Pesarosa

Bajo la paz milagrosa

de este ocaso coral rosa,

¿dónde vas tan pesarosa

y tan pálida en tu pena,

que sugieres azucena

que besó la luna llena?

A mi olvido das ejemplo,

y extasiado te contemplo,

vas al templo… vas al templo.

Como en joyas celinesas

para frentes dogaresas,

en tus ojos, las tristezas

engastaron dos ancianos,

y en tus manos, en tus manos,

hay diez pétalos hermanos

que le forman relicario

de marfiles al himnario

que diadema tu rosario.

Bruno Vésper un corpúsculo…

Es final, como de opúsculo

melancólico, el crepúsculo,

y en la escena milagrosa

de la tarde, fuiste rosa;

una rosa pesarosa:

¡por tan triste… por tan triste, más hermosa!

Tomado de: Velasco, Sara, Escritores jaliscienses. Tomo I (1546-1899). Guadalajara: Universidad de Guadalajara, 1982, pp. 234-239.

Mariachi Vargas de Tecalitlán

Alejandra del Carmen Sahagún López

Corría el año de 1898 cuando el maestro Gaspar Vargas López agrupó en Tecalitlán una tradición de músicos que hoy en día identificamos como el Mariachi Vargas. En este periodo, la sociedad adinerada consideraba a los mariachis como un mero entretenimiento para campesinos, mas el éxito de esta agrupación fue tan grande que su fama opacó la falta de estímulos de la casta acomodada.

En 1931 el Mariachi Vargas presentó una evolución, en donde los músicos-campesinos se dedicaron en cuerpo y alma a las presentaciones y adquirieron un prestigio nacional que los hizo aparecer en el cine en repetidas ocasiones. Fue en este tiempo que se trasladaron a la Ciudad de México y con la integración del músico Rubén Fuentes, violinista de Ciudad Guzmán, el sonido y la imagen cambiaron pues se prepararon musicalmente.

En la mitad del siglo XX, y con base en su trayectoria, éxito y profesionalismo, los mariachis de otras agrupaciones tomaron como modelo al Vargas de Tecalitlán, de manera que la sonoridad se transformó y floreció la época de oro de la canción ranchera.

Sin duda alguna la actuación que ha tenido el mariachi en todo el siglo XX, ha ayudado en gran medida al emblema con el que hoy se le conoce: “El mejor mariachi del mundo”. Y es a esta agrupación a la que se le atribuye la introducción de las trompetas en el género y gran parte de la identidad que caracteriza al México actual.

sa última noche de julio, allá por 1926, cuando el Santuario se quedó en penumbras, se encendió tal angustia en los fieles que no se apaciguaron ni con las oraciones y alabanzas en voz alta ni con la promesa de salvaguardar su religión hasta el tormento.

Dos días después, a la gente no le llegaba ni la resignación ni el consuelo y seguía merodeando por el atrio sin un ápice de confianza en los gendarmes que se habían apostado en los alrededores por orden del presidente municipal Mariano González. El Santuario parecía congregar un rebaño revoltoso con el fervor depositado en distintas pasiones: unos para salvaguardar el recinto de su devoción y los tesoros que tenía dentro; otros, para hacerse los impávidos e incrédulos si no se acataba la orden presidencial de acallar el culto de cada templo, sin importar a qué virgen morena se venerara en sus altares.

Una mañana de esas mañanas no tardó tanto en llegar, estallaron los fervores. Las tropas militares que acompañaban al Capellán del Santuario de Guadalupe antes de desalojarlo por completo, fueron recibidas a tiros que provenían de las azoteas y de las personas que merodeaban el lugar y disimulaban sus armas entre sus ropas, coches y sombreros en plena vía pública haciendo un alboroto sin tregua. Quienes debían estar adentro del Santuario salieron, quienes no podían pasar entraron; las puertas cerradas se abrieron y las abiertas se emparejaron, las armas que no debían ser disparadas agotaron sus municiones, y los hombres y mujeres que nunca habían tirado un puñetazo, parecían fuera de sí dejando a quien se les pusiera en frente una guantada o un golpe bajo.

De tanta lluvia de balazos, el capellán entró corriendo encorvado y con las manos cubriéndole la cabeza hasta que se escondió debajo de las bancas frente al altar. Los soldados contestaron en defensa, pero después de un avivado campanazo y al grito de ¡Viva Cristo Rey y Santa María de Guadalupe! marejadas de creyentes se dejaron llegar al atrio hasta que las calles que rodeaban el templo se desbordaron por completo de más gendarmes y beatas sollozantes.

Hasta la casa de Jovita sonaron las campanas.

—¡Válgame Dios! Ahora si nos truje —dijo Agripina y dio la última batida al atole que preparaba como refrigerio para la junta de esa noche.

Ella y Jovita dejaron los tamales a fuego lento y salieron envalentonadas a pesar del alboroto que se oía hasta aquella casa en la calle Alonso, cercana al Santuario. Mercedes las siguió más por devoción a esas mujeres que a la Guadalupana.

Bajo esa noche, en que hasta la luna llena parecía montar también la guardia, se encaminaron las tres mujeres: una con el corazón inquieto por el marido posiblemente perdido entre el remolino de gente; otra con la zozobra ante el inminente perjurio contra la imagen de la Morenita; y la última, como refuerzo por si las buenas intenciones del Espíritu Santo se trinchaban con las malas del otro espíritu más terrenal, el de los callistas.

No pudieron avanzar mucho: el olor a pólvora inundaba el aire y se hacía más denso con los pasos. Había una calma sospechosa, como esa que antecede a las atrocidades: las campanas se detuvieron, los soldados bajaron la guardia, la gente comenzaba a retirarse.

Se acercaron tanto como el gentío se los permitía al portón del atrio: Agripina y Jovita estiraban sus cuellos y se paraban de puntitas con la gracia de bailarina clásica que nunca tuvieron. La primera buscando a su marido que en veces la hacía de panadero pródigo y esa noche de valiente defensor del templo y la otra para asegurarse que al menos las pinturas sobre los muros no hubieran sido profanadas con raspones o manchones de pintura y la imagen de la guadalupana siguieran ahí aunque hubiera perdido su riquísima corona de oro.

La atrocidad silenciosamente anunciada resultó en el llamado a otros 250 gendarmes más. Al toque de nuevas campanadas la gente que ya se iba regresó acompañada de otra más y formaron una valla a la cual se unieron Mercedes y las otras con tal de no dejar que los soldados recién llegados irrumpieran en el Santuario. La valla se volvió desvarío y luego motín infortunado.

De estar apretujadas en la entrada al atrio, las mujeres terminaron junto al portón principal.

—¿Y yo qué tenía que andar haciendo aquí? Si yo nomás venía a que vieras que la corona siguiera en la pared, mírala —dijo Mercedes sin descruzar los brazos pero instando con sus ojos verdes a Jovita para que mirara la corona suspendida sobre el marco dorado de la imagen—. ¿Ahora cómo nos vamos?

Siguió ella diciendo que prefería el alboroto alegre de las fiestas parroquiales y no éste de zumbidos de pistolas y griterío.

Afuera, el pueblo profirió vivas a su ¡Cristo Rey! y los soldados contestaron con balazos. Los campaneros hacían su parte detonando su furia contra las campanas y estas a la vuelta y vuelta resonaban con estruendo.

Adentro, humo vetusto de las veladoras y los cirios formaba una espesa neblina en cuyo fondo se ocultaba un sagrario vacío. El olor rancio de las flores marchitas se disolvía con el de la pólvora; los crisantemos y las rosas sobrevivían entre las aguas turbias de los floreros apretujados bajo el altar. La eterna letanía de los rosarios se repetía a la sombra de la virgen morena que parecía rezar con sus hijas, las buenas mujeres que nunca faltaban a rezar en aquellos tiempos o en estos cuando se apiadaban de los solitarios corredores de las iglesias.

Los hombres se apostaron en las puertas de madera añeja como su peso y a los federales no les quedó más remedio que retirarse un poco. Ese puñado de fieles desbordándose del atrio, se transformó en una muchedumbre frenética por defender el Santuario.

Mercedes y sus amigas al notar cómo esa querella apalabrada se volvía contienda, se replegaron bajo los muros pidiendo a los evangelistas allí retratados, no les tocara un golpe o un balazo. Si ya todo pintaba para porrazos, la cosa empeoró cuando se dejaron venir los refuerzos del ejército en compañía de la policía municipal. Se volvió un apretuje sin sentido: todos golpeándose contra todos. ¡Viva Cristo Rey!, gritaban algunos. ¡Viva!, contestaban otros con la garganta casi para desgarrarse.

—A ver si fusilados gritan ¡fanáticos pendejos!— gritaban los soldados y disparaban sin más hasta que en medio de todos, el oficial al mando, un hombre regordete con acento norteño que había aceptado el uniforme a cambio de una brecha de siembras, caminó hasta el frente de su piquete de soldados y muy resuelto se dispuso a entrar al edificio resguardado por beatas y algunos hombres de la adoración nocturna que llevaban al cuello sus distintivos y en las manos un machete y un devocionario.

Al verlo acercarse a la puerta principal, los campaneros atizaron el tañir de sus aliadas pero un disparo, aparentemente mal atinado mas con toque de advertencia, enviado por el oficial los hizo callar. Mientras este hombre cruzaba el umbral, intempestiva una mujer brotó de entre el gentío y se le acercó silenciosa y a placer. Cuando lo tuvo cerca, un cuchillo emergió con disimulo de su cintura y se levantó filoso y altanero para hundirse en la espalda del hombre quien, de un grito sordo, impuso de nuevo el silencio mientras su sangre brotaba a raudales tiñendo de un color oscuro y húmedo su chaqueta verde de oficial y la falda blanca de la mujer que temblorosa pero decidida seguía parada junto al apuñalado.

Jovita que no estaba acostumbrada a ver tanta sangre en compañía de lastimeros quejidos, seguía enganchada a los hombros de Mercedes en el intento de salvaguardar su mirada de aquel horror. Ya no le importaba la corona dorada de la virgen. Mercedes, en cambio, no perdía el asombro ante esa luz antes quisquillosa en los ojos del oficial que ahora miraba a su alrededor con la súplica de un caído.

Los soldados pelaron los ojos cuando su oficial de carácter inasible caía de bruces. Y los pelaron todavía más cuando la sangre terminó por derramarle la vida. Al verse solos, no dieron providencia de socorrerlo y dejaron que su sangre tiñera algunas losetas del atrio y la banqueta.

Ya no se oían rezos lejanos. De pronto todo se volvió sigiloso, como si fuera un Viernes Santo en agosto y el luto que ya se venía llevando se hubiera acrecentado hasta alcanzar las íntimas gargantas de todos ellos. El gentío veía con admiración cómo la aguerrida mujer recogía la pistola del herido y la entregaba a los hombres de la adoración nocturna quienes llevaban puestos sus distintivos rojos:

—Tengan esto…para que se defiendan —les dijo. Luego un hombre la jaló del brazo y la llevó entre la multitud como si fueran a la sacristía.

Agripina de inmediato reconoció en esa voz a Aurelia, una de sus compañeras en la Escuela de las Damas Católicas y vio que Gabino, su marido, era quién la llevaba tras de sí.

—Encontré lo mío —dijo y dejando a sus ofuscadas compañeras fue tras Gabino y Aurelia.

Mercedes y Jovita, al verse solas, abandonaron su refugio tras el portón y se enfilaron entre el apretujón también a la sacristía.

Al encontrarse con Agripina, Gabino advirtió:

—Llévatela, a donde sea, menos a la casa. ¡Pero ya!

—Te espero en la casa de Jovita —alcanzó a susurrarle a su marido antes de jalar contra sí a Aurelia, que refregaba su mano contra la falda con toda la tranquilidad de quien se embarra algo cualquiera y que sin ser algo turbio desaparecerá entre sus pliegues.

Jovita, todavía atareada por la gresca, deslizó con cuidado su mano bajo el brazo de Aurelia. No quería mancharse las mangas con sangre blasfema. Mercedes caminó tras ella y las cuatro muy juntas se deslizaron por el lado izquierdo del altar hasta salir a espaldas al Santuario.

Mientras tanto, al ver el desorden, el General Izaguirre y el joven Lauro Rocha acordaron dar tregua a la revuelta liberando a mujeres y niños primero. Tan apremiado estaba el General que no atinó a resolver la causante de su oficial herido. Cuando quiso hacerlo, Aurelia ya estaba en camino a la casa de Jovita y aunque hubo decenas de testigos y todos se conocían a fuerza de reuniones clandestinas del boicot contra el gobierno y sus leyes anticlericales a lo largo de la ciudad, se fingió olvido y nadie se atrevió a delatarla.

Ya resuelto aquel gentío, algunos que tuvieron la infortuna de pasar junto a los soldados fueron apresados y conducidos al cuartel Colorado bajo los cargos de participación en actos subversivos contra el Gobierno Federal.

A pocos pasos del Santuario, Aurelia renegaba por tanta cautela innecesaria según ella y mejor se dejó acompañar por las vecinas que regresaban después del tumulto a sus casas.

—Escóndete aunque sea un poquito, ten mi mantilla —dijo Jovita extendiéndole un velo negro brocado de rosas, mismo que Aurelia tomó sin ganas y con descuido colocó sobre su trenza.

Esa noche, Agripina y Gabino presidieron la junta clandestina y celebraron el divino atrevimiento de Aurelia con el atole y los tamales preparados esa tarde. Mercedes no pudo conciliar el sueño a pesar de los tés de tila preparados por su tía Milagros, quien de pasada preparó unos para sí misma con la esperanza de dormir un poco luego del susto de escuchar a su sobrina contar todos esos disparates y haber salido viva.

Aurelia no necesitó de tés. Durmió y despertó como si la noche anterior, sus manos no se hubieran coloreado con sangre ajena. Su falda reposaba en vinagre blanco para devolverle su color y quitarle las manchas de rojo vivo con que se había impregnado. No se imaginaba entonces que esa no sería la única sangre que se vería correr.


Gerardo Murillo “Dr. Atl” (Guadalajara, 1875-Ciudad de México, 1964). De manera insólita, decidió en 1911 cambiarse de nombre por el “doctor agua”, cuando en una travesía a Europa una tormenta azotó el barco con tal furia que hasta el capitán se mareó. Un autorretrato suyo pintado al pastel recibió en una exposición en París en 1899 la medalla de plata. En medio de los suntuosos gastos del Centenario de la Independencia, consiguió que don Porfirio Díaz asignara una partida para realizar una colectiva en la Academia de San Carlos con los pintores nacionales; fue cuando pidió también “muros, en los edificios públicos, para pintar” anticipándose a la idea del muralismo de José Vasconcelos.

José Clemente Orozco (Zapotlán el Grande, 1883-Ciudad de México, 1949). A los 21 años sufrió un accidente en las manos con pólvora y terminaron por amputarle la izquierda. Cuando aún era desconocido, trabajó haciendo carteles de cine en Estados Unidos; años más tarde iría de nuevo al vecino país para pintar un gran mural en el Pomona College de Claremont en Califormia. Pintó 2,030 metros cuadros en Guadalajara, repartidos en el antiguo Hospicio Cabañas, la escalera del Palacio de Gobierno y el Paraninfo de la Universidad de Guadalajara.

Roberto Montenegro (Guadalajara, 1887-Ciudad de México, 1968). Decoró el frontón del Teatro Degollado pero su trabajo fue suplantado en 1963 por el actual relieve. Ilustró los primeros libros de texto gratuitos de primaria a fines de los años cincuenta. Fue un artista polifacético: fue muralista pero también un pintor de caballete de vanguardia, realizó escenografía, trabajó con vitrales y cerámica, se desempeñó como funcionario de cultura, ilustró revistas y libros, y prefirió, a diferencia de sus contemporáneos, un arte más decorativo que narrativo. Su madre fue tía del poeta nayarita Amado Nervo.

Alfredo R. Placencia

SACERDOTE Y POETA

Nació el 15 de septiembre de 1875 en Jalostotitlán. A la edad de doce años ingresó al Seminario Conciliar de Guadalajara. Transitó por diversos curatos como ministro o vicario. Fue un hombre complejo que combinó su ministerio religioso con la inocencia mundana que le facilitó el alcohol, el amor a las mujeres y su irrenunciable poesía. Incomprendido por sus feligreses y por las autoridades diocesanas, fue desterrado a Estados Unidos y degradado en su rango eclesiástico (llegó a ser cura) por algunos años. A pesar de su pobreza material, fue generoso con el prójimo. En sus últimos años de vida, fue descubierto por los escritores de la revista literaria Bandera de Provincias (1929-1930). Agustín Yáñez, siendo gobernador de Jalisco, promovió la publicación de sus obras completas. Su libro de poesía más sobresaliente es El libro de Dios (1924). Murió el 20 de mayo de 1930 en Guadalajara.

Ciego Dios

Así te ves mejor, crucificado.

Bien quisieras herir, pero no puedes.

Quien acertó a ponerte en ese estado

no hizo cosa mejor. Que así te quedes.

Dices que quien tal hizo estaba ciego.

Alfredo R. Placencia

No lo digas; eso es un desatino.

¿Cómo es que dio con el camino luego,

si los ciegos no dan con el camino?...

Convén mejor en que ni ciego era,

ni fue la causa de tu afrenta suya.

¡Qué maldad, ni qué error, ni qué ceguera!

Tu amor lo quiso y la ceguera es tuya.

¡Cuánto tiempo hace ya, Ciego adorado,

que me llamas, y corro y nunca llego!...

Si es tan sólo el amor quien te ha cegado,

ciégueme a mí también, quiero estar ciego.

Lucha divina

¿Tú sostienes el orbe con un dedo…?

Eso, a decir verdad, no es maravilla.

Puedo yo más que Tú. Yo soy de arcilla

y, ya lo has visto en el altar: ¡Te puedo!

¿Piensas poder más Tú…? Te desafío.

Y si es así que tu potencia es mucha,

lucha conmigo, vénceme en la lucha

y a Ti no más te ame, Jesús mío.

Tomado de: Velasco, Sara, Escritores jaliscienses. Tomo I (1546-1899). Guadalajara: Universidad de Guadalajara, 1982, pp. 305-308.

La noche de bodas de María Félix en Chapala

Óscar Guillermo Solano García

Un edificio de ladrillos expuestos reclama la atención. Hay policías en las puertas, otros turistas como él toman fotografías, a lo lejos hay un hombre que vuelve la mirada para ver el edificio una vez más, antes de perderse entre el destello de árboles, luz y agua.

Las letras de la fachada le dicen que aquel edificio es el Palacio Municipal. ¿Eso es lo que mira la gente? Al centro, entre dos columnas, hay una placa que pretende dar una explicación: “Hotel Nido. Fundado a principios de siglo…” El turista levanta los ojos y valora la arquitectura, ¿esa construcción de estilo renacentista explica el ensueño que empieza a sentir? Regresa los ojos a la placa y continúa leyendo: “…en este lugar la actriz María Félix pasó su primera noche de boda” En su memoria, como si el viento trajera desde el lago la plática de dos ancianos que se empeñan en pescar, aparece una historia imprecisa: 8 de abril de 1914 en Álamos, Sonora, una niña nacida de yaqui y vasca; 1929, una adolescente llega a Guadalajara y desfila por sus calles coronada reina de la belleza estudiantil; 1931, la adolescente llega vestida de blanco a ese edificio de ladrillos expuestos –el turista alarga los dedos y los roza como tratando de anclar las memorias que vuelven mito-; 1940, Ciudad de México, en una calle llamada Francisco I. Madero una mujer mira los escaparates y alguien se le acerca para proponerle trabajar en el cine, la mujer le contesta “que si le da la gana, lo hará”.

Como una película que se sale del carrete, o se quema desde el centro hacia los bordes, aparece un personaje vuelto realidad: Doña Bárbara; unos ojos que se desperezan en un close up obsesivo: Enamorada; un rostro mimetizado con el de la Virgen: Tizoc. El turista prosigue su camino hacia el lago porque todavía tiene muchas cosas qué ver, porque estorba el paso en la acera. Más adelante, cuando vuelva la cabeza sobre su hombro para mirar la placa por última vez, aceptará que ante ese nombre no pudo sostener la mirada.

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