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Nociones fundamentales de la antropología teológica católica

Hablar aquí de “nociones fundamentales” significa traer a colación aquellos elementos que posibilitan el diálogo planteado en este trabajo de bioética, en el cual el ser humano es reconocido en todas sus dimensiones, incluyendo su espiritualidad y trascendencia. A continuación se plantean cinco nociones fundamentales para la comprensión de la antropología teológica católica y el diálogo con ella:

1 Apuntes sobre la teología de la Creación

2 El hombre creado a imagen de Dios

3 El mandato bíblico: Dominad la tierra

4 El pecado del hombre y su condición pecadora

5 El hombre por la gracia de Cristo es justificado

Apuntes sobre la teología de la Creación

Sin ningún preámbulo, se considera necesario dirigirse a las Sagradas Escrituras. En ellas se abre la revelación judeocristiana con el libro del Génesis, el cual le asigna a Dios el atributo de creador: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra” (Gn 1,14). “El nombre primitivo de Yahveh tiene primitivamente sentido factitivo: el que hace ser, por tanto el creador” (Dufour, 1965, pp. 1635). Dios es el creador de todo lo que existe; en las Escrituras se encuentran una serie de confesiones de fe que apoyan la afirmación de que Él crea por medio de su palabra:

En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas. Dijo Dios: Haya luz, y hubo luz. Vio Dios que la luz estaba bien, y apartó Dios la luz de la oscuridad; y llamó Dios a la luz día, y a la oscuridad la llamó noche. Y atardeció y amaneció: día primero. (Gn 1,1-5)

El relato de la Creación, del que se citó solo una parte por su extensión, contiene siete veces la frase “Dijo Dios” (Gn 1,6.9.11.14.20.24.26), dando cuenta de que Él realiza el acto de crear por medio de su palabra.6 La profecía del Antiguo Testamento lo atestigua: “Así también la palabra que sale de mis labios no vuelve a mí sin producir efecto, sino que hace lo que yo quiero y cumple la orden que le doy” (Is 55,11).

Además de sustentar su discurso fundamental en Dios y en la relación que los seres humanos pueden tener con lo divino como principio de trascendencia y contacto, la teología también se interesa por los aspectos sociales, políticos, económicos y ecológicos. En su obra Dios en la creación (1987), el teólogo Jürgen Moltmann plantea ocho ideas directrices para una doctrina ecológica de la creación desde una óptica teológica, entendiendo por naturaleza “tanto el mundo natural que compartimos como la corporalidad propia” (p. 17). A continuación, se exponen de forma sintética esas ideas:

1 El conocimiento de la naturaleza como creación de Dios es un conocimiento participativo. Este conocimiento lo concreta el pensamiento integrador, el cual debe estar en diferentes planos. En el plano jurídico y político, la vida simbiótica, que nace de las relaciones recíprocas del hombre con la naturaleza, debe ser vista como un pacto con ella; en el plano de la medicina, hay que determinarla como totalidad psicosomática del hombre que sale al encuentro de sí mismo; en el plano religioso, hay que entenderla como comunión de la creación (p. 17). Para Moltmann, ya no se quiere conocer para dominar, ni analizar y reducir para reconstruir; se quiere conocer para participar e integrarse en las relaciones recíprocas de lo vivo.

2 Creación para la gloria. “Una doctrina cristiana de la creación es una visión del mundo a la luz del mesías Jesús y bajo los puntos de vista del tiempo mesiánico que comenzó en Él y está marcado por Él” (p. 17). “El término patria significa la habitabilidad en la existencia, las relaciones distendidas y pacíficas entre Dios, el hombre y la naturaleza. Si el Dios creador mismo habita en su creación, entonces la convierte en su patria, ‘así en el cielo como en la tierra’” (pp. 17-18).

3 Sábado de la Creación. “La consumación de la creación mediante la paz sabática diferencia la idea del mundo como creación de la idea del mundo como naturaleza, porque la naturaleza, siempre fructífera, conoce tiempos y ritmos, pero desconoce el sábado. Y precisamente el sábado es el que bendice, santifica y revela al mundo como creación de Dios” (p. 19).

4 Preparación mesiánica de la Creación para el Reino. “Parte de que la gracia de Dios es visible en la resurrección de Cristo, y concluye que su resurrección es el comienzo de la nueva creación del mundo. Se sigue de ahí la imperiosa necesidad de hablar de naturaleza y de gracia, y de la relación entre ambas, con la mirada puesta en la gloria” (p. 21).

5 Creación en el Espíritu. “En la concepción cristiana, la creación es un acontecimiento trinitario: el Padre crea por el Hijo en el Espíritu Santo” (p. 22). “Según las tradiciones bíblicas, toda actuación divina es pneumática7 en su efecto. El Espíritu se encarga siempre de llevar a término la actuación del Padre y del Hijo. Por consiguiente, el Dios uno y trino inspira su creación sin interrupción alguna” (p. 23). Así reza el Salmo 104 (29-30): “Si escondes tu rostro, se espantan; si les quitas el aliento, mueren y vuelven a ser polvo. Pero si envías tu aliento de vida, son creados, y así renuevas el aspecto de la tierra”.

6 Inmanencia de Dios en el mundo. “Dios no es solo el creador del mundo, sino también el Espíritu del universo. Mediante las fuerzas y posibilidades del Espíritu, el creador habita en sus criaturas, las vivifica, las mantiene en la existencia y las conduce al futuro de su Reino. En este sentido, la historia de la creación es la historia de la actuación del Espíritu divino” (p. 27). Pero, desde las tradiciones bíblicas, considerar la creación solo como obra de las “manos de Dios”, y distinta de Él, es un planteamiento parcial, unilateral. “La creación es también la presencia diferenciada de Dios Espíritu, la presencia del Uno en los muchos” (p. 27).

7 Principio de la mutua compenetración. Este se enmarca en un “concepto de vida trinitaria de la compenetración recíproca de la pericóresis” (p. 30). Es decir, “en Dios se da una comunión eterna de las diversas personas en virtud de su recíproca inhabitación y de su mutua compenetración” (p. 29), como dice Jesús en las Sagradas Escrituras: “Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí” (Jn 14,11); “El Padre y yo somos una misma cosa” (Jn 10,30).

8 Espíritu y conciencia humana. “Se llama espíritu a las formas de organización y maneras de comunicación de sistemas abiertos, desde (…) hombres y poblaciones humanas, hasta el ecosistema, el sistema solar, la Vía Láctea” (p. 30). Por otro lado, conciencia es espíritu reflexivo y reflejo. Se entiende aquí el espíritu no de forma agustiniano cartesiana, sino realista, como sugieren las tradiciones bíblicas. Es decir, “mediante el espíritu estamos unidos social y culturalmente con otros hombres [y con el entorno natural]. Esta unión es un sistema humano-natural que exige ser llamado ecosistema espiritual”. (p. 31)

Cabe aclarar que estas ideas planteadas por Moltmann como elementos para una doctrina teológica de la creación no se ponen aquí en contienda con ninguna idea, paradigma o enfoque biocéntrico, ecocéntrico o teológico que no las comparta. Lo que se pretende es distinguir de modo moral que la antropología teológica católica, en su doctrina de la creación, busca la responsabilidad del hombre frente al medio ambiente; es decir, que se haga cargo del mundo que lo rodea sin explotarlo.

De estas ocho ideas, se juzgaron más pertinentes para un diálogo bioético la número 6 (inmanencia de Dios en el mundo), la número 7 (principio de la mutua compenetración) y la número 8 (espíritu y conciencia humana), puesto que permiten una aproximación a la ética de la responsabilidad. Las restantes no son consideradas aquí.

El hombre creado a imagen de Dios

Las Sagradas Escrituras dan cuenta de la creación del ser humano, según categorías teológicas de fe. El Génesis (1,26) lo relata así: “Y dijo Dios: Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra”. En la teología patrística, el obispo y catequista Cirilo de Jerusalén (313-387 d. C.) se refiere a esa imagen y semejanza (Granado, 1987, p. 133). “Imagen” designa una imitación, el parecido de una persona, una estatua. A imagen del Creador es el alma –la obra más excelente de Dios–, que por tanto es inmortal (athánaton), viviente (zôon), racional (logikón) e imperecedera (áphtharton). Por su parte, “semejanza” (homoiosis) expresa parecido o similitud.

El Salmo 8 (4-5) dice: “¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes, el hijo de Adán para que de él te cuides? Apenas inferior a un dios le hiciste, coronándole de gloria y de esplendor”. Estas palabras dejan en claro que Dios y el hombre no son lo mismo. El hombre es inferior, aunque ha recibido de Dios su imagen. Por consiguiente,

la dignidad específica del hombre se basa en el hecho de que ha sido llamado a participar del dominio y de los derechos soberanos de Dios en el mundo. El hombre es en cierto sentido el que realiza el poder de Dios, su lugarteniente y signo de su alteza, y como tal es una persona libre dotada de espíritu. (Feiner y Löhrer, 1977, p. 624)

A esta posición, que podríamos llamar “antropocentrismo teológico”, puede dársele una errónea interpretación para cosificar y destruir. Pero el hecho de que el relato judeocristiano de las Escrituras atribuya al hombre el ser imagen de Dios no lo constituye en dueño de la creación: la Biblia no atestigua que el mundo exista por motivos del hombre mismo. El libro de la Sabiduría (13,2-3) dice:

(…) sino que al fuego, al viento, al aire ligero, a la bóveda estrellada, al agua impetuosa o a las lumbreras del cielo los consideraron como dioses, señores del mundo. Que si, cautivados por su belleza, los tomaron por dioses, sepan cuánto les aventaja el Señor de estos, pues fue el Autor mismo de la belleza quien los creó.

A ese respecto, Moltmann (1987) sugiere:

La imagen teocéntrica ofrecida por la Biblia da al hombre, con su posición especial en el cosmos, la posibilidad de entenderse como miembro de la comunidad de la creación. Por tanto, la teología cristiana debería liberar, pues, a la fe en la creación de esa moderna concepción antropocéntrica del mundo si quiere encontrar de nuevo en el trato con la naturaleza la sabiduría que corresponde a esa fe. (p. 44)

Ruiz de la Peña (1988, pp. 20-26) presenta tres términos antropológicos de la cultura bíblica hebrea que permiten profundizar en la noción de imagen de Dios (Imago Dei):

1 Basar es la carne de cualquier ser vivo, hombre o animal (Lv 4,11; Is 22,13). También se emplea como designación del hombre entero (Sal 56,5.12).

2 Nefes es la persona concreta en su totalidad, dotada de sus rasgos distintivos, por lo cual puede significar lo que hoy se conoce como “personalidad”. La versión de la Biblia llamada “de los LXX” traduce el término nefes por psyché unas 680 veces.

3 Ruah significa “viento”, “respiración”, pero comúnmente se emplea para referirse al Espíritu de Dios.

De acuerdo con este autor, el tercer término –ruah– explicita la dimensión del ser humano que le permite una relación con Dios, ya que su imagen de Dios le da la facultad de ser trascendente (Gn 2,7). Esta imagen de Dios se ha realizado definitivamente en Cristo, como lo expresa el Nuevo Testamento en la Carta a los Colosenses (1,15): “Cristo es la imagen visible de Dios”, lo cual significa que para los cristianos la imagen de Dios se configura en Cristo, y Cristo se constituye en el modelo del cristianismo.

El mandato bíblico: Dominad la tierra

El relato del Génesis continúa así luego de la creación del hombre: “Bendíjolos Dios, y díjoles Dios: Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla”. Esta bendición ha sido motivo para acusar al cristianismo como uno de los grandes responsables de la crisis ecológica global. “En el libro Los límites del crecimiento, de D. L. Meadows y sus colaboradores, se afirma que el mandato de dominar la tierra, contenido en el Gn 1,28, está en la base de la actual crisis ecológica” (Gafo, 2003, p. 487).

Al cristianismo, entonces, se le ha atribuido el que los seres humanos se vean a sí mismos como dueños y depredadores del medio ambiente que los rodea.8 Esta imagen desfigurada del relato bíblico impide ver que el hombre fue bendecido por Dios, de quien recibió su imagen, con un mandato que no le confiere la autoridad moral de explotar o destruir: no es un mandato de explotación ni cosificación lo que se le ha otorgado, sino la facultad de mayordomía o administración.

No puede olvidarse que en la Iglesia católica han existido personajes memorables como Francisco de Asís, que gracias al libro anónimo del siglo XIV Las florecillas es conocido por llamar hermanos suyos al sol y a la luna. También puede mencionarse la mística de san Juan de la Cruz, que invita a contemplar la creación como vestigio de la presencia de Dios. El papa Juan Pablo II en el mensaje Paz con Dios creador, paz con toda la creación, por motivo de la Jornada Mundial de la Paz, resaltó “la urgente necesidad de educar en la responsabilidad ecológica” (N.° 13).

La imagen de Dios posibilita, de manera bíblico-teológica, que el hombre reciba la bendición y el mandato de poblar el mundo, pero en una perspectiva cristiana de la responsabilidad.

El pecado del hombre y su condición pecadora

El libro sagrado del Génesis expresa la realidad teológica del ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, de quien recibió el mandato de someter la tierra. Allí se relata que Adán y Eva, como representación de la especie humana, se separaron de Dios al incumplir su mandato, y por ello pecaron.

Por su condición pecadora, el ser humano puede convertirse en explotador y cosificador, al creerse dueño de todo cuanto existe (Os 4,1-3; Is 24,3-6). Así, pierde u oculta sus facultades de hacerse responsable y cuidador de su mundo, que es de Dios: “Del Señor es el mundo entero, con todo lo que en él hay, con todo lo que en él vive” (Sal 24,1). Para la antropología teológica cristiana, el hombre no es el dueño del universo, sino su administrador responsable.

En el marco de esta categoría teológica de pecado, que también puede verse como el mal en el mundo, surgen problemas importantes a los cuales se debe prestar especial atención ante la actual crisis ecológica: la contaminación, la superpoblación, el agotamiento de los recursos naturales, la carrera armamentista y la extinción de especies animales, entre otros (Cely, 1995, pp. 9-25).

En 1946, el papa Pío XII dijo una frase hasta hoy memorable: “Es posible que el mayor pecado en el mundo de hoy consista en que los hombres han empezado a perder el sentido del pecado” (citado en Gamarra, 1997, p. 216). La antropología teológica observa el mal en el mundo como consecuencia del pecado y señal de que se ha desfigurado la imagen de Dios que el ser humano ha recibido.

Esta desfiguración, que toca no solo a los seres humanos sino a las consecuencias de sus actos sobre la creación, no es desconocida para la Escritura; en la Carta a los Romanos (8,22) se expresa: “(…) Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto”, dolores que se manifiestan hoy en la crisis ecológica mundial.

El hombre por la gracia de Cristo es justificado

Este breve recuento de la antropología teológica católica contiene su plenitud en Cristo como el nuevo hombre. A propósito de la desfiguración de la imagen de Dios por el pecado del hombre, y del mal que se puede observar en el mundo como consecuencia, la teología bíblica ha declarado como fe viva que el ser humano que se une a Cristo es una nueva creación (2 Cor 5,17). Asimismo, el Apocalipsis (21,1) anuncia una nueva creación del mundo natural: “Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron”.

De acuerdo con Ladaria (2000), “la gracia es en primer lugar el acontecimiento escatológico salvador que se ha realizado en Jesús y del que procede la transformación interior del hombre” (p. 129). La Carta a los Romanos (3,22-23) expresa así esta gracia como justificación: “(…) justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que creen –pues no hay diferencia alguna; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios”.


Al concluir la breve presentación de estos cinco puntos fundamentales de la antropología teológica católica, cabe reiterar que el ser humano es imagen y semejanza de Dios y por ello ha recibido un mandato de responsabilidad sobre el medio ambiente. Para este trabajo, la imagen de Dios constituye un eje fundamental de una conducta moral responsable en el mundo, que no ve al ser humano desde el reduccionismo biológico ni tampoco discrimina ni explota a los otros seres, sino que les reconoce su lugar y su valor en el medio.

La bioética y la ética de la responsabilidad

La segunda mirada, y la que enmarca este trabajo, es la bioética. Cabe recordar que esta ha venido extendiéndose durante más de tres décadas, tanto en lo territorial como en la creación de centros y comités. Los primeros surgieron en los Estados Unidos hacia 1970. La década de 1980 presenció los inicios de la internacionalización de la bioética, sobre todo su desarrollo en Europa; Francia fue el primer país en crear un comité nacional permanente. Ya en 1990 se observaba la mundialización de la bioética, que permite hablar de su encuentro con todos los problemas de la globalización (García, 2007, pp. 177-179).

Su carácter inter- y transdisciplinario le permite a la bioética articularse con los problemas globales contemporáneos y entender la ecología y el medio ambiente como asuntos sobre los cuales puede arrojar luz. Se considera que “la ética nace del conflicto con el otro o los otros, de la necesidad de oponernos o de no compartir de todo con ciertos puntos de vista” (Camps, 1990, p. 55).

El campo de la bioética es inmenso, y agrupa tres grandes conjuntos que se unen parcialmente, según Hottois (1991):

Del lado de la naturaleza: especies y ecosistemas destruidos, amenazados, perturbados; biodiversidad; experimentación con animales; derechos de los animales; (…) contaminaciones (…). En el plano de las personas: (…) procreación asistida por médico (desde la contracepción hasta la clonación); experimentación humana (…); eutanasia (…); trasplante de órganos y de tejidos; definición del inicio y del final de la vida humana (…). En el plano social (…): política de la salud y asignación de recursos limitados; informatización y bases de datos personales; patentabilidad de lo viviente no humano y humano (…). (p. 21)

La ética de la responsabilidad

El término responsabilidad es reciente; aparece por primera vez en francés (responsabilité) en 1780 y en inglés (responsibility) en 1787. Su significado inicial era político, en expresiones como “Gobierno responsable” o “responsabilidad de Gobierno”, referentes al carácter por el cual el Gobierno constitucional obra bajo el control de los ciudadanos y teniendo presente ese control.

El concepto de responsabilidad se inscribe en un determinado concepto de libertad. Comúnmente se aprecia el sentido de responsabilidad de una persona cuando se quiere indicar que ella considera los motivos de su comportamiento y prevé los efectos posibles de este (Abbagnano, 1986, pp. 1017-1018).

Jonas (1995) propuso el principio de responsabilidad y su aplicación a los ecosistemas, el mundo y el ambiente, tanto en el presente como en las generaciones futuras. Esta manera de ver la ética enmarca la construcción de una relación responsable entre el hombre y el medio ambiente, que proteja a este con acciones individuales y comunitarias. Como principio legitimador de la protección del ser humano al medio ambiente, la responsabilidad implica para las generaciones presentes y futuras una ética que incluye los diferentes modos de vida y que busca generar un porvenir posible, es decir, “una ética actual que se cuida del futuro, que pretende proteger a nuestros descendientes de las consecuencias de nuestras acciones presentes” (p. 8).

Riechmann (2005, pp. 140-142) expone ocho rasgos –seis semejanzas y dos diferencias– que estructuran la relación del ser humano con el medio ambiente. Se traen a colación tres de ellos, según la enumeración del autor:

1 Todos somos interdependientes. Interactuamos dentro de extensas redes de dependencia mutua.

1 Solo los seres humanos somos agentes morales. Solo nosotros poseemos capacidades como el lenguaje articulado, la racionalidad, la autoconciencia plenamente desarrollada y la capacidad de anticipación plenamente desarrollada. “Además se considera que el sujeto de responsabilidad es la persona capaz de acción moral”.9

2 Solo los seres humanos hemos creado una tecnociencia capaz de borrar de la faz de la tierra a nuestra propia especie y a todas las demás especies de animales superiores. Solo nosotros tenemos esa tremenda capacidad de impacto ambiental.

Estos tres planteamientos sirven como elementos importantes para una ética de la responsabilidad. Frente al número 8 –relativo a la capacidad humana de impacto ambiental por el imparable avance tecnocientífico, que sin responsabilidad ética puede generar destrucción, daños irreversibles y agotamiento de los recursos–, Hottois (1991) propone una respuesta ética de responsabilidad, una tercera vía a la que denomina vía intermedia. La primera vía, el ensayo libre de lo posible o imperativo técnico, consiste en realizar todo lo técnicamente posible sin consideración ética alguna, lo cual ha puesto en riesgo a la vida en sí misma. Le sale al encuentro la segunda vía: la conservación del hombre-naturaleza, la cual busca la no intervención de la tecnociencia, con el fin de conservar el mundo para el hombre.

Tanto la primera vía, que se exime de contener una ética, como la segunda, que anula la intervención de la tecnociencia, se establecen como vías polares que no se encuentran. Por ello la tercera vía propone la integración responsable de la ética a la tecnociencia, y de la técnica a las relaciones del hombre en el cosmos, considerando que algunas de las posibilidades tecnocientíficas son viables bajo ciertas condiciones.10

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Hacim:
303 s. 6 illüstrasyon
ISBN:
9789587391831
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