Kitabı oku: «Conflictividad socioambiental y lucha por la tierra en Colombia: entre el posacuerdo y la globalización», sayfa 7

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Notas

*Docente del Departamento de Ciencia Política de la Universidad Nacional de Colombia. Miembro del grupo de Investigación podea de la Universidad Nacional de Colombia. Magíster en Derecho y Politólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Licenciado en Ciencias Sociales de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Contacto: pireyesb@unal.edu.co


POSIBILIDADES DEL ACUERDO DE PAZ Y LA NORMATIVIDAD NACIONAL SOBRE EL AMBIENTE


FABIÁN ANDRÉS ROJAS BONILLA*

INTRODUCCIÓN

Un estudio del Pew Research Center sostenía que las máximas preocupaciones de la humanidad estaban relacionadas con el terrorismo del Estado islámico y el cambio climático (Pew Research Center, 2017). Si esto es cierto, el tema del presente artículo toca los puntos más sensibles de la agenda global —la violencia y el ambiente— desde una perspectiva local. Se sostiene la tesis de que el momento coyuntural que afronta la sociedad colombiana luego de la suscripción del acuerdo de paz entre el Gobierno nacional y las Fuerzas Armas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP) resulta ser una oportunidad inmejorable para consolidar una política respetuosa del ambiente en las relaciones cotidianas de los colombianos.

A la pregunta ¿cuál es el impacto del acuerdo de paz entre el Gobierno y las FARC-EP en el derecho ambiental colombiano?, se responde que se trata de una situación favorable para superar las limitaciones sociales, jurídicas y axiológicas del tratamiento del ecosistema. Es, si se quiere, la posibilidad de establecer un hito en la consolidación de una “paz ambiental”. En otras palabras, la hipótesis con la que se trabajará consiste en que el acuerdo puede configurar un punto trascendental, como en su momento lo fue la Constitución de 1991, en la protección del ambiente, siempre y cuando se sepan aprovechar sus potencialidades y se superen sus limitaciones.

Para tal efecto, a continuación, se presentará un panorama del derecho ambiental colombiano, luego se esbozará su relación con el conflicto armado y, finalmente, se reflexionará sobre algunos paradigmas que pueden contribuir a la consolidación de una “paz ambiental”, pues se entiende que el acuerdo solamente es un punto de partida de un largo camino que enfrenta la sociedad colombiana en el propósito de alcanzar la tan anhelada convivencia pacífica.

EL DERECHO AMBIENTAL EN EL CONTEXTO COLOMBIANO

A pesar de que nadie discute la importancia que ha adquirido el derecho ambiental en la agenda política nacional de los últimos cincuenta años, existen algunos disensos en torno a su génesis, los cuales dan cuenta de dos posturas claramente diferenciables. Así, en primer lugar, la postura restrictiva propone que el origen del derecho ambiental colombiano corresponde con la legislación local que fue adoptada inmediatamente después de la divulgación de 1) la Declaración de Estocolmo de 1972, proclamada en el marco de la Conferencia Mundial de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente Humano de ese mismo año y 2) la Declaración de Río sobre el Medio Ambiente y Desarrollo, promulgada en la Cumbre de la Tierra de 1992 (Rodríguez, 2012). En segundo lugar, la posición progresista sostiene que, a partir de una acepción amplia de la ciencia jurídica en la que se aceptan las “conductas, normas, previsiones, restricciones, límites y autorizaciones para acceder o no a los elementos ambientales, [el derecho ambiental colombiano] siempre ha sido parte de la cultura y por lo tanto […] es mucho más antiguo […]” (Mesa Cuadros, 2010, p. 7).

Al margen de la anterior discusión académica que, en lo fundamental, cuestiona las fuentes del derecho, y dadas las limitaciones propias de este acápite, se ha optado por trabajar con la postura restrictiva y tradicional. Ello porque se considera que esta visión delimita y concreta de mejor manera el objeto de estudio para los efectos que aquí interesan, aun cuando se reconoce que esta decisión puede restringir el objeto de estudio al campo de la validez jurídica (Mejía Quintana, 2006).

Hecha la anterior salvedad, puede hacerse un mapa general de las disposiciones normativas del derecho ambiental colombiano desde la óptica del objeto regulatorio o desde etapas históricas más importantes. Según el objeto regulatorio, siguiendo la propuesta de Pantoja (2016), las disposiciones normativas del derecho ambiental se pueden clasificar en cinco grupos, a saber: 1) las que definen la política ambiental (Ley 99 de 1993), 2) las que establecen definiciones ambientales básicas (Decreto Compilatorio 1076 de 2015), 3) las que contienen mecanismos sancionatorios administrativos (Ley 1333 de 2009), 4) las que regulan la responsabilidad eminentemente de carácter civil (Ley 23 de 1973) y 5) las que sancionan penalmente a aquellos sujetos que ejecutan los verbos rectores de las conductas punibles (Ley 590 de 2000).

Por otra parte, a la luz de hitos históricos, las disposiciones se pueden agrupar en tres momentos: un antes, un durante y un después de la Constitución Política de 1991, así:

1. Antes de la Constitución de 1991, las relaciones de los seres humanos con el medio ambiente fueron reglamentadas por la Ley 23 de 1973, el Decreto Ley 2811 de 1974 y el Decreto 1541 de 1978. Dichas disposiciones incorporaron por primera vez en la legislación colombiana las pautas de conducta que debían sostener las personas en su interacción con el ambiente y, como era de esperarse, lo hicieron desde una perspectiva jurídica que, si bien superó el desinterés y olvido en el que estaba sumido el tema e impuso obligaciones ciudadanas respecto al ambiente, también significó superar el modelo antropocéntrico profundamente arraigado en la tradición occidental.

2. Posteriormente, los artículos 79 y 80 de la Constitución Política de 1991 consagraron, respectivamente, que:

[…] todas las personas tienen derecho a gozar de un ambiente sano. La ley garantizará la participación de la comunidad en las decisiones que puedan afectarlo. Es deber del Estado proteger la diversidad e integridad del ambiente, conservar las áreas de especial importancia ecológica y fomentar la educación para el logro de estos fines. (art. 79)

El Estado planificará el manejo y aprovechamiento de los recursos naturales, para garantizar su desarrollo sostenible, su conservación, restauración o sustitución. Además, deberá prevenir y controlar los factores de deterioro ambiental, imponer las sanciones legales y exigir la reparación de los daños causados. Así mismo, cooperará con otras naciones en la protección de los ecosistemas situados en las zonas fronterizas. (art. 80)

Tales mandatos constitucionales están acompañados de una gran cantidad de herramientas institucionales que pretenden garantizar la materialización de dichas aspiraciones, como lo son, entre otros, los artículos 289, 300, 317, 331, 333, 334 y 361, en virtud de los cuales se asignan responsabilidades a los entes gubernamentales para que adopten medidas que resulten acordes a la protección y conservación del ambiente. 3. La importancia de las anteriores disposiciones normativas sería reconocida tiempo después por la Corte Constitucional, a través de lo que algunos juristas denominan subreglas de derecho (López, 2002) o normas adscritas (Bernal, 2005), las cuales concretan el carácter indeterminado y abstracto de la ley (Guastini, 2010). Así, el máximo tribunal constitucional afirmó que estábamos ante una constitución “verde” o “ecológica”:

[…] en primer lugar al conjunto de normas específicas en las que el Constituyente plasmó mandatos de protección al ambiente; en segundo término, a un eje transversal de la Carta y un valor implícito en el sustrato axiológico del orden normativo y, por último, a un derecho fundamental, a la vez colectivo y autónomo. (Sentencia T-411 de 1992)

El anterior criterio fue ampliado en la Sentencia C-449 de 2015, en la que se explicó que:

[…] la defensa del medio ambiente sano constituye un objetivo de principio dentro de la actual estructura del Estado social de derecho. Bien jurídico constitucional que presenta una triple dimensión, toda vez que: es un principio que irradia todo el orden jurídico correspondiendo al Estado proteger las riquezas naturales de la Nación; es un derecho constitucional (fundamental y colectivo) exigible por todas las personas a través de diversas vías judiciales; y es una obligación en cabeza de las autoridades, la sociedad y los particulares, al implicar deberes calificados de protección. Además, la Constitución contempla el “saneamiento ambiental” como servicio público y propósito fundamental de la actividad estatal (arts. 49 y 366 superiores). (Sentencia T-449 de 2015)

En ese orden de ideas, se puede concluir preliminarmente que el ambiente ha recibido una protección progresista por parte de las autoridades gubernamentales colombianas. De una ausencia absoluta de reglamentación, se ha pasado a un ámbito de amparo mínimo que adquirió relevancia con la entrada en vigor de la Constitución de 1991 y los posteriores pronunciamientos de la Corte Constitucional. Empero, lo anterior no es suficiente, pues existen muchos aspectos por mejorar. Así, por ejemplo, desde la institucionalidad, no basta con tener tipos penales que castiguen las conductas atentatorias del medio ambiente (artículos 328 y subsiguientes del Código Penal), además, la Fiscalía General de la Nación y los jueces deben procurar judicializar a los máximos responsables de dichas conductas.

Infortunadamente, la práctica judicial enseña que, en el caso concreto de la minería ilegal, la mayoría de los operativos dejan como resultado trabajadores capturados por situaciones de flagrancia, cuyas oportunidades se reducen única y exclusivamente a trabajar en yacimientos mineros que no cuentan con permiso de las autoridades competentes. Aunque el hecho puede ser altamente reprochable, lo cierto es que antes de desplegar todo el sistema penal en su contra, lo ideal sería brindar oportunidades educativas y laborales a estos ciudadanos y a sus familias, para que la explotación ilícita de yacimientos sea una decisión libre y no, como actualmente sucede, una imposición producto de las necesidades de la población vulnerable. Aunado a ello, el máximo tribunal constitucional podría fortalecer la esfera de protección si reestructura su propia jurisprudencia. Las instituciones también podrían hacer mayor pedagogía y las estructuras sociales como la familia, los colegios, universidades, etc., podrían concientizar, educar, guiar y acompañar en la construcción de la paz ambiental.

EL DERECHO AMBIENTAL Y EL CONFLICTO ARMADO COLOMBIANO

La relación entre el conflicto armado y la disputa por los recursos naturales escasos se encuentra ampliamente documentada (Bouvier, 1991). En lo que sigue se expondrán algunos elementos de los vínculos del conflicto armado colombiano con el medio ambiente. Para ello se recomienda la obra La paz ambiental de César Rodríguez, Diana Rodríguez y Helena Durán (2017), quienes, en el marco de publicaciones que ha adelantado el Centro de Estudios Dejusticia a propósito de la implementación del acuerdo de paz, analizaron el diagnóstico, los desafíos y las propuestas para el momento histórico en el que se encuentra avocado el Estado colombiano.

Inicialmente, es pertinente indicar que la distribución de los recursos naturales, al lado de la crisis democrática, ha sido considerada una de las causas eficientes de uno de los conflictos bélicos internos más largos de la humanidad. Así lo reconoce el Centro Nacional de Memoria Histórica (2013) cuando afirma que “la apropiación, el uso y la tenencia de la tierra han sido motores del origen y la perduración del conflicto armado” (p. 21). De hecho, como bien lo concluye el profesor Jaramillo (2016) en su artículo Hablemos de reforma agraria:

[…] el problema no permite pensar que se trata simplemente de una cuestión de orden público cuya solución debe ser de corte policivo, sino que es más bien fruto de la descomposición de las relaciones sociales en el campo cuyo origen está, a su vez, en el monopolio y la consiguiente subutilización de la tierra agropecuaria. (p. 60)

El texto mencionado es un artículo publicado a mediados de los años ochenta, mediante el cual, el profesor Jaramillo denuncia una política de Estado “antirreformista” en materia de distribución de tierras. En él se rememoran las experiencias de los años setentas y, a partir de allí, se trata de encontrar justificaciones para los brotes de violencia que reaparecieron en el país durante la década siguiente. Y no es para menos. Basado en datos estadísticos, evidencia la magnitud del conflicto y la indiferencia institucional por superarlo, pues a pesar de que varias disposiciones normativas consagran políticas a favor del movimiento campesino desposeído de tierras, lo cierto es que, debido a los trámites burocráticos y a la aquiescencia del Gobierno del presidente Belisario Betancur, los grandes terratenientes habían visto en el marco jurídico de tierras la mejor oportunidad para venderle al Estado parcelas no adecuadas para el agro a precios muy elevados, muchas ubicadas en zonas de conflicto armado. Así las cosas, se concluye que en Colombia no ha habido una verdadera reforma agraria y que la política de tierras imperante en la época, paradójicamente, resultaba favoreciendo a los grandes latifundistas que durante años habían concentrado la tierra.

Con los anteriores trabajos de investigación se evidencia, entonces, el papel protagónico de la distribución de la tierra como causa del origen del conflicto armado. El propósito de este artículo no es el de auscultar por los orígenes de la violencia en el territorio nacional, sino simplemente vislumbrar la estrecha relación que guarda su génesis con la inequitativa distribución de la tierra. Vemos que la presencia de grupos armados al margen de la ley en el territorio colombiano ha traído consigo efectos paradójicos para el ambiente. Algunos han llegado a afirmar que el ambiente no necesariamente es víctima del conflicto, sino que muchas veces también ha sido beneficiado de este (Londoño y Martínez, 2013).

A la pregunta sobre cuándo el ambiente puede ser considerado víctima del conflicto, la doctrina nacional da cuenta de las siguientes situaciones, que, con fines ilustrativos, se agruparán como los efectos derivados de la actividad militar directa, que son producto de labores de financiación del conflicto:

•Efectos negativos de la actividad militar directa: en primer lugar, la presencia en parques naturales y/o zonas de protección por parte de los actores armados, tanto militares como insurgentes, trae consigo la deforestación, la caza de animales, el mal manejo de desechos y el uso, consumo y contaminación de fuentes hídricas. En segundo lugar, los atentados contra la infraestructura petrolera, particularmente contra los oleoductos, ha causado que las aguas se contaminen, lo que ha afectado a la población humana, los animales y las plantas, que pueden ver en peligro su salud y vida misma. En tercer lugar, aunque menos documentado, la pérdida de biodiversidad producto del intercambio de disparos entre un bando y otro (Rodríguez, Rodríguez y Durán, 2017).

•Efectos negativos de las labores de financiación del conflicto: en primer lugar, la sustitución de vegetación natural por cultivos de coca, lo que implica el empleo de químicos que contaminan y la exposición a respuestas gubernamentales que dañan el ambiente, por ejemplo, la aspersión o fumigación con glifosato, que afecta la fauna de los ecosistemas asperjados, especialmente a los peces y anfibios (AIDA y Red de Justicia Ambiental, 2014). En segundo lugar, la minería ilegal ha generado alta contaminación en las fuentes hídricas por la presencia de aceites combustibles y mercurio, lo que en últimas resulta atentando contra la vida animal y humana por su consumo directo o por la contaminación de alimentos (Rodríguez, Rodríguez y Durán, 2017).

De igual modo, existen otras circunstancias que afectan de manera colateral el ambiente y que han provocado lo que se ha denominado “daños indirectos”, que son aquellos que “surgen de acciones que, si bien no están encaminadas a generar una afectación física, terminan haciéndolo” (Rodríguez, Rodríguez y Durán, 2017, p. 31). De ellos se destacan los procesos migratorios que conlleva la explotación minera, agrícola y ganadera en algunas regiones a las que llegan más personas en busca de mejor calidad de vida y ven, por ejemplo, en los cultivos ilícitos una posibilidad de garantizar su manutención básica. Adicionalmente:

[Algunos] programas de sustitución o estrategias de desarrollo alternativo también han derivado en prácticas dañinas para el medio ambiente. Por ejemplo, en el Putumayo los programas del Gobierno se han enfocado en el fomento de la ganadería o de monocultivos que tienen efectos medioambientales y sociales que también son nocivos. (Ortiz, 2003, citado en Rodríguez, Rodríguez y Durán, 2017, p. 32)

En contraste, a la pregunta sobre cuándo el ambiente puede ser considerado beneficiario del conflicto, la doctrina se remonta a la protección de algunos territorios que tradicionalmente no resultaban atractivos para las grandes empresas extractoras de recurss naturales y que ahora lo son. Un ejemplo es lo que sucede en la Sierra de la Macarena, en la que la empresa Hupecol Operating Co. solicitó una licencia ambiental para explotar 150 pozos petroleros cerca de Caño Cristales, aprovechando el retiro de las tropas de las FARC-EP, quienes tradicionalmente ocuparon dicho territorio. Dada la presión mediática del tema, el Gobierno canceló la licencia ambiental y ahora se ha demandado a la nación por algo más de 83 000 millones de pesos (El espectador, 2017). Nótese como el anterior caso evidencia que el conflicto armado también puede crear ciertas “fronteras” para que las grandes empresas se abstengan de extraer recursos de zonas altamente biodiversas y que resultan fundamentales en el equilibrio del ecosistema.

En síntesis, históricamente, el ambiente ha sido causa, financiador, víctima y, paradójicamente, hasta beneficiario de la confrontación armada entre las fuerzas del Estado y los grupos insurgentes. El reto al que se encuentra avocada la sociedad colombiana consiste en erradicar cualquier forma de violencia contra el ambiente, para lo cual no solo se deberá dejar de realizar acciones que atenten contra él, sino que, adicionalmente, deberá reforzar las que lo benefician, tales como la consolidación de fronteras —ya no de carácter bélico, sino institucional— para evitar la presencia de multinacionales que practican la extracción masiva de recursos.

LAS POSIBILIDADES Y LOS RETOS EN EL POSACUERDO

El acuerdo de paz entre el Gobierno nacional de Colombia y las FARC-EP consagra cinco puntos, a saber, 1) la política de desarrollo agrario, 2) la participación en política, 3) el fin del conflicto, 4) la solución al problema de las drogas ilícitas y 5) la reparación a las víctimas (Presidencia de la República de Colombia, 2017). El medio ambiente adquiere un papel protagónico y transversal en los anteriores puntos. Las partes plantearon la importancia de construir una Colombia en paz que permita alcanzar una sociedad sostenible, “unida en la diversidad, fundada no solo en el culto de los derechos humanos sino en la tolerancia mutua, en la protección del medio ambiente, en el respeto a la naturaleza, sus recursos renovables y no renovables y su biodiversidad” (p. 20).

En el tema de la política agraria, por ejemplo, se plantearon obligaciones en torno a la delimitación de la frontera agrícola y la protección de las zonas de reserva, de las que se destaca la construcción de un plan de zonificación ambiental que deberá ser adoptado e implementado con las comunidades. Dicha metodología, sin lugar a dudas, representa una gran potencialidad para la incorporación de la democracia deliberativa (Ovejero, 2012) en la toma de decisiones que afectan a la población rural. Sin embargo, debe tratarse con sumo cuidado para evitar poner en peligro el desarrollo del país. Los riesgos que conlleva el uso excesivo de las consultas populares los expone Moisés Wasserman (2017), quien cuestiona la legitimidad, la ilustración, el grado de vinculatoriedad y los conocimientos con los que la población acude a las consultas populares para decidir sobre la explotación minera, dado el impacto e importancia económica de este sector para las finanzas públicas.

Al respecto, se considera que se debe plantear un punto de equilibrio entre las posturas radicales que sostienen que todo debe ser consultado y aquellas que dicen que nada debe ser consultado. Es fundamental que la explotación de recursos naturales renovables y no renovables se realice en el marco del desarrollo ambiental sostenible, que hace parte del núcleo básico del derecho a un ambiente sano. Como bien lo sostiene Amaya (2012):

[…] todos estos documentos (la jurisprudencia) constituyen avances en el proceso que ha conducido de una concepción que veía como cuestiones enteramente disociadas el desarrollo económico y los derechos civiles y políticos a otras que entiende que el verdadero desarrollo es inseparable de la efectividad de los derechos humanos (los civiles y políticos, pero también los económicos, sociales y culturales). Este punto de llegada que se denomina desarrollo sostenible es objeto de dos derechos humanos de índole finalística: el derecho humano al desarrollo y el derecho humano al medio ambiente. (p. 179)

El derecho al ambiente sano también se condicionó al principio de desarrollo sostenible, el cual consagra la obligación de proteger y mejorar el ambiente para las presentes y futuras generaciones (Rodríguez, 2012). Por tal razón, se estima que lo ideal es consolidar una política nacional que logre el anhelado equilibrio entre el desarrollo y la explotación de los recursos renovables y no renovables, la cual, necesariamente, deberá ser construida y debatida con la población, de la que se espera un grado de ilustración suficiente para la respectiva deliberación.

En cuanto a la participación en política, en el acápite que se refiere a la política para el fortalecimiento de la planeación democrática y participativa, los combatientes llegaron al consenso de que uno de los temas fundamentales que debía abrir las puertas del debate y garantizar la participación ciudadana era el del medio ambiente. Específicamente, el Gobierno se comprometió a:

[…] fortalecer los diseños institucionales y la metodología con el fin de facilitar la participación ciudadana y asegurar su efectividad en la formulación de políticas públicas sociales como salud, educación, lucha contra la pobreza y la desigualdad, medio ambiente y cultura. (Cursivas agregadas. Presidencia de la República, 2017, p. 30)

Entre las medidas que se deben adoptar para dar por finalizado el conflicto armado, se destacan la identificación de necesidades y la adopción de acciones positivas para garantizar la reincorporación de los insurgentes. Para ello, es necesario instruir en la protección del medio ambiente, máxime si se tiene en cuenta que esta población habitó muchos años en zonas de protección ambiental y, en consecuencia, tienen un conocimiento de estas que puede ser utilizado en favor de su conservación.

Respecto a la problemática de las drogas ilícitas, se acordó que “el territorio nacional esté libre de cultivos de uso ilícito teniendo en cuenta el respeto por los derechos humanos, el medio ambiente y el buen vivir” (Presidencia de la República, 2017, p. 60). Para ello se pactó un Programa Nacional de Sustitución de Cultivos, en el que se prioriza la atención a la población campesina de escasos recursos, víctima de la persecución y estigmatización de este flagelo. Se prioriza la erradicación manual, pero el Gobierno:

[…] de no ser posible la sustitución, no renuncia a los instrumentos que crea más efectivos, incluyendo la aspersión, para garantizar la erradicación de los cultivos de uso ilícito. Las FARC-EP consideran que en cualquier caso en que haya erradicación esta debe ser manual. (Presidencia de la República, 2017, p. 63)

En esto último hay una limitación del documento. De hecho, en este punto parece que las partes no llegaron a un consenso, por lo que se puede concluir que hay una limitación del acuerdo final en relación con la erradicación de los cultivos ilícitos. La posición del Gobierno parece ser de respeto a sus compromisos internacionales de lucha contra la siembra de cultivos de coca, particularmente con los Estados Unidos. Líneas atrás se ha planteado que este tipo de acciones en contra de los cultivos ilícitos son altamente perjudiciales para el ecosistema, en la medida que contaminan fuentes hídricas, son tóxicas para los animales y plantas y, adicionalmente, estimulan la deforestación. Por tal razón, es necesario que en la implementación de este punto se vea realmente la aspersión como una última ratio en la lucha de los cultivos, so pena de atentar contra el ambiente. Al parecer, con las recientes declaraciones del Gobierno nacional, ello no será así. Finalmente, en materia de reparación a las víctimas, se espera:

[La celebración] de actos de reconocimiento y de contrición en los cuales el Gobierno, las FARC-EP y diferentes sectores de la sociedad que puedan haber tenido alguna responsabilidad en el conflicto, reconozcan su responsabilidad colectiva por el daño causado y pidan perdón, asumiendo cada uno lo que le corresponde, como expresión de voluntad de contribuir a un definitivo Nunca Más. (Presidencia de la República, 2017, p. 48)

Acá hay una gran posibilidad para el ambiente. Reconocerlo como sujeto titular de derechos y como víctima del conflicto armado, da la posibilidad de cambiar de paradigma en cuanto a su protección. Nussbaum (2007), desde la óptica de las teorías de la justicia, sostiene que las actuales tendencias en el derecho buscan el reconocimiento de derechos a personas con discapacidad, de los migrantes ilegales y de la protección del ambiente. Sobre este último aspecto, en palabras de Rodríguez, Rodríguez y Durán (2017):

[…] para analizar cómo el medio ambiente puede ser una víctima del conflicto armado acogemos la propuesta de Stone (1972) de considerar el medio ambiente como una entidad jurídica, titular de derechos. Si bien la legislación colombiana aún no lo reconoce de esa manera, considerar el medio ambiente como sujeto de derechos tiene asidero teórico y constitucional (Rodríguez Garavito, 2015) […] hay que preguntarse: ¿por qué los seres humanos son los únicos titulares de derechos?, ¿es posible extender la noción de sujeto de derechos constitucionales para incluir, de manera siquiera limitada, a otros como los animales no humanos? (p. 26)

Desde el punto de vista jurídico y, particularmente, desde la óptica constitucional, vale la pena reflexionar en torno al alcance del ambiente como titular de derechos han tenido las constituciones de Bolivia y Ecuador.

Para alcanzar el anterior objetivo, se tomará como referencia la obra de la profesora Catherine Walsh (2012), quien en el texto Interculturalidad crítica y (de)colonialidad intenta describir y caracterizar los más importantes elementos de las constituciones de Ecuador y Bolivia. La selección de estos países obedece a que sus cartas políticas pretenden ser construidas desde abajo, de manera histórica, insurgente y trascendental para irradiar a toda América latina, dejando atrás la visión homogénea y unitaria donde existe la dominación económica, política, social y cultural que alienta los intereses del mercado y del capital. La autora afirma que los procesos constituyentes fueron producto de luchas de movimientos ancestrales que propendían por un nuevo modelo de Estado y de Sociedad. Tal lucha es epistémica porque cuestiona, desafía y enfrenta las estructuras dominantes del Estado y, adicionalmente, porque pone en escena conocimientos, conceptos y lógicas que trasgreden el modelo de la “razón occidental” y alientan modos de vivir, pensar, estar y saber radicalmente diferentes.

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