Kitabı oku: «Conflictividad socioambiental y lucha por la tierra en Colombia: entre el posacuerdo y la globalización», sayfa 6

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Para dar una idea de la dimensión de la concentración de la tierra como consecuencia de una política agraria contrarreformista impulsada desde los años ochenta del siglo XX y de la imposición del modelo agroexportador en los noventa, podemos observar información del Catastro Nacional (IGAC y Corpoica, 2002) que establece lo siguiente:

[…] el 0,4 de los propietarios (15 273), poseen el 61,2 % del área predial rural registrada en Colombia, equivalente a 47 147 680 hectáreas (ha) —que en su totalidad corresponden a predios mayores de 500 ha—, mientras que el 24,2 % del área predial rural nacional (18 646 473 ha) se encuentra en manos del 97 % de los propietarios registrados, dentro de los cuales son predominantes aquellos con predios menores de 3 ha (57 %). Los demás poseedores de propiedad rural (2,6 %) poseen el 24,6 % restante de la superficie registrada en catastro. (p. 26)

Según Fajardo (2014), el Estado colombiano desde los noventa del siglo pasado optó por un desarrollo rural que favoreció el modelo económico neoliberal, implementado en el país a partir de la década de los ochenta, sin afectar la estructura de concentración de la propiedad y como alternativa a la reforma agraria que reclamaban sectores académicos y sociales. Este proceso reformista por parte del Estado, establecido en la ley, buscaba la modernización y mercantilización de la propiedad, lo que implica garantizar prácticas de intensificación tecnológica, contempladas en la lógica de la revolución verde, encaminadas a limitar al campesino a su pequeña propiedad sin interferir en las lógicas latifundistas, lo que favorece al monopolio transnacional y convierte a dichas herramientas tecnológicas en la única forma de producción posible para ingresar a los mercados internacionales. Para Luis Jorge Garay (2013):

[…] el proceso actual de titularización de bienes agrícolas y recursos naturales en los mercados mundiales de capitales, la adquisición masiva de tierras, el licenciamiento extensivo del subsuelo para la explotación de recursos naturales no renovables, la implantación de modalidades para la mercantilización del uso de la tierra como el Derecho Real de Superficie (DRS) y la apertura a la inversión extranjera, y acaparamiento del uso del suelo y del subsuelo y/o de la propiedad de tierras en países en desarrollo, por parte de capitales extranjeros y nacionales poderosos, productivos y financieros, es uno de los rasgos distintivos de la etapa contemporánea de la globalización capitalista. (pp. 15-16)

En el proceso de paz entre las Farc y el Gobierno nacional, y la ulterior firma del acuerdo, uno de los ejes transversales para solucionar el problema de la tierra era la creación de un fondo de tierras para posteriormente implementar la Reforma Rural Integral (RRI) en aquellos territorios recuperados a favor de la nación (Planeta Paz, 2012). Paralelamente a la firma del acuerdo, el Gobierno nacional impulsó en el Congreso de la Republica la Ley 1776 de 2016 o Ley Zidres. Esta busca introducir una herramienta que facilita la mercantilización de la tierra, ya que crea los medios jurídicos para privatizar activos públicos por medio de la adjudicación de territorios baldíos para la explotación productiva por parte de empresarios nacionales e internacionales.

Entonces, el Gobierno nacional en su momento dio unas directrices contrarias a la agenda establecida en los diálogos de paz de La Habana y, aún más, a las agendas llevadas a la mesa por los movimientos socioterritoriales. En el tema agrario y territorial, el Gobierno ha objetado leyes orientadas a distribuir baldíos a familias pobres, lo que se había establecido en la Ley 46 de 2011, además de promover la citada Ley Zidres que ha promovido la concentración de la tierra, ante el argumento de la supuesta incapacidad de los pobres —comunidades campesinas— para producir. Por ende, en la Ley Zidres se hace evidente el problema sobre los bienes comunes de la nación, pues en el parágrafo del artículo 14 se especifica que “para la explotación de los bienes inmuebles de la nación se podrá hacer uso de las alianzas públicos privadas, para el desarrollo de la infraestructura pública y sus servicios asociados, en beneficio de la respectiva zona” (Congreso de la Republica, Ley 1776 de 2016).

Como se estableció en la Ley 1776 de 2016 y el Decreto 1273 de 2016, así como en las implicaciones de la Sentencia C-077 de 2017, la zonificación de áreas potenciales para la implementación de las Zidres será conformada por predios identificados previamente por el Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural (MADR) y la Unidad de Planificación Rural Agropecuaria (UPRA), lo que se puntualizó en el documento Zonificación de áreas potenciales para el proceso de identificación de las Zonas de Interés de Desarrollo Rural, Económico y Social Zidres (UPRA, 2017). Por lo anterior, la aprobación de una Zidres requiere de un informe que integra como mínimo un plan de desarrollo rural integral y un plan de ordenamiento productivo y social de la propiedad rural, los cuales son indispensables para la implementación de proyectos productivos que se enmarque en los mercados nacionales e internacionales (Decreto 1273, art. 2.18).

Con la formulación de la Ley Zidrez se ponen en duda los acuerdos logrados en la Habana, ya que esta va en contravía con el punto uno del acuerdo denominado “Hacia un nuevo campo colombiano. Reforma Rural Integral”, que busca democratizar la propiedad sobre la tierra, además de reducir la concentración su en el país. De esta manera, dicha ley es una muestra de que las elites del país siguen perpetuando la inequidad en el sector rural, además de crear las condiciones para acceder a la tierra por parte del capital extranjero. En el articulado de la Ley Zidres se crea una nueva categoría de derecho agrario: mercado de tierras, la cual reemplaza el término de reforma agraria. Allí también se especifican cuáles son aquellos territorios con capacidad agrícola, pecuaria, forestal y piscícola, para el desarrollo de proyectos productivos capaces de responder a los desafíos de la internacionalización de la economía y de garantizar la soberanía, autonomía y seguridad alimentaria del país (Conpes, 2018).

Las anteriores leyes y planes de desarrollo sobre el campo impulsados desde los noventa han desconocido las formas de producción campesina (FPC), ya que su proceso y discurso de modernización y, por ende, adaptación productiva a los mercados globales, pone en riesgo la soberanía y seguridad alimentaria familiar, local, regional y nacional. En este sentido, lo que se observa en las últimas décadas, es una mayor productividad de mercancías, la implementación de nuevas tecnologías y rotación de cultivos atendiendo a las demandas del mercado y la rentabilidad, además de la vinculación de trabajo asalariado. Este proceso de introducción de nuevos elementos internos y externos del mercado por parte de las FPC, posibilito su adaptación y evolución hacia nuevas estrategias de producción e interacción con los mercados abiertos, la tecnología, la administración, los recursos naturales y su entorno ecológico, lo que les ha permitido integrarse a los mercados nacionales y globales (Vélez, 2015).

La globalización y el extractivismo verde

A finales del siglo XX e inicios del XXI se ha producido toda una ofensiva jurídica contra lo público, como fueron y son los casos relacionados con la privatización de empresas públicas del Estado, que anteriormente prestaban servicios públicos —subsidios— a la población y, paulatinamente, se han transferido al sector privado. La privatización como elemento central de la ideología neoliberal se ha ampliado a otros dominios de la vida que anteriormente se consideraban propiedad del común, a través de patentes, derechos de autor y otros instrumentos legales (Hardt y Negri, 2006).

Para Hardt y Negri (2006) la privatización implica expandir la propiedad a los recursos comunes de la vida que se privatizan, como los conocimientos tradicionales, las semillas e incluso el material genético. Así, asistimos a un periodo de tiempo donde el paradigma económico dominante se ha desplazado de la producción de bienes materiales a la producción y explotación de la misma vida. De esta manera, los poderes económicos transnacionales quieren entrar a privatizar y mercantilizar el conocimiento, sometiéndolo a las leyes del beneficio privado. Para Hardt y Negri (2006):

[…] las semillas, los conocimientos tradicionales, el material genético e incluso las formas de vida se están privatizando mediante el sistema de patentes. Estamos ante una cuestión eminentemente económica, en primer lugar, porque se reparte beneficios y riqueza, y en segundo lugar, porque a menudo se restringe el libre uso y el intercambio, que son necesarios para el desarrollo y la innovación. Pero también es, obviamente, una cuestión política y una cuestión de justicia, porque la propiedad de esos conocimientos se mantiene sistemáticamente en los países ricos del hemisferio norte, con exclusión del sur global. (p. 326)

Las evidencias históricas nos han enseñado que una economía abierta y sin restricciones, solo favorece al capital transnacional. Bajo su liderazgo, el Estado se pone en contra de la nación, facilitando la reducción del poder adquisitivo de los asalariados, la reducción de la protección social, la privatización de los servicios públicos, el ablandamiento de las leyes ambientales, el remate de los bosques públicos, el acceso a los recursos naturales y el conocimiento humano e inclusive la privatización del genoma humano. Las empresas transnacionales consideran a los gobernantes y sus Estados como simples intermediarios encargados de vender sus países por segmentos.

En la década de los ochenta, los jefes de Estado de Inglaterra, Margaret Thatcher, y de los Estados Unidos, Ronald Reagan, dimitieron a las transnacionales globales y les instruyeron a los gobernantes de los países, lo que en la práctica significan los neologismos de la privatización y desregulación de los activos estatales. En la misma lógica, prescribieron la reducción de los gastos públicos, comenzando por los sectores fácilmente comprensibles como la salud, la educación, la cultura, la vivienda y el medio ambiente.

De esta manera, en Colombia en los últimos años se ha impulsado toda una ofensiva liderada por el Estado y Colciencias, con el apoyo de la académica y el derecho, para establecer mecanismos jurídicos que regulen esta nueva actividad privatizadora, desconocida en nuestro medio, ya que sus desarrollos están prácticamente monopolizados por los países del norte, los cuales utilizan su poder e influencia en organismo multilaterales como la OMC y el derecho que expide sobre el libre comercio o de patentes, regulado por los acuerdos de propiedad intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC), de la Organización Mundial de Comercio (OMC), que rige para los países miembros desde 1995.

El derecho de patentes y los derechos de autor constituyen una realidad cotidiana en nuestras vidas, ya que los cultivos transgénicos, los fármacos génicos, el genoma humano o la biodiversidad de los países del sur son regulados y privatizados por parte de un derecho de origen internacional, que solo favorece a las grandes farmacéuticas transnacionales y sus países de origen. Los desarrollos de estos nuevos avances tecnológicos conllevan discursos y promesas de bienestar social, pero los beneficios son para unos pocos, pues los interrogantes que surgen son: ¿Los organismos modificados genéticamente son inofensivos para el medio ambiente? ¿Los medicamentos biotecnológicos serán de acceso para toda la población mundial? ¿Las grandes multinacionales de alimentos estarán consolidando un nuevo monopolio a nivel en el ámbito mundial? (Toro, 2007).

Los intereses de los pueblos indígenas y las comunidades locales no hacen parte de las prioridades de la política sobre biodiversidad de los últimos Gobiernos nacionales. Las decisiones de las administraciones de Uribe y Santos en materia de biodiversidad han tendido a marginar a los pueblos indígenas y a las comunidades locales. El Gobierno de Santos incluyó la biotecnología y la biodiversidad como una de las locomotoras para el crecimiento económico, tal como aparece en las Bases del Plan Nacional de Desarrollo: Hacia la Prosperidad Democrática: Visión 2010-2014 (DNP, 2010).

En el Conpes 3697 de 2011 se concibe la biodiversidad del país como un insumo para las industrias cosmética, farmacéutica, agroalimentaria, así como para ingredientes naturales bajo condiciones económicas, técnicas, institucionales y legales que fomenten la inversión de capital. El Gobierno nacional, al promulgar este Conpes, confirma que “Colombia es reconocida como uno de los países megadiversos del mundo” (Conpes, 2011). Por tanto, estamos al frente de una política económica similar a las del extractivismo minero, donde el conocimiento ancestral sobre las plantas que han pervivido como una dote de conservación por parte de las comunidades nativas es exportado a los centros ubicados en los países del norte, para ser patentado y posteriormente ser mercantilizado a precios descomunales en los mercados mundiales y nacionales.

La megadiversidad del país sería una oportunidad para el desarrollo de una industria biotecnológica farmacéutica nacional, sin embargo, la política de los Gobiernos nacionales es crear las condiciones para el capital extranjero; más cuando en los acuerdos ADPIC, establecidos por la OMC, la propiedad intelectual aumenta en derechos a favor de los titulares y de menos obligaciones para el beneficio social de las comunidades directamente afectadas. Además, en el TLC entre Colombia y Estados Unidos se prevé que las partes signatarias permitirán patentes sobre plantas o animales, lo que afectará de forma directa el conocimiento ancestral de las comunidades de asentamiento. Por esta razón, la diferencia entre invención y descubrimiento y el proceso de desnaturalización de la propiedad intelectual se desequilibra para garantizar derechos de protección para los titulares, mientras el beneficio social se restringe cada vez más por la promulgación de normatividades de origen nacional e internacional (Nemogá, 2013).

CONCLUSIONES

La fase neoliberal del capitalismo global en la que actualmente nos encontramos repercute en el orden mundial con múltiples consecuencias, que se evidencian en los siguientes aspectos: primero, la redefinición del espacio; segundo, la reorganización del territorio en relación con sus recursos naturales y ambientales —tangibles e intangibles—; tercero, están los estudios milimétricos de las poblaciones y sus cuerpos, y el ejercicio de un nuevo poder a través de una vigilancia constante mediante el desarrollo e implementación de las nuevas tecnologías de la información; por último, el acceso sin restricción a todo tipo de recurso natural, ya sea ambiental, mineral o humano, del cual pueda sacarse algún beneficio económico para su mercantilización.

En la fase neoliberal de la globalización existe una infinidad de fuerzas que interactúan, con características multicéntricas, multiescalares y multitemporales. A partir de los anteriores rasgos del proceso globalizador, se colige que son una infinidad de fuerzas que actúan en muchas escalas, que necesitan ser coordinadas tanto en el contexto nacional como en el global, y de ahí el papel del Estado en esta organización transnacional. Por tanto, en el ámbito político, los Estados nación como instituciones de regulación social entraron en un proceso de reconfiguración, donde se produce una serie de funciones adaptativas a las nuevas relaciones globales. Lo que hoy reclaman organismos multilaterales, Estados desarrollados, empresas privadas nacionales y multinacionales, es la importancia de consolidar un Estado como mecanismo de regulación económica y social, bajo una fuerte y coherente articulación con los mercados internacionales, lo que se le conoce como economías abiertas.

De esta manera, los Estados se transforman continuamente y su nueva situación de reconfiguración se explica por la disminución reguladora de algunas políticas económicas asociadas a la globalización económica: la desregulación de los mercados nacionales, la privatización de empresas estatales estratégicas para la inversión privada, la descentralización política administrativa, la implementación de una política monetarista y la disciplina fiscal, entre otras. En este proceso aperturista, los Estados periféricos se ven sometidos a reestructurar su política económica desarrollista —modelo cepalino— e implementar una política económica que facilite la inversión extranjera en el sector primario ya sea minero, agrícola o ambiental, en el que se titulan y concesionan millones de hectáreas que incluyen zonas protegidas como reservas forestales, páramos y resguardos indígenas. Esta situación agudiza los conflictos sociales existentes y genera otros nuevos, aunque también genera prácticas de resistencia por parte de la población civil en defensa de sus derechos, los recursos naturales y su cultura.

El total desconocimiento de los bienes ambientales y socioculturales en Colombia ha llevado a los últimos Gobiernos —Pastrana, Uribe y Santos— a considerar la apuesta minera como un negocio a largo plazo, colocando en riesgo la supervivencia de un gran un gran número de comunidades rurales, además de afectar el ecosistema y el agua como el bien más preciado del planeta. Por tanto, se dejan de lado los compromisos internacionales relacionados con la protección ambiental, la defensa de las minorías étnicas y el cambio climático, ante una política económica extractiva que no beneficia al país y sus poblaciones sino al capital extranjero.

Entonces, es sintomático que la política económica y la legislación nacional creen las condiciones para una actividad minera totalmente perversa para el país, ya que sacrifica la riqueza hídrica, ambiental y sociocultural de la nación, para que el grueso de la extracción, exportación y ganancia derivados de esta actividad sea realizado por empresas extranjeras, cuyo ciclo económico es ajeno al nacional y, por ello, no genera ningún tipo de riqueza económica pues, como lo han documentado numerosos economistas, ambientalistas y académicos, las exenciones suman entre el 120 % y el 160 % de las regalías directas e indirectas. Además, la mayoría de los dineros provenientes de las regalías que dejan la actividad minera en las regiones se gasta alimentando la corrupción de las elites locales, regionales y nacionales, lo que sume en una profunda pobreza, miseria y desigualdad a las comunidades locales expuestas a este tipo de actividad económica, en donde la falta de presencia estatal ha generado el aumento de la violencia, en muchas ocasiones es financiada y patrocinada por las corporaciones extranjeras.

De igual modo, son muchos los debates sobre cómo beneficiarse mejor beneficio con la megadiversidad de los países del sur, así como acceder a sus recursos genéticos y al conocimiento ancestral asociado a estos. Así, se han planteado esquemas de contratación y participación en los beneficios derivados del acceso para las comunidades nativas, indígenas, afroamericanas y raizales campesinas. De igual forma, la incorporación de ingeniería genética a los cultivos tradicionales para desarrollar nuevas y mejores variedades, más resistentes y productivas ha sido objeto de investigación por parte de científicos, quienes plantean que lo importante es que dichas técnicas respondan a las necesidades nacionales y no sean un mero receptáculo trasplantado de países, líderes en tecnología, pero con otra realidad climática.

Todos estos importantes aspectos, así como la discusión en torno a los riesgos ambientales y sanitarios de los transgénicos, organismos modificados genéticamente, que en aras de imponer límites al capital financiero devolviéndole a los Estados el control de sus flujos, gravar la especulación y sancionar los paraísos fiscales, debería ser una preocupación de la OMC. Además, se debe atender los intereses de un sector estratégico para el posicionamiento tecnológico y científico del país, se desconocía la estrecha interrelación entre los pueblos indígenas, las comunidades negras y locales, su cosmovisión, cultura, prácticas y usos con la biodiversidad. Los pueblos indígenas y las comunidades locales, cuando son tenidos en cuenta, son incorporados solo como contexto de la biodiversidad, pero no como actores cuyos derechos han de ser reconocidos y respetados.

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