Kitabı oku: «¿Por qué el diablo se convirtió en diablo?»

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Por qué el diablo se convirtió en diablo

Celina Plasencia

© Por qué el diablo se convirtió en diablo

© Celina Plasencia

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Editado por Tregolam (España)

© Tregolam (www.tregolam.com). Madrid

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Imágen de portada: © La autora

Diseño de portada: © Tregolam

1ª edición: 2021

Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

A los más queridos colaboradores, que me han apoyado en la culminación de este libro.

A Ana Katherine López Estrada, la dulce Kat, por estar ahí con su presencia y por sus hermosas ilustraciones hechas con tanto amor. Desde Panamá.

A Roderick Cortés, por permitirnos usar la imagen de su cara para recrear a Ojos Negros, el protagonista de esta historia. Desde Panamá.

A Karla Key y Jessica Laine, por su complicidad, por la compañía nutritiva aun en la distancia, por su asesoría, por el apoyo logístico y por ese espíritu dulce de hermosa solidaridad incondicional que ha sido tan importante para completar esta obra. Desde Barcelona, España y desde Nueva York, EE. UU.

A Juan José Cardozo, por su apoyo técnico en el montaje gráfico de la portada y contraportada. Desde Córdoba, Argentina.

A Olga Scandella Fuentes, el soporte, la luz, la mamá consejera siempre presente.

Y a mis muy queridos amigos, mi querida familia adoptiva de Panamá, Ana, Claudio Mendoza y su tribu, por estar ahí para mí en estos años de vida en Panamá.

Antes que nada, ¡un instante de gratitud!

Para ustedes… habitantes de mi corazón…

Me siento indescriptiblemente honrada, contenta y satisfecha de poder dedicarles estas páginas, sin ustedes, quizá no tendría sentido haber escrito este libro.

Porque me conectan con el entusiasmo, con la fuerza y las ganas de reinventarme. Porque es gracias a ustedes que me despierto cada día, que me río a solas —cuando recuerdo las cosas que hemos hecho, ¡ja, ja, ja!— y en los que pienso cada vez que me pregunto por qué o para qué hago cada cosa que hago, son una hermosa justificación de mi existencia. Porque he elegido, mientras me dure el trayecto en esta experiencia de vida, seguir encontrándome con «mi gente», disfrutando de lo que cada uno es y de la genialidad y la potencia que somos cuando estamos juntos… ¡Disfruto mucho imaginar de lo que somos capaces!, cabe destacar. ¡Ja, ja, ja!

A ustedes, toditos ustedes, ¡poderosa e imparable gente de mi corazón!

A mis padres valientes y generosos que eligieron traerme a este planeta ¡gordito y redondito! Hicieron bien, ¡no hay quinto malo!, ja, ja. A mis bellos hermanos, generosos y exigentes e increíblemente virtuosos, sabios y sólidos en su amor incondicional, siempre puliéndose en la mejor versión que pueden ser y completando mis espacios internos. A mis sobrinos y sobrinas que, aunque no nacieron de mí, se convirtieron en hijos y se instalaron a sus anchas en mi corazón, haciendo que todo sea importante, que lo que haga tenga valor y tenga sentido de ser llevado a cabo, y que sea cada vez más expansivo y nutritivo para mi mundo de esta vida. A mi querido cuñado, el invicto pater Charlie, ¡el hermano mayor!, una gran pieza de este engranaje de mujeres. Siempre a nuestro lado, queriéndonos, apoyándonos, siendo auténtico y estando presente con su «casi imperceptible» voz. ¡Ja, ja! A todos mis tíos y primos, a cada uno de ustedes que han estado presentes. ¡Son invaluables! A mis grandes amigos, que tengo la fortuna de no poder contar, son la familia extensiva que he integrado en mi vida y están ahí, acompañando mi recorrido sin falta, haciéndose presentes de todas las formas valiosas en estas distancias.

A toditos ustedes, que son la magia y el espíritu que pone todo en movimiento. Que me inspiran a ser la mejor «yo» que pueda ser. Que son el horizonte y, a la vez, el camino hasta él.

Sepan que los amo

Prólogo

Cuando son las diez y diez minutos de la mañana, de hoy martes 2 de marzo, de este desafiante año 2021, a través de mi ventana, veo el cielo limpio de un vibrante azul celeste, y llega hasta mi cara la brisa caliente de esta temporada en el intenso verano de la Ciudad de Panamá donde vivo.

Rondan los 32 ºC por estos lados, y acabo de decidir que es mejor que haga algo pronto para atenuar esta temperatura. Entre el aire acondicionado que puede ser muy frío y el calor del ambiente, opto por activar mi poderoso ventilador de pie, fiel amigo, magnífico colaborador, que trabaja sin cansarse y no tiene quejas ante las largas horas que transcurren cuando me instalo frente a mi computador. ¡Qué maravilla!, ¿no? ¡Ja, ja!

Hoy, elegí compartir con todos ustedes, que se han permitido darse un paseo entre estas páginas, un tema del que en verdad poco se habla, o quizá, no tanto desde este enfoque, pues es un asunto que está muy envuelto en un vistoso traje de misterio y secretismo.

Supongo que eso se debe, en gran parte, al hecho de que no haya sido del interés de muchos saber quién es en realidad ese personaje tanto mítico como místico que ha sido y sigue siendo EL DIABLO. Nos guste o no, lo aceptemos o no, lo entendamos o no, forma parte ineludible de nuestras vidas, en las más diversas formas, de acuerdo a cómo cada uno lo perciba, lo interprete o lo reconozca, según sus referencias y creencias.

Es probable también que no se le haya querido brindar mucha importancia, porque existen numerosas ideas, presunciones, suposiciones y dogmas asociadas al miedo que giran en torno a esta figura. Y, sin pretender excluir ningún punto de vista aquí, también pueda tratarse de que no se le ha considerado muy importante como para dedicarle un rato de observación, de análisis o reflexión. O tal vez, porque hay «algo» dentro de nosotros que pueda formar parte de su misma esencia y que no se haya notado, no lo hayamos identificado o no se haya querido aceptar como tal.

Los puntos de vista en referencia a esos asuntos mágicos, místicos, energéticos o invisibles que giran en torno a ese nombre casi impronunciable pueden ser infinitos, es mucho lo que se puede especular al respecto.

EL DIABLO es, sin duda, el protagonista y dueño de las más impresionantes y fantásticas definiciones e historias que se han tejido a lo largo de la vida reciente del hombre, convirtiéndolo en una muy cruenta y tenebrosa criatura, que, como es de esperar, ¡nadie quiere tener a su lado!

Los invito a ponerse cómodos, a soltar sus prisas y dejar aquí sus dudas antes de entrar en este espacio. Un lugar que, aunque no estén conscientes de ello, ¡lo han elegido ustedes mismos!

Manténganse entonces en el presente, porque esto puede ser ¡muy movilizador!

Celina Plasencia

A partir de las siguientes páginas, estamos por internarnos en un espacio distinto.

En un tipo de contenido que quizá no hayan considerado antes de ahora y deben saber que va a mover algunos cimientos internos para dejarles un regalo. Uno que ustedes aprovecharán si lo eligen así.

El regalo de comprender por qué el diablo se convirtió en diablo y, sobre todo, por qué debería importarnos a nosotros saber eso.

EL DIABLO representa a esa figura mitológica oscura, descrita a través de los incontables relatos de terror y de crueldad que lo hicieron aparecer como el amo del infierno. Ese espacio o lugar donde van a parar las almas de quienes no tuvieron en sus vidas una conducta aceptable, en relación con aquello que para distintos grupos de humanos se entiende por «aceptable».

Serán revelados, a partir de esta historia, algunos aspectos de lo que esa figura significa e implica para nuestras vidas en el sentido pragmático, y, para ello, nos sumergiremos en los cimientos de su origen.

En esta historia, permítanse descubrir por ustedes mismos la semilla y la razón de donde parte todo lo que tiene que ver con esa «consciencia».

Lo que él es en verdad y de cuya semilla, sepan ustedes, ¡todos tenemos un poco!

Vamos a adentrarnos por un rato en una realidad no muy luminosa, repleta de zonas de confusión, de pasajes inciertos, de algunas fantasías. Si logran salirse de la superficie para entrar a mayor profundidad, probablemente, habrá un poco más de respeto en lo que a su vida se refiere.

Deben saber que sucederán muchas cosas aquí, en algunas no sabrán distinguir si las escuchan en sus cabezas, si son solo parte de los murmullos de su imaginación ¡o si provienen de afuera!

Así como también podrían sentirse observados…

¡Claro!, estarán internados en los asuntos de este ser, y él será, como es de esperar, ¡su distinguido «anfitrión»!

Por favor, pónganse cómodos y, por encima del resto, suelten todas sus prisas, puesto que aquí permanecerán, créanme, ¡hasta que hayan concluido!

Entiendan bien esto, no porque parezca simple lo es; no porque parezca fábula lo es; no porque parezca mentira lo es; no porque parezca real lo es.

¡Es simplemente lo que ustedes «crean» que es!

Hagamos silencio, por favor, estamos por entrar.

Sean bienvenidos a los insospechados territorios del corazón de nuestro protagonista…

Al mundo privado e inesperado ¡del DIABLO!



ARCA I

Más allá de lo que mi memoria alcanza a recordar, entre tantos siglos recorridos de mi vida, de incontables experiencias, de lecciones difíciles, de acciones impulsivas y decisiones poco o casi nada acertadas, aquí estoy yo, Lorcan Danann Tara de Clare y Newgrange, como mis padres me dieron a conocer, hijo de Liam Danann de Clare y Moira Tara Danann de Newgrange, hermano de Aidan Danann Tara de Clare y Newgrange, y dueño de Indi, un extraordinario, leal y amoroso amigo de cuatro patas, de brillante y larga cabellera dorada, de las que ondean al caminar y que, con su eterna lengua siempre jadeante, sus incesantes juegos y su cola imparable, era un ser inolvidable, que me amaba más de lo que yo mismo creo que merecía entonces.

Transitábamos tempranos tiempos —más de veintidós siglos de distancia del presente ruidoso de la vida de hoy—, algunos pocos, antes de la era cristiana, esa gran línea del pensamiento que marcó la historia reciente de la raza humana.

¡Una de muchas líneas, debo destacar!

Eran tiempos desafiantes para la vida, mis padres no daban abasto con el trabajo de siembra, en las largas jornadas de hasta doce horas cada día, para aprovechar las temporadas que se podía, pues, en invierno, los frutos no eran los mismos y la caza de animales en esas zonas altas no abundaba tanto, apenas alcanzaban a capturar algunos tejones, zorros rojos, venados, liebres, hurones y alcatraces, ya que la pesca, aunque estábamos rodeados de mares, no se hallaba tan cerca e implicaba un proceso laborioso que tomaba demasiado tiempo para quienes ocupábamos lo que en esa época se conoce como Antrim, uno de los seis condados de Ulster, que constituyen lo que hoy es Irlanda del Norte.

Por los recuerdos que aún conservo de esa parte de mi historia, mis padres, mi hermano, y mi magnífico amigo cuadrúpedo Indi, podría decir que tenía una familia feliz, ¡más que la mayoría de los aldeanos y de los clanes de ese tiempo!

Teníamos comida, una buena reserva de agua, una casa de piedras resistente a las prolongadas lluvias que nos azotaban durante algunas temporadas, a las esporádicas nevadas o al granizo que caía en esta temporada fría, que no era algo fijo.

Mi hermano menor Aidan y yo teníamos espacios para jugar, y nuestro padre sacaba tiempo de sus agotadoras jornadas de siembra, de conservación de alimentos y del cuidado que tenía que darles a los animales que teníamos, de cortar la leña para abastecernos durante los inviernos fríos y los meses de lluvia, para compartir un poco con nosotros.

Él nos fabricaba algunos juguetes y nos enseñaba sus trucos para sembrar y para todo lo que sabía hacer.

Decía que debíamos prepararnos para que, cuando creciéramos, pudiéramos ayudar con el trabajo y para que, cuando él faltara algún día, supiéramos cómo sostener la casa y mantenernos con vida.

Teníamos unos árboles grandes en nuestras tierras, y mi padre nos hizo un gran columpio, ahí podíamos pasearnos, literalmente, ¡hasta el cielo! Ja, ja, ja, eran momentos divertidos que me gustaba recordar.

Allí pasábamos muchas tardes disfrutando, corriendo, abordando a las ovejas, persiguiendo a los perros y subiéndonos a volar por los aires, ¡en ese rústico, pero divertido columpio!

Al llegar el invierno, observábamos el espectáculo de la naturaleza, los brillantes relámpagos que iluminaban la planicie y las tormentosas lluvias, que podían durar por varias horas o días, mezcladas con esos robustos vientos oceánicos del Atlántico ¡que enfriaban todo a su paso!

En algunos de esos descampados, se encontraban asentadas pequeñas aldeas con muy pocos pobladores, en esos parajes accidentados, rodeados de montañas, impregnadas todas ellas de la magia de sus creencias y la mitología que heredaron de sus ancestros, y combinadas con la recurrente y protagónica compañía de espesas y misteriosas nieblas, y de la presencia de muchos extranjeros que adoptaban como suyos esos parajes de impresionante belleza y verdor.

Una región, desde luego, repleta de simbología sagrada, con sus monumentos del Neolítico, sus cuevas, las piedras históricas, las infinitas costas de ese hermoso azul indescriptible.

Todos, paisajes extraordinarios, como sacados de cuentos de hadas, a los que le agregaban el tinte de su propia cultura, dando lugar a esta singular y magnética forma de mestizaje.

En esas llanuras llegaban las tribus paganas y se daban lugar particulares rituales druídicos de la religión celta.

Con su famosa admiración hacia la planta «mágica» y sagrada del muérdago, que ellos creían que lo curaba todo, y hasta hacían suculentos banquetes bajo los árboles que lo sostenían.

Acerca de esos rituales de los druidas se contaban muchas historias que le atribuían un poder mágico especial, aunque, a veces, les confieso que podían inspirar mucho temor, debido a que, entre los poblados, se difundían testimonios ¡que podían quitarle el sueño a los más valientes!

Con toda esa atmósfera de magia y el misterio con el que se envolvían las cosas que giraban en torno a esos rituales, los aldeanos siempre tenían mucho de qué hablar, y ¡a lo que temer también!

Entre eso y el tránsito más o menos regular de vikingos, normandos, galeses e ingleses, que eran los vecinos naturales de esa parte de la isla, por estos asentamientos nunca faltaban las invenciones, las historias de combates, los encantamientos y, con ellos, los fraudes y las estafas que a menudo atrapaban a los incautos que confiaban en ellos.

Mientras esto sucedía en los poblados de las insipientes ciudades campestres, abajo, en las inmensas costas de azul profundo, mostrándose como grandes guardianes, se localizan ahí más muestras del trabajo hermoso e impactante de la naturaleza. Erguidas e increíblemente orgullosas, las más imponentes paredes rocosas de Irlanda, tan altas, que llegan a medir varios cientos de metros de altura.

En medio de tanta belleza, de la inmensidad y la diversidad que la naturaleza se ha esmerado en crear, allí, donde se juntan las brisas frías de las corrientes del Atlántico por el norte y del mar de Irlanda por el este, con sus vientos más que animados, estábamos nosotros, helándonos las caras y las manos desnudas, con esos respetables siete u ocho grados centígrados que, en la realidad, se sentían como si estuviéramos a unos cuantos ¡bajo cero!

En los espacios de esta, que es mi historia, en ese tiempo de vastos espacios de silencios, de una muy primitiva época, donde lo salvaje y lo extremo eran parte de lo normal, como atrapado en el tiempo de mis memorias, se encontraba un pequeño territorio.

Apartado en medio de una enorme nada y enmarcado entre un magnífico verdor que invadía todo, acompañado por la música que producían las decenas de pequeñas y grandes caídas de aguas frías entre esas inmensas rocas que atravesaban los bosques y el contraste con esa interminable llanura, en ese punto del paraíso en la Tierra, estaba lo que antiguamente se conocía como Eburonigg, en los linderos de lo que es conocido hoy como Antrim.

Allí, justo ahí, se hallaba mi hogar.


ARCA II

Todo lo que se veía en el entorno desde donde yo estaba en esas fechas era alentador, asombroso y hasta sobrecogedor al estar rodeado de tanta belleza.

Recuerdo haber pasado horas de cada día corriendo con Aidan y el peludo de Indi o ¡asustando a las ovejas en su corral!

¡Ja, ja, ja!

No parábamos, éramos incansables realmente, hasta que nuestra madre nos llamaba para que tomáramos un baño o para cenar.

Sin embargo, no siempre era así de radiante o divertido, y las horas podían ser más lentas para nosotros, o quizá no eran lentas, sino pesadas.

Los cielos grises que cubrían el sol en esta otra parte del año, teniendo a esas montañas interminables como un techo sobre ti, se veían tan oscuras y rocosas que, ante mis ojos de niño, lucían siempre como fortalezas impenetrables e intimidantes.

La brisa, ¡ah!, la brisa de invierno era tan caprichosa que podía hacer que, dentro de esos pequeños bosques mixtos, las copas de los árboles ondearan a su voluntad y que sus hojas se desprendieran y volaran ¡muy por encima de ellos!

Aunque año a año el ciclo se repetía en ciertos aspectos, no podía decirse que por ello era más fácil que el anterior, las faenas no se tornaban menos intensas por realizarlas más veces.

A mi padre le tomaba unos dos o tres días salir de pesca para llegar a las costas, adentrarse en el mar, hacer su trabajo y regresar a casa.

El arado y la siembra de la tierra, cada temporada de plantación, era un procedimiento que tomaba mucho tiempo, incluso empleando ese sistema de arado que es más mecánico y práctico que hace un tiempo atrás, porque contaba con un par de caballos, atados a una silla de arrastre con dos ruedas, a las que enganchaba las cuchillas que eran las encargadas de abrir los surcos de esa tierra que tenía tantas rocas bajo la superficie. Mi padre solo guiaba el proceso o resolvía los atascos que podían presentarse en el terreno.

También estaban las otras tareas, transportar el agua del arroyo, reparar empalizadas rotas, reponer la paja del techo de las casas o una tan simple como cortar la leña para la chimenea de la casa, hacer o reparar los martillos y herramientas de trabajo, entre las labores más importantes. Se hacía mucho más rudo, impredecible en ocasiones, y mi hermano Aidan y yo todavía éramos muy pequeños para ayudar en esas faenas, así que mis padres hacían todo por ellos mismos.

En invierno, también los bueyes necesitaban más fuerza para empujar y requerían más alimentos para menos horas de trabajo. Nuestro padre, a veces, no tenía la misma energía, toda la que necesitaba, para sacar adelante la labor de sembrar y luego recolectar las hortalizas —de los ajos, zanahorias, guisantes, rábanos, coles, habas y demás frutos del campo— que eran los alimentos básicos de la casa —y de la aldea también—, pues nos intercambiábamos los productos de la cosecha entre las familias de la comunidad. Inclusive se sembraban algunas plantas medicinales sencillas, como la caléndula y la borraja, para los quebrantos por males de fiebres o para curar heridas y algo muy común, como la piel que se agrietaba con el frío y con el rudo trabajo del campo.

En esas temporadas de invierno, la niebla podía ser tan gruesa que cubría cada metro del lugar con una especie de velo de humo espeso, que no podías disipar ni soplándolo con todas tus ganas o moviéndola con tus manos, simplemente estaba ahí, y quería, a como diera lugar, ser la protagonista, lucirse y hacerse sentir. Envolvía a su paso todo lo que encontraba, hasta que no podían verse esos árboles, tampoco a los animales, de hecho, nada alrededor se apreciaba cuando esta bruma llegaba, era una cortina infinita y no podías saber ¡en qué punto terminaba!

Ahí, todo se hacía demasiado borroso y peligroso, y si no eras suficientemente precavido, podías quedar atrapado sin poder ver ni caminar.

Era, sin duda, ¡la otra cara de ese paraíso!, con un tipo de frío filoso, amenazante, que llegaba a cortarte o quemarte la piel que no llevabas cubierta.

Sí, ¡es verdad!, cuando se aparecía la niebla y quería protagonizar, todos debíamos buscar un sitio seguro donde resguardarnos, puesto que hasta respirar podía representar un desafío, en el intento de que, en ello, no enfriaras demasiado tus pulmones y pudieras enfermarte o incluso morir.

El frío intenso del invierno era un clima bestialmente rudo para la supervivencia de cualquiera. De cierta forma, nos habíamos acostumbrado, aunque no todos los inviernos eran iguales, algunos se presentaban más ligeros, pero no este.

Nuestro hogar, por su parte, en medio de la inmensidad de lo que se ve en estos territorios, tenía calor, un espíritu cálido y era verdaderamente acogedor. Aunque también poseía su propia personalidad y misterios.

Recuerdo claramente cuando llegamos al poblado, solo había una docena de casas y familias allí, todas ellas en forma circular, con paredes de barro, arcilla, ramas muy compactas y techos cónicos tejidos con varias capas de ramas flexibles que se entrecruzaban con troncos ligeros para que conservaran su estructura y soportaran las lluvias.

En su mayoría, los campos eran labrados, y los animales que apoyaban nuestra vida campesina de la granja eran los caballos, grandes bueyes, ovejas, vacas, cerdos, perros y liebres, lo que abundaba en casi todas las aldeas como la nuestra.

En el centro, había un pequeño mercado, muy improvisado, donde cada familia vendía el excedente de la producción de sus granjas; hortalizas y frutas de muchos colores, así como animales que ellos mismos criaban y, en general, todo lo que no era para el consumo de su familia.

En esos mercados, también se reunían los artesanos, herreros, poetas, narradores de historias y músicos que componían y cantaban el folklore de sus tierras originales.

En el entorno más alejado de las casas, había un par de silos donde se conservaban los granos cosechados para la aldea, y existía una casa muy peculiar, sin paredes, solo unos barrotes de madera y un techo de paja bastante más alto que las casas, con un agujero en su centro, unas zanjas o fosas rectangulares poco profundas con unas estacas cruzadas que formaban una rejilla, donde ponían a ahumar la carne y el pescado y, de este modo, se podía conservar para el invierno.

Le decían el «ahumadero», y era el responsable de esparcir esos olores de carnes y pescados ¡por toda la comunidad! No había forma de no notarlo, como si fuera un sello distintivo, bastaba pasar cerca de la aldea para percibirlo, tan delicioso que, cuando tenías hambre…, ¡casi no podías esperar a llegar a casa para comer!

Era un olor expansivo, que se podía percibir todo el año, excepto en las temporadas de chubascos, porque no había manera de sostener el fuego ni el humo de cocción en medio de esas lluvias.

Nuestra casa era la tercera después de la entrada principal, el único acceso a la aldea, entre la gran empalizada de maderos entrelazados con grandes extensiones de sogas, tejidas de las ramas muy flexibles y finas de algunos arbustos muy abundantes de la región.

Mi padre, Liam Danann, era agricultor y ganadero, como lo fue su padre, mi abuelo. Era un hombre de complexión fuerte, bastante alto, cabellos largos castaños, de tez curtida por tanto sol, brazos robustos —el arado y el trabajo con los animales requería mucha fuerza en los brazos—. Su cara, por otro lado, se destacaba por lo prominente de su mandíbula cuadrada, ojos pardos, voz ronca y una nariz bastante grande y afinada. Medía alrededor de 1.85 metros, lo que, en conjunto con el resto de su fisonomía, lo hacía ver muy portentoso e imponente en su aspecto, y, ciertamente, inspiraba respeto a quienes lo veían.

Bastante parco también, de poca conversación, y se las arreglaba en medio de tantas tareas diarias, aunque fueran solo unos minutos, para compartir con nosotros, sus hijos y nuestra madre, alguna de esas viejas historias cargadas de imaginación, cantar algún fragmento de la misma canción de siempre, jugar un poco en la pradera y darnos atención y amor.

Mi madre era muy hermosa, su cabello a la cintura, siempre trenzado, era dorado como las espigas del trigo, su rostro de facciones más livianas era delicado y gentil, y portaba una mirada tan dulce como la miel. Era más bajita de estatura y más delgada que mi padre. Su tez, que era bastante clara originalmente, se había teñido de bronce, como la de mi padre, por la exposición permanente al sol en el trabajo del campo, y sus manos, aunque finas, de dedos delgados, se volvieron muy rústicas con la manipulación de animales y el trabajo áspero que hacía cada día con ellas, y, ni aun así, dejaban de ser suaves y sanadoras, bastaba un abrazo de ella y cualquier discordia, literalmente, ¡se esfumaba!

Era una mujer única, en un medio agreste, donde la gente trabajaba tanto cada día y se quejaban por todo, ella, sin embargo, no paraba de reír a toda hora, tenía siempre palabras amables para nuestros vecinos, para mi padre y para sus hijos. Trabajaba tan duro como mi padre, ordeñando, recolectando la cosecha, limpiando los graneros, buscando pasto, cocinando y lavando toda la ropa de la familia en el río. Era imparable, nunca dejó de ser amable, no había forma de hacerla enojar, ni aun cuando estaba tremendamente cansada después de esas faenas tan exigentes y agotadoras.

Nuestra casa era lo confortable que podía ser un hogar con los recursos de una época que no ofrecía demasiadas comodidades, tal como las entendemos hoy en día. Con un techo vegetal muy alto, quizá en su parte central tendría unos siete u ocho metros de altura, un techo, igual que el resto de las casas del entorno, de espigas, juncos, varas y ramas fuertes de abedul, entretejidas de modo tan compacto como lo permitía un trabajo artesanal como ese. Tenía la forma de un sombrero chino, circular y curvo hacia adentro, y las paredes eran una mezcla de adobes de arcilla y rocas, adosadas con pasto, más o menos gruesas, para conservar la temperatura interna por encima de la del medio ambiente. Tenía una sola puerta de entrada o salida y una única ventana también. Por dentro, mi padre hizo dos compartimientos para las habitaciones, y en el centro había un peristilo o tronco central, alrededor del cual se distribuían los espacios para cocinar y comer, sobre un suelo de troncos lisos de madera. Teníamos camas de madera y pieles de animales y, por lo común, entre nosotros, nos sentíamos en un hogar donde no faltaba nada, había de todo lo que pudiéramos necesitar para vivir en bienestar.

Yo, que era el hijo mayor de mis padres, contaba con once años apenas, y por la profundidad del color intenso y brillante de mis ojos, de mis espesas cejas y mis pestañas tan pobladas, en lugar de Lorcan, como era mi nombre original, me llamaban «Ojos Negros». En casa, mi hermano menor Aidan de ocho años y mis padres se acostumbraron a llamarme de esa manera, y yo atendía por ese nombre, así me reconocían todos, como Ojos Negros, la mirada más profunda que un niño puede tener, eran frases que recuerdo que compartían en casa.

Mis padres y abuelos, a menudo, me decían que parecía un viejo en el cuerpo de un niño, debido a que era muy maduro para mi edad y mi mirada tenía un singular encanto, como ellos decían, que sentían que los paralizaba al observarlos sostenidamente.

Esas son sus anécdotas, yo de eso no recuerdo mucho, no prestaba atención a esas conversaciones de adultos y no sabía nada al respecto, solo deseaba aprender a cazar y salir de aventuras, o lo que, para mí, ¡eran aventuras!, claro.

En mi mente de niño, quería explorar el mundo, y el miedo a los peligros, como en la mayoría de los niños, no estaba presente.

Por su parte, mi padre y mi madre, así como mi peluda mascota, Indi, una bestia amorosa que lucía como podrían figurarse algo similar a un golden retriever salvaje, juguetón y bastante más grande de los que viven por las calles de hoy, pesaba al menos unos treinta kilos, creo yo, ¡en realidad, jamás lo pesé! ¡Ja, ja, ja!, no existía nada como una báscula ni soñábamos que algo como pesarse tuviera alguna importancia, ¿para qué?, ¿verdad?

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0+
Hacim:
175 s. 26 illüstrasyon
ISBN:
9788419277008
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