Kitabı oku: «El general se confiesa»
El general se confiesa
César Gavela
© César Gavela, 2015
© Punto de Vista Editores, 2015
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ISBN (Punto de Vista Editores): 978-84-15930-80-8
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“Un caudillo mira desde fuera. Desde otro hombre, que también es el mismo. Eso le otorga gravedad a cada paso, a cada palabra y cada gesto. Yo siempre me miro de ese modo”.
Sumario
Biografía del autor
El general confiesa
Biografía del autor
César Gavela (Ponferrada, 1953) se licenció en Derecho en Madrid y desde 1976 vive en Valencia. Ha publicado cinco libros de cuentos: Pobres del Sil (1989), Cuentos de amor y del norte (2005), El camino y otros pasos (2012), Nor Noroeste (2013) y Braganza (2015), y cinco novelas: La raya seca (1996) El puente de hierro (1998), El obispo de Cuando (2002), La sagrada familia (2004, con Alberto Gimeno) y De Ricardo Muñoz Suay (2006). Asimismo, el ensayo Ramón Carnicer (1993, ampliado en 2012) y el libro de artículos literarios Un hombre y un gato de Valencia (2006). Ha ganado los premios de narrativa Ciudad de Irún 1995, José María de Pereda 1998, Torrente Ballester 2001 y el Ciudad de Valencia en dos ocasiones: 2003 y 2006. Asimismo el premio Mario Vargas Llosa-Hoteles NH para libros de cuentos en 2004.
“No sé por qué me hablo así desde que llegué a esta sierra, en la que nunca había estado antes. ¿Será que me voy haciendo viejo? ¿Será una señal del cielo? No lo sé y tampoco creo que pueda averiguarlo. Pero siento que necesitaba hablarme de esta forma antes de morir. Aunque espero que mi muerte esté lejana, que así lo haya determinado Dios”.
“Es un hablar interior, pero no como las demás veces. Es más libre, va saliendo como quiere. Y aunque no sé adonde pretende ir, estoy seguro de que no ha de entrañar peligro alguno para la patria. Porque yo vigilo siempre, por encima de cuanto digo y siento. Toda mi vida es un permanente estar alerta y eso no cambiará nunca”.
“Yo soy Francisco Franco Bahamonde, y como Franco existo mucho. Aunque nunca es suficiente porque España lo quiere todo de mí. La patria me conoce, sabe que yo siempre actúo con lealtad y determinación, también con astucia. Así debe ser porque soy el militar que está en la vanguardia, el primero de todos, el vértice. El que se jugó la vida, el que ganó su puesto en la historia, el que salvó a España, el elegido por Dios”.
“Bahamonde, sin embargo, es distinto, representa otra actitud. A mí me gusta esa hache, hice bien en ponérsela. Sin ella Baamonde suena a aldea y a monte, a campos y vacas. A una gente que ya no es, realmente, la de mi familia. Dejó de serlo hace muchos años. Generaciones”.
“La hache le da honor a la palabra, armonía al trazo. Bien lo sé yo, que soy pintor aficionado. Bahamonde evoca a personas que vivieron en la zona alta de la sociedad. No en la aristocracia, pero sí en el acomodo de las casas amplias, los muebles antiguos, las ropas suaves, los ademanes refinados. Algo que no estaba al alcance de Baamonde”.
“Bahamonde también significa resistir y hacerlo con absoluta fe en la victoria. Si Franco es el que ataca, Bahamonde el que aguanta el embate del enemigo, el del ánimo inquebrantable. Todo eso nos lo inculcó mi madre a mí y a mis hermanos. Aceptar cualquier sacrificio para poder llegar lo más lejos posible. Saber encajar las adversidades, ser educado, no ceder nunca. Y no decir la verdad cuando no conviene. Porque siempre es mejor callar que mentir. Aunque si hay que mentir, se miente cuando la meta lo vale. Eso último no lo decía mi madre, pero lo digo yo”.
“Si Bahamonde viene de mi madre, Franco viene de mí, y ya más borrosamente de mi abuelo. Pero no de mi padre porque yo soy muy diferente a él, en realidad opuesto. Él se apartó de los Franco, se hizo Nicolás solo. Mi padre era Nicolás, pero Franco soy yo. El apellido lo llevo y a la vez, lo ilumino hacia el pasado. Elijo quién sí y quién no. Tengo derecho a hacerlo”.
“Franco es la voz de la patria, Bahamonde la de mi madre pero ambas son lo mismo en mí. Esas voces hablan, estoy a sus órdenes. Nadie sabe lo que yo acato, por mucho que sea el generalísimo de los ejércitos. Porque un militar siempre manda tanto como obedece y el primero de todos también debe hacerlo: es el destinatario de las palabras de la patria”.
“Alguna vez he pensado que si mis apellidos hubieran sido al revés todo me habría sido más fácil. Creo que el general Bahamonde suena mejor que el general Franco. Bahamonde es distancia, lo que parece histórico. Pero tal vez me habría hecho ser menos eficaz. Bahamonde habría sido más clemente y eso es un peligro para el soldado. Porque la clemencia casi siempre significa debilidad y no fortaleza, por mucho que digan lo contrario los filósofos y otras gentes que desconocen el corazón de la milicia. Bahamonde sería algo más compasivo que Franco y precisamente por eso Franco es lo que yo tenía que ser. Franco está donde le corresponde, donde siempre ha estado. Ser compasivo es fácil, es dejar hacer. No serlo solo está al alcance de los valientes. No me refiero a la crueldad de los despiadados, sino a la responsabilidad de los cirujanos. A la energía precisa para extirpar los males de la patria”.
“Me gusta este hablar tan libre, tan nuevo para mí. Este caudal de palabras que vienen a diferentes horas, que traen asuntos diversos, que piden paso y que yo dejo que salgan como quieran, a su aire, cuenten lo que cuenten. Mientras contemplo el monte, los bosques, los dos valles estrechos que nacen en esta sierra: de una parte el norteño, más verde, cuyas aguas van al Cantábrico; de la otra el que va hacia el sur, más seco y claro, pero no menos hermoso. Y yo en el medio. Franco y Bahamonde”.
El niño había ido bordeando el río, que cada vez era más estrecho y bravo. El valle estaba poblado por un manto mixto de robles, fresnos y abedules. Pablo nunca había llegado tan lejos en sus aventuras de pequeño explorador, pero no tenía miedo: llevaba un bastón con el pico de metal y también un cinturón con el cuchillo de monte que le había comprado su padre el año anterior en la feria de Vereda. Se sentía seguro.
Al llegar al último prado se apartó de la orilla y comenzó a subir por la vertiente, hacia el nordeste. Un centenar de metros más arriba vio un soldado entre los árboles. No tardó en surgir otro y luego vio dos más. Los cuatro formaban una patrulla de vigilancia.
Pablo no sentía ningún temor. Su padre le había dicho que el mérito más difícil de la vida era el valor y eso él no lo olvidaba. Además le había prometido que nunca sería un cobarde. Se lo había escrito en la primera carta que le envió a la cárcel.
A unos treinta pasos de distancia descubrió un camino forestal. Poco después se escuchó un fuerte ruido de motor y vio humo de tubo de escape ascendiendo entre los árboles. Era un camión del Ejército en cuya caja, cubierta por un toldo verde, iban varias personas sentadas en bancos. Parecían trabajadores, en el grupo había una mujer.
Pablo continuó avanzando por el bosque, en paralelo al camino. Unos cien metros después vio en lo alto de la ladera el pequeño descampado donde estaba la finca de Avelino Dámaso, un empresario de minas que había construido tiempo atrás una gran casa de montaña, con dos plantas y un piso alto, abuhardillado. Junto a la casa había una pequeña vivienda para el guardés, un edificio auxiliar para almacén y un pabellón de invitados. Todo estaba rodeado por una valla de piedra de un metro y medio de altura. Sobre la piedra se armaba una verja de hierro recién pintada de verde.
Delante del recinto se veían varios vehículos Land Rover y una tanqueta con un cañón giratorio. Pablo ya no podía seguir cobijado en el bosque: tenía que pisar el espacio abierto si quería continuar su camino. Y aunque consideró que muy probablemente allí iba a terminar su viaje, había que dar el paso.
Llevaba una gorra de paja y vestía pantalón corto azul celeste y camiseta blanca. Esos colores destacaban con los tonos verdes del monte y de los guardias. Se cruzó con varios, imaginó que alguno le interrogaría, pero nada le dijeron. Uno de ellos incluso le saludó sin detenerse, casi sin mirarlo.
Sintió que estaba ocurriendo algo nuevo. Como si hubiera vislumbrado otro modo de transcurrir el tiempo, de formarse la vida y los hechos. Como si se esfumara por el aire aquello que tendría que haber sucedido. Y nacer así otra cosa, la que él perseguía.
No se le ocurrió pensar que los guardias habían dado por hecho que él era hijo de alguno de los empleados temporales que trabajaban en las cacerías. Hombres rudos, reclutados en las aldeas de la zona, que se alojaban en un barracón de madera escondido en el bosque, a unos trescientos metros de la casa de Avelino Dámaso.
Aquellos hombres salían al monte en la madrugada acompañados de algunos militares. Iban a buscar a los venados en sus escondites, los azuzaban y luego los conducían por robledales y vaguadas hasta hacerlos pasar delante de los puestos de tiro.
-¡Fuego, mi general!
Y el general disparaba.
Pero ahora al niño no le habían disparado. A los niños no se les mata. Alguien debió decir eso, o pensarlo, aunque no era necesario. O quizá nadie pensó nada porque se pensaba poco entonces, no convenía. O daba lo mismo, o la gente ya no se acordaba de pensar. El tiempo era lento, la vida austera, el sol muy frío y el general Franco aún no demasiado viejo.
“Todo está en marcha. El año es bueno, el país progresa, las instituciones funcionan y la paz está garantizada. Pero es que además, y yo ahí sí que veo una señal de la Providencia, España ha ganado la Copa de Europa de selecciones nacionales a la Unión Soviética. Somos los mejores del continente en fútbol, el deporte más popular, y eso es un símbolo más. No solo una fuente de orgullo, también es un triunfo que recuerda y honra la victoria de España sobre el comunismo”.
“La guerra se hace para defender una patria, pero también para transformarla. Por eso hemos construido pantanos y carreteras, colegios y hospitales, puertos y ferrocarriles. La guerra continúa en la paz combatiendo la pobreza o la secular sequía de España. Es soldado el obrero que cava una zanja y el minero que pica la antracita en las entrañas de la tierra. El agricultor es un soldado, el obrero industrial también, y el médico, y el maestro, y el cartero y el viajante de comercio. Ellos creen que trabajan, que se ganan un sueldo, que mantienen a su familia. Pero aunque no lo sepan, también están luchando en el frente de batalla. Cada buen español siempre es un soldado”.
“El enemigo, que no perdona nunca, que solo tiene la destrucción de España como objetivo y esencia, como anhelo mortuorio, nunca podrá negar las nuevas ciudades sanitarias, las enormes empresas públicas siderúrgicas, las factorías de coches y de camiones. Hemos hecho más en los últimos diez años que los anteriores dirigentes de España en doscientos. Solo por eso mi tiempo es bueno; el tiempo de la patria en marcha”.
La tercera patada en el bajo vientre: los gritos de dolor de Luis Boeza fueron anegados con una toalla húmeda que el comisario Manuel Acebo le puso en la boca. El detenido cayó al suelo, se retorcía sobre las baldosas.
Acebo, que estaba acompañado por el policía Jacinto Mena, miró a Boeza como quien mira a una piedra. Para él no había nada en aquellos gemidos, tampoco en la sangre que corría por el rostro. Para él solo había un trabajo, un sueldo y unas horas que habían resultado perdidas porque aquel hombre no había contestado a ninguna de sus preguntas. Luego le hizo una señal a Jacinto Mena, que pateó la cabeza del detenido contra la pared. Era un golpe que podía matar.
Luis Boeza quedó inconsciente, encogido, amoratado. Movía la boca como quien está muriendo. Los dos hombres salieron de la celda de la Dirección General de Seguridad.
-Demasiado ímpetu –dijo el comisario.
-Usted estaba ahí.
-Por mí no hay problema, lo sabes. Está todo bien. Pero ahora hay que tener más cuidado. Lo que antes se podía hacer, parece que ya no conviene tanto. Quizá debí habértelo dicho, pero el hijo de puta me provocó. No aguanto esa cosa de fraile loco que tiene.
-¿Qué cambios ha habido, comisario?
-Presiones internacionales, acuerdos con el Mercado Común o no sé qué. Es lo que me han dicho. Que lo vea el médico.
Dos horas después ingresaron a Luis Boeza en el Hospital Militar Gómez Ulla. A Elva López no le dijeron nada ni se lo iban a decir. Ella solo sabía que en la madrugada del martes habían llegado a casa unos policías vestidos de paisano que se llevaron a su marido en una furgoneta gris.
Él apenas había dicho nada, tampoco ofreció resistencia. Le pidió a Elva que permaneciese tranquila: le dijo que todo obedecía a un malentendido aunque él sabía que no era así. Su hijo escuchó borrosamente pasos, incluso rumor de palabras, pero no llegó a despertarse.
Todo había sido muy rápido: los policías irrumpieron cuando Luis leía en el pequeño comedor y Elva y Pablo dormían. Ella ya no le esperaba, como antes, despierta en la cama. Donde él entraba cada vez más tarde, más ensimismado y obsesivo. Sin que ya casi nunca la abrazara. Se quedaba en una esquina y se dormía inmediatamente.
Un día hablaron de esas cosas. Luis Boeza dijo:
-Te entiendo, Elva; ¿cómo no te voy a entender? Pero ellos me reclaman.
-¿Ellos? Es estúpido decir eso. ¿Quiénes son ellos?
-Los trabajadores, los estudiantes, el país entero… No puedo defraudarles.
-Y entonces prefieres defraudarme a mí. Se ve que te resulta más cómodo.
-No Elva, aquí no estamos hablando de elegir. Mi lucha y mi compromiso para contigo van de la mano.
-¿Compromiso? Háblame de amor, no me hables de compromisos.
-Te amo a ti y amo al pueblo. Tengo que atender a su llamada.
-Eso son palabras vacías, Luis. Palabras que has leído en libros por ahí. Pero yo no quiero esas palabras, prefiero callarme y ya está. Sé que eres noble, no te voy a hacer sufrir. Además, he aprendido a resignarme.
-Elva, no hay ninguna razón para que hables así. No pasa absolutamente nada.
-La vida siempre es dura, la felicidad no existe y todo es una trampa. Alguna vez se lo oí decir no sé a quién, puede que a alguna amiga de mi madre. Me pareció entonces que no tenía razón, pero ahora sé que sí. Que la vida es eso, que la felicidad no existe. Y ya está.
-Yo te quiero.
-Me gustaría vivir de otra manera, Luis, aunque sé que es imposible. Además, noto que has cambiado mucho últimamente.
-¿Por qué dices eso?
-Te estás yendo de mí, de nosotros, y lo haces cada vez más deprisa. Sé que no querrías que pasara esto, pero pasa.
-No es verdad.
-Yo creo que hasta miras la casa de otro modo, incluso a mí. Y al niño…
-Al niño no… Ni a ti.
-Y yo me doy cuenta de todo.
“La libertad política es un señuelo. ¿Qué libertad había en la República? ¿La de insultar, la de matar? ¿La de desmembrar la nación y quemar conventos? ¿La de repartir insidias en todas las escalas de la sociedad? ¿La libertad del crimen y la venganza? Pues si esa es la libertad, yo la combato. Aunque me cueste la vida. Siempre me opondré a la falsa libertad que propicia el odio”.
“Creo que la libertad es un asunto personal. Y tiene su ámbito en lo familiar, lo profesional, lo mercantil… Cada uno es dueño de pensar como quiera, de casarse con quien quiera, de ejercer el oficio que mejor le cuadre, de vivir en la ciudad que más le interese. Esa es la libertad razonable, porque la otra solo conduce al conflicto. Si me dicen que hay países donde no sucede eso, lo acepto. Pero en España es así, yo no lo he inventado”.
Elva abrazó a Pablo.
-Todo se va a arreglar y muy pronto; ya lo verás.
-Papá está preso.
-No lo está, no digas esas cosas. Se lo han llevado para hacerle unas preguntas, eso es todo.
-¿Qué preguntas, mamá?
-No lo sé. Pero seguro que lo han confundido con otro.
Luego le dijo que tenía que ser fuerte. Y que siguiera durmiendo porque ella tenía que irse un rato.
-No quiero quedarme solo.
-Antes de que despiertes estaré aquí.
-¿De verdad?
-Mucho antes.
-¿Volverás con papá?
Ella le dio un beso y lo llevó de la mano hasta su cuarto. Luego se peinó, se vistió, pidió un taxi por teléfono y se presentó a las tres y cuarto de la mañana en la sede de la Dirección General de Seguridad, en la Puerta del Sol. Pero allí lo único que lograría saber, después de una larga espera y de las palabras humillantes de los policías, fue la fría confirmación de que su marido estaba en una de las celdas. Ningún otro dato.
-Y ahora se tiene que marchar de aquí.
Volvió a casa antes de las siete de aquel día 13 de julio de 1964. Pablo estaba despierto, en la cama. Madre e hijo se abrazaron, permanecieron así un largo rato. Se necesitaban más que nunca, ella dijo que en aquel abrazo también estaba Luis Boeza. Que les quería, que pensaba en ellos. Luego se quedó sin palabras, su rostro parecía tallado por el dolor y la desesperanza. Se fue al baño, se lavó la cara y entró en la cocina para preparar el desayuno de Pablo: un tazón de leche y una rebanada de pan con mantequilla y miel.
El niño iría a clase, como todos los días: su madre se lo había pedido. Lo despidió fingiendo normalidad. Pablo se dio cuenta y agradeció esa actitud, que tanto necesitaba. Sin decir nada fue bajando las escaleras, el colegio estaba a unos trescientos metros.
Cuando se quedó sola, Elva rompió a llorar. Ahogaba sus gritos apretando la almohada contra la boca. Sus manos temblaban, le ardían los ojos. Consideraba que su vida había terminado, la vida mejor que había tenido, aunque no fuera perfecta. Sentía que solo iba a haber túnel y dolor a partir de entonces.
Se sintió desamparada. Como una niña que avanza por un desierto blanco. Entonces recordó a su padre, trató de protegerse así. Se llamaba Eliseo Martín Abenza y había muerto cuando ella tenía once años. Era conductor de tranvía y en la guerra fue miliciano en la defensa de Madrid, donde fue abatido en noviembre de 1936. Le alcanzaron los disparos de una ametralladora situada en el hospital clínico de la Ciudad Universitaria.
“Quédate por aquí, padre, en estos días me harás falta. Quiero que estés mucho más cerca que otras veces. Mirándome y que me escuches. Quiero sentir que no estoy sola, que tú me sujetas. Que me dices las palabras que necesito para vivir. Palabras que vienen de la muerte y que por eso valen tanto. Porque soy tan hija tuya en la muerte como en la vida”.
¿Y su madre? No hacía falta recordarla: la tenía presente en todo. Había muerto de un derrame cerebral tres años antes, a los 57. Carmen Canal Vila se filtraba en su vida en cada instante, sin decir nada. Ella sabía muchas cosas de su hija, aunque cada vez sabía menos. Porque el tiempo pasa y Elva ya notaba que los muertos también van perdiendo la memoria.
Luego se durmió, no se despertaría hasta que vino Pablo del colegio. El niño la encontró en la cama, pálida y azul, como si fuera otra madre.
-Ven, hijo mío, dame un beso.
No lloraron esta vez. Ella dijo:
-Tenemos que vivir como si papá estuviera con nosotros. Además, lo está.
Se levantó, preparó una ensalada y llamó a su trabajo para decir que no iría, que se encontraba mal, y se puso a ordenar la casa. Cambió las sábanas, aireó los cuartos y hasta saludó con naturalidad a las vecinas por el patio de luces. Luego se quedó dormida en el cuarto de estar.
En la cena apenas hablaron, no tenían ánimos. Una columna de silencio se había ido adueñando de los dos poco a poco. Ella intuyó que aquel silencio les iba a cuidar en cada momento de tristeza o de temor. Era un huésped tímido, pero también tenaz. Y bueno.
-El silencio habla, hijo mío, tienes que entenderlo.
-No sé qué quieres decir, mamá, pero eso debe de ser porque soy un niño.
-Cada día te dirá más y debes escucharlo siempre. El silencio te acaba indicando lo que hay que hacer, aunque sea duro. Y no eres tan niño, vas a cumplir doce años. A esa edad no se es un niño del todo.
-¿Y qué se es entonces? ¿Qué soy?
-Un niño mayor, algo así.
-¿Un adolescente?
-Yo creo que todavía no.
Si ella tuviera fe en Dios pensaría que aquel amortiguarse la vida era un regalo del cielo. Pero como no era religiosa, atribuyó la inesperada quietud que sentía a alguno de los misterios que guarda el cerebro. A mecanismos que solo se ponen en marcha cuando circunstancias muy excepcionales los reclaman. Herramientas que traen las destrezas más sutiles, decantadas por la Humanidad a lo largo de cientos de miles de años.
-¿Sabes una cosa, hijo? Los hombres primitivos nos están ayudando a los dos. Ahora, en estos tiempos tan difíciles.
-¿Los que vivían en las cavernas?
-También los de antes. Ellos fueron aprendiendo todo de padres a hijos, a lo largo de muchísimos años.
-¿Qué es aprenderlo todo, mamá?
-Lo que es la vida, Pablo. El nacer, el vivir, el morir, el que sucedan cosas buenas y malas. Ellos lo supieron mucho antes que nosotros. Es una luz que fue pasando de hombre en hombre, de mujer en mujer… Y eso lo llevamos dentro.
-¿Todos?
-Claro. Cuando nacemos no solo nos dan un cuerpo, unos sentidos. También nos dan ese secreto.
-Lo que dices es bonito. Es como si fuéramos amigos de los hombres primitivos.
Se acostaron, durmieron abrazados. Aquella noche Pablo soñó con su padre.
“Entonces, ¿es verdad que hay hombres malos?”
“Siempre los ha habido. La vida es así aunque no debería serlo. Hay personas egoístas y crueles que lo quieren todo para ellos, o a las que les gusta hacer daño.
“¿Y esos hombres que te vigilan, papá, son malos…?”
Se despertó asustado, llorando.
-¡Papá!
Elva López se dio la vuelta, le abrazó y le dijo:
-Papá va a venir.
-¿Cuándo?
-Dentro de un tiempo. No será muy largo, ya lo verás.
-Si no viene pronto iré a buscarlo y lo traeré. Seguro que puedo, mamá. ¿O tú crees que no?
-Lo que importa es que vas siendo un hombre. Lo demuestras en todo y yo estoy muy contenta.
-Soy un soldado, no soy un niño. Yo no lloro, yo mato.
Elva López sonrió.
-No debes decir esas cosas.
-Hay que matar a los hombres que se lo merecen, mamá.
-Nadie merece morir. Ni siquiera quienes han hecho mucho mal.
-Eso lo dices porque eres buena, mamá, pero no tienes razón.