Kitabı oku: «El futuro del pasado religioso», sayfa 6

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NOTAS SOBRE LAS FUENTES DE LA VIOLENCIA:
PERENNES Y MODERNAS
1. EL ENIGMA DE LA VIOLENCIA

En este ensayo no quiero analizar todos los aspectos de la violencia, lo que incluiría la violencia doméstica, la violencia criminal y otras similares. Lo que me preocupa es la violencia categórica, la violencia ejercida contra un conjunto (categoría) de personas, gente a la que podríamos no llegar a conocer nunca o con la que no tenemos ningún contacto. Pienso en la violencia ejercida contra una minoría de chivos expiatorios o en fenómenos como la limpieza étnica o el genocidio. Y no es necesario decir que también tengo en mente los eventos del 11 de septiembre de 2001.

El hecho de que se repitan tan frecuentemente en nuestro siglo «civilizado» es profundamente problemático. ¿Cómo podemos explicar esta recurrencia? ¿Es una mera «supervivencia», un «retroceso» a tiempos anteriores? Lo profundamente perturbador de este tipo de violencia no es solo que ocurra, que la gente pueda sentirse motivada a matar a toda una categoría de personas, a menudo sobre fundamentos patentemente irracionales; sino también que i) esta violencia suele ser «excesiva», se extiende más allá de su objetivo original para englobar cada vez más víctimas, cometiendo atrocidades y mutilaciones; ii) puede envolverse de algún lenguaje de purificación, según se ve en expresiones como «limpieza étnica»; al tiempo que iii) también puede incluir algún elemento ritual. Estas dos últimas características nos recuerdan a modos de violencia propios del sacrificio en las religiones primitivas y esto puede fomentar la sensación de una «vuelta atrás».

¿Podemos entender la violencia en términos biológicos o debemos recurrir a lo metabiológico? Aquí, utilizo «meta-» en uno de los sentidos originales de su uso en «metafísica», lo que está después o más allá de la física. ¿Qué significa «meta-» en «metabiológico»? Podemos formularlo del siguiente modo: lo biológico es lo que compartimos con otros animales. Necesitamos comida, abrigo, sexo y otras cosas que buscamos por nuestra propia cuenta, pero que sirven a necesidades similares a las de otros animales, como la ropa para el abrigo. Entramos en el campo de lo metabiológico cuando nos encontramos con necesidades relacionadas con el significado. Aquí ya no podemos explicar lo que está implícito en términos biológicos, aquellos análogos a los de los animales, ni qué tipo de cosas responden a esta necesidad, como la sensación de objetivo, la importancia o el valor de un cierto tipo de vida, o similares.

Podemos dar explicaciones sociobiológicas tanto del sexo como de la violencia. Podemos imaginar que nuestros antepasados desarrollaron una predisposición para la lucha y, si era necesario, para matar a los ajenos a sus clanes, pues de otro modo no habrían sobrevivido; del mismo modo podemos explicar los lazos de pareja entre hombres y mujeres, que permitían más descendencia y garantizaban la supervivencia. Quizá podríamos pensar que esto explica fenómenos actuales, como las movilizaciones nacionalistas en favor de la guerra, que justifican feroces ataques contra el enemigo, o la importancia del amor y el matrimonio en todas las sociedades humanas. De algún modo debe de ser cierto que nuestra historia evolutiva ha contribuido a lo que somos hoy día. La cuestión es hasta qué punto la sociología lo explica todo.

Incluso los sociobiólogos deben ser conscientes de que hemos creado elaboradas matrices metabiológicas sobre el amor y la guerra, que tenemos nociones sobre qué es el verdadero amor o cuándo una guerra se hace por una causa justa. La cuestión es si estas matrices de autocomprensión explican algo importante sobre nuestra conducta en estos dominios. En particular, estas matrices son culturales, varían de una sociedad a otra. ¿Es importante comprender las variaciones con el fin de entender por qué hacemos lo que hacemos o las principales características de nuestras acciones en estos dominios pueden explicarse adecuadamente en función de nuestra común herencia evolutiva?

Nadie negaría que estas variadas matrices culturales son fundamentales para entender las perspectivas morales y religiosas de diferentes sociedades. Quizá tenemos que ir al nivel metabiológico con el fin de comprender los modos en que cada cultura lucha para controlar las poderosas fuerzas destructivas del sexo y de la violencia. Pero quizá estas fuerzas podrían entenderse en términos puramente biológicos. Este modo de plantear la cuestión encaja fácilmente con la idea de la violencia categórica como «retroceso». La cultura evoluciona y trae estándares cada vez más elevados de conducta moral. Ahora vivimos con y, en gran parte, por nociones de derechos humanos que son incomparablemente más exigentes que las de civilizaciones previas; pero los viejos impulsos aún acechan, esperando a que se den ciertas condiciones que les permitan surgir. Podemos incluso añadir un giro freudiano a este modo de plantear las cosas: el avance de la civilización conlleva estándares más rigurosos que prohíben, todavía más, la conducta violenta. Anteriores vías de escape, como el carnaval, las revueltas, las ejecuciones públicas ritualizadas, las corridas de toros, la caza del zorro y otras cosas que ahora consideramos bárbaras, se ponen en entredicho. A esto debemos añadir la sensación de liberación y la oleada de excitación que acompañan a los brotes de violencia categórica, cuando estos son permitidos.

Dentro de esta división, podríamos intentar explicar la violencia desde un nivel puramente biológico, como algo que presumiblemente permanece igual en la vida humana, incluso cuando la cultura «avanza». Observamos que los hombres, frecuentemente los hombres jóvenes, suelen ser los agresores. Esto puede llevarnos a una explicación hormonal. Pero ¿todo se reduce a la testosterona? Esta explicación parece radicalmente insuficiente. No es que la química del cuerpo no sea un factor fundamental, sino que nunca funciona por sí sola en la vida humana, también lo hace a través de los significados que las cosas tienen para nosotros. La explicación hormonal no nos dice por qué la gente es más propensa a ciertos significados. En el mejor de los casos, podría explicar el hecho bruto de la violencia cuando, por ejemplo, estamos molestos o podría explicar por qué los hombres son más violentos que las mujeres en las relaciones. Pero incluso esto es cuestionable ante descubrimientos como los de James Gilligan sobre la humillación como importante factor causal en la violencia individual1.

Y, cuando nos centramos en la violencia categórica, vemos que los factores metabiológicos suelen jugar un papel decisivo. Sí, los hombres jóvenes son más propensos a la violencia; pero también podemos comprobar que son más proclives a ella cuando están desempleados, o haraganeando, o cuando no ven un futuro significativo para sí mismos, como en los campos de refugiados de Palestina. Las matrices de significado en las que sus vidas están inmersas son las que les ofrecen la sensación de un objetivo vibrante, que puede galvanizarles y dar significado a sus vidas. Además, estas matrices son las que designan quién es compatriota y quién es enemigo.

Y entonces puede darse lo que antes llamé, un poco eufemísticamente, el «exceso» que suele acompañar a esta violencia. Da a los agresores una «superioridad» que les permite y les tienta a ir más allá de todos los límites permisibles. Como un perspicaz observador señaló en un reciente libro:

La seducción de la violencia, la fascinación por lo grotesco, el hacerse con un poder casi divino sobre otras vidas humanas y la droga de la guerra, similar al éxtasis del amor erótico, se combinan para dejar nuestro cuerpo en manos de los sentidos. La acción de matar desata en nuestro fuero interno una oscura tendencia que nos lleva a envilecernos y flagelarnos buscando todavía mayores orgías de destrucción. Los muertos, tratados con respeto en tiempos de paz, son profanados durante la guerra, convirtiéndose en elementos de una representación teatral. En Bosnia se empalaban los cadáveres en las puertas de los establos, decapitados o colgados sobre las vallas como ropa vieja, se tiraba a la gente a los ríos, se les quemaba vivos en sus hogares, se les conducía a almacenes en donde los mataban y mutilaban, o se les abandonaba en las cunetas de las carreteras. Los niños podían pasar por delante de los cadáveres en la calle, mirarlos con perplejidad y seguir andando2.

Resulta tentador explicar este tipo de brote de barbarie como sugiere el término: como un retroceso a tiempos anteriores menos civilizados. Pero creo que es una peligrosa ilusión. Incluso si fuese verdad, no significaría que lo primitivo deba ser explicado en términos biológicos y no culturales.

Podríamos caer en la tentación de explicar lo superior aquí, el abandono salvaje, por el hecho de que estos impulsos subyacentes, al ser refrendados y reprimidos en la civilización moderna, cuando los dejamos salir, provocan una repentina liberación de alta energía. Y esta visión se ve fortalecida cuando advertimos cómo la liberación de la violencia también puede ser un tipo de afrodisíaco, desencadenando deseo sexual y dando a los agresores un aura erótica3.

Pero, incluso cuando volvemos a los tiempos «bárbaros», antes de las fuertes prohibiciones de la civilización moderna, vemos que, en los tiempos primitivos, estos dos impulsos también se entrelazaban con significados metabiológicos. La sexualidad conectaba con lo sagrado a través de rituales como el matrimonio sagrado o la prostitución en los templos. La violencia categórica en forma de guerra hunde sus raíces en la historia humana. Keegan argumenta que, al principio, estaba en gran parte ritualizada4. Esto limitaba el daño. (La ironía es que el «progreso» ha traído consigo mayores destrucciones como consecuencia de la acción «racional»). Y aquí encontramos la rica y variada historia del sacrificio humano.

No solo nuestras luchas por controlar el deseo sexual desenfrenado y la violencia necesitan entenderse en términos metabiológicos, sino que estos mismos «impulsos» han de comprenderse a través de las matrices de significado que dan forma a nuestras vidas.

Mi objetivo aquí será intentar identificar algunos de estos significados. El exceso, la purificación, lo ritual parecen hacernos retroceder a una historia «primitiva», a una historia religiosa, en definitiva, a una religión «primitiva». Entonces, ¿son estos fenómenos meros «retrocesos»?

Sí y no. Hay una continuidad con esta historia, pero es más la reedición de una historia antigua en una nueva versión o la transferencia de antiguas melodías a un nuevo registro.

2. LOS SIGNIFICADOS METAFÍSICOS DE LA VIOLENCIA

¿Cómo entender el significado superior, el significado metafísico, de la violencia?

Hasta donde podemos ver, la religión ha implicado, de un modo u otro, sacrificio. Necesitamos renunciar a algo, ya sea para aplacar a un dios, o para alimentarle o para conseguir su favor. Pero esta exigencia también puede espiritualizarse o moralizarse: somos radicalmente imperfectos en relación con lo que Dios quiere. Así que necesitamos sacrificar las partes malas o renunciar a algo como castigo por las partes malas.

La sensación de no ser digno desempeña un importante papel aquí. Pero los seres humanos también han estado siempre bajo la amenaza de fuerzas destructivas. Tenemos huracanes, terremotos, hambrunas, inundaciones. Y, en los asuntos humanos, también tenemos personas y acciones destructivas: invasiones, saqueos, conquistas, masacres. O quizá sintamos la amenaza de la entropía final.

Podría ser que se les dé un significado por estar incluidas dentro de las terribles demandas del destino funesto, que es nuestro en virtud de lo que debemos a los dioses o de nuestras imperfecciones. Esta explicación encaja con la idea nietzscheana de que necesitamos dar significado al sufrimiento para hacerlo soportable. Pero también se puede entender al contrario: el sentido de falta, de nuestra condición defectuosa, es el factor primitivo y necesitamos darle forma. No es que primero suframos y entonces busquemos un significado, pues de este modo el sufrimiento se convierte en castigo; sino que primero merecemos el castigo (dada nuestra condición defectuosa) y entonces buscamos ciertos modos de sufrimiento para darle forma o sentido a todo esto y ver cómo podemos compensarlo. De este modo, nuestro castigo llega a identificarse con este sufrimiento. En este sentido, incluso las fuerzas destructivas naturales llegan a considerarse salvajes y llenas de un espíritu de destrucción.

La religión puede hacer que nos identifiquemos con estas demandas/destinos. De este modo también vemos la destrucción como divina, como sucede con Kali-Shiva. Y, cuando uno se identifica con esta comprensión, al renunciar a todas las cosas que son destruidas, siente que se purifica a sí mismo. La destrucción salvaje recibe un significado y un objetivo. En cierto sentido se domestica, se vuelve menos temible, aun cuando adquiere parte del terror de lo numinoso.

Por supuesto, esto implica someterse a una voluntad externa y superior, a un objetivo o a una exigencia, y requiere descentramiento. Pero también existe otra forma de ocuparnos de la violencia, de la destrucción y de los terribles miedos que nos suscitan, una forma que nos da una sensación de poder, de tener el control. Es un elemento fundamental en la ética guerrera: nos enfrentamos al miedo a la destrucción, aceptamos la posibilidad de una muerte violenta. Incluso nos vemos a nosotros mismos avanzando sin temor hacia nuestra propia muerte: somos «hombres muertos de permiso». Pensemos en el simbolismo de identificar a un regimiento con una calavera: por ejemplo, el batallón Totenkopf del Ejército prusiano.

Entonces nos instalamos en la violencia, pero como reyes, sin miedo, como agentes de pura acción, tratando con la muerte: somos los gobernadores de la muerte. Lo que antes era terrorífico, ahora es excitante, estimulante, nos sentimos en la cima más elevada. Da un sentido a nuestras vidas. Esto es lo que significa trascender. Comentando sus entrevistas con los líderes de las revueltas comunales en Hyderabad, Shudir Kakar afirmaba: «La excitación de la violencia llega a ser la mayor confirmación de que uno aún está físicamente vivo, una confirmación de la misma existencia»5. Regresamos al «poder casi divino» que mencionaba Hedges en la cita anterior.

En todas las culturas guerreras podemos ver como esta voluntad de arriesgar la vida es una fuente de dignidad, es una base fundamental del honor. Aquellos que se acobardan son deshonrados (el fundamento del código de honor de los duelistas). También vemos reflejado esto en la dialéctica del amo y el esclavo de Hegel: cada parte en el duelo a muerte desea probar que se ha elevado por encima de la mera vida6.

A su vez, el honor intensifica el impulso a la vendetta. Perdemos a menos que devolvamos con la misma moneda aquello que nos ha sido infligido7.

Por lo tanto, una forma de tratar con el terror calma la turbulencia de la violencia, ya sea privándola de su poder numinoso o identificándola con algún poder superior, que es, en último término, benévolo. Mientras que la otra forma mantiene la fuerza numinosa de la violencia, pero invierte el campo del temor: lo que antes hacía que nos acobardásemos, ahora nos estimula; vivimos por ello, trascendemos los límites normales gracias a ello. Esto es lo que anima la ira en la batalla, la furia frenética, que hace posibles hazañas inimaginables en nuestro modo cotidiano de ser.

Existen otras formas de combinar estas dos respuestas, como ocurre en algunas culturas con el sacrificio humano. Por una parte, nos sometemos al dios a quien ofrecemos nuestra sangre, pero los sacrificadores también se convierten en agentes de violencia: ellos son los que hacen el sacrificio en lugar de someterse a él, caminan en sangre y gore, pero ahora con una intención sagrada. No hay nada más satisfactorio que una masacre sagrada que combina las dos estrategias para tratar con este terror. René Girard ha analizado este terreno en el que la religión y la violencia se encuentran en una serie de trabajos pioneros8.

Girard entiende la violencia sagrada como la violencia de un pueblo que busca unanimidad en el ataque a la víctima. Esto cura las fisuras de la rivalidad mimética que amenaza con separarlos. Es parte del mecanismo de la violencia sagrada. Pero también parecen existir otras dimensiones en:

a) La ofrenda de una parte de nuestros bienes a un dios con el fin de conservar el resto, como en los sacrificios aztecas al dios del maíz. La dimensión numinosa aparece con la sensación de estar alimentando al dios, al espíritu, al tótem, o lo que sea. Tenemos que ser dignos o ganarnos la posibilidad de serlo. Tenemos que dar y tiene que costarnos. En consecuencia, debemos sacrificarnos.

b) La elevación de la violencia hasta el nivel de lo sagrado, convirtiéndola en un modo de participar en el poder de Dios, en la destrucción divina. Así nos purificamos de lo que parece malo o simplemente nos ensimismamos en nuestra agresión. Esto puede jugar un importante papel en el ritual de sacrificio, pero también en el mecanismo girardiano de expulsar al chivo expiatorio.

c) La expulsión de la violencia que también supone purificación, porque es un modo de afirmar su presupuesto, a saber, que aquello que es expulsado o el enemigo concentra todo el mal en sí mismo. El mal ya no está en nosotros, sino fuera de nosotros.

3. PUREZA Y CONTRASTE

¿Cómo sucede esto? ¿Cómo se convierten algunas personas en blancos?

Encontramos una explicación en 1) el mecanismo del sacrificio, tal como lo describió René Girard. Primero, existe una rivalidad mimética que amenaza con disolver nuestra sociedad y, entonces, forzamos una unidad de todos menos uno, la víctima. Esto restaura la paz general, a expensas de la persona sacrificada. Pero esto no es necesaria ni extensionalmente equivalente a 2) el mecanismo del chivo expiatorio. Aquí, al expulsar el mal, se da una catarsis, con el corolario de que lo que ha sido expulsado concentra todo el mal en sí mismo. De nuevo damos rienda suelta a una ira santa. El punto (2) también fortalece la unidad, pero frente a otro peligro: la sensación de que el orden que nos liga se está corrompiendo, se rompe, pierde solidez o una lealtad realmente firme.

3) Esa sensación de solidez puede alcanzarse si nos centramos en un enemigo externo. La oposición puede expresarse en la guerra. Pero también puede existir una rivalidad mimética entre sociedades, un estado de guerra, como en el imperialismo del siglo XIX.

¿Cómo entendemos (2)? ¿Por qué queremos purificar o expulsar el mal? ¿Cómo se convierten determinadas personas en candidatas a asumir el papel de chivo expiatorio? ¿Quién se convierte en el extranjero?

Los individuos nos definimos en función de nuestras creencias, de una ética, de un orden ideal o de un modo de vida. Necesitamos que sea así porque no podemos vivir en el caos: en el mal, la violencia, lo erróneo, la destrucción, el desamparo, la ausencia de significado. Vimos esto antes, en nuestro modo de tratar con las fuerzas destructivas.

Pero también hacemos frente manteniendo el mal fuera. Verse uno mismo como malo o sentirse en un caos moral desestabiliza, paraliza. No podemos admitirlo, a menos que invirtamos el campo de juego y digamos que «el mal está bien» o que estamos «más allá del bien y del mal» como hace Nietzsche.

Para identificar el mal o el desorden como externos, necesitamos un caso de contraste, una contraposición. Los «bárbaros» y «salvajes» adoptaron tradicionalmente este papel. Por supuesto, el caso de contraste puede ser muy lejano, personas con las que no existe un contacto real. El contraste nos ayuda a definirnos, pero también identifica el mal, la falta y el error como exteriores: nosotros no somos salvajes, ni bárbaros, ni nazis, ni estalinistas, ni ladrones, ni asesinos, ni pederastas, etcétera.

Donde no hay contacto, este mecanismo puede ser relativamente inofensivo, pero, en caso de contacto, puede provocar terribles crueldades. Pensemos en la Conquista, en el mercado de esclavos y en el modo en que se liberó el placer de la agresión.

Pero también hay casos en los que el extranjero, el caso de contraste, puede sentirse como una amenaza vital. Esto puede ocurrir cuando el enemigo está dentro.

a) Puede ser porque nos sentimos tentados como con la homofobia o con los mitos de potencia sexual de los extranjeros.

b) O puede ser porque el orden está bajo algún tipo de tensión. Entonces el mecanismo del chivo expiatorio de Girard muestra que el extranjero está presente en el interior: son contaminadores. Esto es típico, por ejemplo, en el antisemitismo medieval europeo. Estas cosas solían ocurrir en el mundo encantado. La locura de la brujería es otro llamativo ejemplo que llegó hasta la frontera entre dos eras, cuando el desencantamiento ya se había iniciado.

Por supuesto, (a) y (b) pueden combinarse.

c) Pero también la frontera puede tender a erosionarse. La emancipación y el fin de la era encantada socavaron la anterior imagen de una frontera alrededor de la cristiandad.

Todos estos factores se unen a finales del siglo XIX y principios del siglo XX para crear un terrible nuevo antisemitismo. Estuvo motivado por la envidia y por el sentimiento de amenaza al orden que buscaba un chivo expiatorio; pero, al mismo tiempo, fue una erosión de la frontera. Como consecuencia de la emancipación, los judíos ya no eran extranjeros en el mismo sentido: el «enemigo» estaba dentro. Todo ello culminó en el nazismo, que trajo consigo una renovada ética guerrera, invirtiendo el campo del miedo y del tabú, y que movilizó al ataque contra el chivo expiatorio, completado con la mitología de expulsar el mal: ira santa, matanza sagrada.

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