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III.2.2 Los modos de concomitancia (el tempo)
Por modo entendemos, aunque en un sentido diferente del que le atribuyó R. Jakobson, el resultado de la proyección de lo paradigmático sobre lo sintagmático.9 Si, como lo indica Hjelmslev en Principios de gramática general, “lo sincrónico es una actividad, una ‘energeia’”, el proceso se parece más a un campo de Agramante donde cada cual se presenta con las armas que posee, que a un “jardín a la francesa”.
¿Qué pasa cuando la oposición paradigmática elemental [rápido vs lento] se proyecta sobre el eje sintagmático? En una palabra, ¿qué sucede cuando una oposición virtual da lugar a un contraste efectivo? ¿Cuando magnitudes movidas por velocidades distintas, y por tanto desiguales, entran en relación unas con otras? Una aproximación semejante tiene sin duda un carácter ferroviario y evoca los deliciosos problemas de antaño en los que se pedía a los escolares que calculasen dónde y cuándo se cruzarían o se alcanzarían dos trenes que corrieran a velocidades distintas en función de determinados horarios, o también aquellos otros problemas en los que se planteaba la situación de unas bañeras que se iban vaciando mientras que uno trataba de llenarlas…
Por modo de concomitancia entendemos, por un lado, cierta clase de objetos-eventos, o lo que es lo mismo: los desafíos que se derivan de las flagrantes desigualdades de tempo, y por otro, el tratamiento que los sujetos, en función de los recursos semióticos con los que cuentan, aplican a las diferencias intempestivas de tempo que los solicitan. En efecto, si se admite que el campo de presencia sigue su propio curso, entonces se encuentra a merced del sobrevenir: el tempo, en la medida en que controla el ambiente, la densidad y la gravedad propios del campo de presencia, asegura el predominio discursivo del evento, pues el Micro-Robert declara a este propósito: “lo que ocurre y tiene importancia para el hombre”. No faltan descripciones precisas de tal conmoción-conmutación. En el capítulo siguiente volveremos sobre esto.
En un texto titulado Diseñar el discurrir del tiempo, H. Michaux ha analizado el trastorno, la devastación del campo de presencia de aquel que creía “comunicar con [su] propia velocidad”:
Tenía que aprender por mí mismo la horrible, la trepidante experiencia que consiste en cambiar de tempo, de perderlo súbitamente [en la experiencia de la mescalina y del ácido lisérgico], de encontrarme con otro en su lugar, desconocido, terriblemente rápido, con el que uno no sabe qué hacer, que todo lo vuelve diferente, irreconocible, sin sentido, disparatado, que hace que todo desfile tan rápidamente que uno no lo puede seguir, pero que de todos modos hay que seguirlo, donde pensamientos, sentimientos parecen proyectiles, donde las imágenes tan acentuadas como aceleradas resultan violentas, retorcidas, perforantes, insoportables…10
Para el sujeto, la medida del intervalo que media entre dos magnitudes afectadas por velocidades desiguales adopta fácilmente los nombres de sincronismo y de sincronización. A primera vista, la oposición parece enfrentar el sincronismo con el asincronismo, como el siguiente análisis del sujeto sorprendido, que debemos a Valéry:
… Y como soy por mis sentidos —ligado al hecho consumado, jalo de mí mismo, resisto a lo que me arrastra— me divido. Y no logro recuperar la calma, no llego a restablecer el intercambio equilibrado (entre preguntas y respuestas) sino por medio de una secuencia de oscilaciones decrecientes—, al final de las cuales se crea la sincronización.
Lo que percibo es, pues, en esa hipótesis, siempre el efecto de una causa instantánea— es decir, que actúa tan brevemente para que mi modificación propia, total durante su duración, sea infinitamente pequeña — en este caso, no percibida por sí misma —. Así es que he sido creado por asincronismo — existo como entre amortiguamientos —. Existo a intervalos — Despertar…11
Sin embargo, en el sincronismo hay que distinguir dos casos: la identidad y el ajuste. Existe identidad si las dos magnitudes aproximadas conservan las mismas velocidades. Existe ajuste —ajuste ciertamente concesivo— si, como sucede con la armonía en música, las dos velocidades producen para el sujeto el equivalente de un acorde, una congruencia apreciable. Y, de hecho, la música presenta una situación privilegiada cuando se trata de tempos simultáneos y distintos. La polifonía se ha convertido en su dominio, y el fenómeno masivo del acompañamiento, más que embarazoso para la mayor parte de las demás artes, no plantea en la música ningún problema. Al respecto, M. Kundera escribe:
Me parece que el arte de la melodía, hasta Bach, conserva ese carácter que le imprimieron los primeros polifonistas. Estoy escuchando el adagio del concierto de Bach para violín en mi mayor: como una suerte de cantus firus, la orquesta (los violoncelos) interpretan un tema muy simple, fácilmente memorizable, que se repite varias veces, mientras que la melodía del violín (y en ella se concentra el desafío melódico del compositor) planea por encima, incomparablemente más larga, más cambiante, más rica que el cantus firmus de la orquesta (al cual no obstante se subordina), bella, seductora pero inasible, imposible de memorizar, y para nosotros, muchachos de la segunda parte [del concierto], sublimemente arcaica.12
Los poetas del siglo XIX, especialmente Baudelaire y Mallarmé, “descubrieron” no tanto la música como su poder —ilegítimo según Valéry. Numerosos poemas de Baudelaire parecen ensayos para ajustar en un conjunto distintos tempos, jugando en todos los niveles con la desigualdad de un texto “en progreso”, compuesto de varias estrofas y de un estribillo invariable. Ese es el caso, entre otros, de “La invitación al viaje”, que está formado por tres estrofas marcadas por un progreso de la distensión, interrumpido por un estribillo reposado:
“Là, tout n’est qu’ordre et beauté,
Luxe, calme et volupté”.
[Allí, todo es orden y belleza,
lujo, calma y voluptuosidad.]
Sin embargo, la interrupción solo concierne a la manifestación: volviendo a la metáfora de la línea (Saussure, Hjelmslev), el poema no cambia alternativamente de línea, sino que sigue dos líneas de sentido con su tempo propio cada una. Pero es a Mallarmé a quien debemos las reflexiones más audaces al respecto. En el prodigioso prefacio a Una tirada de dados jamás abolirá el azar, Mallarmé plantea —y resuelve— la cuestión de saber si un mismo texto puede manifestar tempos distintos, y, a propósito de la tipografía “insólita” de dicho texto, escribe: “La ventaja literaria, si es que tengo derecho a decirlo, de esa distancia imitada que mentalmente separa grupos de palabras o palabras entre sí, consiste en que da la impresión de acelerar, unas veces, y de retrasar el movimiento, otras, escondiéndolo, intimándolo incluso con la visión simultánea de la Página…”13
La tensión decisiva pone frente a frente un asincronismo controlado, “consonante”, portador de euforia, propio de las obras de arte en la medida en que están, por constitución, sustraídas a las diversas condiciones que pesan sobre la existencia, y un asincronismo no resuelto, “disonante”, que corresponde a las vivencias sometidas a dichas condiciones.
También en ese caso, el reparto vivencial entre padecer y actuar, entre lo impuesto y lo proyectado es decisivo. El punto de partida es un evento que está en discordancia con la actitud tímica y modal del sujeto. De acuerdo con la sintaxis tensiva, tal velocidad es identificada como repunte o atenuación intempestivos, los cuales reclaman por parte del sujeto la corrección que implica la identificación a la que, justamente, acaba de proceder. El cuadro siguiente establece el paradigma de las posibilidades ofrecidas al sujeto:
De acuerdo con la primera línea, la de los golpes de suerte, el sujeto se halla colocado ante el “hecho consumado” de una aceleración que lo coge de improviso y reduce el quantum de espera que había aceptado; solo le queda el deseo de un retraso que restablezca la situación que ha quedado virtualizada, y que invierta, como por arte de magia, el curso del tiempo, cambiando un “ya” inoportuno en un “aún no” que le proporcione una tregua al sujeto. En suma, la primera posibilidad se basa en una sintaxis del frenazo, a la que está consagrado un pasaje muy conocido de En busca del tiempo perdido: se trata del “ritual” del acostarse del narrador al comienzo de Por el camino de Swann; nos tomamos la libertad de subrayar los términos que son pertinentes a nuestro propósito:
Mi único consuelo, cuando subía a acostarme, era que mi mamá vendría a besarme cuando estuviera ya en la cama. Pero aquellas “buenas noches” duraban tan poco, ella volvía a bajar tan pronto que ese momento (…) era para mí un momento doloroso. Y anunciaba el que le iba a seguir, aquel en el que ella me había dejado después de haber bajado. De suerte que llegué a desear que aquellas “buenas noches” que yo deseaba tanto viniesen lo más tarde posible, que se prolongase el tiempo de tregua cuando mamá aún no había venido.15
El objeto concierne aquí a la contracción de la duración: “aquellas buenas noches duraban tan poco” por el tempo: “ella volvía a bajar tan pronto”; a partir de esa medida de valores figurales, el sujeto afectado actualiza un programa de frenada: “llegué a desear que (…) viniesen lo más tarde posible”, y apunta a la modalidad existencial del “aún no”. Dicho de otro modo, las “buenas noches” efectivas son modalizadas como prematuras, o sea, como excesivas y como deceptivas al mismo tiempo, de suerte que el sujeto reclama, desde el punto de vista sintáctico, un “tiempo de tregua”, un retraso. Si por comodidad, designamos por [1] la duración de las “buenas noches”, podemos advertir que el narrador desea la intercalación de una duración [
2] que difiera la llegada de [
1]. Desde el punto de vista de los modos de presencia, de los que trataremos más adelante, la temporalidad de la realización es juzgada tan breve que el narrador la experimenta como “ya” potencializada, y trata de actualizar, por su propia cuenta, con una prolongación de la duración, añadiendo [
2] a [
1], la ejecución del programa que le interesa. Para esa semiótica de la prolongación de la espera, que siente y evalúa la celeridad como disfórica, la consigna tensiva solo puede ser el oxímoron famoso: “¡Apresúrate lentamente!”.
La otra posibilidad consiste en poner en marcha una sintaxis de la recuperación. El sujeto debe hacer frente a una ralentización que determina “mecánicamente” una prolongación de la espera,16 la cual puede ser concedida si el sujeto da prueba de paciencia, o rehusada si se impacienta “desesperadamente”; al retraso sufrido, el sujeto responde con una aceleración anticipada, es decir, que transforma el aún no en un ya fantasmático. En relación al análisis precedente, la cantidad [1] está modalizada como excesiva y reclama una aceleración euforizante que sea capaz de abreviarla; la cantidad [
2] ya no es añadida, sino más bien, en ese caso, sustraída: [
1 -
2]. Nos encontramos ante una semiótica de la impaciencia, que tiene por abyecto el retraso que la agobia, y por adyecto* la realización del programa proyectado, como lo sugieren Greimas y Fontanille en una nota de Semiótica de las pasiones,17 a propósito de la fábula de La Fontaine, El cuento de la lechera. Como los moralistas de antaño, tendríamos que decir que el hombre prudente debería evitar tanto el apresuramiento como la postergación: es así como Le Monde, con fecha 19 de mayo de 1996, refiere el hecho siguiente: “Llegando a Berlín-Este, con motivo del 40 aniversario de la RDA, Mikjail Gorbatchev se dirigió al Politburó: ‘Ustedes son los que tienen que establecer su propia política, pero no se demoren: los que se atrasan son castigados por la vida’”.
III.2.3 Los modos de captación (la tonicidad)
La tonicidad no es un tema nuevo para nosotros, en la medida en que el tempo y la tonicidad tienen autoridad sobre el sentido. Para abordar el asunto, se nos presentan dos posibles soluciones: o admitir que la tonicidad puede ser reflexiva, aplicándose a sí misma, o aceptar que constituye un primer metalenguaje, integrado en lo esencial por las formas de la variabilidad semiótica [examinada ya en II,2] y por los foremas, especialmente por el impulso, [abordados en II,6], y que ese primer metalenguaje espera, para ser resuelto, un segundo metalenguaje del que, por el momento, solo tenemos un esbozo; en suma, que habría un “más allá” de la intensidad en los términos que hemos convenido aquí. A menos de prejuzgar sobre la solución final, no se podría excluir una tercera solución “bastarda”, que combinara las dos posibilidades anteriores: y es precisamente la que nosotros adoptaremos aquí, sin desconocer los dos riesgos que ella implica, a saber, que, en el primer caso, el analizante es igualmente el analizado, y que, en el segundo caso, el recurso a una magnitud oculta resulta siempre una empresa arriesgada.
El primer dato que hay que tomar en cuenta es la ausencia de solución de continuidad entre los conceptos de tonicidad y de medida. Primero, en relación con la forma científica, la cual no tiene ningún problema en cuantificar las cualidades, como lo indica Valéry a propósito de la música:
De tal modo que ese análisis de los ruidos, ese discernimiento que ha permitido la constitución de la música como actividad separada y como explotación del universo de los sonidos, se ha realizado, o al menos controlado, unificado, codificado, gracias a la intervención de la ciencia física, que se ha descubierto a sí misma y se ha reconocido como ciencia de las medidas, y que ha sabido, desde la antigüedad, adaptar la medida a la sensación, obteniendo el resultado capital de producir la sensación sonora de manera constante e idéntica por medio de instrumentos que son en realidad instrumentos de medida.18
La forma semiótica, por su parte, se interesa por las “evaluaciones” (Hjelmslev) y, en tal sentido, modula la tonicidad por medio de la oposición interna:
[tónico vs átono]
La tonicidad se concentra en la singularidad del acento, más exactamente sin duda en la impresión acentual, y luego, por una duplicación, constitutiva de la célula rítmica, se dispersa en la pluralidad del inacento:

En muchos aspectos, el acento, la detonación aparece como la unidad de medida de la afectividad, y en ambos planos tiene, más o menos, las mismas características: se presenta como un suplemento que dinamiza, según Cassirer, “el conjunto de los fenómenos sensibles”.19 El acento, al destacar una determinada magnitud de la cadena significante, al privilegiarla en cierta forma, administra una profundidad que se puede considerar razonablemente como indispensable. Dicha profundidad es inmanente a toda operación de selección exitosa que logre marginalizar las magnitudes excluidas. La relación del acento con el in-acento tiene la naturaleza de una equivalencia oculta: la tonicidad de la magnitud acentuada sería tendencialmente del mismo orden que la de la suma de las valencias atenuadas que afectan a las magnitudes inacentuadas. En la medida en que una multiplicación resume —o lo que es lo mismo: acelera— una adición recursiva, estamos autorizados a concebir el acento como un producto, como un armónico de n inacentos, aunque el número n sea indeterminable. Se sabe, no obstante, que en materia de ritmo, por ejemplo, una sílaba larga acentuada “vale” por dos breves no acentuadas.
El hecho masivo del ritmo —dado que no es costumbre que uno ande en busca de su exactitud rítmica, de su euritmia— sugiere que la medida intensiva y el número extensivo tratan de alcanzar su mutuo ajuste, guiados sin duda por un providencial principio de constancia. Los ritmos elementales, el ritmo trocaico [—∪] y el ritmo yámbico [∪—], encierran una concentración de tonicidad en el acento, seguida o precedida por una secuencia de magnitudes inacentuadas, las cuales son consideradas, por la debilidad de su tonicidad, sin mayor importancia. Ese comercio regulado de la medida y del número en el centro mismo del ritmo representa ese “más allá” de la intensidad que proyectamos sin pretender alcanzarlo, esa frontera que las artes, por su situación existencial particular, dejan entrever por momentos.20
Sin embargo, ese diagrama no puede ser aceptado tal cual; no se trata de registrar, siguiendo la práctica del físico, las modificaciones solidarias de dos variables bien identificadas, sino de configurar la dimensión evenemencial de la sensación. Esta última se coloca del lado del sobrevenir con todas las ventajas y con todos los inconvenientes que eso supone: “Toda sensación conlleva un germen de sueño o de despersonalización, como lo experimentamos en esa suerte de estupor en el que nos sumerge cuando vivimos verdaderamente a su nivel”.21 La sensación solo vale por su diferencia actual, es decir, en virtud de las subvalencias de tempo y de tonicidad que, respectivamente, la conducen y la tonalizan:
El alma es el evento de un Demasiado o de un demasiado poco.
Existe por exceso o por defecto.
Normalmente no existe.22
De tal modo que, desde el punto de vista semiótico, la sensación es vivaz como valor de evento y nula como valor de estado. No sería ilegítimo considerar el nivel de la sensación como plano de la expresión y su valor de evento como plano del contenido, de modo que pudiéramos entrever cómo el quantum de tal sensación puede ser evaluado positivamente en determinada escala plausible y simultáneamente afectado de inanidad para el sujeto. En tal sentido, el sujeto estético es un sujeto que, por fiducia personal o por persuasión retórica, considera que los valores de evento que la obra prodiga permanecen intactos.
Diremos que los tres datos que acabamos de mencionar: (i) el valor de evento de la sensación, que, por un juego de palabras propio de la lengua francesa, da a entender que la sensación solo vale si “hace sensación” en la buena acepción del término; (ii) la calificación de la sensación en términos de sub-valencias; (iii) el ritmo como instancia de conversión y de sincronización de los diferentes órdenes sensoriales, aparecen no solo en Merleau-Ponty y en Valéry, sino también en G. Deleuze: “O más bien [la sensación] no contiene aspectos del todo, es las dos cosas a la vez, indisolublemente: es ser-en-el-mundo, como dicen los fenomenólogos: al mismo tiempo accedo a la sensación y algo llega por la sensación, una cosa con otra, una cosa en otra. Y el límite es el mismo cuerpo que la da y que la recibe, que es objeto y sujeto al mismo tiempo”.23 La transmutación de unas sensaciones en otras, uno de cuyos casos es la sinestesia, se basa en la variabilidad de la sensación:
Los niveles de sensación son ciertamente dominios sensibles que remiten a los diferentes órganos de los sentidos; pero cada nivel, cada dominio tiene una manera de remitir a los otros, independientemente del objeto común representado. Entre un color, un sabor, un tacto, un olor, un ruido, un peso, se produce una comunicación existencial que constituye el momento “pático” (no representativo) de la sensación.24
Finalmente, el ritmo como motivo común de la unión de la tonicidad y de la temporalidad, puesto que el ritmo distribuye en la duración y según una regla sencilla, acentos “fuertes”;25 por eso mismo, según Deleuze, el ritmo está en condiciones de unificar, homogeneizándolos, los diferentes dominios sensibles que se convierten en otros tantos planos de la expresión de una valencia tensiva definida: “Pero dicha operación solo es posible si la sensación de tal o cual dominio (aquí la sensación visual) se impone a una potencia vital que desborda todos los dominios y los atraviesa. Dicha potencia es el Ritmo, más profundo que la visión, la audición, etc.”.26
La univocidad y la estabilidad de la relación del sujeto con la sensación actual no deja de plantear problemas. Merleau-Ponty descarta la pasividad del sujeto y sostiene una reflexividad eufórica: “El sujeto de la sensación no es ni un sujeto que toma nota de una cualidad, ni un medio inerte que sería afectado o modificado por ella; es una potencia que co-nace en un determinado medio de existencia y entra en sincronismo con él”.27
Merleau-Ponty concibe esa reflexividad al modo de un sujeto en busca de sueño. Más ceñida a las exigencias del análisis, G. Brelet considera la intensidad variable del sonido como una pregunta dirigida al sujeto, el cual ajusta su respuesta en función de la intensidad que él mismo mide y experimenta:
Cuando el sonido aumenta, ocupa un lugar cada vez más grande en la conciencia: la invade, la hace pasiva en relación a sí misma y solidaria con el mundo, el cual queda también invadido con sus vibraciones. Pero cuando el sonido disminuye y llega hasta las fronteras del silencio, es su subjetividad la que crece: (…) es necesario entonces sostenerlo con nuestra actividad, y solamente existe ya en la secreta soledad de una conciencia que se lo disputa y se lo arrebata al silencio y a la nada. (…) Aquí también la expresión musical es la expresión de un acto —de un acto que da ser al sonido y que tiene que ser tanto más intenso cuanto menos intenso es el sonido…28

La problemática del aumento y de la pérdida, abordada por G. Brelet y por Valéry, aparentemente tiene un gran alcance, puesto que se refiere a la subjetivación de las propiedades, es decir, según un resumen que tomamos una vez más de Valéry, quien se propone aclarar qué es lo que pasa en el foro interno del sujeto cuando, por ejemplo, “lo caliente se convierte en ardiente”.29 Lo que aquí está en juego es el acercamiento ingenuo, “escolar”, de la constitución de los paradigmas lexicales. Si el análisis de G. Brelet muestra el juego cruzado y solidario de los más y de los menos, el análisis de Valéry descubre que lo demasiado y lo demasiado poco no se añaden al más y al menos, sino que los sustituyen. Esa problemática puede ser vinculada con la difícil cuestión de la relación que se establece entre la forma científica y la forma semiótica en Hjelmslev,30 quien las distingue sin precisar su ajuste.
¿Qué representa exactamente la sustitución del más por el demasiado? Si el más puede ser asignado al repunte y al redoblamiento, el demasiado sería el significante que marcaría, en la sucesión de una vivencia que se intensifica, la irrupción de la primera atenuación, o sea, de una singularidad, así como Saussure, en los “Principios de fonología”, atribuía el “efecto vocálico”, el “punto vocálico”, a la “primera implosión”. Lo demasiado, en cuanto golpe de detención vendría a interrumpir el curso ascendente de los más que se suceden, si es que nos representamos la cadena de las vivencias tensivas como una sucesión orientada, seguida, ¿rítmica? tanto de los más como de los menos. En la medida en que ese demasiado actualiza una interrupción, recibe o asume un valor de evento. En ascendencia, tendríamos:

Este algoritmo ¿no es acaso el mismo que fingen los muchachos apenas lo conocen: un poco, mucho, con locura, ¡de ningún modo!? Para llegar al demasiado poco, basta con invertir los términos, de tal modo que se conciba ese demasiado poco que adviene como la actualización de un repunte. Por tanto, en decadencia, tendremos:

La integración de las dos direcciones tónicas sugiere que la tonicidad tiene por pivote la noción oscura31 de suficiencia:
(i) el aumento de la tonicidad actualiza el exceso, el demasiado, de suerte que el sujeto piensa que debe responder a esa eventualidad por la afirmación de la suficiencia: tal es principalmente la actitud personal de Wölfflin frente al arte barroco, en el cual descubre una atracción desenfrenada por lo “colosal”, que él rechaza: “A partir de los trabajos de Miguel Ángel y de Rafael en el Vaticano, la pintura y el arte plástico, lo mismo que la arquitectura, tienden siempre hacia lo grandioso. Uno se acostumbra a pensar lo bello de modo colosal…”.32 La catálisis de ese demasiado produce el exceso:33
demasiado → demasiado de más
(ii) la moderación de la tonicidad actualiza la insuficiencia, lo demasiado poco; el sujeto considera que el proceso en curso hace que prevalezca el menos sobre el más, de suerte que la catálisis del demasiado poco da por resultado:
demasiado poco → demasiado poco de más
Resumiendo:

El paso del acercamiento paradigmático que distingue entre sub-contrarios [s2 — s3] y super-contrarios [s1 — s4] al acercamiento sintagmático en términos de devenires ascendentes o decadentes emana una ambivalencia que la aproximación de los análisis de Valéry y de G. Brelet permitía ya entrever, a saber, que la neutralidad, aquello que Valéry llamaba lo “normal”, es al mismo tiempo, como lo indica G. Brelet, buscado si no se tiene y rechazado si se ha alcanzado; todo ocurre como si el sujeto consintiese en buscar la neutralidad pero rehusara captarla. En nuestro universo de discurso, el sujeto la acepta como regulación, repitiendo, profesando incluso, que la moderación es una virtud, tal vez hasta la virtud, pero no como objetivo.
Podemos precisar ahora la ambivalencia propia de la tonicidad: ¿hay que alabar el exceso o hay que condenarlo?34 Así planteada, la cuestión no admite una respuesta segura. Preferimos formular el problema del modo siguiente: ¿cuál de las dos cumple la función de contra-programa, la tonalización o la atonización? Los grandes analistas consultados no se ponen de acuerdo sobre este punto. G. Deleuze, reflexionando en Diferencia y repetición sobre el paradigma de la intensidad física, se queda con dos modalidades: la “implicación” y la “explicación”, la primera conservadora, la segunda anuladora: “La diferencia como intensidad queda implicada en sí misma cuando se anula al explicarse en la extensión”,35 mientras que la profundidad mide lo que separa la elevación de una tonalización del derrumbe propio de una atonización. En esa hipótesis, la atonización, es decir, la disipación segura, próxima de la tonicidad, interviene como programa que exige por parte del sujeto un contra-programa de prevención si la situación puede ser prevista, o un contra-programa de reparación si no puede serlo. Trataremos de mostrar en el capítulo V que una de las miras de la retórica, la que apunta a lo sublime, supone, sin descubrirlo o sin querer declararlo, que el fondo de las cosas, en razón de su inanidad latente, del demasiado poco que traiciona, espera su salvación, es decir, su destello, de la puesta en discurso.
El otro término de la alternativa ve en la proyección del exceso el programa y en la reprobación-reabsorción del exceso el contraprograma deseable. Pero no se trata, como si fuera un juego, de permutar los contenidos y las posiciones en la cadena. La irrupción y la desproporción alarmantes del exceso, cuando se lo mide por el antecedente invocado, exigen del sujeto un contra-programa de resolución, que consiste, como en el trabajo del duelo, en alargar, fraccionándolo en la duración, un quantum de afecto que se considera insoportable en ese instante. Valéry, en los Cuadernos, prefiere el término de “resonancia” para circunscribir la semiosis íntima que transfiere determinada magnitud del campo de una “sensibilidad especial”, que opera con percepciones, al campo de la “sensibilidad general”, que trabaja con afectos, con el fin de comprender la desmesura desatinada de algunos de nuestros afectos:
Aquí, interviene, por lo demás, un factor que no es la intensidad, —sino la resonancia.
Por otra parte, la intensidad mencionada anteriormente [la que proviene de la “sensibilidad general”] debe analizarse más profundamente. Es preciso observarla como un producto —el de una magnitud de intensidad física por una magnitud sensibilidad. I = ισ.36
Dado que el “principio de inmanencia” (Hjelmslev) exige la simplicidad, esa aritmética intuitiva nos permite no necesariamente comprender, estamos lejos de eso, sino simplemente aceptar la “falta de proporción”, el alcance extático, anonadante de ciertos afectos, la desmesura “extravagante” —término que tomamos de Baudelaire—37 de ciertas vivencias que sobrevienen como consecuencia: precipitadas y tónicas.

En nuestro universo de discurso, el estilo tensivo vigente está dirigido por la búsqueda del acento, es decir, por el “llegar a” [parvenir] en relación con la extinción a la que arriba siempre la última palabra. Unas palabras de Degas, referidas por Valéry, resumen, en nuestra opinión, la inquietud creadora del artista atento a la tonicidad de su propio hacer:
[Degas] atribuía un enorme valor a la composición, al arabesco general de las líneas, luego, al acabado de la forma y del modelado, al acento del dibujo, como él decía. Jamás creía que había ido demasiado lejos en la expresión vigorosa de una forma. Un día, encontrándose conmigo en una exposición donde figuraba uno de sus pasteles, un desnudo que databa de muchos años atrás, después de haberlo examinado cuidadosamente, me dijo: “¡Es flojo! ¡Le falta acento!”. Y a pesar de todo lo que hice por defender el desnudo, que realmente era muy bello, no quiso dar su brazo a torcer.38
Las valencias no son exclusivas de ningún plano de la expresión particular, aunque determinados usos pueden dar esa impresión; en tal sentido, pueden si no renovar, al menos relativizar fuertemente los análisis en curso. La crítica estética alemana, especialmente a partir de los trabajos de Riegl, ha insistido en la primacía de los valores táctiles, propios del espacio háptico, sobre los valores visuales, propios del espacio óptico, y se ha interesado en motivar psicológicamente ese ascendiente. Es lícito, indudablemente, aportar argumentos, pero, en nombre del “principio de simplicidad” (Hjelmslev), creemos que la interpretación existencial —o lo que es lo mismo: valencial— del crítico B. Berenson va directamente al asunto, es decir, a la asignación del acento a los valores táctiles:
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