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2.2.2 Definiciones sintagmáticas restringidas

Los dos regímenes de valencia que acabamos de examinar, el “principio de exclusión” y el “principio de participación”, se realizan localmente en la cadena, convocando los valores dos a dos, y cada uno presenta sus propias particularidades sintagmáticas. El régimen de exclusión tiene por operador la selección (tri), y culmina, si el proceso llega a su término, con la confrontación contensiva de lo exclusivo y de lo excluido, y en las culturas y en las semióticas que están gobernadas por ese régimen termina en la confrontación de lo “puro” y de lo “impuro”. El régimen de participación tiene como operador la mezcla, y culmina con la confrontación detensiva entre lo igual y lo desigual: en el caso de la igualdad, las magnitudes semánticas son intercambiables, mientras que en el caso de la desigualdad, las magnitudes se oponen como lo “superior” a lo “inferior”.

La rearticulación de las valencias en valores, en el espacio semionarrativo, supone que las dependencias/independencias sean convertidas en diferencias (contrariedad, contradicción, complementariedad) a partir de las rupturas observadas en la red de las dependencias, de suerte que los umbrales o límites proyectados sobre las valencias se conviertan en las fronteras de una categoría estabilizada y discretizable. De igual modo, el sujeto sensible, convertido en sujeto semionarrativo, ve que su universo se divide axiológicamente gracias a la polarización en euforia/disforia, mientras que, en el espacio tensivo, la foria no polarizada caracterizaba las reacciones de su cuerpo propio por las tensiones en las que se encontraba inmerso. De esa manera surge el valor en sentido semiótico: el valor como diferencia que organiza cognitivamente el mundo que se tiene en la mira y el valor como apuesta axiológica que polariza la mira misma.

Cada uno de esos campos semióticos posee su índice tensivo, su coherencia propia: el programa de base es discontinuo en una semiótica de la selección (tri) y tiende a restringir la circulación de los bienes. Es, en cambio, continuo en una semiótica de la mezcla (mélange) y favorece el “comercio” de los valores. En las semióticas de selección, la circulación de los valores es débil, a veces nula, y de todas maneras “ralentizada” por la solución de continuidad planteada entre lo exclusivo y lo excluido. En las semióticas de mezcla, el tempo de la circulación es más rápido en una cultura en la que la valencia es difusa que en aquella en la que la valencia tiende a concentrarse en un número restringido de magnitudes.

Sabemos que, en el dominio económico, el valor de cambio de los bienes, como el de la moneda, depende de la rapidez (inflación) o de la lentitud (deflación) con la que los bienes son intercambiados. De igual modo, Lévi-Strauss ha mostrado con toda claridad que, en las sociedades primitivas, los intercambios matrimoniales estaban sometidos a una exigencia que se presentaba globalmente como una “ralentización”, o como un “alejamiento”, pudiéndose considerar el segundo como una variante de la primera3.

Intuitivamente, tenemos el sentimiento de estar igualmente en presencia de estructuras elementales características en el ámbito de lo “político”: a la igualdad corresponderá una sociedad de derecho, a la desigualdad, una sociedad de privilegio; por el lado de la exclusión y de la selección, tendríamos una sociedad de la exclusividad, con sus intocables. Pero dependerá de los análisis concretos confirmar o no esta sugerencia de generalización.

3. CONFRONTACIONES

La dependencia de las valencias en relación con el “devenir” es literal en el conocido texto de Baudelaire:

¿Cómo el padre único ha podido engendrar la dualidad, metamorfoseándose finalmente en una innumerable población de números? ¡Misterio! ¿La totalidad infinita de los números debe o puede concentrarse de nuevo en la unidad original? ¡Misterio!4.

Tales cuestiones están estrechamente ligadas al universo de lo sensible, del que emanan la foria y el devenir, tal como lo señala Cassirer:

Pues los contenidos inseparables de la percepción, en cuanto tales, no ofrecen ningún asidero ni punto de apoyo a ese pensamiento. No entran en ningún orden estable y general, no tienen ninguna cualidad verdaderamente unívoca, y si se toman en la inmediatez de su estar-ahí, se presentan más bien como un flujo inasible que se resiste a toda tentativa de distinguir en él “límites” exactos y claramente nítidos5.

El devenir de la intensidad, al producir y al distribuir estallidos y modulaciones, adquiere en cierto modo la forma de un ritmo. El devenir de la extensidad, al producir y al distribuir partes y totalidades, unidades y pluralidades, se caracteriza por la formación y deformación de configuraciones mereológicas. En relación con la distinción entre sujeto y objeto, particularmente en el acto perceptivo, podemos hacer la hipótesis de que las valencias de intensidad y de tempo caracterizan esencialmente el devenir sensible del sujeto, mientras que las valencias de extensidad y las configuraciones mereológicas que de ellas se desprenden, caracterizan el devenir sensible del objeto.

Las valencias subjetales determinan las condiciones del acceso al valor para el sujeto. Por ejemplo, el valor de la junción: como son de naturaleza esencialmente “rítmica”, pueden ser identificadas gracias al tempo y a la aspectualización de la captación o del intercambio. De esa forma, el “valor para el sujeto” se configura o se disuelve en la medida en que pueda o no modular la velocidad del proceso que termina en la junción: el generoso, por ejemplo, al adoptar el tempo justo, permite que otro aproveche los objetos de valor de los que él se desprende. El dilapidador, en cambio, gracias a la aceleración que introduce en la circulación de los objetos que abandona y disipa, pone en tela de juicio la existencia misma de dichos objetos y hasta el valor que subyace al intercambio.

Las valencias objetales determinan la morfología de las figuras-objetos, lo que las vuelve aptas para acoger investimientos axiológicos, sobre todo por su estructura mereológica. En efecto, las formas particulares de la dependencia y de la independencia que unen las partes del mundo sensible entre sí, preparan y determinan el tipo de valores que pueden ser investidos en ellas, así como los límites del campo disponible, incluido el nivel estético. De esa manera, el afán de “perfección” no indicará solamente una cierta concepción de lo bello, sino que podrá ser comprendido también como la manifestación discursiva de una valencia que atribuye a la autonomía sensible del objeto (ausencia de dependencias externas perceptibles) y a la clausura de la captación perceptiva, el estatuto de una condición previa al investimiento axiológico.

La profundización del concepto de valencia, que sigue actualmente en curso, podría conducir igualmente a un modus vivendi entre lo continuo y lo discontinuo: en una suerte de dialéctica entre estabilidad e inestabilidad. La discretización estabiliza las correlaciones entre las valencias, convirtiendo los límites que han aceptado, en fronteras de una categoría, con lo cual fijarían las contradicciones, y del mismo modo, convertirían las valencias inversas en contrariedades, y las valencias conversas en complementariedades. En el otro sentido, la desestabilización de las categorías y la preeminencia de los términos neutros y complejos en los discursos concretos, dan libre curso a las correlaciones tensivas, ya en la modalidad de la exclusión (términos neutros) ya en la modalidad de la participación (términos complejos). Trataremos de demostrar esta propuesta en el estudio consagrado a la categoría y al cuadrado semiótico.

Por otra parte, la extensión del concepto de valencia es tal que la actitud más prudente consistiría en examinar ante todo las categorías semióticas que escapan a su dominio. Elegiremos, no obstante, indicar las relaciones que existen entre la valencia y la cantidad, el sujeto y el objeto, respectivamente.

A la espera de una semiótica consistente del número y de la cantidad, resulta claro que la interacción incesante entre la valencia y esos operadores de gran envergadura que son la selección y la mezcla, prefigura uno de los capítulos de dicha semiótica. La selección y la mezcla son susceptibles de variar en términos de tonicidad: la selección es más o menos drástica, y la mezcla, más o menos homogénea. Llegamos así a la red siguiente, en la que se definen cuatro figuras de la cantidad:


La articulación semiótica de la cantidad es distinta de la génesis formalizada del número, que desarrollan los matemáticos. Pero hay en eso algo más importante: si se conjugan la cantidad y la intensidad, en ese caso el exceso y la carencia permiten pasar de un régimen tensivo a otro, dentro de cada categoría, es decir, de una valencia a otra:

• En una semiótica de la selección, el exceso permite ir de “todo” a “alguna cosa”, incluso a “nada”. Tal es la razón por la que hemos dudado al instalar en la primera casilla la nulidad y la unidad: si la selección alcanza su límite, no puede darse ni una sola ocurrencia. La lógica de la selección puede desembocar en el nihilismo integral. Señalemos, sin más, que los grandes ensayos sobre el fenómeno totalitario contemporáneo han demostrado hasta la saciedad que el fondo, o la forma acabada, del totalitarismo era el nihilismo. En la creación artística, esa superación del “todo” por el “nada” corresponde harto bien al “estilo semiótico” de Mallarmé, que se encamina hacia la nulidad, pasando por la inapreciable “rareza” de la unidad singular. En cambio, la carencia permite a nuestro imaginario considerar los comienzos como expansiones, como explosiones, como big bangs, que conducen, según nos dicen, de “nada” a “algo” y de “algo” a “todo”.

• En una semiótica de la mezcla, el exceso permite, en nombre de la “tolerancia”, de la “apertura”, del llamado “pluralismo”, pasar de la “diversidad” a la “universalidad”. El acento se desplaza de la diferencia (la desigualdad, en este caso) a la semejanza (la igualdad). La carencia, que restablece la “diversidad” a expensas de la “universalidad”, se pone en marcha cuando el fervor de las fraternizaciones entusiastas decae, lo que es cuestión de tiempo, como cualquiera puede sentirlo: el “estallido” no soporta la duración.

Examinemos ahora la relación entre la valencia y la pasión, considerada restrictivamente como una manera de ser del sujeto. Para descubrir la estructura de las valencias subyacentes a la “pasión”, vamos a doblar uno sobre otro los dos gradientes de la intensidad y de la extensidad, colocando frente a frente una “tensión mínima dividida” y una “tensión máxima indivisa”. Si admitimos que la pasión supone una relación con el objeto y una relación con los otros, dos profundidades son entonces afectadas. La profundidad de la fijación al objeto tiene como términos extremos el apego y el desapego: recurrimos a propósito al término freudiano, pues no se puede negar que el punto de vista económico en psicoanálisis tiene algo que ver con la valencia, en cuanto que modula “energías” semánticas y perceptivas. La pasión dirigida por una “tensión máxima indivisa” elige un objeto exclusivo, mientras que la multiplicación de objetos, disminuyendo las tensiones, se conjuga fácilmente con el “desapego”. La profundidad de la relación con el otro tendría por términos extremos una socialidad restringida, cuyo límite sería una intersubjetividad dual, y una socialidad ampliada, cercado por la “humanidad”, en el sentido de Auguste Comte.

El “apasionado”, en último término, es “asocial”, o solitario, aunque la respuesta a la pregunta “¿Puede Robinson en su isla tener acceso a la pasión?”, sea delicada de dar, después de las obras de R. Girard, a menos de imaginar que las escisiones modales internas del actor susciten una interacción entre varios roles, instaurando una suerte de diálogo entre “se” y “sí”. En el siglo XVII francés, el “hombre honesto”, es decir, aquel cuyo “trato” es agradable, se colocaba bajo el signo del “desapego”.

Sin embargo, afirmar que la socialidad del “apasionado” es restringida se puede prestar a confusión: hay que precisar que únicamente la sociabilidad del rol patémico es la que está aquí en juego, pues en el caso de Grandet, por ejemplo, Balzac muestra que, en calidad de avaro, él participa de una socialidad restringida —los avaros se barruntan y se comprenden sin frecuentarse y sin simpatizar entre sí: lo que Balzac llama la “fanc-masonería” de las pasiones—, pero desde el momento en que su avaricia no está directamente comprometida, él participa de una socialidad extendida, puesto que conoce a “todo” Saumur.

Volvemos a encontrar aquí el lazo de estructura entre la disminución de la tensión y su fraccionamiento. La estructura tensiva de los sujetos “apasionados” se deja aprehender por la conjugación de cuatro valencias: la intensidad, la extensidad, la relación con el objeto y la relación con otro. Asociando en el mismo gradiente vertical la primera y la tercera, en el gradiente horizontal la segunda y la cuarta, obtenemos el diagrama siguiente:


El lazo de dependencia entre las valencias propiamente tensivas y las valencias sociales vale también para los actantes colectivos homogéneos: el fanático de ayer, el totalitario de hoy comportan un “apego” extremadamente fuerte y una socialidad que tiende a la “nulidad”, lo cual los conduce a considerar sin importancia la liquidación física de los adversarios que ellos mismos se han creado.

Finalmente, el juego de las valencias interesa también al tratamiento de los objetos, por más de un motivo; sin embargo, nos limitaremos aquí a las relaciones de compatibilidad entre objetos, tomando como modelo el de la intersubjetividad. También en ese caso, la intervención de los operadores de la selección y de la mezcla permiten formular las articulaciones elementales. En la deixis de la selección, los objetos pueden ser declarados incompatibles o mal combinados. Las diferentes figuras que pueden presentarse dependen igualmente, como aparece de inmediato, de la competencia de un sujeto de la selección o de la mezcla, el cual puede o no puede, debe o no debe reunir o separar los objetos. El cuadrado semiótico correspondiente sería el siguiente:


La importancia atribuida a la selección y a la mezcla decide, respectivamente, los ambientes en los que los sujetos se proyectan y se reconocen. Un ejemplo apenas imaginario permitirá fijar estas ideas: en la perspectiva exclusiva de la selección, una biblioteca high tech y una cómoda Luis XV son inconcebibles en un conjunto (son “incompatibles” o en último término, mal combinadas), mientras que, en la perspectiva de la mezcla, la yuxtaposición de esos dos muebles será evaluada y sentida como “muy chic” y como “audaz”, en la medida en que sean considerados como “compatibles”. Los estilos propios de los valores están, pues, determinados por sus regímenes de valencias. Es posible pensar que, en la perspectiva de la mezcla, un salón amueblado completamente en estilo Luis XV o en estilo high tech sería evaluado como “aburrido”, como “desvaído”, por cuanto, en ese conjunto, la mezcla sería nula. Las evaluaciones estéticas y éticas, así como sus correlatos emocionales, indican aquí claramente que las valencias son el soporte de las axiologías, y que la pertinencia de los “estilos” reposa sobre todo en ellas y no en los valores propiamente dichos.

II

Valor

1. RECENSIÓN

La reflexión sobre el valor presenta en la época contemporánea dos características: la polisemia del término “valor” y la consideración de las repercusiones epistemológicas que se desprenden de esa polisemia. En lo que se refiere a la polisemia, recordemos que nadie pone en duda la existencia de valores económicos, lingüísticos, estéticos, morales…; pero en esos dominios, todo límite depende del uso. Para el amante de la buena mesa, existen indudablemente valores gastronómicos, como lo ha mostrado el excelente estudio de Greimas titulado “La soupe au pistou ou la construction d’un objet de valeur”1. Desde el momento en que una praxis está atestiguada y codificada, tenemos derecho a postular valores de sistema (la “buena dosificación” de los ingredientes seleccionados y por lo mismo, valorizados) y valores de proceso (la adquisición del “toque” requerido, el sentido de una precisa coordinación temporal, etc.).

Pero la especulación sobre el valor, sea desde una perspectiva filosófica, sociológica o semiótica, es de hecho una reflexión sobre los valores, puesto que concierne a la relación que existe entre los diversos órdenes de valores. Para Saussure, desentrañar el rol del valor en lingüística consiste en ponerlo en relación con los valores que llamaremos “agonísticos”, subyacentes al juego de ajedrez2. Por ejemplo, con los valores económicos y, finalmente, con los valores matemáticos. Se puede pensar que esas analogías han debido constituir para Saussure otros tantos criterios de validación de las hipótesis que él adelantó.

Para Hjelmslev, menos interesado que Saussure en esas cuestiones, las aproximaciones que reclaman su preferencia conciernen ciertamente al juego de ajedrez, a los valores económicos y a los valores algebraicos, aunque este último acercamiento es más bien indirecto, puesto que parece tributario de la centralidad que Hjelmslev atribuye al concepto de función, del que conserva sobre todo “el sentido lógico-matemático”. Esa preferencia retoma el “algebrismo” de Saussure.

Para Greimas, esa problemática es doble: se trata de formular una mediación entre los valores lingüísticos, en principio estrictamente diferenciales y “vacíos” de contenido, y los valores narrativos, los cuales en la perspectiva greimasiana, se consideran inmanentes al devenir del sujeto y a su búsqueda del “sentido de la vida”. En segundo lugar, si se acepta que el recorrido generativo declina las diferentes clases de valores: valores correspondientes a las estructuras elementales de la significación, valores modales y temáticos correspondientes a las estructuras narrativas de superficie, valores discursivos, la reflexión sobre los valores viene a confundirse con la de la conversión de los valores de un nivel a otro, y se encuentra en estado inacabado en el desarrollo actual de la semiótica greimasiana.

2. DEFINICIONES
2.1 Definiciones paradigmáticas

El análisis paradigmático de una magnitud semiótica está sujeto a dos dificultades, subestimadas con frecuencia.

En primer lugar, los fundadores de la semiótica europea divergen sobre un punto importante. Para Saussure, en el Curso de lingüística general, gracias al criterio adoptado, a saber, el de la “asociación”, manifiestamente heredado del siglo XIX, un paradigma, contrariamente al sintagma, es abierto:

Un término es propuesto como centro de una constelación, el punto en que convergen otros términos coordinados, cuya suma es indefinida3.

En cambio, para Hjelmslev, en razón sin duda del principio de empirismo y de sus tres exigencias: exhaustividad, no contradicción y simplicidad, el análisis conduce necesariamente a un inventario cerrado:

Cuando se comparan los inventarios obtenidos de esta manera con los diferentes estadios de la deducción, resulta sorprendente observar que su número disminuye a medida que el procedimiento de análisis avanza. (…) De hecho, si no hubiera inventarios limitados, la teoría del lenguaje no lograría alcanzar su objetivo: hacer posible una descripción simple y exhaustiva del sistema que sostiene el proceso textual4.

La semiótica greimasiana, especialmente por el rol federador que le atribuye al recorrido generativo, está de acuerdo con la posición de Hjelmslev, aunque es claro que las diversas tentativas por introducir en los años ochenta nuevos rellanos en el recorrido, lo han convertido parcialmente en inventario abierto de los niveles de articulación. En consecuencia, en los términos de un paradigma no habría más que el contenido encarado por la conmutación: lo que la conmutación despeja es pertinente, pero esa pertinencia es de hecho y no de derecho, mientras las demás magnitudes conmutables no hayan sido igualmente distinguidas y contrastadas.

Hjelmslev toma de A. M. Peskovskij, lingüista ruso de comienzos del siglo, la hipótesis según la cual

Hay términos precisos y términos vagos, y lo que más importa es que, al parecer, un sistema está organizado con frecuencia sobre la oposición entre términos precisos y términos vagos5.

Dicha hipótesis, que presenta el mérito de inscribir la incertidumbre en el sistema, es seguida por otra que señala por adelantado los límites del binarismo: “… todo sistema de dos términos está organizado sobre la oposición entre un término preciso y un término vago”6. Dicho de otro modo, la diferencia, antes de proyectarse en una alternativa, es confrontada con su denegación, si no con su propia desaparición. En La categoría de los casos esa oposición dejará su lugar a la oposición entre término “intensivo” y término “extensivo”:

La casilla seleccionada como intensiva tiene tendencia a concentrar la significación, mientras que las casillas escogidas como extensivas tienen tendencia a expandir la significación sobre las demás casillas, hasta invadir el conjunto del dominio semántico ocupado por la zona7.

No podríamos pasar en silencio el hecho de que G. Deleuze inaugure su reflexión sobre la diferencia con unas consideraciones sorprendentemente parecidas:

En lugar de una cosa que se distingue de otra cosa, imaginemos algo que se distingue de otra cosa y sin embargo aquello de lo que se distingue no se distingue de él.

El relámpago, por ejemplo, se distingue del cielo negro, pero tiene que arrastrarlo consigo, como si se distinguiera de lo que no se distingue. Diríamos que, en este caso, el fondo sube a la superficie sin dejar de ser fondo. (…) La diferencia es ese estado de la determinación como distinción unilateral. De la diferencia hay que decir entonces que la hacemos o que se hace, como en la expresión “hacer la diferencia”8.

Esa reflexión, muy próxima de la concepción “gestaltista” de la percepción, es reformulada en términos semióticos como “primacía de la negación”: el término es ante todo “lo que no es no importa qué” y que de hecho se destaca de lo “no importa qué”. La distinción precedería por derecho a la diferencia; o en otros términos, la independencia como negación de la dependencia precedería a la diferencia.

Una doble obstrucción pesaba sobre la diferencia: (i) los términos de la diferencia están uno y otro determinados; (ii) el contenido de la diferencia es negativo, según la enseñanza de Saussure, pues a los términos solo se les exige diferir uno de otro, sin preguntarse en qué difieren: esta doble obstrucción ha quedado despejada, y ya es posible plantearse cuestiones que hasta ahora estaban descartadas.

Por nuestra parte, hemos optado por situarnos a medio camino entre lo “indefinido” saussuriano y lo “estrictamente definido” hjelmsleviano. Sin embargo, una reflexión sobre las precondiciones de una definición paradigmática del valor ha de tomar en cuenta los dos postulados mencionados por Hjelmslev en los Prolegómenos: (i) la “masa amorfa e indistinta” de Saussure da paso a la postulación de un “continuum no analizado aunque analizable”9; (ii) “… no existe formulación universal, sino solamente un principio universal de formación”10.

No obstante, creemos que es pertinente añadir a la lista de precondiciones las cuatro propiedades siguientes: la disimetría, la orientación, la reversibilidad y la concesión. En relación con la primera, la disimetría surge de la letra misma de los textos de Hjelmslev y de Deleuze, que acabamos de citar: la oposición de base no concierne a los términos polares sino a un “término preciso” y a un “término vago”, a una plenitud y a una vacuidad; en último término, a “algo” y a “no importa qué”. La delimitación inherente a los términos polares no parece que deba ser inscrita entre los primitivos. Hjelsmslev no se pronuncia sobre la cuestión de si el continuum de que se trata está orientado o no, pero amparándonos en Cassirer y en Deleuze, admitiremos que tiene que ser aprehendido como “el flujo de una serie continua sensible”11.

Desde el punto de vista epistemológico, es lícito pensar que disimetría y orientación tienen que establecer una relación de presuposición recíproca que nos dispense de fijar una prioridad, o de zanjar sobre el asunto de saber si se debe tomar “blanco” por “no negro” o “negro” por “no blanco”, como hace el binarismo.

En lo que se refiere a la tercera propiedad, la reversibilidad es menos una propiedad que el resultado del análisis: desde el momento en que una dimensión es concebida como una gradiente, el aumento de los “más” tiene por correlato una disminución de los “menos”, así como una tensión decreciente tiene como correlato una laxitud creciente.

En cuanto a la concesión, es una generalización de lo precedente: en cada punto de la gradiente se produce un pequeño “drama” en la inmanencia de lo que Bachelard llama la “vendetta de las decisiones contrarias”: en el devenir, trátese de una propiedad, como en el enfrentamiento de la rojez y del enrojecimiento, o de un proceso propiamente narrativo, una determinada valencia es correlacionada con el esfuerzo, con el trabajo de otra valencia inversa: una valencia de movimiento enfrenta una valencia de inercia, una valencia cohesiva se opone a una valencia dispersiva, etc. En suma, de valencias conversas (y “tranquilas”) se pasa a valencias inversas (e “inquietas”).

La armadura propia de las definiciones paradigmáticas presenta una complejidad continua por una parte, y por otra una disimetría irreductible. De suerte que (i) en nombre de la complejidad [A/B], ningún componente podría darse aisladamente, y (ii) en nombre de la disimetría, A y B pueden recibir, tanto uno como otro, una orientación positiva, pero entonces atribuyendo una orientación negativa al otro.

Solo nos queda denominar las magnitudes que, por su exclusión recíproca, constituyen el intervalo en el que van a inscribirse los valores intermedios. Desde el punto de vista figural, es decir, de las categorías atestiguadas en el plano del contenido y en el de la expresión, al mismo tiempo, son la intensidad y la extensidad. Desde el punto de vista figurativo, o sea, de las categorías atestiguadas en el plano del contenido únicamente, admitiremos que el espectro del valor tiene como términos extremos: para la intensidad, los valores de absoluto, en los que predomina la “mira”*; para la extensidad, los valores de universo, en los que predomina la captación. Pero en un caso como en otro, se trata solamente de una dominante: los valores de absoluto prevalecen en detrimento de los valores de universo, y recíprocamente.

Es tiempo de poner un ejemplo. El libro de Tocqueville, De la démocratie en Amérique, presenta una aproximación paradigmática que trata de aprehender las diferencias entre el tipo de sociedad propia del Antiguo Régimen y aquel que se ha instalado en la otra orilla del Atlántico, y además, una aproximación sintagmática, en el sentido de que Tocqueville considera el advenimiento de la democracia y el declive de la aristocracia como ineluctables, si bien las “razones del corazón” le llevan a preferir la aristocracia a la democracia. Pero más que la existencia de la oposición misma, son los términos en los que Tocqueville la expresa lo que retendrá nuestra atención:

Comprendo que en un Estado democrático, constituido de esa manera, la sociedad no será inmóvil; pero los movimientos del cuerpo social podrán ser en ese caso regulados y progresivos. Si en esa sociedad se encuentra menos brillo que en el seno de una aristocracia, se encontrará también menos miseria; las satisfacciones serán menos extremas y el bienestar más general; las ciencias menos desarrolladas y la ignorancia más escasa; los sentimientos menos enérgicos y las costumbres más suaves; se observarán allí más vicios y menos crímenes12.

El sistema aristocrático elige el brillo de los valores en detrimento de su extensión, del mismo modo que el sistema democrático adopta la máxima extensión a la que puede aspirar, a expensas de la “mediocridad”, como queda establecido en la frase: “las satisfacciones serán en ella menos extremas y el bienestar más general”. Desde el punto de vista paradigmático, las oposiciones por las que logramos captar dos configuraciones son de dos órdenes: la orientación positiva de los valores de absoluto, propios del sistema aristocrático, contrasta con la orientación igualmente positiva de los valores de universo, propios del sistema democrático; pero se opone al mismo tiempo a la orientación negativa de los valores de universo en el seno del mismo sistema aristocrático.

Una configuración bien atestiguada manifiesta así “dos” oposiciones que desembocarán en programas distintos de exclusión: una externa, la otra interna, aunque es frecuente que la segunda se imponga a la primera: en ese caso, dos sistemas de valor en oposición “externa” quedarán fundidos en uno solo, sometidos a un solo punto de vista: un sistema de valores homogéneo se estabiliza, orientado por una “oposición interna”. De hecho, formular la categoría como un cuadrado semiótico significa adoptar la perspectiva que ha logrado imponer su orientación a los valores. El diagrama de las valencias que aparece a continuación traduce el punto de vista adoptado por Tocqueville, y revela su preferencia por los valores de absoluto, pues la imposición de una correlación inversa entre la intensidad y la extensidad señala ya la perspectiva de aquel que considera que el otro régimen, el de los valores de universo, tiene que haber renunciado al “brillo”, a la intensidad, en provecho de la difusión máxima:

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