Kitabı oku: «El Grial Cátaro», sayfa 3

Yazı tipi:

−Bueno, de esto último sí que he oído algo, sobre todo que entre los que transportaron el Cáliz a Francia se encontraba la mismísima María Magdalena e incluso la hipotética descendencia que ella engendró con Jesús −comenta muy sutilmente Mario, por temor a hacer el ridículo ante su colega como consecuencia de su ignorancia con respecto a estos temas.

−Eso no son leyendas medievales, más bien son especulaciones que han surgido en época reciente sin basarse para ello en información contrastada o sin tan siquiera haber surgido a partir de mitos del pasado −responde Javier frunciendo el ceño−.De todos modos, es precisamente en el momento en que se le pierde la pista en Francia al Grial de la leyenda cuando esta historia entronca con la epopeya del Parsifal de Von Eschenbach. Muchos años después de que José de Arimatea arribara a las costas de Europa occidental, el noble Titurel de Capadocia tuvo una visión sobre el Grial y como consecuencia de la pureza que poseía el alma de este caballero una voz misteriosa le animó para que emprendiera el camino de la búsqueda de este sagrado objeto. Pero para ello únicamente una pista le fue dada, el nombre de la guarida del Grial: Montsalvatch. Titurel vendería todas sus posesiones y únicamente se quedaría con su armadura y su espada para de esta guisa recorrer áridos desiertos y espesos bosques, cruzar escarpadas montañas y profundos valles, vadear caudalosos ríos y navegar por procelosos mares, en busca de ese misterioso lugar del que sólo conocía el nombre. Pero no por ello le venció el desanimo, pues sabía que cuando estuviera preparado la montaña del Grial aparecería ante sus ojos. Y así fue, pues Titurel buscó el Grial al tiempo que impartía justicia combatiendo el mal como caballero andante, hasta que un día, tras múltiples peripecias, apareció ante él una imponente montaña y tras escalarla tuvo la visión del Cáliz de Cristo transportado por unas invisibles manos. Titurel formaría entonces un séquito de caballeros, elegidos de entre los hombres más nobles y de más puro corazón, hueste que le ayudó a construir un grande y lujoso templo-fortaleza en el que guardar la reliquia, labor en la que participarían todos estos guerreros casi sin descanso, e incluso cuando el ansiado reposo llegaba para ellos, era la mismísima Providencia quien continuaba con el trabajo. Y, a partir de entonces, Titurel reinaría en Montsalvatch al frente de sus “templarios”, tal y como a ellos se refiere Von Eschenbach en el poema. La magia del Grial aportaría prosperidad al reino de los custodios de la sagrada reliquia, pues la Copa proporcionaba alimento perpetuo, sanación para las heridas, así como una longevidad de cientos de años a todos aquellos que de él bebieran. El tiempo transcurrió en Montsalvatch de esta forma, hasta que el rey Titurel cumplió la insólita edad de cuatrocientos años. Pero Titurel era tan puro de espíritu que no comenzaría a dar muestras de cansancio hasta entonces, momento justo en el que el Todopoderoso le anunció que sería sucedido por su hijo, Frimoutel.

−¡Has dado en el clavo, macho! −exclama un entusiasmado Mario−. Lo cierto es que he de reconocer que no tengo la menor idea de esta leyenda. Ni tan siquiera me suenan ni lo más mínimo los nombres de los personajes.

−Sin embargo, Frimoutel no se mostraría tan apto como su padre −prosigue con su menester Javier, al parecer ya impasible ante los comentarios de su colega− para soportar la carga de proteger el Grial, motivo, por el cual pronto se cansaría de su monótona vida en el templo de Montsalvatch y abandonaría la residencia real en busca de aventuras. Pero ni su audacia como caballero andante ni el hecho de ser el custodio del Grial le librarían de hallar pronto la muerte en un combate, pues la participación en dicha justa no se produjo con motivo de la defensa de la sagrada reliquia. Su hijo Anfortas, es decir, el nieto de Titurel, sería entonces coronado y dado que era de carácter muy parecido a su padre pronto estuvo a punto de correr la misma suerte que aquél cuando nada más recibir el trono tampoco tardó mucho tiempo en cansarse de la vida cotidiana de Montsalvatch. Partiría entonces a recorrer mundo, hasta que una lanza le provocaría una herida que hubiera resultado mortal a no ser porque sus caballeros le condujeron a tiempo al templo del Santo Cáliz y allí pudo beber del Grial. Fue así como la Copa pudo salvarle la vida, aunque Anfortas nunca llegaría a sanar por completo de sus ponzoñosas dolencias, pues éstas, al igual que las que a su padre le arrebataron la vida, no habían sido producidas como consecuencia de la salvaguarda del Grial. Algo que provocaría en él un gran sufrimiento, una especie de maldición que le condenó a padecer un intenso dolor que no revertería hasta que un caballero de alma pura se atreviera a preguntar cuál era el motivo de su aflicción y tormento. Solamente entonces dicho noble demostraría ser digno para sucederle al frente de su reino y también para convertirse en el principal guardián del Santo Grial. Pero hasta que ese ansiado día llegara, para tratar de redimir, aunque sólo fuera en parte, su error, Anfortas, conocido como el Rey Pescador, nunca se casaría, jamás abandonaría ya Montsalvatch y dedicaría plenamente su vida a la guarda y custodia de la reliquia. Mucho tiempo pasaría hasta que un joven caballero procedente de la corte del rey Arturo, llamado Parsifal, llegara a encontrar el castillo del Grial. Parsifal fue entonces invitado a entrar al templo de Montsalvatch y mientras que era agasajado por el séquito de Anfortas, era vestido con los mejores y más lujosos ropajes, así como su cuerpo era cubierto de las más valiosas joyas, sería invitado a la mesa del rey. Allí Parsifal podría contemplar el Santo Grial y sería testigo de cómo Anfortas y sus caballeros disfrutaban a partir de la reliquia de los mejores manjares. Al mismo tiempo Parsifal también pudo apreciar el dolor que sufría su anfitrión, pero, sin embargo, nada preguntó al respecto, pues consideraba que ser indiscreto no era atributo deseable para ningún caballero. Pero además de no querer ser un entrometido lo cierto es que el joven e ingenuo caballero no llegaba a entender qué podían significar todas aquellas misteriosas escenas que estaban contemplando sus ojos en el lujoso templo del Grial. Debido a todo ello, a la postre, se le acabaría recriminando que no fuera capaz de romper la maldición del rey Anfortas, motivo por el que se le expulsó finalmente del templo del Grial, momento en el que Parsifal se dio cuenta de su error, aunque era ya demasiado tarde para poder enmendarlo, pues el castillo desapareció ante él como si de una visión se tratara y ya no pudo volver a hallarlo. Parsifal no dejaría ya nunca de buscar el Grial, principalmente porque no podía vivir con el sentimiento de culpa a sus espaldas de no haber podido librar de su dolor a aquel pobre anciano. Transcurrirían, sin embargo, muchos años de infructuosa búsqueda, largo periodo de tiempo en el que Parsifal sufriría grandes penurias, hasta que finalmente hallaría de nuevo la montaña sagrada, la escaló y entró en su templo y una vez allí vio de nuevo al Grial y a su afligido rey. No obstante, esta vez no dejaría pasar la oportunidad y preguntaría a Anfortas cuál era el motivo de su dolor. Con ello acabaría por fin con la maldición del Rey Pescador, recibiría su corona y se convertiría en el líder de los caballeros custodios del Grial.

Javier realiza una nueva pausa, respira profundamente y, acto seguido, alumbra con la luz de su teléfono directamente a la cara de Mario, preocupado por su estado de salud. No obstante, Mario está tan entusiasmado con el relato de su colega que la expresión de su rostro le ha cambiado totalmente y ya uno no es capaz de ver en él a una persona que aparenta tener náuseas, sino, más bien todo lo contrario, parece tratarse de alguien que está disfrutando de un inmenso placer. Es por ello por lo que Javier, ante la ausencia además de una respuesta hablada por parte de Mario, decide continuar con la leyenda griálica.

−Pues nada. Dicho esto planteémonos ahora una pregunta: ¿posee el poema de Von Eschenbach una base histórica? Lo cierto es que argumentos para dar una respuesta afirmativa a esa cuestión no nos faltan, dado que el número de coincidencias entre esta epopeya sobre el Grial y un personaje histórico de renombre como es Alfonso I el Batallador, rey de Aragón y de Navarra entre los años 1104 y 1134, puede llegar a ser abrumador. En primer lugar, resulta que en su reino aragonés se custodiaba el Grial que a día de hoy está en la catedral de Valencia, la reliquia que estuvo depositada en el monasterio de San Juan de la Peña, en la actual provincia de Huesca, rodeada de abruptos picos montañosos que bien podrían asimilarse al mítico Montsalvatch. Es más, el nombre de la guarida del Cáliz de Von Eschenbach, con ligeras variaciones, quiere decir en occitano o en aragonés ‘monte salvaje’, una probable alusión a la naturaleza escarpada del lugar en el que se localiza ese monasterio aragonés. Recordemos, además, que la leyenda que nos habla de la huida de José de Arimatea portando el Grial desde Jerusalén nos cuenta que desembarcó en las costas del sur de la actual Francia, es decir, en Occitania. Desde allí perfectamente podría haberse trasladado el Santo Cáliz hacia el sur, a los Pirineos, que se encuentran a escasa distancia de esta región.

−Sorprendente −únicamente alcanza a comentar Mario.

−Vayamos ahora a las cuestiones directamente relacionadas con el rey Batallador −prosigue Javier−. Fue soltero durante toda su vida, se dedicó a lo largo de su extenso reinado a combatir por la fe de Cristo y fue un fiel defensor de las órdenes militares de hospitalarios y templarios, fuerzas de combate que le resultarían de gran ayuda en sus campañas de reconquista, a las que prácticamente podríamos considerar como su brazo armado ¿No nos recuerda todo esto al propio Anfortas? ¿Cómo llamaba precisamente Von Eschenbach a los caballeros que junto a los reyes Titurel y Anfortas custodiaban el Grial? Ni más ni menos que templarios. Precisamente Anfortas tenía otra cosa en común con Alfonso I: también este último padeció grandes dolores como consecuencia de ser herido en combate. El Batallador fue derrotado mientras asediaba Fraga y aunque logró huir de allí con vida, sus heridas le provocaron un gran sufrimiento, hasta que finalmente murió siete semanas después a la edad de sesenta y un años. Al igual que el rey Anfortas, Alfonso de Aragón jamás dejaría de tratar de cumplir la misión que Dios le había encomendado. Por eso es por lo que incluso emplearía su testamento para este menester, ya que en él legaría todas sus posesiones, así como sus dos reinos, a las órdenes del Temple y el Hospital. Es más, ¿sabes cómo llegaría a firmar documentos en numerosas ocasiones? Con el nombre de Anfortius ¿Curioso, no? No obstante, hay que tener presente que todo lo que te he contado no son más que leyendas, con una cierta base histórica, eso sí. Es muy probable que Von Eschenbach tuviera conocimiento de la existencia del Grial de San Juan de la Peña y que se inspirara en Alfonso el Batallador para crear el personaje de Anfortas, pero esto no tiene porqué querer decir que José de Arimatea llevara el Cáliz hasta el área pirenaica, ni mucho menos −concluye con esta frase su larga exposición Javier.

−Claro, claro, ni por asomo, vamos −alcanza a expresar Mario, que hasta el momento prácticamente ha permanecido escuchando en silencio muy sorprendido por la brillante disertación de su colega.

−En fin, este es en resumen nuestro Anfortius, Dei Gratia Rex, nuestro rey del Grial −añade el director del yacimiento arqueológico de El Puig.

Tras este último comentario se hace el silencio. Javier considera que ya ha hablado lo suficiente y Mario todavía no es capaz prácticamente de articular palabra. El sepulturero parece cada vez más entusiasmado con las leyendas que Javier le ha contando sobre el Grial, de forma que incluso da la sensación de que se hubiera olvidado de que están encerrados en la cripta medieval. Aunque su enardecimiento no alcanzará el nivel máximo de excitación hasta que descubra un nuevo misterio relacionado con el enigmático sarcófago de piedra que tiene justo a su lado. Es entonces, mientras sus ojos no dejan de mirar la inscripción de la misteriosa losa a la luz de su celular, cuando Mario, cuya cabeza, al mismo tiempo, no para de darle vueltas a todo lo que le ha contado Javier, grita nervioso:

−¡Javier, fíjate, el sepulcro ha sido profanado!

Javier repara también en ello y asiente con la cabeza a pesar de que Mario no le puede ver a consecuencia de la oscuridad que reina en la sala, pues no aparta su vista ni la luz de su teléfono de la tumba de piedra del siglo XV. Es indudable que la losa horizontal superior ha sido desplazada, ya que no encaja totalmente con el resto del sarcófago, detalle que no se le ha escapado a ninguno de los dos arqueólogos. Además, ambos piensan, sin decirlo, que si bien la losa estaba algo sucia, extrañamente no había excesivo polvo acumulado en su superficie, sobre todo si tenemos presente que se trata de una cripta prácticamente condenada al ostracismo.

−Mira, Javier, el sarcófago está dañado, tiene por el lateral una grieta que parece reciente, algún incauto ha debido de dejar caer fuertemente la losa que lo cerraba y no ha quedado bien encajada −comenta Mario con voz temblorosa, mostrando con ello su evidente estado de nerviosismo−. ¿La levantamos?

−¿Estás tarado, chaval? −responde Javier muy molesto− ¿Piensas que eres una especie de Indiana Jones? No tenemos permiso. ¡Tú puedes ser un aficionado pero yo soy un profesional, tengo un amplio currículum qué así lo acredita! ¡Esto no es ningún juego, lo entiendes, enterrador!

−¡Sepulturero! −le replica Mario gritando, notablemente enojado, al tiempo que propina un fuerte golpe con la mano al lateral del sepulcro.

A Mario Tejedor le cuesta sacar el nervio que, muy dentro de sí, tiene, pero esta vez no ha podido controlar el mal genio, normalmente inexistente en su persona, al oír ese vocablo que nada le gusta.

A partir de entonces el silencio absoluto se apodera del lugar y, justo cuando Javier se dispone a pedir disculpas a su colega, un gran trozo de piedra procedente del lateral del sepulcro se desprende y cae al suelo rozándoles los pies. Javier y Mario se apresuran, como si un resorte les impulsara, a iluminar el interior de la tumba con sus teléfonos móviles, más preocupados por el contenido del antiguo sarcófago que por la integridad de sus extremidades inferiores, para, finalmente, descubrir lo que al parecer es el cadáver de un caballero bajomedieval. Dentro del sepulcro, junto a los restos de la momia, también hay un largo pergamino medio enrollado que además está rasgado por uno de sus extremos. Javier y Mario no pueden dejar de fisgonear en el sarcófago a la tenue luz que les proporcionan sus teléfonos, pero no osan tocar nada por miedo a provocar más daños. Es tal el nivel de detalle que alcanzan sus observaciones que ambos no tardan demasiado tiempo en apreciar que posiblemente quien profanó la tumba no sólo deterioró el sarcófago, sino que también desenrolló el pergamino. Muy probablemente trató de llevárselo de manera apresurada, motivo por el cual, al estar parcialmente adherido al fondo del sepulcro de piedra, se rasgó y se fragmentó. Así parece confirmarlo el borde que aparece en la zona por la que ha debido de quedar dividido este documento medieval, extremo éste que posee una tonalidad más clara que el resto del pergamino, el cual presenta matices ocres oscuros como resultado del paso de tiempo.

Los arqueólogos continúan su análisis e inspección visual del interior de la tumba, sobre todo Javier, quien parece más decidido.

−Fíjate, por la zona en la que aparece este desgarro el pergamino debe de estar pegado a los restos de las ropas del cadáver −afirma Javier−. De la forma que lo han dejado, medio desenrollado y todo revuelto, ha quedado en una posición muy desfavorable para su correcta conservación. ¡Me da no sé qué verlo así! −nada más decir esto último, Javier saca un pequeño cutter del bolsillo izquierdo de su pantalón mientras dice muy excitado− Voy a despegarlo y a doblarlo bien para que no sufra más daños. Cortaré un poco la tela de la ropa que lleva el cadáver, ya que parece, a su vez, adherida al fondo del sepulcro −Mario nada dice y Javier prosigue con su monólogo−. Ya está suelto −al tiempo que va extrayendo cuidadosamente el larguísimo pergamino y comienza a enrollarlo lentamente y con sumo cuidado−. Anda, ayúdame −exclama, y es entonces cuando el, hasta esos momentos, inmóvil Mario procede a hacer algo que llevaba ansiando desde hacía minutos: tener entre sus manos aquella auténtica joya arqueológica.

Los dos colegas finalizan su delicada labor apoyándose sobre otra de las tumbas de piedra de la cripta y, a continuación, se sientan en el suelo. Transcurren unos minutos y el silencio es absoluto. Ambos están muy emocionados por haber podido experimentar el roce de aquella piel de cabra escrita por alguien en el siglo XV, pero los pergaminos no fueron inventados para que la gente se deleitara con su delicado tacto. Entre unas cosas y otras, Javier y Mario ya llevan encerrados varias horas y, aunque es cierto que no han tenido tiempo para aburrirse, ya no encuentran nada con lo que matar el tiempo. En un principio, cuando comenzaron a alcanzar sus descubrimientos en la cripta, estaban entusiasmados, aunque ahora ya esto no parece importarles demasiado. Querrían poder indagar más. Es mucho mayor el deseo por leer el documento medieval que acaban de enrollar que incluso la necesidad de salir de aquel oscuro y misterioso cautiverio. Ninguno de los dos se atreve a proponer satisfacer su anhelo al otro, pero finalmente el más decidido de ellos es quien da el primer paso.

−No va a pasar nada si echamos un pequeño vistazo −parece querer romper el hielo con esta frase Javier.

Mario asiente con la cabeza, nuevamente sin pronunciar palabra, motivo por el cual Javier, que ya alumbra con su teléfono hacia la zona donde está el pergamino, no se percata de ello. Pero poco parece importar a Javier lo que opine Mario de su proposición e inmediatamente comienza a desenrollar, de nuevo con una gran delicadeza y de forma muy pausada, el antiguo documento sobre el sepulcro que anteriormente les había servido de improvisada mesa.

−Está escrito en catalán medieval −dice Javier, moviendo constantemente su teléfono móvil de izquierda a derecha para realizar un barrido por la superficie del pergamino que acaba de desplegar.

−No, no −balbucea Mario atropelladamente, y Javier comprende así que su colega no debe de dominar la lectura de esta primigenia lengua romance.

Es entonces cuando el director de la excavación arqueológica del lugar de la batalla de El Puig comienza a leer en voz alta el documento, realizando directamente la traducción al castellano contemporáneo.

−Aquí yace enterrado el caballero don Pedro de Pertusa, fallecido el séptimo día del mes de agosto del año de Nuestro Señor Jesucristo 1452, quien fue mesnadero del rey de Aragón Alfonso y custodio del Santo Grial.

Esta es la crónica de los principales pasajes de mi vida, la vida del caballero valenciano don Pedro de Pertusa. Para conocer cómo fue el comienzo de la relación del linaje Pertusa con la Casa real aragonesa hay que remontarse atrás diez generaciones, concretamente a la figura de don Blasco de Pertusa…

−Se trata del bisabuelo de su retatarabuelo −apunta Javier tras haber echado cuentas con los dedos. Después de esto, el arqueólogo continúa leyendo el pergamino.

−... noble caballero que combatió valientemente contra los infieles almohades en el año 1212…

−¡En las Navas de Tolosa! −exclama Mario con entusiasmo.

−… y frente a los franceses en el año 1213 en el sitio de Muret, junto a las huestes del rey Pedro, llamado el Católico, quien fuera padre de Jaime, el conquistador de los reinos moros de Mallorca, Valencia y Murcia.

En la gran batalla del año 1212 este excelentísimo caballero ya destacaría entre las filas cristianas demostrando un gran arrojo en el combate. Y yo os digo que esta valentía es bien cierta, pues no sólo sus intrépidas hazañas fueron contadas de generación en generación por mi familia, sino que su siempre heroica lucha fue mismamente descrita por los miembros de las mesnadas de los reyes de Aragón que sucedieron a Pedro el Católico, así como constantemente se ensalzaría su figura como arquetipo caballeresco. Del mismo modo, también es bien cierto que Blasco de Pertusa era el más devoto cristiano que combatía entre las filas aragonesas y catalanas, no sólo para defender a su rey y su patria, sino también para proteger la fe de Jesús de Nazaret ¿Qué más os puedo decir yo si los hechos son los que son, si jamás ha existido en tierras aragonesas o catalanas tan justo caballero, tan avezado guerrero, tan franco vasallo, ni tan pío creyente? Los principales reyes y ricoshombres cristianos habían formado en el año 1212 una gran alianza para lograr doblegar al peligroso enemigo almohade. Habían partido de la bella ciudad de Toledo, desde donde su arzobispo, don Rodrigo Jiménez de Rada, les había hablado en nombre del papa de Roma, pues el Sumo Pontífice les instaba a combatir con mano de hierro a los infieles, seguidores del profeta Mahoma, que ocupaban las extremaduras y que si continuaban realizando incursiones y avances en territorio castellano acabarían amenazando a toda la cristiandad. Es por ello que no sólo los reyes de Castilla, Navarra y Aragón habían enviado a la convocatoria de Toledo a lo más granado de sus ejércitos, sino que, además, se habían unido a la causa de Cristo incluso gentes del reino de Francia y de otras partes de ultramontes. Un largo camino debieron recorrer los ejércitos de la Cruz, atravesando páramos y cruzando escarpados parajes, antes de llegar a su destino final. La batalla daría comienzo al alba del decimosexto día del mes de julio, cuando los dos ejércitos se encontraron en unas navas rodeados de abruptos picos montañosos similares a los que habían dejado atrás durante las jornadas previas. Acudieron en persona a tan trascendental cita incluso los reyes Alfonso de Castilla, Sancho de Navarra, llamado el Fuerte, y Pedro de Aragón, que formaban en posición de combate con sus huestes en la retaguardia tras otras dos líneas de caballería. Por su parte los almohades poseían un numeroso ejército constituido por una formación de arqueros, ubicados en vanguardia, y a continuación un nutrido cuerpo de soldados de infantería, mientras que sus raudos jinetes se situaban en los flancos. La primera línea de la caballería cristiana asestaría el golpe inicial y cuando ésta lograba penetrar entre las filas de arqueros sarracenos fue atacada por los jinetes almohades. Pero este contratiempo no sería obstáculo para que los cristianos lograran causar un gran número de bajas al enemigo. El terreno de las navas se estaba comenzando a teñir de color rojo aquella mañana de verano con la abundante sangre que corría por los cuerpos desmembrados, ensartados o decapitados de los arqueros y jinetes almohades que en el combate cuerpo a cuerpo se convertían en fácil blanco para las lanzas y espadas de los enérgicos caballeros cristianos. Esto fue así hasta que la presión de la primera línea de los ejércitos de la Cruz chocó bruscamente con el cuerpo de peones sarracenos, éstos fuertemente equipados con pesadas armaduras, escudos y cascos, que se habían localizado al principio de la batalla en el centro de la formación almohade, justo detrás de las líneas de arqueros. Debido a ello el empuje inicial cristiano fue detenido en seco. Y no sólo se erigiría esta violenta colisión en potente freno para el hasta entonces imparable avance de la caballería a través de las filas enemigas, sino que tan robusto era el cuerpo de infantería almohade que sus guerreros lograron finalmente invertir el empuje e incluso comenzaron a poner en serios aprietos a los jinetes cristianos, que empezaron retroceder y a sufrir importantes pérdidas en hombres. Debido a ello, para que el campo de batalla no quedara sembrado de cadáveres cristianos, los tres reyes ordenaron cargar a su segunda línea de jinetes. La ayuda de estas tropas de refresco fue sin duda bien recibida por sus correligionarios que aguantaban a duras penas el embate sarraceno. Serían instantes de enorme confusión en medio de los cuales el devenir podía conducir a cualquier desenlace para la batalla. Es por ello que los cristianos, a pesar de haber sido reforzados con la segunda carga de caballería, no lograban domeñar por completo al enemigo y, si bien, de nuevo el llano volvía a cubrirse con los cadáveres de multitud de enemigos sarracenos, no es menos verdadero que muchos jinetes cristianos hallaban, así mismo, también la muerte. El equilibrio alcanzado podría llegar a romperse de un momento a otro si los reyes cristianos no lanzaban a su tercera y última línea de caballería a la carga, dado que los sarracenos contaban con un mayor número de combatientes. No obstante, esta decisión se estaba demorando porque los tres reyes no deseaban precipitarse y lanzar al resto de sus tropas al combate en un momento inadecuado. Mientras los líderes cristianos meditaban esta importante decisión un joven y temerario caballero, que formaba parte de la última de las tres líneas del ejército aliado junto a Alfonso de Castilla, Sancho de Navarra, Pedro de Aragón y los mejores caballeros de sus respectivas mesnadas, se lanzaría en solitario a perseguir, espada en mano, a un par de raudos jinetes sarracenos que habían quedado aislados de sus conmilitones durante la segunda carga de caballería. Llegó un momento en el que en un visto y no visto el impetuoso caballero sería sorprendido por cuatro sarracenos más que surgieron de forma repentina con sus cabalgaduras como si hubieran aparecido de la nada y, blandiendo sus alfanjes, se disponían ya a dar buena cuenta de lo que parecía una presa fácil. Con el caballo prácticamente agotado por el lastre que para el animal representaba portar a lomo a su jinete, así como aguantar la carga adicional de sus pesadas armas y su coraza, el joven no pudo reaccionar y en un breve lapso temporal pronto se vio completamente rodeado por estos cuatro raudos enemigos en una zona del campo de batalla a medio camino de las retaguardias cristiana y almohade, y, a su vez, lugar éste también bastante alejado del área en la cual se desarrollaban las principales acciones del enfrentamiento armado. Al primer choque uno de los sarracenos desarmó al joven cristiano cuando su exhausto caballo se encontraba ya totalmente inmóvil, de forma que su espada fue recogida rápidamente por otro de los cuatro enemigos. Otro de los jinetes almohades se disponía a propinar una mortal estocada a su insensato rival cuando de pronto el agudo silbido de una lanza lo descabalgó con una violencia tal que quedó inmóvil en el suelo atravesado como si se tratara de un animal de caza a punto de ser cocinado. Don Blasco de Pertusa se había desmarcado también de la tercera línea de las huestes cristianas nada más observar como el joven caballero aceleraba la marcha, al intuir que pronto se vería metido en un aprieto, no sin antes haberle pedido a Dios que le diera fuerzas para combatir a su infiel enemigo y no sin que le encomendara la guarda de su alma en el caso de que cayera en justo combate. Una vez eliminado el primer enemigo, nada tardaría en derribar al segundo, que se apresuraba a propinarle una estocada. Para ello se serviría de un fuerte golpe de su escudo, de tal manera que este arma defensiva quedó destrozada y el sarraceno malherido arrastrándose por el suelo como si de una lombriz se tratara. Con ambas manos libres, Blasco de Pertusa desenvainaría entonces su larga espada y tendría el tiempo justo para alzarla por encima de su cabeza y de un sólo mandoble decapitar a otro de los sarracenos, que a punto estuvo de alcanzarle con su alfanje. Ese golpe de la espada de Blasco sería tan brusco, al tiempo que tan preciso, que serviría a su vez para provocar una severa herida al cuarto de los jinetes almohades, aquel que se había apoderado de la espada del joven caballero y que ahora presentaba un amplio corte en el pecho. Éste último, muy atemorizado por los rápidos y precisos movimientos de tan misterioso caballero, trató de escapar a galope de lo que parecía ya una muerte segura si trataba de responder con sus armas a tan poderoso enemigo. Fue entonces cuando los dos jinetes que habían quedado aislados durante la segunda carga de caballería entrarían de nuevo en escena para tratar de defender a su tullido compañero. Para ello comenzarían a disparar flechas a los dos cristianos hasta que el jinete sarraceno consiguió llegar a su altura. La lluvia de saetas sería tal que Blasco de Pertusa no podría avanzar hacia ellos hasta que cesaron de tensar sus arcos, más aún si tenemos en cuenta que fue alcanzado en una pierna. Incluso el caballo del joven cristiano sería muerto asaeteado y serviría a su jinete de parapeto para evitar que este último corriera la misma suerte. Fue entonces cuando los tres almohades emprendieron la huida. Una vez que las flechas dejaron de silbar en el aire, Blasco se desprendería de los guanteletes, las calzas de malla, el capell de ferro y el gonió ...

−Casco y cota de malla, respectivamente –le indica Javier a su mudo oyente.

−… al tiempo que dejó caer su espada y una maza al suelo y sólo entonces, cuando ya había aligerado todo el peso que podía, se lanzaría a perseguir a los tres sarracenos. Pronto los jinetes infieles descubrirían al audaz caballero lanzado a galope hacia ellos y no dudarían de nuevo en tensar sus arcos para tratar de acabar de una vez por todas con tan temido enemigo, el cual debía esquivar flechas constantemente sin apenas ya protección. Ese día Jesucristo estaría de parte del devoto Blasco de Pertusa, pues no puede ser fruto de la casualidad que ninguno de los proyectiles le alcanzara provocándole heridas graves. La Providencia Divina quiso que Blasco continuara con vida cuando los jinetes sarracenos dejaron de emplear sus arcos ante la proximidad del grueso del ejército almohade, momento en el que comenzaron a sentirse ya seguros y decidieron centrarse únicamente en acelerar la marcha. Lo que éstos no esperaban es que en cuanto pudo el caballero aragonés se armó con una azcona y la lanzó con tanta fuerza que ésta atravesó la cabeza, casco incluido, del sarraceno herido que portaba la espada robada al joven cristiano, cayendo este arma al suelo junto con su portador. Cuando esto sucedió los otros dos jinetes enemigos se detuvieron sorprendidos, sin saber porqué su compañero se quedaba atrás, y entonces, antes de que pudieran percatarse siquiera de su muerte, Blasco de Pertursa se abalanzó, como si de un rayo se tratara, saltando del caballo sobre uno de ellos, al que degolló de forma inmediata con una daga. Mientras que este sarraceno se desangraba a través del amplio corte que presentaba su garganta, Blasco de Pertusa, se apresuró a recoger del suelo la espada perdida por el joven caballero, motivo por el cual el último de sus enemigos que quedaba con vida aprovecharía para huir, obteniendo las fuerzas necesarias para ello del terror infundido por aquel guerrero que parecía poseído por el Demonio. Sólo así podía explicarse que a ojos de los almohades resultara ser inmortal y que gozara de fuerza sobrehumana. No obstante, Blasco de Pertusa no saldría ya en persecución del sarraceno. En lugar de ello montaría nuevamente sobre su caballo y marcharía en dirección contraria. Su afán por matar enemigos le hubiera llevado a tratar de dar alcance a aquel cobarde que se le escapaba, pero su corazón le dijo que era más importante salvar la vida propia y la de aquel joven que había quedado en tierra de nadie, sin caballo y sin su bien más preciado: su espada. De esta forma Blasco regresó a la altura donde aquél se encontraba, devolvió la espada a su dueño, recuperó del suelo las armas y el equipo arrojado y montó en su propio caballo al joven cristiano, dirigiéndose ambos al galope de su única montura al encuentro de las filas aliadas que todavía no habían entrado en combate. Nada más arribar hizo desmontar al joven caballero, saltó del agotado caballo, y profirió un ensordecedor grito: “¡Un caballo, por Dios Todopoderoso, entregadme un caballo, nuestros hermanos están muriendo defendiendo la fe que todos tenemos en Cristo!”. La heroica escena no había pasado inadvertida para los reyes y caballeros cristianos, motivo por el cual un escudero satisfizo pronto la demanda de tan noble caballero y le entregaría las riendas de un brioso corcel. Blasco de Pertusa rezó entonces un Padrenuestro y se volvió inmediatamente en dirección al enemigo, partiendo al trote hacia donde se estaba desarrollando el sangriento combate. Ello fue sin dudas el acicate que daría el impulso definitivo a la vanguardia aliada para lanzar la tercera carga de la caballería cristiana, iniciada justo en ese momento, y con esto se asestó el golpe definitivo a los almohades. Blasco sería el primero en alcanzar el centro de la acción y esa jornada mancharía su espada todavía más de lo que ya lo estaba con la sangre sarracena. Fue tal la carnicería por él causada que desde entonces se mostraría como una persona mucho más retraída, arrepentido como estaba por haber privado del don de la vida a tantos enemigos, aún a pesar de que éstos fueran practicantes de un credo equivocado. No había día ni noche que no lamentara haber quitado la vida a tantos enemigos. No había día ni noche que no pidiera perdón por ello. No había día ni noche que no rogara a Dios por el alma de los que cayeron bajo el filo de su acero. Aunque en lo más profundo de su corazón sabía que si el Padre celestial le había permitido salvar la vida en aquella batalla debía ser porque el Todopoderoso había establecido que el desenlace fuera el que fue. Aquel día los aliados alcanzaron incluso la tienda del califa Miramamolín, pero el cobarde caudillo almohade había escapado antes, cuando la victoria cristiana resultaba ya evidente. Previamente Blasco de Pertusa, junto a un puñado de intrépidos caballeros navarros de la mesnada del rey Sancho el Fuerte, se había abierto paso mediante los tajos de su espada a través del nutrido grupo de esclavos armados con lanzas que se interponía entre él y el campamento califal. Diez mil de estos pobres desgraciados acabaron siendo masacrados cuando el grueso del ejército cristiano arribó a la zona, pues ninguno de ellos podía huir, al estar encadenados, y tampoco ninguno quiso rendirse, de forma que con ello garantizaron a su dueño poder ponerse a salvo. En medio de lujosas tiendas de campaña con sus delicadas telas y tapices teñidos con la roja sangre de los caídos en combate, entre los innumerables eslabones de hierro cortados y los incontables miembros cercenados de aquellas pobres gentes de tez morena, los más nobles caballeros rodearían a don Blasco de Pertusa, aclamado ya como el héroe de las navas, y gritarían como si de una única voz se tratara: “¡victoria! Blasco pasó a formar parte desde entonces del selecto grupo de caballeros de la mesnada real encargados de proteger al rey Pedro. Pero en ocasiones la extrema valentía de un caballero y su fortaleza física y espiritual no son suficientes para defender a un rey contra su peor enemigo: la soberbia. Si a su vanidad le añadimos dos pecados capitales más cometidos frecuentemente por este rey, como son la gula y la lujuria, entenderemos porqué para todo buen católico no resultare extraño comprender que aquel doceavo día del mes de septiembre del año 1213 Dios no se pusiera de parte suya. Sería entonces cuando el caballero Blasco de Pertusa tendría una nueva oportunidad para demostrar su fidelidad hacia el rey y su fe en el Todopoderoso, cuando combatiría de nuevo con las huestes aragonesas y catalanas bajo las órdenes de Pedro el Católico.

Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.

Yaş sınırı:
0+
Hacim:
232 s. 4 illüstrasyon
ISBN:
9788415930372
Yayıncı:
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок