Kitabı oku: «Política para profanos», sayfa 4

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En efecto, el ejecutivo, en los sistemas presidenciales, en las dictaduras, los totalitarismos, etc., ha hecho su propia tiranía. No hay duda de que Hitler y Stalin fueron tiranos. Es obvio que los teóricos griegos —que rechazaron, como los medievales y los modernos, la peor forma de gobierno, esto es, la tiranía— no alcanzaban a imaginar los alcances de un tirano en las condiciones actuales, pero las figuras se corresponden. Y lo que precisamente han querido hacer los Stalin y los Hitler, cuando creen que han encarnado la soberanía popular misma, esto es, que son el pueblo mismo, ha sido imponer un poder sobre los otros, es decir, han buscado minar la división de poderes y evitar todos los controles que los parlamentos y el poder judicial ejercen en contra suyo. Por esa razón, los tiranos del totalitarismo del siglo XX quisieron burlar el derecho e imponer el propio, buscaron ponerse por encima del derecho o por fuera de este, lo cual se materializó en la sentencia de Schmitt de que soberano es el que dice «el estado de excepción». En conclusión, la crítica de Rousseau a la división de poderes, basado en la presunta indivisibilidad de la soberanía, es proclive al totalitarismo, y así lo ha demostrado la experiencia histórica.

Si revisamos la tercera característica de la soberanía de Rousseau, también vemos su compatibilidad con el totalitarismo. La infalibilidad de la soberanía tiene varias consecuencias. No olvidemos que es en esta misma parte de El contrato social donde Rousseau se opone a los partidos. De donde podemos decir que en el pensamiento del ginebrino no hay cabida para lo que en ciencia política se ha llamado el «sistema de partidos». Como la voluntad general es una, indivisible, no admite partidos que representen los diversos intereses de la sociedad, de los distintos grupos y de los movimientos. Así se evita la desintegración de la voluntad general. En pocas palabras, en Rousseau no hay cabida para el pluralismo y la diversidad; es más, desde Rousseau no podríamos leer temas tan importantes para las sociedades actuales como el multiculturalismo o la interculturalidad. Esto implica que Rousseau piensa en una voluntad general homogenizada, portadora de una sola forma de ver el mundo, de una sola cosmovisión, de una sola verdad. Por eso su interés en evitar las fracciones, las facciones, los partidos políticos. Como lo ha mostrado el sociólogo de la política Maurice Duverger (1976) en su libro justamente titulado Los partidos políticos:

El pluralismo democrático lleva a deformar el interés general, por una lucha entre intereses particulares, a sacrificar el interés del pueblo entero a las disputas entre los objetivos especiales de tales o cuales fracciones […] conocemos la desconfianza de los hombres de 1789 respecto a los cuerpos intermediarios; no es dudoso que no habrían admitido el pluralismo de los partidos. (p. 287)

La inexistencia de partidos en una comunidad política lleva al partido único. Y el partido único en los sistemas totalitarios, ya sea el del nazismo o el soviético, han representado la intransigencia ideológica, el dogmatismo y el fanatismo. Y por paradójico que suene para los demócratas seguidores de Rousseau, el partido único está fundamentado teóricamente en el autor de El contrato social. Rousseau es el teórico del unanimismo político, una especie de dogmatismo y fanatismo ideológico que atesora la verdad. Podríamos decir, sin exagerar, que en Rousseau la comunidad política crea una dictadura de la verdad misma. De tal manera que solo hay espacio para una verdad, la de la voluntad general, la del pueblo, una verdad que siempre tiene la razón y que no admite la oposición, pues esta siempre estará equivocada. No olvidemos que la voluntad general siempre es recta y justa; por lo tanto, los demás, las minorías, no tienen verdad y justicia en sus demandas. En Rousseau se materializa lo que el ya citado Tocqueville llamó «la dictadura de la mayoría».

El hecho de que la soberanía popular sea absoluta lleva en verdad, al totalitarismo del Estado o, más bien, de aquellos que en la práctica han querido ser el pueblo mismo, la nación misma. Tal es el caso de Hitler. Cuando el líder se convierte en el Estado, cuando cree representar los intereses generales, se ha producido una usurpación de la voluntad general. Los partidos comunistas han sido expertos en identificarse con el pueblo; los líderes políticos también. En este caso, el legislador de Rousseau —al cual hicimos mención arriba— se ha convertido en lo que el pensador colombiano Darío Botero Uribe (2001) llama, en El poder de la filosofía y la filosofía del poder, el hombrepueblo. Nos dice el filósofo colombiano:

Los jacobinos en la Revolución francesa —Robespierre— y los bolcheviques en la Revolución de Octubre —Lenin y Stalin— representan el hombrepueblo, una traslación semántica desde el sujeto colectivo al sujeto individual. Solo cuando se absolutiza al pueblo, el líder es el pueblo y el sujeto colectivo es negado, jamás se le consulta. Esa transmutación de sentido del individuo a la colectividad y de la colectividad al individuo, por extraño que parezca, es un juego usual en el mundo político. (p. 156)

En realidad, partiendo del propio Rousseau, podemos decir que, en la práctica, los legisladores con quienes soñó (Moisés, Licurgo, Solón) se convirtieron en los Hitler, Stalin, Lenin, Robespierre y otros tantos tiranuelos más. Ellos, que representaban la soberanía popular misma, la voluntad general, terminaron acumulando un poder omnímodo, pletórico y absoluto. Y por fuera de lo absoluto no hay nada. Ya conocemos sus consecuencias… Y un poder absoluto no admite la limitación del poder. Por eso hay que eliminar a la oposición, y eso fue lo que hizo Stalin, y eso fue lo que hizo Hitler cuando eliminaron a todas las camarillas que le pudieran disputar el poder, entre ellas, la de Röhm, una camarilla unida por sus lazos homosexuales, tal como documenta Hannah Arendt (2004) en su libro Los orígenes del totalitarismo.

En el libro La civilización unidimensional: actualidad del pensamiento de Herbert Marcuse, en un capítulo titulado «La URSS como estado totalitario», con base en teóricos como Althusser, Aron, Rupnik, Hermet, Weber, Orwell, Morin, Foucault, entre otros, se ha hecho una caracterización del totalitarismo en los siguientes términos:

La administración de la vida, el monopolio de los medios ideológicos, el autoritarismo, la negación del individuo, la mentalidad religiosa, el burocratismo, la existencia de un partido único, etc., se materializaron todos, sin excepción, en el régimen soviético, de lo cual se colige, sin duda alguna, que ese Estado fue un Estado totalitario. (Pachón, 2008a, p. 132)

Podríamos medir a Rousseau con este mismo rasero, y comprobar que su teoría de la voluntad general, totalitaria y dogmática, cumple con casi todas las características mencionadas; entre ellas, una que es preciso resaltar aquí, y a pesar de El Emilio: la negación del individuo. Esta es una nota definitoria de todo totalitarismo: la mistificación y fetichización del todo sobre la parte, del colectivo sobre el individuo, tal como en Rusia, Alemania y, por supuesto, de todo totalitarismo que ve un peligro en la individualidad.

Colofón

Resumiendo podemos decir que las características de la soberanía —inalienable, indivisible, infalible, absoluta— llevan, por varios caminos, a formas totalitarias: la democracia directa convertida en mecanismo para legitimar gobiernos carismáticos, populistas, autoritarios; o la democracia representativa —como imposibilidad de esa inalienabilidad de la voluntad general—, que arribó a un totalitarismo disimulado totalmente tanatopolítico, una sociedad donde precisamente la voluntad general no es la que decide, tal como se denuncia hoy en Europa por los movimientos «indignados»3. Igualmente, la voluntad general posibilita (y posibilitó) la dictadura de las colectividades con el correlativo sometimiento del individuo al pueblo, al Estado y al partido que creen representarla. Por su parte, el partido único de Rousseau favorece la eliminación del pluralismo ideológico, la diversidad de intereses y, lo más grave aún, de las minorías políticas. Por otro lado, la voluntad general implica una dictadura de la verdad, que, en la práctica, en el siglo XX, llevó al control de la opinión pública y de los medios de información y comunicación. Ese monopolio de la verdad ha permitido a los totalitarismos la expansión de la ideología y la imposición de formas únicas de ver el mundo y la organización del Estado. Y, por último, el culto al legislador de Rousseau favorece que el hombre-pueblo —como sostuvo Darío Botero Uribe— usurpe la soberanía popular. En estricto sentido, el hombre-pueblo favorece el culto a la personalidad, ese culto, de mentalidad religiosa, que enarbolaron las seducidas masas de los totalitarismos y los fascismos del siglo pasado. Es todo esto lo que permite vincular al bienintencionado Rousseau con el totalitarismo.

Para finalizar, es justo decir, en favor de Rousseau, que El contrato social no fue la obra que el propio autor consideró como más importante. De hecho, es solo una parte de una obra mayor que proyectaba, pero que no terminó. Esto es claro en la advertencia del libro cuando dice:

Este pequeño tratado es parte de una obra más extensa, emprendida en otro tiempo sin haber consultado mis fuerzas y ha mucho abandonada. De los diversos trozos que se podrían sacar de lo hecho, este es el más considerable, y me ha parecido el menos indigno de ser ofrecido al público. El resto ya no existe (énfasis agregado).

Y creo que esto es notable en los resultados finales del libro, en su pesimismo, pues allí la democracia aparece —como ya se dijo— impracticable; los legisladores como iluminados y dioses y, por ello mismo, inexistentes; los pueblos europeos como inaptos para la democracia, con excepción de Córcega. En fin, como lo anota Allan Blomm (2006): «No creyó que el hombre pudiera volverse enteramente social» (p. 548). En esto su visión sobre la civilización, expuesta en sus dos Discursos, nunca lo abandonó, nunca varió. Hay que decir, entonces, que la historia le hizo una mala jugada a Rousseau y, precisamente, El contrato social se convirtió en su libro más conocido y famoso, por encima de sus Discursos y de su obra educativa. Fue un libro que influyó en Europa y en América, que influyó en el marxismo de Marx y en los no tan marxianos, un libro que también ha servido para abanderar la causa de la libertad en diferentes partes del mundo y que es —como todo clásico, según decía Bobbio— un interlocutor válido para nuestro tiempo.

Actividad

Lea el texto y realice un mapa conceptual.

Investigue qué mecanismos tiene la Constitución colombiana para garantizar el ejercicio de la soberanía popular.

Reflexione sobre cómo las dinámicas del mercado global pueden limitar el ejercicio de la soberanía popular.

Escriba un ensayo de 1000 palabras donde explique por qué la teoría de la soberanía popular de Rousseau sigue siendo importante para los procesos democráticos y los sistemas políticos.


2 En este texto dice Horkheimer (1995): «La política es para Maquiavelo la tarea más noble del pensador tan solo en la medida en que el Estado es la condición para el desarrollo burgués de las fuerzas del individuo y de la colectividad» (p. 26).

3 Estas consideraciones no implican culpar a Rousseau del fracaso de la democracia moderna. A ese fracaso se hubiera llegado también por otras vías, por otros caminos. En realidad, como se vio a comienzos del siglo pasado, en la década de los treinta, la democracia tenía una lógica interna que desembocaba en el totalitarismo. Eso es claro en el nazismo, tal como lo mostraron algunos miembros de la Escuela de Fráncfort.

Tema 4. El poder y las opciones del sujeto

Objetivos: a) realizar un acercamiento a la problemática del poder, tomando como referencia la obra de Foucault, y b) determinar si el poder implica minar totalmente la libertad individual o colectiva.

Texto

Diagramas de poder y sujeto en Foucault

«En la actualidad, el objetivo quizá no sea el descubrir qué somos, sino el rechazar lo que somos. Tenemos que imaginar y crear lo que podríamos ser para librarnos de esta especie de doble atadura política que consiste en la simultánea individualización y totalización de las estructuras modernas del poder [...] Debemos promover nuevas formas de subjetividad por medio del rechazo de este tipo de individualidad que se nos ha impuesto durante siglos».

(Foucault, 1991, p. 69)

I

Michel Foucault, filósofo francés fallecido en 1984, es uno de los pensadores que más se ha preocupado por la relación individuo-sociedad. Durante toda su vida académica se ocupó, en especial, del poder, o lo que él preferentemente denominaba las «relaciones de poder». Foucault mostró cómo el individuo existe dentro de la sociedad, los grupos o el Estado, cómo es modelado, determinado, construido, fabricado dentro de esos espacios. En este sentido, podemos decir, tuvo una preocupación similar a la de Herbert Marcuse y los filósofos de la Escuela de Fráncfort.

El de Foucault es un discurso trasgresor, diferente, novedoso. En él no encontramos los clásicos discursos románticos sobre el acontecer histórico. Lo que ha hecho Foucault es irse al pasado, desenterrar los documentos y mostrarnos una historia difusa. El pensador del poder es un arqueólogo que nos enseña la forma terrorífica como los sujetos se han constituido a través del acaecer histórico. Así, aprendemos que la historia no es benévola, sino, por el contrario, una monstruosa trama de acontecimientos entretejidos que han acuñado al sujeto de la modernidad.

Foucault es un nietzscheano que prosigue la labor que su maestro había empezado un siglo atrás. Nietzsche es el primero que empieza una deconstrucción radical de la historia; el filósofo alemán tomó su maletín de filólogo y se dedicó a escarbar, escudriñar, remover, hurgar en el pasado, para así mostrarnos la forma en que nacieron los valores, la moral, los deberes y las obligaciones. Nietzsche y Foucault destruyeron muchos mitos, mostraron que lo que somos fue construido de una forma macabra y dantesca; mostraron los falsos fundamentos sobre los que se ha construido la civilización, la falsedad de sus premisas. Decía Nietzsche: «Casi todo lo que nosotros denominamos “cultura superior” se basa en la espiritualización y profundización de la crueldad; esa es mi tesis» (1997b, pp. 188-189). En ellos el poder, el Estado, la sociedad aparecen desnudos de cualquier fetiche y se muestran en su forma grotesca y manipuladora. Foucault se ufanó de enseñar a pensar de otro modo; ese era su objetivo. Él mostró otra visión de los acontecimientos, de los hechos; nos enseñó a observar el pasado de forma radicalmente distinta.

Los estudios de Foucault son profundos, minuciosos, están sustentados con una documentación extensa. En su tarea desenterró documentos, desempolvó pergaminos, escudriñó bibliotecas, solo con el fin de mostrar cómo hemos llegado a ser lo que somos. Foucault buscó hacer una redefinición de lo que somos; una redefinición que más precisamente es un redescubrimiento de nuestro ser actual.

Es clara la influencia de Nietzsche en Foucault. El método, la genealogía, la tomó Foucault de Nietzsche. Ese amor por desenterrar fantasmas e inquirirlos sobre cómo penetraron en la subjetividad hasta convertirse casi en instintos fue una mirada que los dos compartieron. Nietzsche, en la Genealogía de la moral, aplicó a sus estudios históricos sobre los valores lo que él llamó la capacidad de rumiar, para hacer alusión a ese ejercicio de crítica sobre la historia, actividad para la que se requería ser casi una vaca. Foucault dedicó un escrito titulado «Nietzsche, la genealogía, la historia» al estudio del proceder epistemológico del pensador alemán. De él extrajo ideas relativas a la historia, tales, como, por ejemplo, la desconfianza por la «quimera del origen» (1992a, p. 23) y la participación de procesos de emergencia y procedencia en la constitución de los hechos. Foucault no creía en el origen de los sucesos, pues pensaba que suponer un origen era una postura metafísica, donde se acudía a presupuestos transhistóricos, suponiendo que existía ya algo de antemano y que el origen del evento era solo una perfección de esa antesala preexistente al acontecimiento mismo. No hay un origen de las cosas: estas emergen en las relaciones de fuerzas en las prácticas. La religión, por ejemplo, no tiene un origen, sino que en un momento dado tuvo que haber ocurrido algo que la hizo aparecer. Foucault, de acuerdo con una interpretación que hace de Nietzsche, utiliza la palabra invención para reemplazar la palabra origen.

El conocimiento fue inventado. Dice Foucault (2000):

[…] el conocimiento no constituye el instinto más antiguo del hombre [...] dice Nietzsche que el conocimiento está de hecho relacionado con los instintos, pero no está presente en ellos ni ser siquiera un instinto entre otros; el conocimiento es simplemente el resultado del juego, el enfrentamiento, la confluencia, la lucha y el compromiso entre los instintos. Es precisamente debido a que los instintos chocan entre sí, se baten y llegan finalmente al término de sus batallas, que hay un compromiso y algo se produce. Este algo es el conocimiento. (p. 22)

Esto no quiere decir que el conocimiento sea natural; por el contrario, es contranatural, es opuesto a la realidad, es una «entidad» diferente, surgió como producto del azar. No hay ninguna semejanza entre la naturaleza humana y el mundo por conocer. El conocimiento no es afinidad con el mundo: es lucha, tensión. Foucault (2000) da el salto y verá el conocimiento como una relación de poder:

O sea, el conocimiento es siempre una cierta relación estratégica en la que el hombre está situado. Es precisamente esa relación la que definirá el efecto del conocimiento y, por esta razón, será totalmente contradictorio imaginar un conocimiento que no fuese en su naturaleza obligatoriamente parcial, oblicuo, perspectivo. (p. 30)

Este carácter perspectivo del conocimiento se debe a que hay relación de fuerza, hay batalla, hay un ángulo especial desde el cual nos acercamos al objeto. Esta teoría también se refleja en la conceptualización que hace Foucault de las ciencias humanas y de su papel en constitución de la subjetividad moderna.

Por otro lado, para Foucault la historia no es continuidad lineal, no hay una historia global, cronológica, donde los hechos sean ordenados de determinada manera. Si acudimos a una visión de la historia de forma continua, resultamos legitimando el presente. La historia no funciona como una linealidad ascendente de causas y efectos. En mostrarnos la historia como un discurso donde un hecho determinado produce otro, está el error garrafal de los historiadores. Para Foucault la historia no es continua, sino discontinua; él acude a una visión histórica sin dialéctica, sin contradicciones: «La arqueología nos abre una historia general, que solo describe series poniendo de relieve cortes, desnivelaciones, desfases, sin singularidades cronológicas, en un espacio de dispersión» (Hurtado Valero, 1994, p. 33).

La historia se construye en una lucha, en forcejeos de sentido, de discursos, de prácticas. No es un cuento con inicio, desarrollo, nudo y desenlace; esta es una visión finalista de la historia, pero la historia —eso también es nietzscheano— no tiene un fin ni una meta.

En la historia juega el azar, lo imprevisible; eso es algo que ya sabía Wilhelm Dilthey. Así lo expresó:

[…] la historia del género humano, tal como se entiende empíricamente en el tiempo y en el espacio, es un tejido en el que se entrelazan innumerables hilos: actividades de la índole más diversa se encadenan entre sí; variaciones de grandes formas de vida, amplios movimientos, personalidades; finalmente, el destino o el azar. (Dilthey, 1994, p. 127)

Foucault parece disolver el sujeto en la historia: no es el sujeto el que hace la historia de acuerdo con determinado fin. El sujeto no goza de una identidad determinada: él mismo es un conjunto de fuerzas, de identidades que lo conforman. La identidad es suponer un yo bien formado, delimitado, igual a sí mismo, único, pero esto es solo una falacia. Ya Nietzsche sabía que el yo era una batalla de diferentes pensamientos, donde a menudo unos tenían más fuerza que otros. En esta perspectiva el sujeto es constituido dentro de la historia, es modelado y refundado por ella constantemente. El sujeto no está dado definitivamente; quienes hablan de identidad caen en este error. El sujeto «no es aquello a partir de lo cual la verdad se da en la historia» (2000, p. 16). El sujeto, en últimas, ha sido construido en la modernidad dentro de los discursos del saber, pero esa construcción no se da de una vez por todas. Para Foucault no hay sujeto previo, como a priori al proceso de conocimiento; tanto el sujeto como el objeto se construyen en el discurso. Veamos cómo describe Foucault el proyecto de constitución de esa subjetividad en la modernidad y los procesos que permitieron la realización de tal proyecto.

Foucault habló de los diagramas de poder para referirse al mapa de las relaciones de fuerza (que se dan entre dos individuos o entre grupos, etc.) actuantes en un determinado campo social. Son en total tres diagramas de poder: a) el diagrama de exclusión o modelo de la lepra; b) el diagrama disciplinario o el modelo de la peste, y c) el diagrama de la gubernamentalidad (Hurtado Valero, 1994). El primer modelo hace alusión a una práctica de poder que consiste en la expulsión del otro, de aquel que es considerado enfermo y es arrojado fuera del orden interior de la sociedad; es el encierro del loco. Aquí simplemente se excluye la diferencia, se aparta de un determinado orden establecido. El segundo modelo, el modelo disciplinario, requiere una atención más pormenorizada. Aquí se apela a separaciones múltiples, a distribuciones individuales; es la estrategia de vigilancia y control minuciosos. En un principio, este diagrama se centra en el individuo, en su cuerpo como objeto privilegiado de poder y de saber.

Es importante hacer alusión a lo que denomina Foucault el otro. El otro permite definir la identidad; nuestra identidad es una negación del otro, lo que a la vez implica un reconocimiento de eso que consideramos diferente. El otro es lo disímil. En los procesos que describe Foucault el otro es el loco, el enfermo, el homosexual, en últimas, aquel que no corresponde a los cánones de normalización de la sociedad. La sociedad está atravesada por un dualismo normal/anormal. El otro es lo considerado anormal, distinto. En el modelo disciplinario el otro no es excluido; por el contrario, es incluido en un espacio delimitado, distribuido, organizado. El otro es circunscrito, pero de una forma controlada; se tiene poder y manejo sobre su cuerpo. Así se construye un discurso de lo considerado normal y otro de lo anormal. Es preciso decir que este proceder no es más que un simple convencionalismo, una estrategia de supervivencia social, una delimitación hecha sobre el campo de los comportamientos, actitudes y acciones.

La tecnología disciplinaria (que abarca aproximadamente hasta 1750, y luego se superpone con el tercer diagrama de poder) se instaura desde el siglo XVII como técnica de control, inspección, vigilancia sobre el cuerpo individual. Antes de 1656, aproximadamente, al loco simplemente se lo excluía, pero a partir de entonces, la noción de loco es extendida a los vagos, insensatos, ociosos, y esta prolongación del concepto es coetánea con la proliferación de instituciones que lo convertirán en «objeto de conocimiento». La locura se convirtió en cosa, objeto de la psiquiatría. Antes, el loco era excluido en cuanto sujeto, ahora es incluido en cuanto objeto. La enfermedad mental fue objetivada. Posteriormente toda la sociedad correría el peligro de padecer locura, lo cual crea una vigilancia generalizada sobre las personas. Surge, entonces, la medicina; es lo que Foucault llama la apoteosis médica como ciencia que ejercería vigilancia sobre la sociedad: nace el patrón normalidad/patológico. Las personas se convierten en objetos de observación permanente. La medicina es la disciplina clásica que representa el modelo de la peste, es decir, aquel que incluye al otro, al distinto, pero lo reorganiza y lo distribuye dentro de su interior. Este control generalizado sobre el individuo es lo que Foucault llamó la anatomía política del cuerpo humano.

Todo lo anterior significa que el poder produce saber, tal como lo dijo Foucault (1998) en Vigilar y castigar, libro dedicado al estudio del nacimiento de la prisión, y en otras obras. Poder y saber aparecen implicados mutuamente. La psiquiatría y la medicina, como instituciones de control, proporcionaron un mayor saber sobre los cuerpos, los sujetos y, a la vez, este mayor saber permitió reorientar el control hacia fines específicos. Por ejemplo, el modelo establecido por la clínica como mecanismo de control sobre los individuos sentó las bases del modelo de la prisión, que tendrá su auge a comienzos del siglo XIX.

Desde finales del siglo XVII apareció lo que Foucault llamó el biopoder, en el cual la vida es aprovechada y cultivada; se labora sobre ella. El biopoder es un mecanismo para utilizar las fuerzas, donde en vez de destruirlas, son reproducidas. Esto se logró con las disciplinas, que constituyeron la ya mencionada anatomía política y que se manifestaron en la diseminación de colegios, talleres, hospitales, ejércitos. Es el poder disciplinario que indaga sobre los individuos y los estudia a través de disciplinas como la criminología, la psiquiatría, la medicina. El sujeto es descrito como inmerso en un campo documental. Aquí no solo se controla al individuo, sino que se busca corregirlo, sanarlo. Por eso nuestro estudioso del poder llamó a esta época la edad de la «ortopedia social» (2000, p. 98). Es la fijación del hombre y su constitución como sujeto de trabajo, práctica que pone, según Foucault, los pilares del capitalismo, pues este necesitó para su eclosión de esa fijación de los sujetos como seres productivos. Se buscó que las personas dedicaran su tiempo, parte de su vida, a las actividades económicas.

El biopoder tuvo dos modalidades: la anatomía política (poder disciplinario) y el tercer modelo de diagrama de poder: la gubernamentalidad (2010). Este último diagrama de poder aparece a mediados del siglo XVIII. Este diagrama no desplaza, sino que incorpora las disciplinas también echa mano de la antigua soberanía y tiene como objeto privilegiado del poder a las poblaciones (1992b). Las disciplinas se encargaban del individuo como cuerpo individual, pero en el nuevo modelo se apresa al hombre-especie, al hombre-espíritu. Aquí ya no se actúa sobre los cuerpos sin más, sino sobre la población en su conjunto. Esto es lo que Foucault llamaría la biopolítica. Aquí se va tras la constitución de una subjetividad social. Fue la gubernamentalidad la que permitió la doble atadura a la que está sometida el sujeto: la individualización y, a la vez, la totalización (masificación) dentro del cuerpo social.

La biopolítica se encargaría de una vigilancia sobre la totalidad de la colectividad, centrándose en aspectos como la higiene pública, la salubridad pública, las enfermedades, las tasas de nacimiento, el control de las epidemias. Esa biopolítica trabaja con la población como problema político, biológico y como problema de poder. A partir de aquí nacen medidas de control, se acude a toma de muestras, conteos estadísticos y se busca influir correctivamente en la sociedad. Es el nacimiento de la economía como disciplina encargada de la planificación de las políticas y su implantación social. El diagrama de la gubernamentalidad se fijó, como pudo verse, en problemas que atañen al transcurrir de la vida, al hombre viviente, no simplemente a los cuerpos como objeto del poder.

Para Foucault, a partir de aquí, surgieron dos series. La primera conformada por los elementos: cuerpo-organismo-disciplina-instituciones; la segunda, población-procesos biológicos-mecanismos reguladores-Estado. Desde ahí se mezclan las dos series en el control social, por ejemplo, en la ciudad obrera: allí opera la subdivisión de la población, el control policial, a la vez que hay mecanismos reguladores (propios del modelo de la gubernamentalidad) como medidas relacionadas con el hábitat, el alquiler de vivienda, su adquisición, seguros sobre enfermedades, reglas de higiene. La sexualidad y el control sobre esta adquiere una importancia inusitada, se controla la masturbación en los niños (modelo disciplinario, control sobre el cuerpo) y se toman mediadas atinentes a la procreación. Si no se controla al niño, va a ser un degenerado o un pervertido y, en este sentido, se afecta a la totalidad de la comunidad (modelo de la gubernamentalidad). Aquí, como vemos, están mezclados los dos diagramas de poder. Foucault explica que a este tipo de problemas se debe la extraordinaria importancia que obtiene la medicina en el siglo XIX.

Esa unión entre los dos modelos es lo que se conoce con el nombre de sociedad disciplinaria, una sociedad de control que vigila, observa e inspecciona al individuo, a las poblaciones. El modelo prototípico de esa sociedad está representado por el panóptico que teorizó Foucault a partir de Jeremías Bentham, pues la sociedad disciplinaria, que se forma entre finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, está relacionada con las reformas penales. Es con el modelo del panóptico como se extiende la vigilancia permanente sobre la sociedad, es un ojo omnipresente sobre los individuos, que registra, clasifica, actúa sobre ellos; es la fijación de las personas a roles específicos, labor que cumplieron las instituciones. Las disciplinas permitieron la invisibilidad del poder, su expansión, su mayor intensidad, su actuar subterráneo. La sociedad disciplinaria garantizó una «distribución infinitesimal de las relaciones de poder» (1998, p. 219).

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