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I. DESCRIPCIÓN Y EJERCICIO LITERARIO

Una ficción lograda encarna la subjetividad de una época y por eso las novelas, aunque, cotejadas con la historia, mientan, nos comunican unas verdades huidizas y evanescentes que escapan siempre a los descriptores científicos de la realidad. Sólo la literatura dispone de las técnicas y poderes para destilar ese delicado elíxir de la vida: la verdad escondida en el corazón de las mentiras humanas.

(VARGAS LLOSA, 1990, p. 15)

Aunque ordinariamente nuestros actos no son objeto de sesudas reflexiones, no deja de ser inquietante que, aparte de ocupaciones de claros provechos prácticos, como la albañilería y la agricultura, los hombres se entreguen a actividades que, en principio, no ofrecen beneficios materiales. Al tanto de lo anterior, quisiera reparar en que, desde que somos usuarios del lenguaje, no hemos dejado de inventar historias.

Podríamos, ciertamente, dedicar todo nuestro tiempo a resolver problemas relativos al orden material de nuestra vida, como el de la producción de alimentos o el de la construcción de lugares para guarecernos, pero eso no es lo único que nos ha ocupado. Bien al contrario: quizá por no saber qué hacer con la pequeña cuota de tiempo de que disponemos, nos dedicamos a inventar, aunque nada obsta para que dijéramos “recordar” o “registrar”, “sucesos” que a lo mejor no han tenido lugar, pero que no por esto dejan de ser dignos de consideración. Las ficciones literarias, en cierto sentido, atestiguan lo que acabo de decir. La creación de historias ficticias ha sido una constante desde que el hombre empezó a juntar palabras, y los escritores de auténtico genio –aunque también los chapuceros emborronadores de cuartillas– no dejan de darse a la invención.

A sabiendas de que lo anterior no está exento de polémica, quisiera proponer algo que puede resultar todavía más controversial: me refiero a que la literatura, que contiene una buena dosis de invención, tiene una particularidad que, justamente por el trabajo inventivo que supone, pasa inadvertida: es, quizá, el instrumento que ofrece las mejores descripciones nuestras. Quiero decir, en estricto sentido, que quienes se entregan al ejercicio literario, aquellos que hacen literatura, han producido las descripciones más sugestivas, por no decir precisas, que conocemos sobre nosotros mismos. En el caso de las obras clásicas, por lo que parece, esas descripciones son de una actualidad permanente. No hablo aquí de “descripciones” en el sentido lato del término. Me refiero, puntualmente, al contenido mismo de las obras literarias: a su capacidad para mostrar, no para demostrar, quiénes somos, a su virtud reveladora de lo íntimo.

En un pequeño escrito, que antecede una de sus novelas1, el novelista bogotano Álvaro Salom Becerra, después de declarar que ha asistido a las funciones del circo político colombiano, hace la siguiente observación sobre su trabajo literario:

De esas piezas teatrales y de esas funciones de circo he tomado, con mi vieja cámara fotográfica, algunas instantáneas que ojalá logren conformar un álbum digno de ese nombre, capaz de suscitar en quienes recorran sus páginas recuerdos agridulces, asociaciones de ideas, rictus de sorpresa, ademanes de cólera, protestas silenciosas contra la injusticia, contracciones musculares de rebeldía ante la iniquidad, sentimientos de repulsa por los farsantes y de conmiseración y solidaridad por las víctimas de la farsa, deseos vehementes de un cambio radical, sonrisas regocijadas o amargas frente a los trucos de los histriones y a los episodios tragicómicos que representan los personajes de la obra y una que otra lágrima. Si lo consigo, habré satisfecho plenamente mi ambición de fotógrafo de la realidad, que no de novelista (2000, p. 13).

Una de las ideas que quiero discutir sobre las ficciones literarias es esta: quien hace literatura deja un registro, que es la obra misma. Un registro que puede parecernos precario o laudable, pero que no por esto deja de tener mucho de testimonio. La literatura, en suma, por más alejada que parezca de nuestras experiencias efectivas, nos retrata. En esos retratos, por cierto, no salimos muy airosos, mas es difícil, al tanto de nuestro fuste torcido, esperar otra cosa. El búlgaro Tzvetan Todorov lo advierte con mucho tino: “Las verdades desagradables –para el género humano, al que pertenecemos, o para nosotros mismos– tienen más posibilidades de llegar a expresarse y ser escuchadas en una obra literaria que en una obra filosófica o científica” (2009, p. 87).

El lector de una obra literaria, pues, no ha de sorprenderse si la conducta de los personajes, frente a determinadas circunstancias, es idéntica a la que él adoptó en trances parecidos, o similar a la que, al toparse con cierto tipo de personas, adoptaría. Los personajes de las obras de ficción, en últimas, no son más que trasuntos del género humano: en prueba Don Quijote. Y las ficciones literarias funcionan, a la sazón, como instrumentos en que podemos advertir las vicisitudes de grupos humanos que, no siendo iguales a los efectivamente existentes, podrían parecerse mucho a estos. Martha Nussbaum lo pone en los siguientes términos:

[…] la novela es concreta hasta un punto con frecuencia sin paralelo en otros géneros narrativos. Adopta como su tema, podríamos decir, la interacción entre aspiraciones generales humanas y formas particulares de vida social que o bien permiten o bien impiden esas aspiraciones, y que las conforman poderosamente en el proceso. Las novelas […] presentan formas persistentes de necesidad y deseo humanos, tal y como ocurren en situaciones sociales concretas. Estas situaciones frecuentemente, de hecho usualmente, difieren en gran medida de las del lector. Las novelas que reconocen este hecho, se dirigen y elaboran hacia un lector implícito, que comparte con los personajes ciertas esperanzas, miedos y preocupaciones generales humanas y que, debido a ello, es capaz de formar lazos de identificación y compasión con los personajes, pero que, al mismo tiempo, está situado específicamente en un plano diferente y necesita ser informado acerca de la situación concreta de los personajes (1995, p. 46).

Y es que hay obras literarias que, en lugar de darle, le exigen al lector. Cabe precisar que al afirmar que la literatura nos describe no estoy diciendo que ella constituya una duplicación de nuestra vida. Simplemente afirmo que muestra, para individuos y comunidades, perspectivas que no por inéditas, y remotas en muchos casos, salen del ámbito de lo posible. En este punto, desde luego, no sobra advertir de los riesgos de un idealismo exacerbado, que, sin lugar a dudas, tiene como consecuencia el fracaso. Con todo, esas perspectivas se muestran a veces tan seductoras, nos sugestionan tanto, que no renunciamos a concretarlas a nuestra manera. Mario Vargas Llosa, poniendo dos bellos ejemplos, lo sugiere de este modo: “Un tema recurrente en la historia de la ficción es: el riesgo que entraña tomar lo que dicen las novelas al pie de la letra, creer que la vida es como ellas la describen. Los libros de caballerías queman el seso a Alonso Quijano y lo lanzan por los caminos a alancear molinos de viento y la tragedia de Emma Bovary no ocurriría si el personaje de Flaubert no intentara parecerse a las heroínas de las novelitas románticas que lee” (1990, p. 11).

El poder de la literatura de imaginación, a mi juicio, radica en que muestra lo más íntimo sin exponer a nadie, y, por eso mismo, las ficciones producen en nosotros lo que producen. Hay personajes literarios que han dicho lo que no quisiéramos escuchar (porque sabemos que es cierto) o lo que no nos atreveríamos a decir (porque, dadas las circunstancias, podríamos vernos en aprietos), y nos detenemos con fruición en esto. Somos, pues, criaturas con problemas y limitaciones, turbulentas, y la literatura, como conjunto de descripciones, da cuenta de ello, al tiempo que nos invita a mirar esos problemas y limitaciones, esas turbulencias, con una sonrisa. Kundera lo expresa de este modo:

En sus comienzos, la gran novela europea era una diversión ¡y todos los auténticos novelistas sienten nostalgia de aquello! La diversión no excluye en absoluto la gravedad. En La despedida uno se pregunta: ¿merece el hombre vivir en esta tierra, no hay que “liberar el planeta de las garras del hombre”? Unir la extrema gravedad de la pregunta a la extrema levedad de la forma es desde siempre mi ambición. Y no se trata exclusivamente de una ambición artística. La unión de un estilo frívolo y un tema grave desvela la terrible insignificancia de nuestros dramas (tanto los que ocurren en nuestras camas como los que representamos en el escenario de la Historia) (1987, p. 109).

En efecto, a veces parece que cuando nos reímos, incluso a carcajadas, no nos damos cuenta de que es algo atroz lo que produce la risa.

II. IMAGINACIÓN Y LITERATURA

La ficción es un sucedáneo transitorio de la vida. El regreso a la realidad es siempre un empobrecimiento brutal: la comprobación de que somos menos de lo que soñamos. Lo que quiere decir que, a la vez que aplacan transitoriamente la insatisfacción humana, las ficciones también la azuzan, espoleando los deseos y la imaginación.

(VARGAS LLOSA, 1990, p. 13)

No hablo yo mismo si digo que la facultad humana decisiva es la imaginación y no la razón. En casi cualquier cosa que uno diga es posible identificar la mera resonancia de lo que una multitud grita. Creemos en no pocas ocasiones que encarnamos el origen de algo, cuando simplemente estamos produciendo reverberaciones de una genialidad que caló en nosotros. Según Martha Nussbaum, “la narración de historias y la imaginación literaria no se oponen a la discusión racional, sino que pueden proporcionar ingredientes esenciales para dicha discusión racional” (1995, p. 44). De esta suerte, es la imaginación, tanto en la vida privada como en la vida pública, la que permite, por una parte, pensar en maneras posibles de actuar y, por la otra, buscar mejores formas de convivencia. Una afirmación como esta, por supuesto, no puede testarse de manera resolutiva. Aparte de que no dispongo de los medios para hacerlo, sería estéril intentarlo. Sin embargo, Martha Nussbaum no deja de insistir en el punto:

En otro contexto he sostenido que la novela forma una parte ineludible de la reflexión personal y también inicié la tarea de encomendarla a la esfera de lo público. Esta es una tarea difícil, ya que, para muchas personas, la literatura puede resultar esclarecedora en cuestiones relativas a la vida personal y a la imaginación privada, pero resulta vana y fútil cuando se trata de preocupaciones más sustanciosas como las clases y las naciones, para las que, parece ser, necesitamos algo más seguro científicamente, más imparcial, desligado, más severamente racional (1995, pp. 49-50).

La imaginación puede ser un instrumento de perfección privada, pero también una herramienta para la acción pública. En este trabajo, puntualmente, me interesa el papel y el alcance que la imaginación tiene en la vida pública: no tiene caso, aquí, aventurar hipótesis sobre cómo las ficciones expanden o incrementan el yo. En las obras literarias se objetivan ideas que, a la postre, pueden alimentar las discusiones públicas. Tales ideas cobran sentido cuando consideramos la literatura un producto del racionalismo humano, y no algo que nos ayuda a pasar el rato. La capacidad de imaginar cómo sería nuestra vida si otras fueran nuestras circunstancias se desarrolla en el trato frecuente con cuentos y novelas. Es claro, por supuesto, que las simples divagaciones también se prestan para esto, pero la literatura de imaginación, como producto de la racionalidad humana, enriquece el ejercicio.

Las ficciones literarias son, de alguna manera, “engaños” gratificantes de un auxilio invaluable en la contienda permanente con nuestras ásperas circunstancias. Cuando favorecen nuestras apetencias y apaciguan nuestros miedos, nos persuaden y las tomamos en serio, a sabiendas de su precaria existencia, al tanto de que los hechos narrados no gozan de materialidad. La imaginación, en este sentido, tiene un poder defensivo innegable, que se concreta en el ejercicio literario.

Los literatos crean ficciones que, en estricto sentido, más que mera adulteración de los “hechos”, son muchas veces “sucedáneos” de la vida. La literatura, al hilo de lo anterior, ofrece perspectivas que nuestras circunstancias cercenan, aniquilan. Sin las ficciones, pues, la vida sería menos llevadera, no porque ellas ofrezcan un consuelo total, sino porque nos ayudan a enfrentar el desasosiego, incluso mediante historias que de veras logran abatirnos. Mario Vargas Llosa lo dice sin ambages: “En el corazón de todas ellas (las ficciones) llamea una protesta. Quien las fabuló lo hizo porque no pudo vivirlas y quien las lee (y las cree en la lectura) encuentra en sus fantasmas las caras y aventuras que necesitaba para aumentar su vida. Esa es la verdad que expresan las mentiras de las ficciones: las mentiras que somos, las que nos consuelan y desagravian de nuestras nostalgias y frustraciones” (1990, p. 12). Los que no leen, con todo, felices engordan. Hay gentes que viven contentas sin haber leído a Cervantes, y nada les va a pasar por eso. No tiene caso andar diciendo por ahí que la literatura nos va a hacer mejores: eso es ingenuidad y estulticia.

La fuga hacia lo imaginario, con todo, es imperiosa. Los seres humanos recurren a la ficción para soportar sus derrotas cotidianas, aunque, insisto, ni siquiera la literatura se revela apta para garantizarnos plenitud. Incluso el menos desgraciado, el menos infeliz, recurre al artificio para paliar las insuficiencias de su vida. En un mundo de individuos absolutamente plenos las ficciones no podrían tener lugar: nada las motivaría. Aunque las historias ficticias no operan en las efectivas circunstancias, no hay control posible sobre los efectos que pueden producir en los lectores: hay quienes al leer simplemente intentan conjurar el aburrimiento, pero otros terminan entendiendo que lo que procede es degradarse o echar candela al mundo.

Kundera, a propósito de la obra de Kafka, advierte con gran claridad lo que se juega en las novelas (caso paradigmático de las ficciones literarias):

Hay que comprender lo que es la novela. Un historiador relata acontecimientos que han tenido lugar. Por el contrario, el crimen de Raskolnikov jamás ha visto la luz del día. La novela no examina la realidad, sino la existencia. Y la existencia no es algo que ya ha ocurrido, la existencia es el campo de las posibilidades humanas, todo lo que el hombre puede llegar a ser, todo aquello de que es capaz. Los novelistas perfilan el mapa de la existencia descubriendo tal o cual posibilidad humana. En Kafka, todo esto está claro: el mundo kafkiano no se parece a ninguna realidad conocida, es una posibilidad extrema y no realizada del mundo humano. Es cierto que esta posibilidad se vislumbra detrás de nuestro mundo real y parece prefigurar nuestro porvenir. Por eso se habla de la dimensión profética de Kafka. Pero, aunque sus novelas no tuvieran nada de profético, no perderían su valor, porque captan una posibilidad de la existencia (posibilidad del hombre y de su mundo) y nos hacen ver lo que somos y de lo que somos capaces (1987, pp. 53-54).

La imaginación tiene, repito, un poder defensivo innegable y, quizá por eso mismo, Kundera habla de una “posibilidad extrema y no realizada” en el caso de Kafka. La literatura plantea posibilidades inéditas por la vía de simulacros que pueden ser gratificantes pero también insufribles. Kafka, a propósito de lo que vengo diciendo, da lugar a una discusión sobre si, más que consolación, en las ficciones literarias encontramos un suplicio. Esa duda, por supuesto, no puede absolverse aquí de manera dirimente, pero merece la pena decir algo al respecto.

En su diario, cuenta don Augusto Monterroso (2003, p. 9) que a mediados del siglo XX algunos escritores instituyeron un premio de 25 pesos (moneda nacional) para quien fuera capaz de leer El proceso, y de demostrarlo. No es broma: entre ellos se encontraba Juan José Arreola.

Y es que tantas son las interpretaciones de la obra de Kafka, que intentar una más sería caer en el inagotable pozo que él usó para jugar con nosotros, sus lectores. Una vez inicia la lectura, desde las primeras líneas, es bien difícil no sentirse en un mundo indefinido, sin contornos.

Si bien es penoso discernir literatura y vida en el caso de Kafka, es claro que sus ficciones nos someten al infinito. Un infinito que es insobornable, y frente al que nada podemos hacer. Monterroso daba cuenta de esto en una fábula que, justamente, produce esa sensación:

Era una vez una Cucaracha llamada Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha llamada Franz Kafka que soñaba que era un escritor que escribía acerca de un empleado llamado Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha (2010, p. 53).

En virtud de que el artificio de Kafka resulta sobremanera persuasivo, no deja de ser incómodo sentir que siempre habrá una grieta por la que nos miran. A Josef K. todos lo han detectado. Desde la primera página su vida privada ha sido abolida. Unos hombres a quienes no había visto jamás entran en su cuarto y, a la postre, se zampan su desayuno.

Sin embargo, esas circunstancias agobiantes, y que tiñen la obra de Kafka de una oscuridad que parece insuperable, no están exentas de humor, esa pizca de sal que siempre hace falta. Así como en el caso de Kafka literatura y vida parecen indiscernibles, diría que otro tanto pasa con el humor y la gravedad en su obra. Pareciera como si muchos lloraran por un claro motivo de risa.

Desazón, frustración, desesperanza: tal es el léxico conveniente para describir a Kafka. En él no hay fuerza, sólo debilidad. Josef K. es una nulidad, y el tribunal lo único que hace es confirmarlo. Josef K., envuelto en el absurdo, en lo que no comunica, no puede escapar de su condena, que no es otra que la inutilidad de todos sus esfuerzos, es decir, la imposibilidad de alcanzar sus objetivos. A propósito de esto, Juan Diego Parra Valencia señala que la escritura, en el caso de Kafka, no tiene tintes de redención. Bien al contrario: se trata de una fuga hacia lo inestable, sin posibilidad de alivio. Él lo pone en los siguientes términos:

[Kafka] se sentía impotente para la vida concreta, no podía comunicarse. Así, encontró como posibilidad de fuga la escritura. Mas esta no representaba una consolación o una terapia para el horror cotidiano, sino una ruta feroz hacia otros territorios, en donde la vida podía presentarse con toda su monstruosidad (recordemos la cercanía entre las palabras monstruo y mostrar) y donde la aparente estabilidad racional se desencajaba por completo. De alguna manera, el término “kafkiano” alude, sobre todo, a esa experiencia de lo monstruoso, o sea, de lo que se muestra sin control ni estabilidad, sin soporte y, por tal, in-soportable. Mundo de lo ilógico, de lo irracional, mundo sin referencia alguna, es el mundo de Kafka que escribe y que, si seguimos con detalle este punto, es el único mundo, pues para Kafka no había nada por fuera de la escritura (2007, p. 32).

Tal apreciación no carece de fundamento, mas no quisiera pensar que Kafka, simplemente, nos recordó una insuperable condena a la nulidad. Aunque así fuera, no dejó de invitarnos a mirar todo eso con una sonrisa. No podemos olvidar que Josef K., ante una afrenta insoportable, dijo a sus vejadores: “Si me asaltan en la cama, no pueden esperar encontrarme en traje de gala” (2005, p. 22).

El caso de Joseph Roth, el escritor que siempre buscó protección pero sólo encontró desamparo, también confirma que la literatura está hecha de lo adverso y de lo triste. La alegría y la felicidad, por lo que parece, tienen poco prestigio literario. En septiembre de 1930, Roth le escribía a Stefan Zweig: “No puedo mortificarme en lo literario sin entregarme al vicio en lo corporal” (2014, p. 41). Atormentado de manera permanente por la falta de dinero, el emperador de la desdicha nunca tuvo una casa: desde los diez y ocho años malvivió en hoteles. Tuvo el don del infortunio, el don del sufrimiento.

Pero ese montón de escombros creó a Mendel Singer y a Andreas Pum, a Franz Tunda y a Andreas Kartak, entidades ficticias que, sin embargo, ruedan todos los días por las calles efectivas de nuestra vida. Un alcohólico creando seres marginales, desprovistos de cualquier consuelo. Roth necesitaba el placer corporal para poder atormentarse fabulando. El alcohol, en su caso, no era la causa, sino la consecuencia. Era noble y generoso: “Cuando alguien se encuentra en estado de extrema necesidad (le escribía en julio de 1934 a Zweig), soy presa del mayor de los pánicos, que Dios me perdone decirlo y hasta escribirlo: el 50% de mis deudas las he contraído por otros, del mismo modo que la mitad de mi vida pertenece a los demás” (2014, p. 171). La expresión que más aparece en su correspondencia con Zweig, a partir de 1933, es esta: “me hundo”. Así transcurrían sus días en octubre de 1935, cuatro años antes de su muerte:

Trabajo todas las tardes de 2 a 8. Después voy a otro café. A las 12 vuelvo a casa. Me acuesto. Tengo sueños terribles. Me despierto entre las 6 y las 7. Vomito bilis. Me acuesto. No duermo. Me tiembla el corazón. Me levanto. Me siento, como un tullido, en un sillón, dos horas, embobado y distraído. Poco a poco empiezo a pensar. Me visto. Voy abajo y evito al propietario del hotel. Se ha ido, respiro aliviado. Voy al bistró. Bebo para volver en mí. Comienzo poco a poco a escribir. Así es mi vida (2014, p. 231).

Sólo se sentía seguro después de haber bebido. El alcohol lo conservaba, porque impedía la muerte inmediata. Concebía la escritura como un quehacer terrenal, que, por eso mismo, no podía distinguirse de hacer zapatos. Creía que el aguardiente lo volvía sabio y productivo. Tenía un olfato infalible para la desgracia. Escribía para perderse en destinos inventados: el de los Trotta, el de Gabriel Dan, el de Adam Fallmerayer, el de Menuchim, el de Nikolaus Tarabas, el de Arnold Zipper. A partir de 1936 sus pies empezaron a hincharse y, por lo tanto, no podía calzarse los zapatos. Deploraba la propensión a la ilusión y a las esperanzas indeterminadas, aunque sus personajes marginales siempre esperaban un azar benefactor. Afirmaba que la suya no era una dependencia del alcohol, sino una “dependencia esplendorosa del alcohol”. A Roth, como a Kafka, tampoco lo redimió la escritura, tampoco lo salvó la ficción.

Cálido refugio o antro insoportable, la ficción, con su efecto persuasivo, no deja de movernos a actuar de cierta manera, y justamente por esto no quisiera poner en tela de juicio la utilidad de la imaginación literaria en la vida pública: las ideas objetivadas en las obras literarias nutren nuestras discusiones con los otros. Los códigos penales indican cuáles son los delitos, pero Jean Valjean nos muestra las causas de la rebelión del malestar contra el bienestar. Como individuo, pero también como miembro de una comunidad, el lector encuentra en la ficción recursos para entenderse en su faceta privada y en su presencia pública. Al respecto, Vargas Llosa observa lo siguiente: “Ella [la ficción] es más profunda cuanto más ampliamente exprese una necesidad general y cuántos más sean, a lo largo del espacio y del tiempo, los lectores que identifiquen, en esos contrabandos filtrados a la vida, los oscuros demonios que los desasosiegan” (1990, p. 8). A continuación voy a precisar esta idea desde una perspectiva ironista.