Kitabı oku: «Legalidad e Imaginación», sayfa 3

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III. EL LÉXICO DE UN IRONISTA

Acostumbramos enfrentar nuestros deseos personales, privados, con los fines que socialmente, en la vida pública, encontramos valiosos. Hay, al parecer, una pugna insalvable entre esos dos ámbitos: la creación de sí mismo y la vida comunitaria. Rorty, un pragmatista norteamericano, cree que no es necesario postular esa tensión. Es dable luchar por nuestros fines privados, por nuestra autonomía, y, a la vez, pugnar por la reducción del sufrimiento, de la crueldad. No hay que quedarse sin sesos, parece insinuar, tratando de hacer coincidir los deseos privados con las necesidades públicas. Cuando esas coincidencias, accidentalmente, se presenten, simplemente hay que darles la bienvenida. Es posible, en últimas, ser ironista y, a la vez, liberal.

Usamos dos léxicos distintos: uno privado y otro público. El primero es inadecuado para la argumentación, para la deliberación pública, mientras que el segundo es apto para esos ejercicios. El primero nos auxilia en la creación de nosotros mismos, nos ayuda a forjar nuestra autoimagen privada, nos permite entregarnos a la fantasía. El segundo es empleado para pronunciarnos sobre nuestras relaciones con los otros, para hablar sobre la justicia y sobre la solidaridad. A juicio de Rorty, es posible alcanzar la solidaridad por medio de la imaginación: sólo la capacidad imaginativa nos permite ver a los extraños como compañeros en el sufrimiento, como seres con los que compartimos la constante exposición al dolor.

Aunque no se nota mucho, es posible advertir que en el curso de nuestras vidas paulatinamente dejamos de emplear ciertas palabras y a la vez adquirimos la costumbre de emplear otras. “Lo que los románticos expresaban al afirmar que la imaginación, y no la razón, es la facultad humana fundamental era el descubrimiento de que el principal instrumento de cambio cultural es el talento de hablar de forma diferente más que el talento de argumentar bien” (RORTY, 2001, p. 27). De esta suerte, nuestra historia atestigua varias pugnas entre léxicos alternativos. Unos establecidos, que en determinado momento se convierten en un estorbo, y otros nuevos, un tanto rudimentarios, que, con todo, prometen grandes cosas. Esto pasa en el caso de las ciencias, en el de las artes, en el del pensamiento moral y político. En cada uno de esos campos hay gente con talento para la descripción. Gente que nos descuella con la explicación de un fenómeno físico, que nos conmueve con una pintura o con un poema, que nos invita a la acción con su peculiar forma de entender las relaciones humanas.

El que tiene talento para la descripción es el que no se empeña en negar su contingencia. La reconoce y ve en ella una fuente inagotable de ventajas, nunca una tragedia. El poeta se apropia de su propia contingencia. El poeta es alguien “que hace con marcas y sonidos lo que otras personas con sus cónyuges e hijos, sus compañeros de trabajo, las herramientas de su oficio, las cuentas de sus negocios, las posesiones que acumulan en sus casas, la música que escuchan, los deportes que ejercitan o de los que son espectadores, o los árboles frente a los cuales pasan cuando van a su trabajo” (RORTY, 2001, p. 56). Todas esas cosas hacen parte de las contingencias en virtud de las cuales generamos descripciones de nosotros mismos. A partir de ellas vamos formando nuestra identidad.

Rorty afirma que las personas tienen un “léxico último”. Último en el sentido de que las personas no pueden defenderlo mediante “recursos argumentativos que no sean circulares”. Lo describe de esta forma:

Todos los seres humanos llevan consigo un conjunto de palabras que emplean para justificar sus acciones, sus creencias y sus vidas. Son ésas las palabras con las cuales formulamos la alabanza de nuestros amigos y el desdén por nuestros enemigos, nuestros proyectos a largo plazo, nuestras dudas más profundas acerca de nosotros mismos, y nuestras esperanzas más elevadas. Son las palabras con las cuales narramos, a veces prospectivamente y a veces retrospectivamente, la historia de nuestra vida (2001, p. 91).

A quienes dudan permanentemente de su “léxico último” y, por otra parte, advierten que esas dudas no pueden ser resueltas en ese léxico y, además, admiten que con esa forma de hablar no están más cerca de la realidad que sus vecinos (personas que, a su vez, usan léxicos distintos), Rorty los llama ironistas. La elección de un léxico, para el ironista, no es el resultado de una apreciación objetiva, neutral.

En la creación de sí mismo, el ironista no enfrenta lo esencial y lo accidental, lo real y lo ilusorio: enfrenta lo viejo y lo nuevo, el pasado y el futuro. “Mientras el metafísico considera a los europeos modernos como particularmente idóneos para el descubrimiento de cómo son las cosas, el ironista los considera particularmente rápidos en el cambio de la imagen que tienen de sí mismos, en la recreación de sí mismos” (RORTY, 2001, p. 96).

El ironista es alguien que practica la autonomía, a la que se llega mediante el expediente de fabricar el propio léxico. En este ejercicio se precisa un constante cotejo con el pasado. Al ironista no le preocupa dar una descripción correcta de sí mismo: le interesa redescribirse constantemente. El reconocimiento de la propia contingencia, en tal sentido, es necesario para la autonomía. A partir de nuestras circunstancias limitadas, finitas, forjamos nuestra autoimagen privada.

Rorty pugna por una postura que apunta a describirnos como criaturas signadas por la historia, no por algo que la rebasa, que está por encima de ella. Invita a enfrentar, en pos de mejores entendimientos de nosotros mismos, las contingentes circunstancias históricas en que vivimos. Con todo, esa renuncia a lo absoluto, a lo incondicionado, no comporta la desaparición del sentido de la solidaridad humana. Para el ironista, la solidaridad es “cuestión de identificación imaginativa con los detalles de las vidas de otros” (RORTY, 2001, p. 208), no de identificación de algo que está más allá de la historia, que nos explica y nos determina. Se puede, en suma, aborrecer la crueldad siendo un ironista. No hay que apelar a una esencia humana para preocuparse por la desesperanza de los que viven en vilo constante, en una infelicidad que parece insuperable.

El progreso moral, para Rorty, se cifra en el hecho de que aumente la solidaridad humana. Es posible llevar a la práctica esa solidaridad cuando aceptamos que las notorias diferencias que hay entre nosotros, como las que se hacen explícitas en el color de la piel y en las costumbres que observamos, son irrelevantes al advertir que nos es común el dolor y la humillación. No hay diferencia relevante, en tal sentido, entre el dolor que padece un blanco cuando es torturado, si lo comparamos con el que sentiría un negro en iguales circunstancias. Tampoco hay un abismo entre lo que padece un enfermo de cáncer que, claramente, observa las costumbres occidentales, y lo que padecería, por la misma enfermedad, un partidario de la forma de vida oriental. En este sentido, las descripciones del dolor y de la humillación, como las de las novelas y las de otras formas de la literatura, a juicio de Rorty, son más relevantes para el progreso moral que el discurso de los filósofos profesionales.

El punto crucial, en últimas, es el siguiente: las responsabilidades que tenemos con los demás constituyen la faceta pública de nuestra vida, y esa faceta, para Rorty, no tiene una primacía necesaria sobre el aspecto privado, el de la creación de nosotros mismos. La solidaridad, pues, no derrota fatalmente nuestro propósito de practicar la autonomía. La autonomía y la solidaridad, a la sazón, no son incompatibles. Simplemente hay que reservar la aspiración a lo sublime para el ámbito privado, y actuar en pos de lo bello en la vida pública.

Los miembros del apartheid del que hablé en la introducción, según lo que vengo diciendo, dejarán de ser ellos, y pasarán a formar parte de nosotros, cuando seamos sensibles a su dolor y a su humillación, no aceptando que hay una esencia humana que nos iguala. Desde la perspectiva liberal de Rorty, “la crueldad es lo peor que podemos hacer”, y las instituciones liberales, por tanto, han de ser evaluadas en términos de su capacidad para hacer frente a la crueldad.

IV. FICCIÓN E INCONFORMIDAD

Sueño lúcido, fantasía encarnada, la ficción nos completa, a nosotros, seres mutilados a quienes ha sido impuesta la atroz dicotomía de tener una sola vida y los deseos y fantasías de desear mil.

(VARGAS LLOSA, 1990, p. 11)

A lo mejor yerro, pero me late que algunas personas, al no encontrar otras formas de conjurar la insatisfacción, hallaron en la escritura un modo de hacerle frente, que no de deshacerse de ella. El ejercicio literario, en tal sentido, es un signo de rebeldía contra las efectivas circunstancias. Da cuenta de la insatisfacción de quien lo lleva a cabo frente a la vida misma, tal como la vive. Kafka, por ejemplo, llegó a decir que él consistía en literatura, y eso ya es bien diciente.

El trato con la literatura es una forma de insubordinación. No es gratuito que Martha Nussbaum haya advertido en ella algo subversivo. Sus palabras son muy certeras:

Sostendré a lo largo de este ensayo que […] la literatura y la imaginación literaria son subversivas. El pensamiento literario es, en modos que aún han de especificarse, el enemigo de cierta clase de pensamiento económico. Hasta ahora solíamos considerar la literatura como algo opcional: como algo genial, valioso, entretenido, pero que existe al margen del pensamiento político, económico y legal, en algún otro departamento de la universidad, más bien de orden secundario. […] la novela es una forma moralmente controvertida, que expresa en su misma forma y estilo, en sus modos de interacción con el lector, un sentido normativo de la vida. Insta a los lectores a advertir esto y no aquello; a ser activos de ciertas maneras y no de otras; les guía, en definitiva, hacia ciertas posturas de la mente y el corazón y no a otras (1995, p. 49).

Los hombres siempre estarán sujetos a poderes que, en virtud de los avances técnicos, se revelan cada vez más deplorables. La inevitable degradación a que nos vemos sometidos por esos poderes puede ser combatida de formas muy diversas. La más estéril y envilecedora, a mi juicio, es la rebelión de tintes absolutistas que, inevitablemente, produce daños irreparables a quien la encarna, cuando no supone su propia eliminación. La más inteligente, me parece, es de una sencillez pasmosa, creo que mortífera, y no es otra que la fabulación capaz de ponernos en frente nuestra propia ignominia, de mostrarnos lo abominables que somos. Me late que es más efectiva, menos catastrófica. Como forma de lucha contra quienes deberían ser nuestros sirvientes, pero se creen nuestros amos, diría que incluso es rentable. Vargas Llosa, en tal sentido, observa con agudeza:

Por sí sola, [la ficción] es una acusación terrible contra la existencia bajo cualquier régimen o ideología: un testimonio llameante de sus insuficiencias, de su ineptitud para colmarnos. Y, por lo tanto, un corrosivo permanente de todos los poderes, que quisieran tener a los hombres satisfechos y conformes. Las mentiras de la literatura, si germinan en libertad, nos prueban que eso nunca fue cierto. Y ellas son una conspiración permanente para que no lo sea en el futuro (1990, p. 20).

Antes insinué que en un mundo de personas plenas, con todo al alcance de la mano y sin desventajas de ningún tipo, difícilmente tendría algún sentido la actividad fabuladora. Se precisan individuos inconformes, descontentos, para que florezca esa forma sutil de denuncia que es la ficción. Si lo que he venido diciendo sobre la literatura de imaginación tiene algún fundamento, no será difícil conceder, ahora, que las descripciones de la literatura, en no pocas ocasiones, son la mejor censura. Una censura que, por la vía de la lectura, activa su poder corrosivo, y que en el humor encuentra un aliado imponderable. Porque cualquier insubordinación tiene siempre un dejo cómico, que en todo caso no supera el de quien quiere someter.

Las ficciones literarias, fruto de la actividad fabuladora del hombre, gozan de una potente fuerza descriptiva, que no meramente replicadora, en el sentido de que muestran lo más íntimo de nosotros: lo que queremos alcanzar y lo que no podemos recuperar. Vargas Llosa y Kundera, como claros exponentes del ejercicio literario, han señalado con tino y acierto, en ese orden de ideas, las cartas que se juegan en las novelas. La literatura, por lo demás, no deja de excitar la imaginación para la vida pública, para buscar mejores formas de convivencia: sobre esto, Rorty y Nussbaum han hecho observaciones que, aun siendo discutibles, no se pueden soslayar. Una forma de rebelión, en últimas, es lo que podemos estar examinando.

Una forma de rebelión en la que, no obstante, lo decisivo es el esplendor estético. Harold Bloom, el célebre crítico norteamericano, se lamenta constantemente en sus escritos del prestigio que han adquirido ciertos patrones de identificación de la literatura. Puntualmente, se queja de aquellos que eclipsan la primacía estética para poner en primer lugar la ideología. De esta suerte, sólo admite tres criterios de grandeza en la literatura de imaginación: el esplendor estético, el poder cognitivo y la sabiduría (BLOOM, 2009, p. 12). La obra que no esté a la altura de esas exigencias no puede aspirar a la permanencia. En efecto, para él un texto no es literario por las reivindicaciones ideológicas que haga, que bien puede contenerlas, sino por su sentido artístico. La aparición de nuevas obras literarias, en tal sentido, va a estar determinada por la literatura misma, y no por las ideologías de turno o por las reivindicaciones del momento. Dice Bloom: “Poemas, novelas, relatos, obras de teatro, nacen como respuesta a anteriores poemas, relatos, novelas u obras de teatro, y esa respuesta depende de actos de lectura e interpretación llevados a cabo por escritores posteriores, actos que son idénticos con las nuevas obras” (2015, p. 19). Si, por ejemplo, alguien pudiera escribir la novela, dejarían de escribirse novelas. Como nadie puede escribir el poema, siguen apareciendo nuevas obras. La fuente de la literatura, en este orden de ideas, es la misma literatura, y no algo externo a ella. Una obra no se puede legitimar como literaria, pues, por su sentido político o por su valor ideológico. El escritor puede tener objetivos sociales, pero el valor literario de su obra no puede estar determinado por ellos.

En contraste con las tesis de Martha Nussbaum, por ejemplo, Bloom afirma que la literatura no puede ser un programa de salvación social. Podemos tratar con obras literarias para llegar hasta lo más recóndito de nosotros mismos, hasta toparnos con lo más íntimo, pero no necesariamente por eso vamos a comportarnos mejor. Es posible que un individuo afirme que después de haber leído tal libro ha cambiado su concepción de la vida, por ejemplo, pero tal metamorfosis no pasa de ser una mera contingencia. Hay individuos que, pese a su trato con las obras más excelsas de la cultura, no dejan de ser unos cabrones.

Vida marital

La vida marital de Evelio Fombona fue llevadera hasta que su señora, en un descuido, compró un velocípedo. Este aparato hizo de la relación, en su momento un descomunal jolgorio, algo insufrible. La política doméstica se complicó de tal manera que cada mañana las hostilidades obligaban a Fombona a saltar por la ventana, irritado por la negativa de la mujer a utilizar el aparato. La renuencia, no obstante, obedecía a una razón ante la cual las gentes se mostraban invariablemente comprensivas: el temor a extraviarse, según confesó en un litigio matutino, al ir desde la casa hasta la universidad, en la que impartía una cátedra sobre la pérdida de los escrúpulos, y a la que siempre arribó en metro. El día menos pensado, sin embargo, cediendo a las presiones de su amante, la señora se animó y salió a la calle en el velocípedo. Llegando al parque, desde el que los niños y los perros la miraban, fue importunada por una musaraña que le hizo perder el control de la máquina y, sin que nada lograra impedirlo, colisionó con el asfalto. Los curiosos la rodearon y la miraron con morbo hasta que una gavilla de bomberos acudió en su auxilio, llevándola de nuevo a los brazos del amante, que, perplejo ante la tozudez de los hechos, le pidió que volviera con el doctor, quien la acogería en el acto y en el más estricto mutismo.

SEGUNDA PARTE
EL SENTIDO PRÁCTICO DE LA LEGALIDAD

Este aspecto de las cosas (el hecho de que la regla de reconocimiento tiene que consistir en una práctica efectiva) arranca de algunos un grito de desesperación: ¿cómo podemos mostrar que las provisiones fundamentales de una constitución, que por supuesto son derecho, lo son realmente? Otros contestan insistiendo en que en la base del sistema jurídico hay algo que es “no derecho”, que es “pre-jurídico”, “metajurídico”, o es simplemente un “hecho político”.

(HART, 2004, p. 138)

Puede existir derecho sin conformidad. Pensar que se precisa un mínimo de aceptación entre los destinatarios de las normas para que exista un orden jurídico es algo más que una suposición dudosa: es una suposición falsa.

(BASTIDA FREIXEDO, 2000, p. 85)

* * *

La legalidad es una dama de todo rumbo y manejo que cambia de contenido como el político de principios. Los vaivenes de cualquier coyuntura traen siempre consigo una metamorfosis que zumba los dogmatismos de las más variadas tesituras. El bípedo a la deriva que está enterado de esto y que, por ende, no ignora lo que de ahí se sigue, no deja pasar ninguna oportunidad para hacer negocios. La legalidad, a la sazón, se convierte en el mejor escenario para llevar a la práctica la intuición del libertino: el premio para el vicio, el castigo para la virtud.

El derecho no tiene dueño, pero sí un montón de usufructuarios que lo magrean sin el más mínimo miramiento. Apologéticos o revolucionarios, todos viven pendientes de qué pueden sacarle y, al menor despiste, se aprovechan con malas artes sin siquiera ponerse rojos. Es lo que hay. La legalidad es una cómplice corrompida y pocos conocen el recato.

En la parte anterior del trabajo decíamos algo sobre la fuerza descriptiva de la literatura, es decir, sobre la forma como ella muestra nuestra intimidad. La literatura de imaginación, pues, alcanza la universalidad cuando toca lo más íntimo del hombre. Muestra nuestra racionalidad, que nos produce orgullo, pero también la irracionalidad que nos habita, que nos hace enrojecer. Muestra nuestras virtudes, que magnificamos, y nuestros vicios, que tratamos de justificar apelando a variadas estratagemas. Ahora diremos algo sobre la legalidad, puntualmente sobre lo que, según el hilo argumental del trabajo, la hace funcionar: una suposición compartida. Cabe advertir, en este punto, que no se trata de defender una completa identidad entre los mecanismos que hacen posible la literatura de imaginación y los que permiten construir la legalidad. Basta recordar que las ficciones literarias tienen como rasgo distintivo la no operatoriedad, mientras que la legalidad, pese a su característica artificialidad, es de veras operatoria. Los actos jurídicos producen efectos que se van a concretar, en la mayoría de los casos, en alteraciones de las circunstancias vitales de los hombres que se ven impactados por ellos. El acto que resulta en la expedición de una sentencia, por ejemplo, puede tener como consecuencia el menoscabo de los bienes de un individuo. Los hurtos de Jean Valjean, por el contrario, no dan al traste con el patrimonio de ningún sujeto corpóreo. Hay semejanzas entre derecho y literatura, pero no podemos hablar de una equivalencia.

Con todo, ficción y legalidad tienen algo en común. Los actos jurídicos producen efectos que siempre, en todos los casos, son efectos de derecho. Es decir, los actos de los hombres son relevantes jurídicamente porque alteran el universo de signos y significados que constituye la legalidad, y no, en estricto sentido, porque alteren el mundo. De esta suerte, aunque materialmente podamos ejecutar cierto tipo de actos, como levantar un muro en el cruce de La Playa con la Avenida Oriental, en el centro de Medellín, los efectos que produce el derecho, efectos estrictamente jurídicos, impiden que podamos llevar tal propósito a la práctica. Esa es la particular operatoriedad del derecho: una cuestión por completo artificial obstaculiza lo que, materialmente, podemos ejecutar. La legalidad nos obliga a actuar como si no pudiéramos hacer lo que, de hecho, en el plano material, podemos hacer.

Los actos productores del artificio que, dado el caso, me impide llevar a cabo mis propósitos en el plano material, a la sazón, están investidos de algo mágico. Tal propiedad mágica les viene a esos actos de una suposición compartida por los miembros de una comunidad, en virtud de la cual (suposición) tales actos bien pueden ser considerados actos productores de derecho. Del mismo modo, la construcción de la literatura de imaginación tiene sentido cuando se celebra un pacto de verosimilitud, igual de ficticio que la suposición compartida que acabo de mentar, entre el autor y los lectores, por razón del cual los sujetos que aparecen en la obra, y los actos que estos ejecutan en la misma, pese a su no operatoriedad, van a ser considerados reales. Una suspensión voluntaria de la incredulidad, tanto en el derecho como en la literatura, se demanda de los respectivos participantes. Sin ese concurso no es posible la trama de la legalidad, ni el artificio literario. El poder, el derecho y los juristas, por un lado; el autor, la obra y los lectores, por el otro. La credulidad hace posibles ambos artificios. Lo propio de la literatura de imaginación es la no operatoriedad. Y el derecho, pese a su innegable artificialidad, produce efectos que, en última instancia, pueden modificar nuestra forma de operar en el mundo.

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