Kitabı oku: «Robinson Crusoe», sayfa 8
Mi siguiente preocupación era procurarme un mortero de piedra para moler o triturar el grano ya que, tan solo con un par de manos, no podía pensar en hacer un molino. Me encontraba muy poco preparado para satisfacer esta necesidad pues, si había un oficio en el mundo para el cual no estaba cualificado era para el de picapedrero. Por otra parte, tampoco contaba con las herramientas necesarias para hacerlo. Pasé más de un día buscando una piedra lo suficientemente grande como para ahuecarla y que sirviera de mortero, mas no pude encontrar ninguna, excepto las que había en la roca pero no tenía forma de extraer ni cortarle ningún pedazo. Tampoco las rocas de la isla eran lo suficientemente duras pues todas tenían una consistencia arenosa y se desmoronaban fácilmente, de manera que no habrían soportado los golpes de un mazo, ni habrían molido el grano sin llenarlo de arena. Después de perder mucho tiempo buscando una piedra adecuada, renuncié a este propósito y decidí buscar un buen bloque de madera sólida, lo que resultó mucho más sencillo. Cogí uno tan grande como mis fuerzas me permitieron levantar y lo redondeé por fuera con el hacha. Luego le hice una cavidad con fuego, del mismo modo que los indios del Brasil construyen sus canoas. Después hice una mano de almirez, de una madera que llaman palo de hierro y guardé todos estos utensilios hasta mi próxima cosecha, al cabo de la cual, me proponía moler el grano, o más bien, machacarlo hasta convertirlo en harina para hacer pan.
La segunda dificultad con que me topé fue la de hacer un tamiz o cedazo para cernir la harina y separarla del salvado y de la cáscara, sin lo cual no habría tenido posibilidad alguna de hacer pan. Esta era una labor tan difícil que no me hallaba con valor ni para pensar en la forma de realizarla pues no tenía nada que me sirviera para ello; es decir, una lona o tejido con una trama lo suficientemente fina como para permitir el cernido de la harina. Durante muchos meses estuve paralizado, sin saber exactamente qué hacer. No me quedaba más lienzo que algunos harapos; tenía pelos de cabra pero no sabía cómo hilarlos o tejerlos y, aunque lo hubiese sabido, no tenía instrumentos para hacerlo. Finalmente, recordé que entre la ropa de los marineros que había rescatado del naufragio, había algunas bufandas de muselina y, con algunos pedazos hice tres tamices pequeños pero adecuados para la tarea. Los utilicé durante muchos años y, en su momento, contaré lo que hice después con ellos.
Lo próximo que tenía que considerar era cómo hacer el pan, una vez tuviera el grano pues, para empezar, no tenía levadura, mas como este era un problema que no tenía solución, dejé de preocuparme por ello. Sin embargo, me afligía no tener un horno. Con el tiempo, ideé la forma de hacerlo, de la siguiente manera: Hice algunas vasijas de barro muy anchas pero poco profundas, es decir, de unos dos pies de diámetro y no más de nueve pulgadas de profundidad. Las quemé en el fuego, como había hecho con las otras y luego, cuando quería hornear pan, hacía un gran fuego sobre el hogar, que había cubierto con unas losetas cuadradas que yo mismo hice y cocí aunque no puedo decir que fuesen perfectamente cuadradas.
Cuando la leña formaba un buen montón de ascuas, llenaba el hogar con ellas y las dejaba ahí hasta que el hogar se calentaba bien. Luego retiraba las ascuas, colocaba mi hogaza o mis hogazas y las cubría con la vasija de barro, que rodeaba de carbones para mantener y avivar el fuego según fuera necesario. De este modo, como en el mejor horno del mundo, horneaba mis hogazas de cebada y, en poco tiempo, me convertí en un auténtico maestro pastelero pues confeccionaba diversas tortas de arroz y budines, aunque no llegué a hacer tartas ya que no tenía con qué rellenarlas, si no era con carne de ave o de cabra.
No es de extrañar que todas estas labores me tomaran casi todo el tercer año en la isla pues, debe notarse que aparte de ellas, tenía que ocuparme de mi nueva cosecha y de la labranza. Sembraba el grano en el momento adecuado, lo transportaba a casa lo mejor que podía y colocaba las espigas en grandes canastas hasta que llegaba el momento de desgranarlo, pues no tenía trillo ni lugar donde trillar.
Ahora que mi provisión de grano aumentaba, quería agrandar los graneros. Necesitaba un lugar para almacenarlo porque la cosecha había sido tan abundante que tenía veinte fanegas de cebada y otras tantas, o más, de arroz. Decidí entonces usarlos ampliamente puesto que hacía tiempo que se me había acabado el pan. También decidí ver cuánto necesitaba para un año y, así, sembrar solo una vez.
En total, descubrí que cuarenta fanegas de cebada y arroz eran más de lo que podía consumir en un año y por tanto, decidí sembrar al año siguiente la misma cantidad que en el anterior, con la esperanza de que me bastase para hacer pan y otros alimentos.
Capítulo 8 EXPEDICIÓN TEMERARIA
Mientras hacía todo esto, a menudo mis pensamientos volaban hacia la tierra que había visto desde el otro lado de la isla y, secretamente, deseaba estar allí, imaginando que podría divisar el continente y que, al ser una tierra poblada, encontraría los medios para salir adelante y, finalmente, escapar.
Sin embargo, no tenía en cuenta los riesgos de aquella situación, como, por ejemplo, el de caer en manos de los salvajes, que consideraba más peligrosos que los leones y los tigres de África, y que, si me atrapaban, casi con toda seguridad, me asesinarían y, tal vez me devorarían. Había oído decir que los habitantes de la costa del Caribe eran caníbales, o devoradores de hombres y sabía, por la latitud, que no debía estar lejos de esas tierras. Mas, suponiendo que no fuesen caníbales, podían matarme, como a muchos europeos que cayeron en sus manos, incluso a grupos de diez o veinte; y con más razón a mí que era uno solo y apenas podía defenderme. Nada de esto, que debía considerar muy seriamente, como después lo hice, me preocupaba al principio pues tan solo pensaba en llegar a la otra orilla.
Deseaba tener a mi chico Xury y la chalupa con su vela de lomo de cordero, con la cual había navegado más de mil millas por la costa de África; mas de nada me servía desear lo. Entonces pensé que podía inspeccionar el bote de la nave que, como he dicho anteriormente, fue arrojado hasta la playa por la tormenta que nos hizo naufragar. Estaba casi en el mismo lugar pero las olas y el viento le habían dado la vuelta contra un arrecife de arena dura y ahora no tenía agua alrededor.
Si hubiese tenido ayuda, habría podido repararlo y echarlo al agua y me habría servido perfectamente para regresar a Brasil sin dificultades. Más debía reconocer que me iba a resultar tan difícil darle la vuelta como mudar la isla de un lado a otro. No obstante, fui al bosque a cortar unos troncos largos que me sirvieran de palanca y rollo y los trasladé hasta el bote, decidido a hacer lo que pudiese y convencido de que si lograba darle la vuelta, podría repararlo y convertirlo en un excelente bote con el que podría lanzarme al mar tranquilamente.
No escatimé en esfuerzos en esta inútil labor, en la que empleé cerca de tres semanas, hasta que, por fin, me convencí de que no podría levantarlo con mis pocas fuerzas y decidí excavar la arena por debajo para socavarlo y hacerlo caer, utilizando trozos de madera para dirigirle la caída.
Mas cuando hube terminado de hacer esto, advertí, nuevamente, que no podía darle la vuelta, ni meterme debajo ni, mucho menos, empujarlo hacia el agua. De este modo, me vi obligado a desistir de la idea y, aunque así lo hice, mis deseos de aventurarme hacia el continente aumentaban a medida que disminuían mis probabilidades de lograrlo.
Más tarde, comencé a reflexionar sobre la posibilidad de construir una canoa o piragua, como las que hacían los nativos de aquellas latitudes, incluso sin herramientas ni ayuda, con un gran tronco de árbol. Esto no solo me pareció posible sino sencillo y me alegré mucho con la idea de hacerlo y de tener más recursos que los indios o los negros. Más no consideré las dificultades que acarreaba dicha tarea, que eran mayores que las que podían encontrar los indios, como por ejemplo, la necesidad de ayuda para echarla al agua cuando estuviese terminada. Este obstáculo me parecía mucho más difícil de superar que la falta de herramientas, por parte de los indios pues ¿de qué me serviría cortar un gran árbol en el bosque, lo cual podía hacer sin demasiada dificultad, si, después de modelar y alisar la parte exterior para darle la forma de un bote y de cortar y quemar la parte interior para ahuecarla, debía dejarlo justo donde lo había encontrado por ser incapaz de arrastrarlo hasta el agua?
Se podría pensar que, mientras construía la canoa, no había considerado, ni por un momento, esta situación pues debí haber pensado antes en la forma de llevarla hasta el agua pero estaba tan enfrascado en la idea de navegar, que ni una vez me detuve a pensar cómo lo haría. Naturalmente, me iba a resultar mucho más fácil llevarla cuarenta y cinco millas por mar, que arrastrarla por tierra las cuarenta y cinco brazas que la separaban de él.
Me empeñé en construir esta canoa como el más estúpido de los hombres, como si hubiese perdido totalmente la razón. Me agradaba el proyecto y no me preocupaba en lo más mínimo si no era capaz de realizarlo. No es que la idea de botar la canoa no me asaltara con frecuencia sino que respondía a mis preguntas con la siguiente insensatez: «Primero ocupémonos de hacerla que, con toda seguridad, encontraré la forma de transportarla cuando esté terminada.»
Esta era una forma de proceder descabellada pero mi fantasiosa obstinación prevaleció y puse manos a la obra. Corté un cedro tan grande, que dudo mucho que Salomón dispusiera de uno igual para construir el templo de Jerusalén. Medía cinco pies y diez pulgadas de diámetro en la parte baja y a los veintidós pies de altura medía cuatro pies y once pulgadas; luego se iba haciendo más delgado hasta el nacimiento de las ramas. Me costó un trabajo infinito cortar el árbol. Estuve veinte días talando y cortando la base y catorce más cercenando las ramas, los brotes y el tupido follaje con el hacha. Después, me tomó un mes darle la forma del casco de un bote que pudiese mantenerse derecho sobre el agua. Me tomó casi tres meses excavar su interior hasta que pareciese un bote de verdad. Hice esto sin fuego, utilizando, únicamente, un mazo y un cincel y, después de mucho esfuerzo, logré hacer una hermosa piragua, lo suficientemente grande como para llevar veintiséis hombre y, por tanto, a mí con mi cargamento.
Cuando terminé la tarea, estaba encantado. El bote era mucho más grande que cualquier canoa o piragua, hecha de un solo árbol, que hubiese visto en mi vida. Muchos golpes de hacha me habían costado y no faltaba más que llevarla hasta el agua y, si lo hubiese conseguido, habría emprendido el viaje más absurdo e irrealizable que jamás se hubiese hecho.
Todos mis intentos de llevarla al mar fracasaron, a pesar de mis grandísimos esfuerzos. La canoa estaba a unas cien yardas del agua y el primer inconveniente era una colina que se elevaba hacia el río. Para resolver este problema, decidí cavar el terreno con el fin de hacer un declive. Comencé a hacerlo y me costó un trabajo inmenso más ¿quién se queja de fatigas si tiene la salvación ante sus ojos? No obstante, cuando terminé esta tarea y vencí esta dificultad, estaba igual que antes porque, como con el bote, me resultaba imposible mover la canoa.
Entonces medí la longitud del terreno y decidí hacer una especie de dique o canal para llevar el agua hasta la piragua ya que no podía llevar esta al agua. Cuando comencé a hacerlo y calculé el ancho y la profundidad de la excavación que debía realizar, me di cuenta de que, sin otro recurso que mis dos brazos, me tomaría unos diez o doce años terminar esta labor puesto que, la orilla estaba elevada y, por lo tanto, tendría que cavar una zanja de, por lo menos, veinte pies de profundidad en la parte más alta. Al final también tuve que renunciar a esta idea, con mucho pesar.
Esto me causó una gran aflicción y me hizo comprender, aunque demasiado tarde, la estupidez de iniciar un trabajo sin calcular los costos ni juzgar la capacidad para realizarlo.
Ocupado en estas tareas, concluyó mi cuarto año de estancia en la isla y celebré el aniversario con la misma devoción y tranquilidad que los anteriores, pues, gracias al constante estudio de la palabra de Dios y al auxilio de su gracia divina, había adquirido una nueva sabiduría, distinta a mis conocimientos anteriores. Veía las cosas de otro modo y el mundo me parecía algo remoto, con lo que no tenía nada que ver y de lo que no esperaba ni deseaba absolutamente nada. En pocas palabras, no tenía nada en común con él, ni lo tendría nunca, de modo que lo veía como se debía ver después de la muerte; como un lugar donde había vivido pero al que había abandonado. Muy bien podía decir, como Abraham al rico avariento: Entre tú y yo media un profundo abismo.
En primer lugar, me hallaba lejos de los vicios del mundo. No sentía la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos, ni la soberbia de la vida. Nada tenía que envidiar, puesto que poseía todo aquello de lo que podía disfrutar y era el señor de toda la isla. Podía, si eso me complacía, llamarme rey o emperador de todo lo que poseía. No tenía rivales ni adversarios ni a nadie con quien disputarme la soberanía o el poder. Podía cosechar suficiente grano para cargar muchos navíos pero no me hacía falta, de modo que sembraba solo el que necesitaba para mi sustento. Tenía tortugas en abundancia pero no las cogía sino de cuando en cuando, según mis necesidades. Tenía suficiente leña para construir toda una flota de barcos y luego llenar sus bodegas con el vino o las pasas que podía obtener de mi viñedo.
Solo me parecía valioso aquello que podía utilizar. Comía solo lo que necesitaba y el resto, ¿de qué me servía? Si cazaba más de lo que podía comer, tenía que dárselo al perro o dejar que se lo comieran las sabandijas. Si sembraba más grano del que podía consumir, se echaba a perder. Los árboles que cortaba se pudrían sobre la tierra ya que no podía utilizarlos de otro modo que no fuera como lumbre para cocinar mi comida.
En pocas palabras, después de una justa reflexión, comprendí que la naturaleza y la experiencia me habían enseñado que todas las cosas buenas de este mundo lo son en la medida en que podemos hacer uso de ellas o regalárselas a alguien y que disfrutamos solo de aquello que podemos utilizar; el resto no nos sirve para nada. El avaro más miserable y codicioso de este mundo se habría curado del vicio de la avaricia si hubiese estado en mi lugar, pues poseía infinitamente más de lo que podía disponer. No deseaba nada, excepto algunas cosas que no podía tener y que, en realidad, eran insignificancias, aunque me habrían sido de gran utilidad. Como he dicho anteriormente, tenía un poco de dinero, oro y plata, que sumaban unas treinta y seis libras esterlinas y, ¡ay de mí!, ahí yacía esa inútil y desagradable materia, con la que no podía hacer absolutamente nada. A veces pensaba que habría dado parte de ella a cambio de unas buenas pipas para fumar tabaco o de un molino de mano para moler el grano. Más aún, lo habría dado todo a cambio de seis peniques de semillas de nabos y zanahorias de Inglaterra o de un puñado de guisantes y habas y un frasco de tinta. En mi situación, no podía sacar ningún provecho de ese dinero y allí estaba, dentro de un cajón, cubriéndose de moho con la humedad de la cueva durante la estación de lluvias; y si hubiera tenido el cajón lleno de diamantes, tampoco habrían tenido ningún valor, porque no tenía uso que darles.
Ahora mi vida era mucho más tranquila que al principio y me sentía mucho mejor, física y espiritualmente. A menudo, cuando me sentaba a comer, me sentía agradecido y ad mirado por la divina Providencia que me había puesto una mesa en medio del desierto. Aprendí a ver el lado bueno de mi situación y a ignorar el malo y a valorar más lo que podía disfrutar que lo que me hacía falta. Esta actitud me proporcionó un secreto bienestar, que no puedo explicar. Pongo esto aquí, pensando en las personas inconformes, que no son capaces de disfrutar felizmente lo que Dios les ha dado porque ambicionan precisamente aquello que les ha sido negado y me parece que toda nuestra infelicidad, por lo que no tenemos, proviene de nuestra falta de agradecimiento por lo que tenemos.
Otra reflexión muy provechosa para mí y, sin duda, para cualquiera que caiga en una desgracia como la mía, era la siguiente: comparar mi situación presente con la que imaginé al principio, o bien, con la que, seguramente, habría sido, si la buena Providencia de Dios no hubiese dispuesto milagrosamente que el barco se acercase a la orilla y que yo, no solo pudiese alcanzarlo, sino rescatar todo lo que logré llevar hasta la playa, para mi salvación y mi bienestar, pues, si las cosas hubieran ocurrido de otro modo, no habría tenido herramientas con que trabajar, armas para defenderme, ni pólvora ni municiones para conseguir mi alimento.
Pasé horas, más bien, días enteros, imaginando, con lujo de detalles, lo que habría tenido que hacer si no hubiese podido rescatar nada del barco. No habría podido alimentarme más que con pescado y tortugas y más aún, si no los hubiera descubierto a tiempo, me habría muerto de hambre y, en caso de haber podido subsistir, habría vivido como un salvaje. Si por casualidad hubiera matado una cabra o un ave, mediante alguna estratagema, no habría podido abrirla, ni desollarla, ni sacarle las vísceras, ni trocearla sino que me habría visto obligado a roerla con los dientes y desgarrarla con las uñas como las bestias.
Estas reflexiones me hicieron consciente de lo bondadosa que había sido la Providencia conmigo, por lo que me sentí muy agradecido por mi presente condición, a pesar de todos sus problemas y contratiempos. Aquí debo recomendar a aquellos que tienden a quejarse de sus miserias y se preguntan: « ¿hay alguna pena como la mía?», que consideren cuánto peor están otras personas, o cuánto peor podrían estar ellos mismos si a la Providencia le hubiese parecido justo.
Había otra reflexión que me reconfortaba y me devolvía las esperanzas. Comparaba mi situación actual con la que merecía y que, con toda razón, debía esperar de la Providencia. Había vivido una vida vergonzosa, totalmente desprovista de cualquier conocimiento o temor de Dios. Mis padres me habían educado bien; ambos me habían inculcado, desde temprana edad, el respeto religioso hacia Dios, el sentido del deber y de aquello que la naturaleza y mi condición en la vida exigían de mí. Pero ¡ay de mí! muy pronto caí en la vida de marinero, que, de todas las existencias, es la menos temerosa de Dios, aunque, a menudo, padezca las consecuencias de su cólera. Digo que, habiéndome iniciado muy pronto en la vida de marinero y en la compañía de gentes de mar, el poco sentido de la religión que había cultivado hasta entonces, desapareció ante las burlas de mis compañeros y ante un endurecido desprecio por el peligro y las visiones de la muerte, a las que llegué a acostumbrarme por no tener con quien conversar, que fuese distinto de mí, u oír alguna palabra buena o, al menos, amable.
Tan vacío estaba de cualquier bondad, o del más mínimo sentido de ella que ni siquiera en las agraciadas ocasiones en las que me había visto salvado, como cuando escapé de Salé, cuando el capitán portugués me rescató, cuando me establecí felizmente en Brasil, cuando recibí el cargamento de Inglaterra y otras por el estilo, pronuncié ni pensé una palabra de agradecimiento a Dios; ni siquiera en el colmo de mi desventura le dirigí una plegaria a Dios diciendo: «Señor, ten piedad de mí.» No, jamás pronunciaba el nombre de Dios a no ser que fuera para jurar o blasfemar.
Como ya he dicho, pasé muchos meses en medio de terribles reflexiones sobre mi maldita e indigna vida pasada. Mas cuando miraba a mi alrededor y contemplaba los dones especiales que había recibido desde mi llegada a esta isla y el modo tan generoso en que Dios me había tratado, pues no me había castigado con la severidad que merecía sino, más bien, había sido pródigo en proveerme tanto como podía necesitar, tenía la esperanza de que mi arrepentimiento hubiese sido aceptado y que Dios me tuviera reservada alguna misericordia.
Con estos pensamientos me resigné a acatar la voluntad de Dios en las circunstancias en las que me hallaba y hasta le di sinceras gracias por ello, considerando que aún estaba vivo y que no debía quejarme, pues no había recibido siquiera el justo castigo por mis pecados y gozaba de tantos privilegios como nunca hubiese podido esperar en un sitio como este. Por tanto, no debía volver a lamentarme de mi condición, sino regocijarme por ella y dar gracias a Dios por el pan de cada día, que, de no ser por un milagro, no podría haber disfrutado. Debía recordar que podía alimentarme por obra de un milagro casi tan grande como el de los cuervos que alimentaron a Elías. Además, difícilmente hubiese podido elegir otro sitio con más ventajas que aquel lugar desierto donde había sido arrojado; uno donde, si bien no tenía compañía, lo cual era el motivo de mi mayor desventura, tampoco había bestias feroces, lobos furiosos, tigres que amenazaran mi vida, plantas venenosas que me hicieran daño en caso de que las ingiriera, ni salvajes que pudieran asesinarme y devorarme.
En pocas palabras, si por un lado mi vida era desventurada, por otro estaba llena de gracia y lo único que necesitaba para hacerla más confortable era confiar en la bondad y la misericordia de Dios para conmigo y hallar en ello mi consuelo. Cuando logré hacer esto, dejé de sentirme triste y pude seguir adelante.
Llevaba tanto tiempo en este lugar que muchas de las cosas que había traído a tierra se habían agotado o deteriorado. Como ya he dicho, la tinta se me había terminado casi totalmente y solo quedaba un poco que fui mezclando con agua hasta que se volvió tan clara que apenas dejaba marcas en el papel. Mientras duró, la utilicé para anotar los días del mes en los que me sucedía algo fuera de lo corriente. Recuerdo que al principio, había notado una extraña coincidencia entre las fechas de algunos acontecimientos y, de haber sido supersticioso y creer que había días de buena y mala suerte, habría tenido suficientes motivos para reflexionar sobre lo curioso de algunas circunstancias.
En primer lugar, observé que el día en que partí de Hull, abandonando a mis padres y a mis amigos con el fin de aventurarme en el mar, era el mismo día en que, más tarde, fui capturado y hecho esclavo por el corsario de Salé.
El día en que me salvé del naufragio del barco en la rada de Yarmouth, fue el mismo día, al año siguiente, en que pude escapar de Salé en la chalupa.
El día de mi nacimiento, el 30 de septiembre, fue el mismo día, al cabo de veintiséis años que me salvé milagrosamente del naufragio y llegué a las costas de esta isla; de modo que mi vida pecaminosa y mi vida solitaria empezaron el mismo día.
Después de la tinta, se me agotó el pan, es decir, la galleta que había rescatado del barco y que consumía con suma frugalidad, permitiéndome comer solo una por día, durante un año. Aun así, pasé casi un año sin pan hasta que pude producir mi propia harina, por lo que estaba enormemente agradecido ya que, como he dicho, su obtención fue casi milagrosa.
Mis ropas también comenzaron a deteriorarse notablemente. Hacía tiempo que no tenía lino, con la excepción de algunas camisas a cuadros que había encontrado en los arcones de los marineros y guardado con mucho cuidado porque, a menudo, eran lo único que podía tolerar; y fue una gran suerte que hubiese encontrado casi tres docenas de ellas entre la ropa de los marineros en el barco. También tenía varias capas gruesas de las que usaban los marineros pero eran demasiado pesadas. En verdad, el clima era tan caluroso que no tenía necesidad de usar ropa, mas no era capaz de andar totalmente desnudo. No, aunque me hubiese sentido tentado a hacerlo, lo cual no ocurrió pues no podía siquiera imaginarme algo así, a pesar de que estaba solo.
La razón por la cual no podía andar completamente desnudo era que aguantaba el calor del sol bastante mejor cuando estaba vestido que cuando no lo estaba. A menudo el sol me producía ampollas en la piel, mas, cuando llevaba camisa, el aire pasaba a través del tejido y me sentía mucho más fresco que cuando no la llevaba. Tampoco podía salir sin gorra o sombrero pues los rayos del sol, que en esas latitudes golpean con gran violencia, me habrían provocado una terrible jaqueca, a fuerza de caer directamente sobre mi cabeza.
Ante esta situación, decidí ordenar los pocos harapos que tenía y a los que llamaba ropa. Había gastado todos los chalecos y ahora debía intentar hacer algunas chaquetas con las capas y los demás materiales que tenía. Empecé pues a hacer trabajos de sastrería, más bien estropicios, pues los resultados fueron lastimosos. No obstante, logré hacer dos o tres chalecos, con la esperanza de que me durasen mucho tiempo. La labor que realicé con los pantalones o calzones, fue igualmente desastrosa, hasta más adelante.
He mencionado que guardaba las pieles de los animales que mataba, me refiero a los cuadrúpedos, y las colgaba al sol, extendiéndolas con la ayuda de palos. Algunas estaban tan secas y duras que apenas servían para nada pero otras me resultaron muy útiles. Lo primero que confeccioné con ellas fue una gran gorra para cubrirme la cabeza, con la parte de la piel hacia fuera para evitar que se filtrase el agua. Me quedó tan bien que luego me confeccioné una vestimenta completa, es decir, una casaca y unos calzones abiertos en las rodillas, ambos muy amplios, para que resultaran más frescos. Debo reconocer que estaban pésimamente hechos pues si era un mal carpintero, era aún peor sastre. No obstante, les di muy buen uso y, cuando estaba fuera, si por casualidad llovía, la piel de la casaca y del sombrero me mantenían perfectamente seco.
Posteriormente, empleé mucho tiempo y esfuerzo en fabricarme una sombrilla, que mucha falta me hacía. Había visto cómo se confeccionaban en Brasil, donde eran de gran utilidad a causa del excesivo calor y me parecía que el calor que debía soportar aquí era tanto o más fuerte que el de allá, pues me encontraba más cerca del equinoccio. Además, aquí tenía que salir constantemente, por lo que una sombrilla me resultaba de gran utilidad para protegerme, tanto del sol como de la lluvia. Emprendí esta tarea con muchas dificultades y pasó bastante tiempo antes de que pudiera hacer algo que se le pareciese pues, cuando creía haber encontrado la forma de confeccionarla, eché a perder dos o tres veces antes de hacer la que tenía prevista. Por fin fabriqué una que cumplía cabalmente ambos propósitos. Lo más difícil fue lograr que pudiera cerrarse. Había logrado que permaneciera abierta pero, si no lograba cerrarla, habría tenido que llevarla siempre sobre la cabeza, lo cual no era demasiado práctico. Finalmente, como he dicho, hice una lo suficientemente adecuada para mis propósitos y la cubrí de piel, con la parte peluda hacia arriba, a fin de que, como si fuera un tejado, me protegiese del sol tan eficazmente, que me permitiera salir, incluso en el calor más sofocante, tan a gusto como si hiciese fresco. Cuando no tuviera necesidad de usarla, podía cerrarla y llevarla bajo el brazo.
Vivía, de este modo, cómodamente; mi espíritu estaba tranquilo y enteramente conforme con la voluntad de Dios y los designios de la Providencia. Por lo tanto, mi vida era mucho más placentera que la vida en sociedad, pues, cuando me lamentaba de no tener con quien conversar, me preguntaba si no era mejor conversar con mis pensamientos y, si puede decirse, con Dios, mediante la oración, que disfrutar de los mayores deleites que podía ofrecer la sociedad.
No puedo decir que, durante cinco años no me ocurriera nada extraordinario pero, lo cierto es que mi vida seguía el mismo curso, en el mismo lugar de siempre. Aparte de mi cultivo anual de cebada y arroz, del que siempre guardaba suficiente para un año, y de mis salidas diarias con la escopeta, tenía una ocupación importante: construir mi canoa, la cual, finalmente, pude acabar. Luego cavé un canal de unos seis pies de ancho por cuatro de profundidad que me permitió llevarla hasta el río, a lo largo de casi media milla. La primera canoa era demasiado grande, ya que la había construido sin pensar de antemano cómo llevarla hasta el agua y, como nunca pude hacerlo, la tuve que dejar donde estaba, a modo de recordatorio que me enseñase a ser más precavido en el futuro. De hecho, la siguiente vez, aunque no pude encontrar un árbol adecuado que estuviera a menos de media milla del agua, como ya he dicho, me pareció que mi proyecto era viable y decidí no abandonarlo. Pese a que invertí dos años en él, nunca trabajé de mala gana, sino con la esperanza de tener, finalmente, un bote para lanzarme al mar.
Sin embargo, cuando terminé de construir mi pequeña piragua, advertí que su tamaño no era el adecuado para los objetivos que me había fijado al emprender la fabricación de la primera; es decir, aventurarme hacia la tierra firme que estaba a unas cuarenta millas de la isla. Pero al ver la piragua tan pequeña, desistí de mi propósito inicial y no volví a pensar en él. Decidí usarla para hacer un recorrido por la isla, pues, aunque solo había visto parte del otro lado por tierra, como he dicho anteriormente, los descubrimientos que había hecho en ese corto viaje me despertaron fuertes deseos de ver el resto de la costa. Ahora que tenía un bote, no pensaba en otra cosa que navegar alrededor de la isla.