Kitabı oku: «Robinson Crusoe», sayfa 9
Con este fin, y tratando de hacer las cosas con el mejor tino posible, le puse un pequeño mástil a mi bote e hice una vela con los restos de las velas del barco, que tenía guardadas en gran cantidad.
Ajustados el mástil y la vela, hice un ensayo con la piragua y descubrí que navegaba muy bien. Entonces le hice unos pequeños armarios o cajones a cada extremo para colocar mis provisiones y municiones y evitar que se mojaran con la lluvia o las salpicaduras del mar. Luego hice una larga hendidura en el interior de la piragua para colocar la escopeta y le puse una tapa para asegurarla contra la humedad.
Aseguré la sombrilla a popa para que me protegiera del sol como si fuera un toldo. De este modo, salía a navegar de vez en cuando, sin llegar nunca a internarme demasiado en el mar ni alejarme del río. Finalmente, ansioso por ver la periferia de mi pequeño reino, decidí emprender el viaje y pertreché mi embarcación para hacerlo. Embarqué dos docenas de panes (que más bien debería llamar bizcochos) de cebada, una vasija de barro llena de arroz seco, que era un alimento que solía consumir en gran cantidad, una pequeña botella de ron, media cabra, pólvora y municiones para cazar y dos grandes capas, de las que, como he dicho, rescaté de los arcones de los marineros. Una la utilizaba a modo de colchón y la otra de manta.
El sexto día de noviembre del sexto año de mi reinado, o, si preferís, mi cautiverio, emprendí el viaje, que resultó más largo de lo que había calculado pues, aunque la isla era bastante pequeña, en la costa oriental tenía un arrecife rocoso que se extendía más de dos leguas mar adentro y, después de este, había un banco de arena seca que se prolongaba otra media legua más, de manera que me vi obligado a internarme en el mar para poder torcer esa punta.
Cuando vi el arrecife y el banco de arena por primera vez, estuve a punto de abandonar la empresa y volver a tierra porque no sabía cuánto tendría que adentrarme en el mar y, sobre todo, porque no tenía idea de cómo regresar. Así pues, eché el ancla que había hecho con un trozo de arpón roto que había rescatado del barco.
Una vez asegurada mi piragua, tomé mi escopeta y me encaminé a la orilla. Escalé una colina desde la que, aparentemente, se podía dominar esa parte y, desde allí, pude observar toda su extensión. Entonces decidí aventurarme.
Mientras observaba el mar desde la colina, vi una corriente muy fuerte, de hecho, bastante violenta, que corría en dirección este y que llegaba casi hasta la punta. Me llamó la atención porque advertía cierto peligro de ser arrastrado mar adentro por ella y no poder regresar a la isla. Indudablemente, así habría ocurrido, si no hubiese subido a la colina, porque una corriente similar dominaba el otro extremo de la isla, solo que a mayor distancia. También pude ver un fuerte remolino en la orilla, de modo que si lograba evadir la corriente, me habría topado inmediatamente con él.
Me quedé en este lugar dos días porque el viento soplaba del este-sudeste, es decir, en dirección opuesta a la corriente, con bastante fuerza y levantaba un gran oleaje en aquel punto. Por lo tanto, no era seguro acercarse ni alejarse demasiado de la costa, a causa de la corriente.
Al tercer día por la mañana, el mar estaba tranquilo, pues el viento se había calmado durante la noche y decidí aventurarme. Quiero que esto sirva de advertencia a los pilotos temerarios e ignorantes, pues, no bien me había alejado de la costa un poco más que el largo de mi piragua, cuando me encontré en aguas profundas y en medio de una corriente tan rápida y fuerte como las aspas de un molino. Pese a todos mis esfuerzos, apenas podía mantenerme en sus márgenes y me alejaba cada vez más del remolino, que estaba a mi izquierda. No soplaba viento que pudiese ayudarme y todos los esfuerzos que hacía por remar resultaban inútiles. Comencé a darme por vencido pues, como había corrientes a ambos lados de la isla, sabía que a pocas leguas, se encontrarían y yo me vería irremisiblemente perdido. Tampoco veía cómo evitarlo y no me quedaba otra alternativa que perecer, no a causa del mar, que estaba muy calmado, sino de hambre. Había encontrado una tortuga en la orilla, tan grande que casi no podía levantarla, y la había echado en el bote. Tenía una gran jarra de agua fresca, es decir, uno de mis cacharros de barro pero esto era todo con lo que contaba para lanzarme al vasto océano, donde, sin duda, no encontraría orilla, ni tierra firme, ni isla en, al menos, mil leguas.
Ahora comprendía cuán fácilmente, la Providencia divina podía convertir una situación miserable en una peor. Ahora recordaba mi desolada isla como el lugar más agradable de la tierra y la única dicha a la que aspiraba mi corazón era poder regresar allí. Extendía las manos hacia ella y exclamaba: « ¡Oh, feliz desierto! ¿No volveré a verte nunca más? ¡Oh, miserable criatura! ¿A dónde voy?» Entonces me reprochaba mi ingratitud al lamentarme por mi soledad y pensaba que hubiera dado cualquier cosa por estar otra vez en la orilla. Nunca sabemos ponderar el verdadero estado de nuestra situación hasta que vemos cómo puede empeorar, ni sabemos valorar aquello que tenemos hasta que lo perdemos. Es difícil imaginar la consternación en la que me hallaba sumido, al verme arrastrado lejos de mi amada isla (pues así la sentía ahora) hacia el ancho mar, a dos leguas de ella y con pocas esperanzas de volver.
No obstante, me esforcé, hasta quedar exhausto, por mantener el rumbo de mi bote hacia el norte, es decir, hacia la margen de la corriente donde estaba el remolino. Cerca del mediodía me pareció sentir en el rostro una leve brisa que soplaba desde el sur-sudeste. Esto me alentó un poco, especialmente, cuando al cabo de media hora, la brisa se transformó en un pequeño ventarrón. A estas alturas, me encontraba a una distancia alarmante de la isla y, de haberse producido neblina, otro habría sido mi destino, pues no llevaba brújula a bordo y no habría sabido en qué dirección avanzar para alcanzar la isla, si acaso la perdía de vista. Mas el tiempo se mantenía claro y me dispuse a levantar el mástil y extender la vela, siempre tratando de mantenerme enfilando hacia el norte para evitar la corriente.
Apenas terminé de poner el mástil y la vela, el bote comenzó a deslizarse más de prisa. Advertí, por la transparencia del agua, que acababa de producirse un cambio en la corriente, porque cuando esta estaba fuerte, el agua era turbia y ahora, que estaba más clara, me parecía que su fuerza había disminuido. A media legua hacia el este, el mar rompía sobre unas rocas que dividían la corriente en dos brazos. Mientras el brazo principal fluía hacia el sur, dejando los escollos al noreste, el otro regresaba, después de romper en las rocas, y formaba una fuerte corriente que se dirigía hacia el noroeste.
Aquellos que hayan recibido un perdón al pie del cadalso, que hayan sido liberados de los asesinos en el último momento, o que se hayan visto en peligros tan extremos como estos, podrán adivinar mi alegría cuando pude dirigir mi piragua hacia esta corriente y desplegar mis velas al viento, que me impulsaba hacia delante, con una fuerte marea por debajo.
Esta corriente me llevó cerca de una legua en dirección a la isla pero cerca de dos leguas más hacia el norte que la primera que me arrastró a la deriva, de modo que, cuando me acerqué a la isla, estaba frente a la costa septentrional, es decir, en la ribera opuesta a aquella de donde había salido. Cuando había recorrido un poco más de una legua con la ayuda de esta corriente, advertí que se estaba agotando y ya no me servía de mucho. No obstante, descubrí que entre las dos corrientes, es decir, la que estaba al sur, que me había alejado de la isla, y la que estaba al norte, que estaba a una legua del otro lado, el agua estaba en calma y no me impulsaba en ninguna dirección. Mas gracias a una brisa, que me resultaba favorable, seguí avanzando hacia la costa, aunque no tan de prisa como antes.
Hacia las cuatro de la tarde, cuando estaba casi a una legua de la isla, divisé las rocas que causaron este desastre, que se extendían, como he dicho antes, hacia el sur. Evidente mente, habían formado otro remolino hacia el norte, que, según podía observar, era muy fuerte pero no estaba en mi rumbo, que era hacia el oeste. No obstante, con la ayuda del viento, crucé esta corriente hacia el noroeste, en dirección oblicua, y en una hora me hallaba a una milla de la costa. Allí, el agua estaba en calma y muy pronto llegué a la orilla.
Cuando puse los pies en tierra, caí de rodillas y di gracias a Dios por haberme salvado y decidí abandonar todas mis ideas de escapar. Me repuse con los alimentos que había traído y acerqué el bote hasta la playa, lo coloqué en una pequeña cala que descubrí bajo unos árboles y me eché a dormir porque estaba agotado a causa de los esfuerzos y fatigas del viaje.
Ahora no sabía con certeza qué dirección tomar para volver a casa con el bote. Había corrido tantos riesgos y conocía tan bien la situación, que no estaba dispuesto a regresar por la ruta por la que había venido. Tampoco sabía qué podía encontrar en la otra orilla (es decir, en la occidental), ni tenía intenciones de volver a aventurarme. Por tanto, a la mañana siguiente, resolví recorrer la costa en dirección oeste y ver si encontraba algún río donde pudiera dejar a salvo la piragua para disponer de ella si la necesitaba. Al cabo de tres millas, más o menos, mientras avanzaba por la costa, llegué a una excelente bahía o ensenada, que medía cerca de una milla y que se iba estrechando hasta la desembocadura de un riachuelo. Esta ensenada sirvió de puerto a mi piragua, y pude dejarla como si fuese un pequeño atracadero construido especialmente para ella. Me adentré en la bahía y, después de asegurar mi piragua, me encaminé hacia la costa para explorar y ver dónde me hallaba.
Pronto descubrí que no había avanzado mucho más allá del lugar donde había estado la vez que había hecho la expedición a pie, de modo que solo saqué del bote la escopeta y la sombrilla, pues hacía mucho calor, y emprendí la marcha. El camino resultaba muy agradable, después de un viaje como el que había hecho. Por la tarde, llegué a mi viejo emparrado y lo encontré todo como lo había dejado, ya que siempre lo dejaba todo en orden, pues lo consideraba mi casa de campo.
Atravesé la verja y me recosté a la sombra a descansar mis cansados huesos, pues estaba extenuado, y me dormí enseguida. Mas, juzgad vosotros, que leéis mi historia, la sorpresa que me llevé cuando una voz me despertó diciendo: «Robinson, Robinson, Robinson Crusoe, pobre Robinson Crusoe. ¿Dónde estás, Robinson Crusoe? ¿Dónde estás? ¿Dónde has estado?»
Al principio, estaba tan profundamente dormido, por el cansancio de haber remado o bogado, como suele decirse, durante la primera parte del día y por la caminata de la tarde, que no llegué a despertarme del todo, sino que me quedé entre dormido y despierto y pensé que estaba soñando que alguien me hablaba. Como la voz siguió llamándome: «Robinson Crusoe, Robinson Crusoe», me desperté, muy asustado al principio, y me puse en pie con una gran consternación. Pero tan pronto abrí los ojos, vi a mi Poll, apoyado en el borde del cercado y supe, inmediatamente, que era él quien me llamaba porque ese era el tono lastimero en el que solía hablarle y enseñarle a hablar. Lo había aprendido a la perfección y, posándose en mi dedo, me acercaba el pico a la cara repitiendo: «Pobre Robinson Crusoe. ¿Dónde estás? ¿Dónde has estado? ¿Cómo has llegado hasta aquí?», y otras cosas por el estilo que yo le había enseñado.
No obstante, aunque sabía que había sido el loro y que no podía ser nadie más, pasó un buen rato hasta que me repuse del susto. En primer lugar, me asombraba que hubiese podido llegar hasta allí y, luego, que se quedara en ese sitio y no en otro. Mas como ya sabía que no podía ser otro que mi fiel Poll, me tranquilicé y, extendiendo la mano, lo llamé por su nombre, Poll, y la amistosa criatura, se me acercó, se apoyó en mi pulgar y, como de costumbre, acercó el pico a mi rostro y continuó hablando conmigo: «Pobre Robinson Crusoe. ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Dónde has estado?», como si se hubiese alegrado de verme nuevamente. Así, me lo traje a casa conmigo.
Estaba saturado de los reveses del mar, lo suficiente para meditar durante varios días sobre los peligros a los que me había expuesto. Me habría gustado traer mi bote de vuelta, de este lado de la isla pero no sabía cómo hacerlo. Sabía que no volvería a aventurarme por la costa oriental, en la que ya había estado, pues el corazón se me apretaba y se me helaba la sangre al pensarlo. No sabía lo que podía encontrar en la otra costa pero, si la corriente tenía la misma fuerza que en la costa oriental, correría el mismo riesgo de ser arrastrado por el agua y alejado de la isla. Con estas razones, me resigné a la idea de no tener ningún bote, aunque hubiese sido el producto de muchos meses de trabajo, no solo para construirlo sino para echarlo al mar.
Capítulo 9 LA PISADA EN LA ARENA
Habiendo controlado mis impulsos, podrán imaginarse que viví un año en un estado de paz y sosiego. Mis pensamientos se ajustaban perfectamente a mi situación, me sentía plenamente satisfecho con las disposiciones de la Providencia y estaba convencido de que vivía una existencia feliz, si no consideraba la falta de compañía.
En este tiempo, perfeccioné mis destrezas manuales, a las que me aplicaba según mis necesidades y creo que llegué a convertirme en un buen carpintero, en especial, si se tenía en cuenta que disponía de muy pocas herramientas.
Aparte de esto, llegué a dominar el arte de la alfarería y logré trabajar con un torno, lo que me pareció infinitamente más fácil y mejor, porque podía redondear y darles forma a los objetos que al principio eran ofensivos a la vista. Más, creo que nunca me sentí tan orgulloso de una obra, ni tan feliz por haberla realizado, que cuando descubrí el modo de hacer una pipa. A pesar de que, una vez terminada, era una pieza fea y tosca, hecha de barro rojo, como mis otros cacharros, era fuerte y sólida y pasaba bien el humo, lo que me proporcionó una gran satisfacción porque estaba acostumbrado a fumar. A bordo del barco había varias pipas pero, al principio, no les hice caso porque no sabía que encontraría tabaco en la isla pero, más tarde, cuando regresé por ellas, no pude encontrar ninguna.
También hice grandes adelantos en la cestería. Tejí muchos cestos, que, aunque no eran muy elegantes, estaban tan bien hechos como mi imaginación me lo había permitido y, además, eran prácticos y útiles para ordenar y transportar algunas cosas. Por ejemplo, si mataba una cabra, podía colgarla de un árbol, desollarla, cortarla en trozos y traerla a casa en uno de los cestos. Lo mismo hacía con las tortugas: las cortaba, les sacaba los huevos y separaba uno o dos pedazos de carne, que eran suficientes para mí, y traía todo a casa, dejando atrás el resto. Los cestos grandes y profundos me servían para guardar el grano, que siempre desgranaba apenas estaba seco.
Comencé a darme cuenta de que la pólvora disminuía considerablemente y esto era algo que me resultaba imposible producir. Me puse a pensar muy seriamente en lo que haría cuando se acabara, es decir, en cómo iba a matar las cabras. Como ya he dicho, en mi tercer año de permanencia en la isla, capturé una pequeña cabra y la domestiqué con la esperanza de encontrar un macho, pero no lo conseguí. Esta cabra creció, no tuve corazón para matarla y, finalmente, murió de vieja.
Pero estaba en el undécimo año de mi residencia y, como he dicho, las municiones comenzaban a escasear, de modo que me dediqué a estudiar algún medio para atrapar o capturar viva alguna cabra, preferiblemente una hembra con cría.
Con este fin, tejí algunas redes y creo que más de una cayó en ellas. Pero mis lazos no eran fuertes, porque no tenía alambre, y siempre los encontraba rotos y con el cebo comido.
Finalmente, decidí hacer trampas. Cavé varios fosos en la tierra, en sitios donde, según había observado, solían pastar las cabras y, sobre ellos, coloqué un entramado, que yo mismo hice, con bastante peso encima. Algunas veces, dejaba espigas de cebada y arroz sin colocar la trampa, y podía observar, por las huellas de sus patas, que las cabras se las habían comido. Finalmente, una noche coloqué tres trampas y, a la mañana siguiente, las encontré intactas, aunque el cebo había sido devorado, lo cual me desalentó mucho. No obstante, alteré mi trampa y, para no incomodaros con los detalles, diré que, a la mañana siguiente, encontré un macho cabrío en una de ellas y tres cabritos, un macho y dos hembras, en otra.
No sabía qué hacer con el macho cabrío porque era muy arisco y no me atrevía a descender al foso para capturarlo, como era mi intención. Habría podido matarlo pero esto no era lo que quería, ni resolvía mi problema; así que lo solté y salió huyendo despavorido. En aquel momento, no sabía algo que aprendí más tarde: que el hambre puede amansar incluso a un león. Si lo hubiese dejado en la trampa tres o cuatro días sin alimento y le hubiese llevado un poco de agua, primeramente, y, luego, un poco de grano, se habría vuelto tan manso como los pequeños, ya que las cabras son animales muy sagaces y dóciles, si se tratan adecuadamente.
No obstante, lo dejé ir, porque no se me ocurrió nada mejor en el momento. Entonces fui donde los más pequeños, los cogí, uno a uno, los amarré a todos juntos con un cordel y los traje a casa sin ninguna dificultad.
Pasó un tiempo antes de que comenzaran a comer pero los tenté con un poco de grano dulce y comenzaron a domesticarse. Ahora me daba cuenta de que el único medio que tenía de abastecerme de carne de cabra cuando se me acabara la pólvora, era domesticarlas y criarlas. De este modo, las tendría alrededor de mi casa como si fuesen un rebaño de ovejas.
Luego pensé que debía separar las cabras domésticas de las salvajes, pues, de lo contrario, se volverían salvajes cuando crecieran. Para lograr esto, tenía que cercar una ex tensión de tierra con una valla o empalizada, a fin de evitar que salieran las que estuvieran dentro y que entraran las que estuvieran fuera.
La empresa era demasiado ambiciosa para un solo par de manos. Sin embargo, como sabía que era absolutamente imprescindible, empecé por buscar un terreno adecuado donde hubiera hierba para que se alimentaran, agua para beber y sombra para protegerlas del sol.
Los que saben hacer este tipo de cercados, pensarán que tuve poco ingenio al elegir una pradera o sabana (como las llamamos los ingleses en las colonias occidentales), que tenía muchos árboles en un extremo y dos o tres pequeñas corrientes de agua. Como he dicho, se reirán cuando les diga que, cuando comencé, tenía previsto hacer un cercado de, al menos, dos millas. Mi estupidez no era tan solo ignorar las dimensiones, ya que, seguramente, habría tenido suficiente tiempo para cercar un recinto de casi diez millas, sino pasar por alto que, en semejante extensión de terreno, las cabras habrían seguido siendo tan salvajes como si se encontraran libres por toda la isla y que, si tenía que perseguirlas en un espacio tan grande, no podría atraparlas nunca.
Había construido casi cincuenta yardas de cerca cuando se me ocurrió esto. Interrumpí las labores de inmediato y, para empezar, decidí cercar un terreno de unas ciento cincuenta yardas de largo por cien de ancho. Allí podía mantener, por un tiempo razonable, a los animales que capturara y, a medida que fuera aumentando el rebaño, ampliaría mi cercado.
Esto era actuar con prudencia y reanudé mis labores con nuevos bríos. Me tomó casi tres meses hacer el primer cercado. Durante este tiempo, mantuve a los cabritos en la mejor parte del terreno y los hacía comer tan cerca de mí como fuera posible para que se acostumbraran a mi presencia. A menudo les llevaba algunas espigas de cebada o un puñado de arroz para que comieran de mi mano. De este modo, cuando terminé la valla y los solté, me seguían de un lado a otro, balando para que les diera un puñado de grano.
Esto solucionaba mi problema y, al cabo de un año y medio, tenía un rebaño de doce cabras, con crías y todo. En dos años más, tenía cuarenta y tres, sin contar las que había matado para comer. Posteriormente, cerqué otros cinco predios e hice pequeños corrales donde las conducía cuando tenía que coger alguna, con puertas que comunicaban un predio con otro.
Pero esto no es todo, pues ya no solo tenía carne de cabra para comer a mi antojo sino también leche, algo que ni se me había ocurrido al principio y que, cuando lo descubrí, me proporcionó una agradable sorpresa. Ahora tenía mi lechería y, a veces, sacaba uno o dos galones de leche diarios. Y como la naturaleza, que proporciona alimentos a todas sus criaturas, también les muestra cómo hacer uso de ellos, yo, que jamás había ordeñado una vaca, y mucho menos una cabra, ni había visto hacer mantequilla ni queso, aprendí a hacer ambas cosas rápida y eficazmente, después de varios intentos y fracasos, y ya nunca volvieron a faltarme.
¡Cuán misericordioso puede ser nuestro Creador con sus criaturas, aun cuando parece que están al borde de la muerte y la destrucción! ¡Hasta qué punto puede dulcificar las circunstancias más amargas y darnos motivos para alabarlo, incluso desde celdas y calabozos! ¡Qué mesa había servido para mí en medio del desierto, donde al principio tan solo pensaba que iba a morir de hambre!
Incluso los más estoicos se habrían reído de verme sentado a la mesa, junto a mi pequeña familia, como el príncipe y señor de toda la isla. Tenía absoluto control sobre las vidas de mis súbditos; podía ahorcarlos, aprisionarlos, darles y quitarles la libertad, sin que hubiera un solo rebelde entre ellos.
Del mismo modo que un rey come absolutamente solo y asistido por sus sirvientes, Poll, como si fuese mi favorito, era el único que podía dirigirme la palabra. Mi perro, que ya estaba viejo y maltrecho y que no había encontrado ninguna de su especie para multiplicarse, se sentaba siempre a mi derecha. Los dos gatos se situaban a ambos lados de la mesa, esperando que, de vez en cuando, les diera algo de comer, como muestra de favor especial.
Estos no eran los dos gatos que había traído a tierra en el principio. Aquellos habían muerto y yo los había enterrado, con mis propias manos, cerca de mi casa. Uno de ellos se había multiplicado con un animal, cuya especie no conocía, y yo conservaba estos dos, a los que había domesticado, mientras los otros andaban sueltos por los bosques. Con el tiempo, comenzaron a ocasionarme problemas, pues, a menudo se metían en mi casa y la saqueaban. Finalmente, me vi obligado a dispararles y, después de matar a muchos, me dejaron en paz. De este modo, vivía en la abundancia y bien acompañado, por lo que no podía lamentarme de que me faltase nada, como no fuese la compañía de otros hombres, que, poco después, tendría en demasía.
Estaba impaciente, como he observado, por usar mi piragua, aunque no estaba dispuesto a correr más riesgos. A veces me sentaba a pensar en la forma de traerla por la costa y, otras, me resignaba a la idea de no tenerla a mano. Sentía una extraña inquietud por ir a esa parte de la isla donde, como he dicho, en mi última expedición trepé una colina para ver el aspecto de la orilla y la dirección de las corrientes, a fin de decidir qué iba a hacer. La tentación aumentaba por días y, por fin, decidí hacer una travesía por tierra a lo largo de la costa; y así lo hice. En Inglaterra, cualquiera que se hubiese topado con alguien como yo, se habría asustado o reído a carcajadas. Como a menudo me observaba a mí mismo, no podía dejar de sonreír ante la idea de pasear por Yorkshire con un equipaje y una indumentaria como los que llevaba. Por favor, tomad nota de mi aspecto.
Llevaba un gran sombrero sin forma, hecho de piel de cabra con un colgajo en la parte de atrás, que servía para protegerme la nuca de los rayos del sol o de la lluvia, ya que no hay nada más nocivo en estos climas como la lluvia que se cuela entre la ropa.
Llevaba una casaca corta de piel de cabra, con faldones que me llegaban a mitad de los muslos y un par de calzones abiertos en las rodillas. Estos estaban hechos con la piel de un viejo macho cabrío, cuyo pelo me colgaba a cada lado del pantalón hasta las pantorrillas. No tenía calcetines ni zapatos pero me había fabricado un par de cosas que no sé cómo llamar, algo así como unas botas, que me cubrían las piernas y se abrochaban a los lados como polainas, pero tan extravagantes como el resto de mi indumentaria.
Llevaba un grueso cinturón de cuero de cabra desecado, cuyos extremos, a falta de hebilla, ataba con dos correas del mismo material. A un lado del cinturón, y a modo de puñal, llevaba una pequeña sierra y, al otro, un hacha. Llevaba, cruzado por el hombro izquierdo, otro cinturón más delgado, que se abrochaba del mismo modo y del que colgaban dos sacos, también de cuero de cabra; en uno de ellos cargaba la pólvora y en el otro las municiones. A la espalda llevaba un cesto, al hombro una escopeta y sobre la cabeza, una enorme y espantosa sombrilla de piel de cabra que, con todo, era lo que más falta me hacía, después de mi escopeta. El color de mi piel no era exactamente el de los mulatos, como podría esperarse en un hombre que no se cuidaba demasiado y que vivía a nueve o diez grados de la línea del ecuador. Una vez me dejé crecer la barba casi una cuarta pero como tenía suficientes tijeras y navajas, la corté muy corta, excepto la que crecía sobre los labios que me arreglé a modo de bigotes mahometanos como los que usaban los turcos de Salé, pues, contrario a los moros, que no los utilizaban, los turcos los llevaban así. De estos mostachos o bigotes diré que eran lo suficientemente largos para colgar de ellos un sombrero de dimensiones tan monstruosas que en Inglaterra se consideraría espantoso.
Dicho sea de paso, como no había nadie que pudiese verme en estas condiciones, mi aspecto me importaba muy poco y, por lo tanto, no hablaré más de él. De esta guisa, emprendí mi nuevo viaje, que duró cinco o seis días. En primer lugar, anduve por la costa hasta el lugar donde había anclado el bote la primera vez para subir a las rocas. Como ahora no tenía que cuidar del bote, hice el trayecto por tierra y escogí un camino más corto para llegar a la misma colina desde la que había observado la punta de arrecifes por la que tuve que doblar con la piragua. Me sorprendió ver que el mar estaba totalmente en calma, sin agitaciones, movimientos ni corrientes, fuera de las habituales.
Me costaba mucho trabajo comprender esto así que decidí pasar un tiempo observando para ver si había sido ocasionado por los cambios de la marea. No tardé en darme cuenta de que el cambio lo producía el reflujo que partía del oeste y se unía con la corriente de algún río cuando desembocaba en el mar. Según la dirección del viento, norte u oeste, la corriente fluía hacia la costa o se alejaba de ella. Me quedé en los alrededores hasta la noche y volví a subir a la colina. El reflujo se había vuelto a formar y pude ver claramente la corriente, como al principio, solo que esta vez llegaba más lejos, casi a media legua de la orilla. En mi caso, estaba más cerca de la costa y, por tanto, me arrastró junto con mi canoa, cosa que no habría pasado en otro momento.
Este descubrimiento me convenció de que no tenía más que observar el flujo y el reflujo de la marea para saber cuándo podía traer mi piragua de vuelta. Más cuando decidí poner en práctica este plan, sentía tanto terror al recordar los peligros que había sufrido, que no podía pensar en ello sin sobresaltos. Por tanto, tomé otra resolución que me pareció más segura, aunque, también, más laboriosa, que consistía en construir o hacer otra piragua o canoa para, así, tener una a cada lado de la isla.
Podéis comprender que ahora tenía, por así decirlo, dos fincas en la isla. Una de ellas era mi pequeña fortificación o tienda, rodeada por la muralla al pie de la roca, con la cueva detrás y, a estas alturas, con dos nuevas cámaras que se comunicaban entre sí. En la más seca y espaciosa de las cámaras, había una puerta que daba al exterior de la muralla o verja, o sea, hacia fuera del muro que se unía a la roca. Allí tenía dos grandes cacharros de barro, que ya he descrito con lujo de detalles, y catorce o quince cestos de gran tamaño, con capacidad para almacenar cinco o seis fanegas de grano cada uno. En ellos guardaba mis provisiones, en especial el grano, que desgranaba con mis manos o que conservaba en las espigas, cortadas al ras del tallo.
Los troncos y estacas con los que había construido la muralla, se prendieron a la tierra y se convirtieron en enormes árboles, que se extendieron tanto que nadie podía imaginarse que detrás de ellos había una vivienda.
Cerca de mi morada, pero un poco más hacia el centro de la isla y sobre un terreno más elevado, estaba el sembradío de grano, que cultivaba y cosechaba a su debido tiempo. Si tenía necesidad de más grano podía extenderlo hacia los terrenos contiguos que eran igualmente adecuados para el cultivo.
Aparte de esta, tenía mi casa de campo, donde también poseía una finca aceptable. Allí tenía mi emparrado, como solía llamarlo, que conservaba siempre en buen estado; es decir, mantenía el seto que lo circundaba perfectamente podado, dejando siempre la escalera por dentro. Cuidaba los árboles que, al principio, no eran más que estacas que luego crecieron hasta formar un seto sólido y firme. Los cortaba de modo que siguieran creciendo y formaran un follaje fuerte y tupido, que diera una sombra agradable, como, en efecto, ocurrió, conforme a mis deseos. En medio de este espacio, tenía mi tienda siempre puesta: un trozo de tela extendida sobre estacas que nunca tuve que reparar o renovar. Debajo de la tienda había hecho un lecho o cama con las pieles de los animales que mataba y otros materiales suaves. Tenía, además, una manta que había pertenecido a una de las camas del barco y una gran capa con la que me cubría. Cada vez que podía ausentarme de mi residencia principal, venía a pasar un tiempo en mi casa de campo.