Kitabı oku: «Altas cortes y transformación social», sayfa 3
Quizá los mayores matices se hallan en los estudios comportamentales en los que la Corte Suprema de Justicia es vista como un agente. Su eficacia se mide en forma causal, con la capacidad unilateral y directa de alterar e influir el comportamiento de ciudadanos y funcionarios, a corto o mediano plazo. Robert Dahl (1957), Epstein y Knight (1997), y Rosenberg (1991), entre muchos otros, se ubican en este grupo.
La postura interpretativista-construccionista
En este grupo también participan múltiples autores de diversas disciplinas y tendencias. McCann ubica un segmento de los Critical Legal Studies (CLS), filósofas legales como Martha Minow, y un gran número de pospositivistas científicos sociales —entre ellos Austin Sarat y el propio McCann—, a los que identifica como integrantes de una escuela más grande denominada interpretativista (McCann, 2002, p. 290).
El eje de la discusión entre la visión comportamental y la interpretativista-constructivista es la concepción sobre qué es el derecho. Los primeros consideran que es un conjunto de normas o comandos, con decisiones abstractas; los segundos señalan que se trata de un conjunto de signos o mensajes provenientes de agentes autorizados, como los jueces, que establecen una serie de prácticas, dotando de significado a la interacción de los agentes sociales. En suma, para los comportamentales, el derecho es abstracción; y para los constructivistas es una práctica que permea a toda la sociedad, pues establece las reglas de juego de la interacción social, en el marco de una cultura político-jurídica.
El ala constructivista sostiene que el derecho articulado por las cortes es mejor entendido “como un complejo de signos que nos afectan mediante la comunicación de símbolos que transmiten amenazas, promesas, modelos, persuasión, legitimidad, estigma y mucho más” (Galanter, 1983, p. 127). Entonces, las decisiones judiciales impactan el comportamiento de toda la sociedad, pero de manera subyacente y a muy largo plazo, permitiendo a los actores sociales identificar oportunidades, costos, recursos y limitaciones. Así, el poder judicial es una forma relacional e intersubjetiva, términos que abarcan dimensiones simbólicas, comunicativas y materiales, y que permean la cultura entendida como un amplio espectro de identidad, significado y lenguajes.
El autor busca resaltar cómo el derecho en general y las decisiones de una Corte Suprema canonizada contribuyen a perfilar, construir y fortalecer una cultura económico-política concreta, en torno al capital. Hecho que tiene como escenario un Estado que conjuga formas de control del poder, tanto interramas (checks and balances) como multinivel, mediante el federalismo, y elementos eje de la ideología que impera en su país.
McCann también cuestiona la percepción que tienen los realistas respecto a que el derecho es inherentemente ambiguo, indeterminado, arbitrario y contestable. Aunque acepta que no es autoevidente, considera que es objeto de múltiples construcciones y respuestas por parte de diferentes actores situados. De suerte que las cortes y, en especial, la Corte Suprema de Justicia estadounidense contribuyen a la configuración legal de la vida social: producen, reproducen y transforman las convenciones legales y saberes culturales compartidos sobre cómo está organizada la sociedad, cuáles son las expectativas razonables de unos sobre otros. Además, imparten legitimidad a ciudadanos y actores económicos clave, sobre los términos en que se reclaman las injusticias en su sociedad, creando así el lenguaje adecuado para comunicarse con ella. En suma, se trata de los cimientos del conocimiento autorizado, que informa la vida pública, política y económica en EUA.
En el ámbito del modelo económico liberal, la Corte ha contribuido a cimentar sus bases en temas tan sensibles como las obligaciones contractuales, el régimen empresarial y “la propiedad”, en sentidos que han estructurado significativamente las prácticas del capitalismo desarrollado y las políticas que lo rodean (McCann, 2012 p. 298). Para que esta legitimidad funcione, la Corte se enmarca en una serie de rituales, formalidades, razonamiento formal y lenguaje racional, que le permite rodearse de cierta majestuosidad, misticismo y religiosidad, para caracterizar sus decisiones como objetivas, neutrales y basadas en principios. Este “decorado” ha permitido que la Corte Suprema de Justicia estadounidense cree un culto hacia sí misma, una suerte de canonización de la “última palabra” en forma hegemónica. Es un legado cultural de acciones judiciales y de persistencia rutinaria de sus prácticas, que superan las decisiones individualmente consideradas. Al ser aprehendidas, internalizadas y normalizadas por los ciudadanos en múltiples formas de participación cultural (medios de comunicación, educación formal, cultura popular, experiencias personales y marcos jurídicos institucionales), afectan su vida diaria, cimentando la historia estadounidense.
Considero importante reiterar que todos estos autores desarrollan una discusión instalada en su propio sistema político, con base en sus interrelaciones con la cultura estadounidense. Ninguno de ellos se refiere a países periféricos o a sistemas políticos centrales o unitarios, con formas de estado monárquicas, parlamentarias o no capitalistas.
Ahora bien, lo que McCann concluye es que el rol otorgado a la Corte Suprema de Justicia en el sistema político estadounidense, como una institución que sí importa, alentó a una ideología más liberal y voluntarista. Esta se centra en el lugar de trabajo, es antiestatista y está orientada a los derechos como forma de revocar construcciones jurídicas específicas. Tal perspectiva difiere profundamente de la “lógica radical” de los países europeos, cuyas disputas sociales son canalizadas mediante la organización sindical basada en la clase, la solidaridad, la reforma legal y los ideales socialistas (McCann, 2012 p. 299).
Por último, este autor concede a los críticos de la eficacia de la Corte —especialmente, en temas relacionados con la cláusula de igualdad y no discriminación por raza, sexo, jerarquía religiosa, género, etnia— “que las demandas por cambios que no reflejan la lógica institucional, probablemente serán ineficaces”. Esto significa que, cuando lo que se espera es que la decisión judicial modifique el statu quo y la hegemonía, los cambios serán pequeños. De hecho, McCann acepta el argumento de que ciertas víctimas de discriminación racial y/o género prefieren evitar ir a las cortes por su estatus dependiente (estudiantes, empleados, beneficiarios de políticas de bienestar), pues los hace vulnerables a las venganzas o la ruina. En este sentido, la promesa legal del redireccionamiento de la discriminación solo refuerza las cadenas de la victimización, ofreciendo pocos remedios a través del derecho, pequeños escapes del derecho y pocas alternativas al derecho.
Por su parte, el nuevo institucionalismo representa un equilibrio entre los dos enfoques, pues reúne el carácter de la tradición positivista inspirada en la teoría estratégica y los análisis históricos del poder constitutivo del derecho. Por tanto, es posible que constituya un gran avance en el análisis intelectual de los tribunales y las instituciones políticas en general.
Hasta aquí podemos identificar claramente que McCann y Rosenberg comparten puntos de apreciación sobre el rol que ocupa la Corte Suprema de Justicia, pero difieren en los enfoques que implementan. Mientras que Rosenberg intenta identificar en qué condiciones y con qué herramientas las decisiones de ese tribunal pueden transformar la vida social, McCann está inmerso en la discusión sobre qué es el derecho y cómo afecta —o, más bien, refuerza— la cultura político-económica capitalista y federal de los Estados Unidos. Pero, como observa Rosenberg, aporta poco sobre las condiciones en las que tales decisiones impactan la vida social.
EL ANÁLISIS COSTO-BENEFICIO APLICADO A LA DECISIÓN JUDICIAL
Los estudios basados en la racionalidad estratégica y la teoría de los juegos han ofrecido grandes instrumentos de análisis sobre las posibles variables que incentivan18 o desincentivan19 el acatamiento de las órdenes judiciales, mediante un análisis de los costos y beneficios de sus decisiones. Desde esta mirada, los actores políticos y sociales, antes de avanzar en cualquier decisión, realizan cálculos racionales basados en un determinado número de variables para decidir qué les resulta más provechoso o costoso: cumplir o incumplir, o hasta qué grado hacerlo. Así, considerando ciertos contextos políticos, económicos, sociales; aspectos institucionales (órgano que da la orden, su caudal político y el de los órganos y funcionarios receptores), y circunstanciales (popularidad o impopularidad de los actores, de sus reclamos, de la decisión), se puede comprender y anticipar en qué medida una decisión podría o no tener éxito para alcanzar la anhelada transformación social.
Lo que Cass Sunstein (2018) ha denominado la “revolución” del análisis costo-beneficio (ACB) constituye una técnica o metodología particularmente útil para la toma de decisiones en el contexto de un Estado liberal. Esto se debe a que las intervenciones que, mediante las regulaciones, realiza el Estado deben estar plenamente justificadas, principalmente por la rama ejecutiva y las agencias federales. Dichas decisiones, sorprendentemente, pueden escalar hasta el nivel presidencial. Por otro lado, esta técnica se relaciona directamente con la forma de Estado y la organización de Estados Unidos, un país territorial y burocráticamente enorme, organizado como un Estado federal. La suma de estas características supone que el presidente debe lidiar con una gigantesca burocracia federal, dispersa, descoordinada, con multitud de agencias traslapadas y misiones superpuestas.
Estados Unidos ha sido entonces el promotor del ACB, a través de la expedición de órdenes ejecutivas iniciadas por Reagan, y sostenidas, con algunas reformas, por todos sus sucesores, independientemente del partido al que representaran. El ACB contribuye a aumentar la planificación, coherencia y coordinación entre agencias; y a tomar directrices comunes y priorizando agendas. No obstante, su principal virtud es que ayuda a centralizar funcionalmente la toma de decisiones, con el liderazgo de un presidente que puede vetar con argumentos técnicos y especializados o, dado el caso, apoyarse de ellos, en forma plenamente consciente e informada. Dependiendo de los principios que se instalen en dicho análisis, las decisiones pueden ser plenamente utilitaristas (Reagan), neoliberales (Trump) o, por el contrario, promover la equidad social (Obama). Dentro de estas, la no regulación de temas diversos, como la industria farmacéutica, la seguridad en automóviles o los planes de salud, siempre es una opción viable, que debe ser rebatida con las ventajas que se obtienen al regularlos y el costo que generarían.
El ACB le exige al Ejecutivo hacer estimaciones económicas, asignándole precio a todo lo existente, sea material o inmaterial (por ejemplo, establecer la relación de cuántas y qué vidas salva poner un puente, un semáforo, un paso cebra, una cámara, un policía de tránsito, un límite o un reductor de velocidad, frente a los costos de cada una de estas opciones, su mantenimiento, eficacia, restricciones para peatones, vehículos, comercio, seguridad de la zona, ruido, etc.). Puesto que no todo es susceptible de cuantificación, el ACB intenta hacerlo buscando maximizar los beneficios e incluye el potencial económico, ambiental, de salud pública y seguridad, y el impacto redistributivo y equidad20. Con esto, confiere plena credibilidad al pensamiento tecnócrata respecto a que su razonamiento contribuiría a incrementar el bienestar social; por otro lado, le quita el protagonismo a “los grupos de interés, las anécdotas, las intuiciones y los símbolos”.
Este análisis es flexible ante los fines que se le impongan. Entonces, si apuntamos a una lógica utilitarista, solo pueden ser aprobadas aquellas regulaciones que ofrezcan más beneficios que costos (lo cual incluso puede afinarse estableciendo un porcentaje de relación entre ellos, por ejemplo, que los beneficios deben exceder en el doble a los costos). Empero, si mejorar las condiciones de pobreza o la equidad social es un beneficio per se, el ACB nos dirige a otro lugar.
Ahora bien, el ACB ha sido fuertemente implementado por la rama ejecutiva; en menor medida, por el legislador, y es prácticamente inexistente en la decisión judicial. Esto hace que Cass Sunstein, un autor tan comprometido personal y profesionalmente con esta apuesta, al haber dirigido la principal agencia reguladora de EUA (Oficina de Información y Asuntos Regulatorios, OIRA) durante el gobierno de Obama, arguya que la Corte Suprema debe ser deferente con la decisión sometida a control cuando esta ha sido tomada previamente aplicando las reglas del ACB. Desde la postura de Sunstein, las Altas Cortes tienen poco o nada que agregar a una decisión que ha sido tomada por tecnócratas, con experticias muy definidas, mediante la racionalidad y tras largas discusiones internas, y con un mínimo margen de error. Sin embargo, cuando la norma revisada no ha sido sometida al ACB, como sucede con la mayoría de leyes aprobadas por el Congreso Federal, la Corte tiene la total libertad para llevar a cabo un estricto control de constitucionalidad.
Este autor apoya su argumento en razones institucionales y sustanciales relativas a la justicia constitucional. Entre las primeras, sostiene que el rol de los tribunales es por esencia “moderado y humilde”. En consonancia, deben ser prudentes al evaluar juicios de las agencias con el ACB, pues los temas suelen ser técnicos y los jueces “carecen de competencias especializadas”. En algunos dominios, el ACB es “inusual, inadecuado o desconocido”, y sería muy agresivo que los tribunales lo requirieran. Esto ocurría, por ejemplo, en la regulación de los discursos sexualmente explícitos, los cuales no suelen ser susceptibles de monetización por ninguna variable. No obstante, Sunstein señala que los jueces sí podrían exigir que las agencias justifiquen sus decisiones. Por su parte, las razones sustanciales apuntan a que el ACB es profundamente razonable, aunque algunos asuntos no puedan ser monetizables o no sea relevante su implementación. En estos casos, el control constitucional podría ser más agresivo.
La propuesta de Sunstein también prevé que las cortes respondan reflejando el juicio en dos factores: a) la apropiada intensidad de la revisión judicial, y b) la razonabilidad de la que en principio gozan las decisiones de las agencias para partir de estrictas formas de ACB. Es así que, tanto las razones institucionales como las sustanciales, lo llevan a esa conclusión.
Las cortes podrían adoptar dos posturas: la minimalista o la maximalista. En el primer caso, las agencias solo están obligadas a ofrecer razones verosímiles para la implementación de cualquier enfoque que seleccionen. Siempre y cuando lo hayan hecho, no están obligadas a cuantificar los costos o beneficios, o a compararlos entre sí. La posición minimalista consiste en que la agencia pueda decidir racionalmente, en cualquier caso, que la cuantificación no es útil o posible, o que no vale la pena. Incluso podría adoptar una regla de decisión que no implica el ACB para nada. Desde esta mirada minimalista, según Sunstein, las agencias deben justificarse en sus decisiones, es decir, podrán ser sometidas a un filtro, moderado a intenso, de control de constitucionalidad.
Algo distinto sucede desde la posición maximalista o del ACB como regla de no arbitrariedad. En este polo se sostiene que las agencias actúan arbitrariamente si no cuantifican los costos y beneficios, y no muestran que los beneficios justifican los costos; a menos que el estatuto requiera lo contrario o demuestren de manera convincente que la cuantificación no es posible en las circunstancias particulares. En este sentido, si la agencia rechaza realizar el análisis en mención, la regulación tomada debe ser sometida a un filtro intenso de control de constitucionalidad para justificarla. Si se aplica tal método, debe interpretarse que se trata de una toma racional de decisión. Para Sunstein, esto es nada menos que una presunción a la luz de la información disponible en el momento, lo cual representa una máxima deferencia judicial o, lo que es lo mismo, un filtro muy bajo de control constitucional.
El autor ofrece al Ejecutivo un margen de maniobra aún más amplio, en la medida en que considera ciertas justificaciones para no realizar el ACB: a) la incapacidad de cuantificar costos y beneficios por limitaciones en la información disponible; b) la relevancia de valores como la equidad, dignidad y justa distribución; y c) la existencia de efectos en el bienestar que no son capturados por la monetización de ventajas y desventajas. Estas justificaciones no pueden ser siempre aceptadas. Aún desde la posición minimalista, cuando exista falla en mostrar el ACB, una agencia será susceptible de someterse a la regla de revisión de no arbitrariedad; al menos, en caso de que el Gobierno haya autorizado este paso. No obstante, en un constante balanceo argumentativo, Sunstein agrega que, en los asuntos técnicos en los que los jueces no están debidamente formados, la realización del control de constitucionalidad será muy lento y tenderá a la osificación de la medida y de la formulación de reglamentos. Con esto, se pospondrán las iniciativas salvavidas. Por tanto, el autor vuelve a dirigirse a la regla de deferencia judicial.
En definitiva, un juicio sobre el valor del examen judicial depende de una investigación respecto a los costos de las decisiones y su correlato en los errores. Tal escrutinio, necesariamente, incrementará los costos de la decisión. Si se aumentan los costos de error, dependerá de las evaluaciones de la probabilidad de error de la agencia y de la probabilidad de corrección judicial. Como se observa, todos los caminos de Sunstein apuntan a que el Ejecutivo tendría una patente de corso en pleno régimen presidencial, siempre y cuando haya implementado el ACB. Si el ejecutivo no lo usó, puede justificarlo. Sin embargo, dado que los jueces constitucionales están desinformados sobre el tema y que su lentitud incrementa el costo de la medida, les pide también ser deferentes. En suma, la probabilidad de corrección de la justicia constitucional es tan pequeña en materias técnicas, su misión tan humilde y moderada, que lo mejor sería reducir el costo de su propia intervención, siendo deferente con el Ejecutivo, como regla general.
Por su parte, Brinks (2017)21 nos ofrece un interesante marco conceptual y metodológico sobre la implementación del análisis costo-beneficio en un conjunto de decisiones judiciales. Se trata principalmente de sentencias que involucran los DESC, aunque se tome un ejemplo de sentencias emitidas en el marco de las luchas por los derechos civiles y políticos. Para este autor, el cálculo del costo-beneficio no está pensado en el escenario proyectado por Sunstein: las normas producidas aplicando dicha metodología, que eventualmente serán sometidas a control constitucional. En su perspectiva, las cortes ya han tomado una decisión y el ACB se implementa para reflexionar sobre aquello que impulsa o detiene su cumplimiento, por causa de los actores impelidos a dotar de eficacia la sentencia. En este sentido, el análisis tantas veces dicho es una moneda de doble cara, pues parte de la idea de que los funcionarios no actúan únicamente basados en su convicción o voluntad, sino “porque el costo neto del cumplimiento es menor que el costo neto del incumplimiento, o en otras palabras, porque los beneficios netos del cumplimiento son superiores a los beneficios netos del incumplimiento” Brinks, 2017.
En realidad, el análisis costo-beneficio puede ser leído como un mero cálculo cotidiano de medio-resultado, propio de los test de proporcionalidad implementados en el derecho constitucional. Se ubica entre el esfuerzo por llevar a cabo una acción (la medida) y lo que se obtendrá como resultado (el fin). Cuando la inversión de recursos, energías y tiempo supera el resultado esperado, deviene completamente irracional. Ahora bien, la racionalidad económica no siempre resulta adecuada para el derecho. En ciertos contextos ideológicos, basados en el compromiso moral, ético, en la adhesión a valores fuertes, como la participación democrática, la igualdad, la libertad o la solidaridad, las motivaciones que soportan tal compromiso pueden —afortunadamente— quebrar la lógica del costo-beneficio. Con esta advertencia, se puede aceptar que las acciones de los partidos políticos, los congresistas, la burocracia administrativa, la prensa, los jueces y hasta los movimientos sociales suelen responder al análisis estratégico de costos-beneficios.
Brinks identifica básicamente tres costos-beneficios en los ámbitos financiero, normativo y político:
A) Costos financieros o materiales: se refieren a los costos económicos, presupuestales, que deberán ser dispuestos, desviados u obtenidos para financiar las órdenes impartidas y, por supuesto, las que serán desfinanciadas por la nueva prioridad.
B) Costos normativos: entendidos como el choque o congruencia del objetivo del proceso judicial y los fines y valores proclamados por la organización o el sujeto en cuestión. El resultado de ese enfoque es la resistencia o deseo de hacer algo, como producto de compromisos normativos o ideológicos, del prejuicio o la simpatía. Por supuesto, es comprensible que si a un partido se le ordena cumplir con aquello que ya está comprometido, sería una estupenda oportunidad para satisfacer los compromisos con su electorado, impulsar su agenda o avanzar por fin en esa política rezagada que no contaba con el apoyo suficiente. Por el contrario, tomando como ejemplo la Sentencia T-025 de 2004, que ordena a un Gobierno de derecha como el de Uribe Vélez —que negó la existencia del conflicto armado colombiano— a atender a las víctimas del desplazamiento forzado producido por el conflicto, y disponer su burocracia y recursos para superar la grave vulneración de los derechos de esta población, se entiende que la sentencia encuentre total resistencia. Sin embargo, como veremos enseguida, representó una nueva y enorme oportunidad.
C) Costos políticos: son los atinentes al activo de popularidad o no de la medida a aplicar, de los litigantes que la impulsan o del Tribunal que la imparte. En este sentido, los gobiernos pueden actuar haciendo lo estrictamente necesario para mostrarse respetuosos con el Estado de derecho y el acatamiento a las órdenes judiciales, pero tratar de sabotearlas o ralentizarlas. Sea que esto ocurra para satisfacer a su electorado, por el aumento de condicionamientos para su obtención o por no impulsar la política pública para atacar las causas estructurales. Además, la decisión judicial inicialmente contraria puede ser instrumentalizada —o descaradamente manipulada— para convertirse en una buena oportunidad política.
Siguiendo con el Estado de Cosas Inconstitucionales (ECI) del desplazamiento forzado, cabe señalar que, aunque los derechos reconocidos para las víctimas no correspondían con los defendidos por sus electores, Uribe entendió que, si personalizaba las ayudas, dándole el sello de su gobierno a las subvenciones estatales, podría instrumentalizar a las víctimas para aumentar su electorado, ampliar sus bases populares y arrinconar a la izquierda. Es así que entregó personalmente subvenciones que correspondían a la atención de víctimas. Estas difícilmente pudieron separar la política pública de Estado de las del Gobierno que, irónicamente, más víctimas propició. Gracias a la Corte Constitucional, el Gobierno de Uribe descubrió las grandes bondades electorales del asistencialismo, instalándolo hasta la fecha como política de Estado al servicio del gobernante de turno.
Si bien Brinks parece dirigir el análisis de costos y beneficios a los receptores de las órdenes, he decidido incluir a las Altas Cortes y litigantes estratégicos en el mismo razonamiento. De este modo, será posible medir el costo que representa la implementación de la decisión para sus impulsores. Aparentemente, una vez expedida la sentencia, el tribunal pierde conexión con el caso y la implementación pasa a ser competencia de la primera instancia, salvo cuando el tribunal conserva la competencia. En este supuesto, tan valorado por los defensores del activismo dialógico de corte-legislador, el tribunal debe disponer de su propia burocracia y su presupuesto para asegurar el cumplimiento de sus órdenes. Entonces, ¿cuál es el costo del seguimiento de una decisión? Depende de su magnitud. En nuestro caso insignia, con 445 autos de seguimiento para finales del 2018 y el mantenimiento de una sala especializada durante casi 15 años, la T-025 ha sido la decisión más costosa financieramente, pero quizá la más beneficiosa política y normativamente para la Corte Constitucional22.
Además habría que agregar que, en esos casi tres quinquenios, la burocracia del Gobierno rotó menos de lo usual, debido a la posibilidad de reelección presidencial en los gobiernos de Uribe Vélez (2002-2010) y Santos Calderón (2010-2018). A lo que se suma su inicial alineación política, rota luego con el proceso de paz. Entonces, durante la implementación de la Sentencia T-025, la Corte contó con un cierto continuismo burocrático en los principales receptores de las órdenes. Sin embargo, debido a las formas de contratación y a la alta politización de los ministerios, tampoco fue estable. Por su parte, las víctimas y sus liderazgos gozan de una vocería transitoria con una altísima capacidad de recambio. Esto hace que las negociaciones sean frágiles y precarias, y que tengan cierto efecto placebo mediante programas, que son valorados en el cotidiano de las comunidades pero que tienen poco impacto en la resolución de los problemas de fondo.
TABLA 2. ACB propuesta de Daniel Brinks modificada por María Luisa Rodríguez con costos para los promotores y la justicia
TIPOS DE COSTOS | |||||
CLASE DE ACTORES | FINANCIERO Y MATERIAL | POLÍTICOS | NORMATIVOS | IDEOLÓGICOS | MEDIÁTICOS |
Congresistas | • Magnitud de los recursos requeridos para atender las órdenes (gastos). • Disposición o no de recursos potenciales fuentes para obtenerlos; cambios en el presupuesto; control o dominio de los nuevos recursos dispuestos para el cumplimiento de las órdenes. | • Popularidad de la medida. • Grado de legitimidad del Tribunal. • Capacidad de movilización de los litigantes. | • Coincidencia de la orden con el proyecto político y la agenda del partido. • Oportunidad para impulsar la propia agenda u otras rezagadas pero prioritarias. | • Respaldo por movilización ciudadana o rechazo popular. • Defensa de la medida por parte del opositor político. • Alineación de fuerzas según los partidos defensores y atacantes. • Proyección de deudas y futuras luchas estratégicas. | • Percepción y transmisión positiva o negativa de la decisión, según intereses propios, cálculo político o afinidad con el medio. • Potencial reacción de los líderes de opinión y actores sociales. |
Altas Cortes | • Cuantificación potencial del costo económico y el grado de dificultad de obtención y repartición de los recursos. • Población afectada, entidades involucradas, anticipación del grado de seguimiento requerido. • Exhaustivo: eci vs. casos individuales, con proyección a otros (sentencias interpares). | • Respaldo popular e institucional a la decisión. • Aceptación de la decisión como propia del ámbito y competencia del derecho y del tribunal. | • Coincidencia con la agenda de magistrados, despacho y sala de decisión. • Conservación del liderazgo del despacho en el tema. | • Componente ideológico de magistrados, compromisos con valores constitucionales: igualdad, género, libertad de expresión, democracia participativa. • Caudal de apoyo del ponente en el tribunal y frente a otros tribunales e instituciones. • Potencial contramovilización o reacción negativa contra la decisión. | • Percepción de la decisión como jurídica o política. • Afectación de la legitimidad del tribunal. • Potencial reacción de los líderes de opinión y actores sociales. • Razones para la contramovilización, fortaleciéndola. |
Litigantes estratégicos | • Financiación de la movilización, acompañamiento a las víctimas, gastos procesales. • Futuras consultorías, contratos con entidades públicas y privadas, y ONG internacionales. | • Obtención de protagonismo y liderazgo en la agenda política nacional, regional y global. • Adición del tema misional en la agenda pública. | • No respaldo de plataformas y movimientos de base en defensa de DD. HH. y minorías, que rechazan el litigio como vía para el cambio. | • Respaldo por movilización ciudadana o rechazo popular. • Potencial contramovilización u organización colectiva contra la decisión. • Solicitudes de rendición de cuentas, verificación exhaustiva de consultorías o contratos anteriores y futuros. • Pérdida de capacidad de contratación y sostenibilidad. | • Capacidad para sumar medios a la causa y anticipar la oposición. • Negociación previa con medios que difundirán la noticia, preparación de la opinión política, campaña de sensibilización sobre derechos y grupos en juego. • Visibilización de las finanzas de los litigantes. |
Cabeza del Ejecutivo (ministros, directores de departamentos, gobernadores, alcaldes) y burocracia administrativa a su cargo | • Falta de recursos, desviación a agendas no previstas, intromisión de las cortes en su presupuesto. • Magnitud de los recursos requeridos para atender las órdenes (gastos). • Disposición o no de recursos; potenciales fuentes para su obtención; cambios en el presupuesto; control o dominio de los nuevos recursos dispuestos para el cumplimiento de las órdenes. • Oportunidad de contratación directa de consultores y contratistas expertos. | • Responsabilidad en cabeza del funcionario. • Coincidencia con funciones misionales y agenda del gobierno de turno. • Oportunidad para impulsar la propia agenda u otras rezagadas pero prioritarias. • Obligatoriedad de compartir bases de datos e información propia. • Tensiones entre funcionarios de distintas instituciones, obligados a armonizarse para resolver la vulneración de derechos. • Problema propio o heredado, resolución en su gobierno o en los próximos. | • Popularidad de la medida, legitimidad del tribunal y/o litigantes. • Percepción de la legitimidad jurídica del reclamo social o derechos de las víctimas. • Simpatía con la tradición política del funcionario del Ejecutivo, encargado del cumplimiento. • Coincidencia de la orden con la agenda del gobierno y/o partido. | • Defensa de la medida por parte del opositor político. • Alineación de fuerzas según los partidos defensores y atacantes en el Congreso. • Probabilidad de juicio político por apoyar o no la medida. • Rendición pública de cuentas sobre la facilitación u obstrucción del cumplimiento. • Respaldo por movilización ciudadana o rechazo popular. • Potencial contramovilización u organización colectiva contra la decisión. | • Percepción y transmisión positiva o negativa de la decisión, según intereses propios, cálculo político o afinidad del gobierno y partido con la causa. • Potencial reacción de los líderes de opinión y actores sociales. |
Fuente: elaboración propia, con base en Brinks (2017).