Kitabı oku: «El Errante I. El despertar de la discordia», sayfa 3
Capítulo 7
Las nubes volaban bajas, y el cielo comenzaba a teñirse de tonos rojizos. Garrett estaba sentado en una roca, junto a un camino que atravesaba uno de los bosques cercanos a Lignum. Los árboles, que f lanqueaban el paso, extendían sus ramas frondosas, formando arcos de hojas que mantenían a la sombra la mayor parte del lugar. El ambiente estaba en calma. Lo único que se oía era el piar de los pájaros y el roce de una piedra lisa contra el filo de una espada. El caballo de Garrett lo esperaba pacientemente mientras terminaba de afilar el arma.
—Sabes que esto no es necesario, no puedo estropearme…
—Me relaja hacerlo.
En la lejanía, comenzó a escucharse el ritmo apresurado de unos cascos de caballos. El sonido creció en intensidad a medida que se acercaba, hasta que se extinguió junto a Garrett. Seis jinetes se habían detenido en el camino, con los ojos puestos en el hombre que afilaba su arma. El que lideraba la marcha era un hombre de mediana edad que llevaba al descubierto unos brazos musculosos, marcados por varias cicatrices, al igual que su rostro, curtido e inexpresivo. Una cicatriz le cortaba la ceja derecha en dos.
Junto a él iba una persona que llevaba una capa oscura que le cubría la cabeza con una capucha, de modo que nadie reconociese su rostro. Garrett dedicó una mirada fugaz al grupo y siguió con la tarea que lo ocupaba.
—Gunthar —dijo con voz serena—. Esperaba que estuvieras muerto.
—Yo también me alegro de verte, Garrett.
Se produjo el silencio. Los hombres, algunos impacientes, miraban a Garrett, que no parecía tener intención alguna de querer hablar.
—Tengo un trabajo que quizá te interese —hizo una pausa, a la espera de que Garrett reaccionara. Pero no lo hizo, de modo que siguió—: la oportunidad de hacer historia. Mi socio considera que el Consejo lleva demasiado tiempo gobernando Rhydos de una forma que perjudica a todos. Creo que tiene razón, así que hemos decidido que es hora de acabar con esos inútiles y colocar a una persona capaz al frente del gobierno.
—Déjame adivinar —interrumpió Garrett—, ¿esa persona capaz está a tu lado?
—Es posible —siguió Gunthar—. Nos haremos con la hija de uno de los consejeros y la utilizaremos para presionar a su padre: él será quien disuelva el Consejo desde dentro. Cuando eso ocurra, mi socio tomará las riendas y nosotros nos cubriremos de oro, tanto que no nos hará falta trabajar nunca más. ¿Qué me dices?
—Un plan muy estudiado, por lo que veo. Y muy original, también. Suerte con eso.
La piedra se desplazaba desde el inicio de la hoja hasta la punta del arma, con fuerza, pero sin agresividad, trazando el movimiento por ambas caras de la espada. El sol seguía en descenso, y el bosque estaba, una vez más, en silencio.
—¿Y bien?
—Ya no me dedico a eso.
—¿Y a qué te dedicas ahora, si puede saberse? Las personas como tú y yo solo sabemos dedicarnos a eso —hizo otra pausa—. O estás con nosotros, o estás contra nosotros, Garrett. Deberías saberlo. Decide bien.
—Prefiero que me dejéis en paz.
A Gunthar se le dibujó media sonrisa. Levantó una mano, a lo que los otros hombres respondieron con unas sonrisas más amplias.
—Te creía más listo. Es una pena tener que deshacerse de ti, pero, si no vas a ayudarnos, de poco nos sirves vivo.
Gunthar y el hombre de la capa se dispusieron a reanudar la marcha, pero los otros cuatro se quedaron atrás, preparando las armas.
—Gunthar —Garrett habló en un tono más alto—. Voy a matarte.
—Eso tendría que verlo —dijo mientras reía—. Adiós, Garrett.
Los dos hombres se alejaron hasta que se perdieron de vista. El caballo de Garrett relinchaba nervioso ante la escena que comenzaba a desarrollarse frente a él, y Garrett aún afilaba la espada, indiferente a los cuatro hombres armados que se acercaban a él lentamente, sedientos de sangre.
—Menuda molestia.
***
El aire de la tarde transportaba los gritos de los niños que correteaban por todas partes y los ladridos de los perros. Ya se había producido el cambio de turno, así que Teren estaría libre de patrullar hasta la guardia de medianoche. Caminaba por las calles estrechas e irregulares del distrito inferior, con cuidado de no meter el pie en un charco de barro o en una pila de excrementos. La mayoría de las viviendas estaban construidas con bloques de adobe unidos entre sí por barro húmedo, pero también había algunas hechas de troncos o tablas y con cubiertas de paja. Presentaban un aspecto muy pobre, apenas comparable al de las casas de piedra labrada y ladrillo del distrito superior.
Teren entró en una de las casas de adobe, en cuyo interior había dos habitaciones. Una contaba con una cómoda y dos camas, una individual y otra doble. La otra habitación disponía de una amplia mesa de madera, tres sillas, una estantería con diversos ingredientes de cocina y, en un lado de la estancia, un fogón donde ardía la madera. Atendiendo el fuego estaba una mujer canosa, con la espalda ligeramente encorvada y los tobillos hinchados.
—Madre —dijo Teren para avisar de su presencia.
La mujer se giró, y las lágrimas acudieron a sus ojos cuando vio a su hijo uniformado. Olvidándose por completo de las llamas, fue todo lo rápido que pudo hacia el soldado y lo abrazó.
—Tu padre estaría muy orgulloso —dijo la mujer con una sonrisa.
Pasaron las horas, y el sol se había ocultado casi por completo cuando Teren abandonó la vivienda, con el estómago lleno para afrontar la ronda nocturna. Aún había tiempo antes del comienzo del turno, así que recorrió las calles hasta salir de los muros de la ciudad, camino del cementerio.
Estaba a las afueras de la capital, comprendido dentro de un perímetro amurallado. Allí era donde terminaban todos los fallecidos, procedentes de cualquiera de los tres distritos, de modo que la muerte era lo que llevaba a compartir el lugar a un mendigo y a un aristócrata. Sin embargo, saltaba a la vista quiénes procedían de una familia más adinerada, como ref lejaban las tumbas grandes esculpidas en piedra blanca, y quiénes procedían de una familia con menos comodidades, tal y como mostraban las tumbas humildes con una simple lápida que apenas contenía una inscripción con el nombre de la persona que descansaba allí.
Teren se erguía firme frente a una de las lápidas sencillas, en silencio y con el semblante serio, mientras contemplaba la inscripción: «Nilus Rendor, defensor de la justicia hasta el final». Cerró los dedos con fuerza alrededor de la empuñadura de la espada.
—No te fallaré, padre.
***
—No me mates, por favor.
—Hace un momento tú has intentado matarme —Garrett se rascó la barbilla—, así que creo que lo justo es que yo hiciese lo mismo, ¿no te parece?
Garrett agarraba por el cuello de la ropa con una mano a uno de los cuatro hombres, y en la otra tenía la daga con la que le había atacado. Los cuerpos sin vida de los otros tres yacían esparcidos por el camino.
—Por favor, tengo familia —su expresión ref lejaba terror y angustia.
—Oh, ¿y sabe tu mujer con qué te ganas la vida?
El hombre no contestó.
—Largo —dijo Garrett con desdén mientras lo empujaba—. Pero tu arma me la quedo yo. ¡Corre! ¡Y no te pares!
El hombre obedeció sin dudar, y corrió tan rápido como se lo permitieron las piernas. Garrett jugueteaba con el arma, sonriente.
—Sería muy aburrido matarte sin más —miró al caballo—. Apuesto a que puedo alcanzarlo.
Dicho esto, arrojó la daga, que impactó en la espalda expuesta del corredor. Satisfecho al comprobar que no se levantaba, Garrett se dirigió hacia la montura.
—Vámonos, Resacoso.
El caballo cruzó la aldea al galope, levantando el polvo a su paso, y se detuvo junto a la cabaña de la colina. Garrett, una vez dentro, abrió el armario y descorrió el panel trasero falso, dejando al descubierto varios cinturones pequeños de cuero que alojaban numerosos cuchillos arrojadizos en ellos. Garrett se colocó uno en la cintura y otros dos sobre los hombros a modo de bandoleras, que se cruzaban en el pecho. Cuando terminó, extrajo la cinta roja del bolsillo y la sostuvo en la mano antes de apretarla en el puño y salir de la cabaña.
El atardecer tocaba a su fin, y la noche comenzaba a adueñarse del día. Los habitantes de Lignum regresaban de los bosques en carros tirados por bueyes, con troncos apilados en ellos. Parecía que aquella iba a ser otra noche tranquila en la pequeña aldea familiar. Garrett contempló el ir y venir de los trabajadores a lomos de la montura durante unos segundos en los que no había más sonido que el rumor del viento a través de los árboles.
—Parece que esta noche tampoco vamos a poder descansar —resopló—. No sé por qué me molesto.
Capítulo 8
Las nubes tapaban la luna, por lo que todo estaba sumido en la oscuridad. La ciudad había cesado su actividad por completo. Las calles estaban vacías, y las personas descansaban en sus viviendas o se entretenían en las tabernas, a excepción de los guardias asignados a las patrullas nocturnas, reconocibles por las antorchas que portaban.
—Por supuesto que vendrá. Si algo sé de él, es que cuatro hombres no son suficientes para detenerlo. Pero no os preocupéis, no supondrá ninguna molestia.
El chico se despertó cuando alguien pasó hablando cerca de donde estaba él, un hueco erosionado en la pared de un callejón poco frecuentado del distrito medio, en el que había improvisado una cama con un saco viejo lleno de tierra. Salió con cuidado de su escondrijo para no golpearse la cabeza, y después se estiró para desperezarse. Aún se sentía desorientado por el sueño del que acababa de despertar. Volvía a tener hambre, pero aún conservaba un muslo de pollo asado apenas roído que había conseguido arrebatarle a un perro tras pelearse con él.
No le llevó mucho tiempo arrancar los pocos trozos de carne que quedaban en el hueso. Una vez terminado, se lamió los dedos para conservar más tiempo el sabor en la boca, y tiró los restos en un lado del callejón. Era de noche y hacía frío, pero no se veía capaz de seguir durmiendo hasta el amanecer. Todavía tenía hambre, pero sabía que a esas horas de la noche no podría conseguir nada sin colarse en algún edificio, una idea que no le resultaba agradable por el riesgo que conllevaba.
Comenzó a caminar por las calles sin rumbo fijo, arrastrando la mano por las paredes rugosas de los edificios y esquivando a los guardias, por temor de que aún tuvieran la intención de dar con él por el alboroto de la mañana.
Se detuvo en uno de los puentes, el mismo en el que se había parado esa mañana. Observaba la corriente del río con la mirada perdida y con la cabeza en otro lugar. Recordó la persecución de esa mañana y cómo había salido airoso al final. Se sintió afortunado de que aquella chica no lo delatara. Y entonces, una idea vino a él. Miró hacia el final de la calle, que conducía al distrito superior. Comenzó a caminar, con la casa de las enredaderas en la fachada en mente.
***
Teren ascendió la calle principal del distrito superior por segunda vez. Ya había recorrido todas las calles del distrito y se disponía a hacerlo una vez más, y así hasta el final del turno, tras el que lo esperaba un merecido descanso en una cama caliente. Ansiaba que llegara ese momento: le pesaban los párpados, estaba cansado y comenzaba a tener frío. El poco calor que desprendía el fuego de la antorcha apenas le calentaba la cara. A pesar de todo, continuaba con la patrulla, alerta en todo momento, acercando la fuente de luz a cualquier lugar oscuro que mereciese la pena comprobar.
Se había convertido en una tarea monótona, por lo que Teren comenzó a fantasear sobre peleas contra bandidos y criminales en las que resultaba victorioso con unas pocas f lorituras. Visualizaba cada movimiento con lujo de detalles, recordando alguna de las lecciones que había recibido en su entrenamiento como miembro de la guardia. Todavía no se había visto envuelto en un combate real, pero se creía capaz de desenvolverse con facilidad cuando llegara el momento. Siempre se había manejado bien con la espada desde que su padre comenzara a entrenarlo cuando era pequeño.
Estaba cada vez más absorto en las peleas y las victorias imaginarias, por lo que apenas prestaba atención al entorno, hasta que un ruido cercano lo arrancó de sus fantasías. Desenvainó la espada.
—¿Quién va? —dijo con voz sobresaltada.
***
El chico se masajeaba los dedos del pie mientras apretaba los dientes y contenía las ganas de gritar. Debido a la escasa visibilidad, había tropezado con una pila de cajas, lo que provocó que algunas cayeran y produjeran un ruido seco sobre el suelo empedrado. Abandonó con rapidez ese lugar sin apartarse de las sombras, pendiente del guardia que rondaba por allí y al que acababa de alertar, y que ya se acercaba a su posición espada en mano.
Pronto se halló frente a la fachada del edificio que buscaba, desde donde comprobó que la habitación de la segunda planta que daba al balcón estaba ligeramente iluminada. La puerta principal estaba cerrada, y las ventanas de la fachada no se podían abrir. La única forma de entrar por ellas sería rompiendo los cristales, una solución que solo daría problemas, así que se entretuvo en buscar otra forma de entrar.
En la parte trasera de la vivienda encontró una puerta metálica en un muro alto y sólido de piedra, por la que se accedía a un pequeño patio trasero en el que, aparte de una mesa con dos sillas y una jardinera con algunas f lores, no había nada más. La entrada requería de una llave, pero, para sorpresa del muchacho, ya estaba abierta. Cruzó el patio sin detenerse demasiado a observarlo, con la atención puesta en la puerta que daba acceso al interior del edificio. Le facilitó mucho la vida que también estuviera abierta.
Al igual que en la calle, el interior de la vivienda estaba en una calma silenciosa. Comenzó a distinguir algunos de los objetos del interior en cuanto los ojos se acostumbraron a la oscuridad reinante. Estaba en un pasillo corto y estrecho, con una pequeña mesa a un lado, que daba a lo que parecía un salón. Todo el suelo estaba cubierto con una alfombra tupida, cálida al contacto con los pies casi descalzos. Las paredes estaban cubiertas con láminas de madera, y en ellas colgaban algunos cuadros con pinturas apenas apreciables. Entre el final del pasillo y el umbral del salón estaba el pie de las escaleras y, junto a él, una masa oscura tendida en el suelo. El chico se acercó para averiguar de qué se trataba, y de repente el tacto de la alfombra se confundió con otro más caliente, pegajoso y viscoso.
Cuando estuvo al lado de la figura, se arrodilló para examinarla mejor: muchas arrugas en la cara y poco pelo en la cabeza, una nariz aguileña entre dos ojos pequeños y un gesto inexpresivo. La figura resultó ser un hombre, probablemente un criado, a juzgar por su ropa sencilla, limpia y cuidada. Apoyó la mano derecha en el pecho del hombre, donde una mancha oscura le ocupaba la mayor parte, pero la retiró al sentir el mismo tacto que en los pies: sangre. El chico se asustó al comprobar que aquel hombre había sido asesinado. Comenzó a sentir mucho miedo, pero no por él. Sin pararse a mirar nada más de la casa, subió las escaleras, marcando la huella de los pies con la sangre que acababa de pisar.
La primera planta, como la planta baja, no presentaba un aspecto fuera de lo normal. Todo parecía estar en orden. Quienquiera que hubiese estado allí, no buscaba dinero ni riquezas. Alcanzó la segunda planta después de tropezar con algunos escalones debido a la prisa que llevaba. Volvía a estar en un pasillo, esta vez más largo y estrecho, f lanqueado por varias puertas cerradas. Su objetivo era la habitación iluminada que había visto desde el exterior.
Pero, antes de poder avanzar, se encontró con la silueta de un hombre que apenas pudo distinguir en la oscuridad. El hombre se percató de su aparición y se giró hacia él. El chico retrocedió un par de pasos con un sudor frío que le caía por la espalda mientras la silueta daba un paso en su dirección. El segundo paso no llegó a darlo, debido a otra silueta aparecida de la nada que lo embistió a la altura de la cintura. Las dos figuras chocaron con una cómoda, de la que cayó un jarrón que estalló al tocar el suelo, y después se enzarzaron en una contienda personal. El chico no se entretuvo en mirar la pelea y corrió pasillo adentro para refugiarse en la primera habitación que encontró.
La alcoba estaba en penumbra, alumbrada escasamente por el fuego de una chimenea. Era una estancia con unas dimensiones reducidas en la que había una cama individual adornada con un ostentoso cabecero de madera oscura, y una mesa y una silla del mismo tipo de madera. Junto a la chimenea, había una chica sentada en el suelo que sostenía un libro entre las manos, y cuya mirada ref lejaba más desconcierto que temor.
—¿Cómo has entrado? —preguntó sin pensar ante la irrupción. Pero, después de examinarlo de arriba abajo, la chica cambió el gesto alterado por una sonrisa ligeramente maliciosa—. Si es el ladrón alborotador. ¿Has venido a robar y destrozar mi casa también?
Él se quedó en silencio, tratando de encontrar las palabras para contestar, pero no parecía tener suerte en la tarea. Era incapaz de hacer otra cosa más que mirarla. Tenía el pulso acelerado, aunque no sabría decir si era por verla a ella o por el conf licto del que huía y que lo había llevado a la habitación. Otro destrozo sonó en el pasillo.
—Ven. Corre —el chico señaló el hueco bajo la cama con una mano mientras se acercaba a él y hacía señas con la otra.
La joven no se movió del sitio. Únicamente le dedicó una mirada con una ceja levantada.
—Hay un hombre muerto ahí abajo, y ahí fuera hay dos personas peleando. Por favor, ven y métete debajo.
—¿Esperas que me lo crea?
Más alboroto procedente de fuera. El chico apretó lo dientes y masculló una maldición antes de acercarse a la chica, agarrarla por el brazo y obligarla a tumbarse bajo la cama. Curiosamente, la chica no se resistió.
—¿Así que esta es tu forma de acercarte a las mujeres? —dijo ella cuando estuvieron los dos bajo la cama—. Dime, ¿te ha funcionado alguna vez antes?
Él la miró con gesto arrugado. La tenía sorprendentemente cerca. El pulso se le aceleró más. Ya sabía por qué era.
—¿De qué hablas?
—Quizá con alguna campesina sucia, pero conmigo no te funcionará.
—Te equivocas, de verdad que hay alguien ahí fuera.
—¿Ah, sí? ¿Y qué haces en mi casa, para empezar?
El chico sintió cómo le subía la sangre a las mejillas. Suerte que la oscuridad bajo la cama escondiera el rubor.
—Yo…
—No me lo digas, ¿te has enamorado de mí solo con verme una vez?
Él no supo qué responder, de modo que ella tomó el silencio como una afirmación. Se echó a reír.
—Qué infantil —dijo entre risas—. Qué básicos sois los hombres.
Pero su carcajada fue interrumpida cuando la puerta se abrió de golpe y un hombre entró de espaldas a ras del suelo, como si algo lo hubiera empujado con fuerza. Llevaba una vestimenta f lexible y ajustada al cuerpo que le dejaba los brazos expuestos, y una media máscara metálica, un poco más grande que un antifaz, le cubría la cara. Cuando se levantó, en el umbral de la puerta apareció otro hombre, que se cubría la cabeza por completo a excepción de los ojos. Ambos portaban una espada, pero ninguno la había desenvainado aún.
—¿Secuestrar niños? No esperaba que cayeras tan bajo.
El chico, sorprendido al escuchar aquel tono familiar, se asomó para reconocer al jinete que lo había salvado en el bosque la noche anterior.
—Nunca le hago ascos a un trabajo si la paga es buena.
Los hombres hablaron mientras se propinaban puñetazos, golpes y patadas. Los dos se movían con destreza y atacaban con agresividad, pero la mayoría de los golpes eran bloqueados. Ambos luchadores parecían estar muy igualados en cuanto a sus condiciones para el combate. Llegó un momento de la confrontación en que los dos desenvainaron las armas, y los metales empezaron a intercambiar opiniones, y, al igual que había sucedido con los puños, las espadas tampoco alcanzaban los blancos. Costaría mucho declarar a un vencedor en aquella pelea.
***
En cuanto se fueron todos los clientes, Lis se puso a limpiar y a recoger las mesas, ayudada por Thomas, el hijo de uno de los leñadores de la aldea que comenzaba a seguir los pasos de su padre, y que aprovechaba cada vez que Lis estaba distraída para observarla.
—Gracias por ayudarme, pero puedo encargarme yo si estás cansado.
—Tranquila —dijo con una sonrisa—, no es ninguna molestia.
La verdad es que sí estaba cansado, pero esos ratos eran los únicos en los que podía verla. Cuando eran niños pasaron mucho tiempo juntos, pero había comenzado a trabajar recientemente en el aserradero, lo que no le permitía estar con ella tanto como quisiera.
Thomas estaba absorto en esos pensamientos cuando alguien llamó a la puerta. No era habitual que apareciese gente por allí a esas altas horas de la noche, pero Lis se acercó a la puerta de todas formas para ver de quién se trataba. Al otro lado, tres hombres esperaban con sonrisas amplias. Uno de ellos tenía la nariz desfigurada.
—Hola, querida.
Lis gritó, pero el de la nariz rota le tapó la boca con una mano y la empujó hacia dentro de la posada. Alertado por el grito, Thomas se acercó a la puerta.
—¡Suéltala!
Estaba dispuesto a empezar una pelea, pero los otros dos hombres corrieron hacia él, lo agarraron por los brazos y lo empujaron hasta chocar con una pared. Thomas se derrumbó al perder el equilibrio, y los hombres comenzaron a patearlo.
—¿Me has echado de menos, cielo? —el aliento le apestaba a alcohol—. Por cierto, antes no he podido presentarme en condiciones: soy Reimus, coleccionista de tesoros y ladrón de virginidades, y tú, querida, estás de suerte.
Lis abrió los ojos, aterrada, y trató de liberarse y gritar, pero Reimus le atenazaba la muñeca. Intentó golpearlo, pero pronto se vio superada por la fuerza del hombre, que terminó por empujarla contra una mesa.
—Por favor, cielo, no hagas esto tan difícil —acercó la cara al cuello de la mujer e inspiró profundamente—. De todas las mujeres, las vírgenes sois mis favoritas, porque tratáis de resistiros, pero en realidad os encanta, y sé que después os sentís agradecidas.
Lis y Reimus seguían forcejeando mientras Thomas trataba de incorporarse y resistirse a sus agresores, cuyas patadas no cesaban. Reimus desabrochó los cordones del corpiño de Lis, dejando expuestos sus pechos. Hizo una mueca.
—No son muy grandes, pero creo que sabré darles uso.
Dicho esto, comenzó a pasar la mano por la mujer, que había empezado a llorar ante la impotencia que sentía. Thomas ya no se movía, y los hombres lo habían dejado tirado para centrarse en su compañero. Los tres hombres seguían sonrientes.
—Déjanos algo a nosotros, Reimus.
—Eso, no seas tacaño.
—Por supuesto, muchachos, pero ya sabéis que a mí me corresponde la primera vez.
Lis tenía el torso colocado boca abajo sobre la mesa, que se balanceaba al mismo ritmo que ella. Agarraba los bordes de la tabla con una fuerza fruto de la rabia y la humillación.
—Lis —susurró Thomas.
Todo lo que podía oír eran el llanto ahogado de la mujer y los gemidos grotescos del hombre. Trató de levantarse una vez más, pero una última patada en la sien le hizo perder el conocimiento.
***
La pelea en la vivienda se había interrumpido para dar paso a una persecución por las calles del distrito superior. Garrett perseguía a su rival, que había escapado en cuanto tuvo la oportunidad. Aunque levemente, había conseguido herirlo, y Gunthar huyó antes de que lo alcanzara una segunda vez, que podría resultar mortal.
Gunthar corría por la calle en dirección a la Asamblea, pero giró bruscamente un recodo, con lo que rompió el campo visual con su perseguidor. Garrett siguió sus pasos, que lo condujeron a un pequeño jardín encerrado entre dos edificios, con bancos de piedra en los laterales y una fuente en el centro, y al que se podía acceder únicamente a través del arco de piedra donde él se encontraba. La vegetación dominaba la mayoría de los rincones del lugar.
Pero Gunthar no estaba allí. En su lugar, había una persona de rodillas en el centro del jardín y con las manos a la espalda. Un saco le cubría la cabeza. Garrett escrutó todo el recinto, pero no veía a nadie más, de modo que se acercó con paso lento y firme a la persona arrodillada. Le retiró el saco con un movimiento rápido, lo que dejó a la vista el rostro de un hombre mayor que presentaba señales de haber recibido un trato poco cordial. Uno de los ojos estaba hinchado y tenía la nariz y los labios ensangrentados. Una mordaza le impedía hablar.
—¿Y tú quién eres?
—Permíteme que os presente —la voz de Gunthar sonó cercana, pero dispersa por el lugar, por lo que resultaba difícil de ubicar—. Garrett, este es Denys, un hombre de negocios que ha amasado una inmensa fortuna. Ah, y también es un miembro del Consejo, aunque seguro que todo esto no te importa.
Garrett seguía buscando en la oscuridad.
—¿A qué juegas? ¡Muéstrate!
—Es posible que me confundiese a la hora de contarte nuestro pequeño plan, y ahora mi error te va a salir muy caro —se echó a reír—. Veo que aún eres tan fácil de engañar como siempre.
Garrett comenzaba a alterarse. Examinaba cada rincón del jardín, pero no lograba encontrar la fuente de la voz que se burlaba de él. Deseaba echarle las manos al cuello y callarlo para siempre.
—Creo que mi socio considerará esta situación muy beneficiosa para comenzar la renovación de Rhydos. Puede que, incluso, me recompense con un lugar entre los miembros del Consejo, ahora que ha quedado un puesto vacante.
La voz se detuvo, y un resorte metálico sonó en el recinto. Algo silbó cerca de Garrett. Se giró hacia el hombre maniatado, al que descubrió en el suelo con un virote de ballesta clavado en la espalda.
—Quizá puedas sobrevivir a una pelea contra varios oponentes, pero me pregunto cuánto tiempo podrás esquivar la horca —sonó otra risa—. Asesinar a un miembro del Consejo no está bien, Garrett.
—Voy a matarte, Gunthar —apretaba los puños con rabia.
—¿Todavía estás con esas? Creo que me moriría de aburrimiento si esperase a que lo hicieras. Lo siento, Garrett, pero me temo que esto sí que es una despedida. Acuérdate de mí cuando te vayan a ejecutar.
La voz cesó de repente, y el silencio volvió a reinar en el patio. Otra voz en forma de eco susurrante apareció en la cabeza de Garrett:
—Será mejor irse cuanto antes…
Garrett miró el cuerpo del consejero asesinado.
—Sí, será lo mejor.
Garrett desistió en la búsqueda de Gunthar y se dispuso a salir del patio, pero en la entrada acababa de aparecer un guardia con una antorcha en la mano. El ruido lo había acercado allí mientras patrullaba. El guardia, que bloqueaba el paso de la salida, observó a Garrett, y luego al cuerpo tendido en el suelo, y, después de apartarse los mechones de pelo de los ojos, dedicó a Garrett una mirada incriminatoria.
—Créeme —comenzó Garrett—, yo soy el bueno en todo esto.
—Me cuesta confiar en un hombre que se afana tanto en ocultar su identidad —Teren desenvainó el arma, tratando de mantener un pulso firme que disimulara su nerviosismo.
Garrett suspiró.
—Tú lo has querido.
Llevó despacio la mano a la empuñadura de la espada.
—Sin sangre, Garrett… No lo empeores... Apártalo de la salida y vete...
Y, como si estuviera de acuerdo, Garrett retiró la mano con la misma tranquilidad.
—No sabía que el cuerpo de la guardia aceptara niños entre sus filas —provocó Garrett mientras analizaba al guardia con atención—. ¿Qué te han prometido a ti? ¿Dinero?, ¿poder?
—Te equivocas. Yo elegí estar aquí —contestó con voz firme—. Quiero seguir los pasos de mi padre.
—Conmovedor. ¿Puedo irme ya?
—Mi padre fue asesinado cuando estaba de servicio. Asesinado por gente como tú.
—Si ya sabes cómo acaba, ¿por qué quieres seguir sus pasos?
—Cuando murió, juré que lo vengaría, y para ello voy a acabar con toda la escoria que asola Rhydos. Y contigo.
—Ya veo —avanzó unos pasos hacia el guardia y se detuvo con los brazos en cruz—. Adelante.
Teren tiró la antorcha al suelo y agarró la espada con las dos manos. En un arranque de rabia mezclada con miedo, cargó hacia su rival con el arma por delante, preparada para atravesar todo lo que se le cruzase en el camino.
—Mal.
Garrett esquivó el ataque sin problemas y propinó una patada a Teren en las costillas que le hizo tambalearse. Teren, incapaz de mantener la cabeza fría, volvió a cargar hacia Garrett, esta vez con la espada en alto, pero el ataque falló al igual que antes. Encadenó una serie de ataques con el arma agarrada con ambas manos, pero demasiado lentos para alcanzar al blanco. Recibió un golpe seco en el pecho que lo tiró al suelo. La espada se le cayó de las manos.
—¿No se aseguraron de que supieras luchar antes de aceptarte en la guardia? ¡Vamos, golpéame!
—¿A qué juegas?... Vete ya…
Después de recobrarse del golpe que lo había dejado sin aliento, Teren recogió la espada y atacó de nuevo. El cansancio y el frío hacían mella en él, pero no eran comparables a la frustración que sentía y que provocaba que ninguno de los ataques tuviera algún efecto.
Garrett esquivaba sin esfuerzo los ataques y golpeaba al guardia, joven e inexperto. Se entretuvo más de la cuenta, por lo que, no mucho tiempo después de haber empezado la contienda, se empezaron a escuchar gritos procedentes de la oscuridad de la noche y el repiquetear metálico de las armas y las cotas de malla.
—Me encantaría seguir jugando, pero me temo que debería irme ya —practicó una reverencia burlona—. Por favor, despídeme de tus amigos por mí. Y deberías hacer algo con tu pelo: no puedes luchar si no puedes ver.