Kitabı oku: «Tokio Redux», sayfa 7

Yazı tipi:

Harry Sweeney volvió a negar con la cabeza, se inclinó hacia delante en su silla y respondió:

—Shimoyama…

—Claro, claro —dijo Akira Senju, asintiendo con la cabeza y sonriendo a Harry Sweeney—. Ya me he enterado de la noticia. Un asunto terrible, terrible. Y no me gusta decirlo, Harry, pero ya te avisé; los presidentes suelen acabar asesinados.

Harry Sweeney asintió con la cabeza.

—Sí, eso dijiste. Anoche estabas bastante seguro. Muy seguro, de hecho.

—Bueno —replicó riendo Akira Senju—, no soy Nostradamus ni Sherlock Holmes. Era inevitable, era evidente. Solo tienes que andar por cualquier calle de la ciudad y leer los carteles pegados en los muros y los postes. Está ahí en negro sobre blanco, en rojo sobre blanco, en japonés y en inglés: ¡Muerte a Shimoyama!

—Pudo haberse suicidado.

—Sí, pudo haberse suicidado —convino Akira Senju, asintiendo con la cabeza, y a continuación sonrió y dijo—: Pero no lo hizo, ¿verdad, Harry?

—Entonces, ¿ya te has enterado?

—Tengo mis fuentes, Harry. Ya lo sabes.

Harry Sweeney miró al otro lado del antiguo escritorio de palisandro, miró fijamente a Akira Senju sentado detrás de la mesa, en su trono, en su palacio en lo alto de su imperio, e inquirió:

—¿De qué más te has enterado?

—Ah, ya veo —dijo Akira Senju, asintiendo con la cabeza y sonriendo otra vez a Harry Sweeney—. ¿Así que sigues en el caso?

—Sí. Por desgracia.

—Ya lo creo —concedió Akira Senju—. Esto podría distraerte bastante, Harry. Podría impedirte hacer lo que se te da mejor. Esa lista, por ejemplo.

Harry Sweeney asintió con la cabeza, sonrió y dijo:

—Exacto. Así que cualquier cosa que sepas, cualquier ayuda que puedas prestarme para dar carpetazo a este asunto…

—Nos beneficiaría a los dos —concluyó Akira Senju asintiendo con la cabeza.

Harry Sweeney asintió a su vez y repitió:

—Exacto. Anoche hablaste de una lista de comunistas, una lista de rojos. El general Willoughby estaría muy agradecido.

—¿Has hablado con el general, Harry?

—Acabo de estar en su despacho.

Akira Senju se inclinó hacia delante en su silla, miró a través de su antiguo escritorio de palisandro a Harry Sweeney y preguntó:

—¿Mencionaste mi nombre, Harry? ¿Dijiste que me he ofrecido a ayudar?

—Todavía no —contestó Harry Sweeney—. Pero puedo hacerlo, y lo haré.

Akira Senju se levantó de su escritorio. Se acercó a uno de los ventanales de su lujoso y moderno despacho. Miró por la ventana, contempló su imperio, a través de la ciudad y la noche, y sin dejar de mirar por la ventana, de contemplar su imperio, asintió con la cabeza y dijo:

—Vaya, vaya. Esta muerte podría resultar de lo más oportuna, ¿no te parece, Harry?

Harry Sweeney se miró las manos, se miró las muñecas, los extremos de dos cicatrices nítidas y secas visibles bajo los puños de la camisa, bajo la correa del reloj, la esfera aún agrietada y las manecillas aún paradas.

Akira Senju se apartó de la ventana. Cruzó la gruesa alfombra de su lujoso y moderno despacho hacia el mueble bar. Lo abrió. Cogió una botella de Johnnie Walker Reserva. Sirvió una cantidad generosa en dos vasos de cristal. Dejó la botella, cogió los vasos y los llevó adonde estaba Harry Sweeney diciendo:

—Oportuna y fortuita… esa es la palabra, ¿verdad, Harry?

Harry Sweeney se volvió para mirar a Akira Senju, que se encontraba de pie junto a él, tendiéndole un vaso.

—Fortuita —dijo de nuevo Akira Senju, sonriendo, y añadió—: Brindemos, pues, por lo oportuno y lo fortuito, Harry. Como en los viejos tiempos, los buenos tiempos, Harry.

En el parque, en la oscuridad, entre los insectos, entre las sombras, apoyado en un árbol, deslizándose por su corteza hasta caer al suelo, tumbado en la tierra, Harry Sweeney formó una pistola con la mano, se la llevó a la cabeza, apretó el gatillo pero no se murió, no se murió. En el parque y en la oscuridad, entre los insectos y las sombras, en el suelo y en la tierra, Harry Sweeney cogió el cañón de la pistola, los dos dedos de la mano, y se los introdujo en la boca, se los metió por la garganta, hasta que tuvo arcadas, tuvo arcadas y náuseas, tuvo náuseas y vomitó, en la tierra y en el suelo, entre los insectos y las sombras, la oscuridad y el parque, vomitó y vomitó, whisky y bilis, sobre los dedos y las manos, por las muñecas y encima de las cicatrices. Y cuando no le quedó más whisky ni más bilis, cuando ya no pudo vomitar ni tuvo más náuseas, Harry Sweeney se tumbó de lado, luego boca arriba, y contempló las ramas, contempló sus hojas, contempló el cielo, contempló sus estrellas y lloró y gritó:

—Lo siento, lo siento, lo siento.

3
Y LOS DÍAS SIGUIENTES
7 de julio - 10 de julio de 1949

La noche dio paso al día, nuboso y gris. Harry Sweeney tenía resaca, pero aun así fue a trabajar, bien afeitado y con camisa limpia, pantalón planchado y zapatos embetunados, subió la escalera y recorrió el pasillo, vació la cisterna y abrió los grifos, se lavó las manos y la cara, se secó la cara y las manos, abrió la puerta, cerró la puerta, atravesó la habitación 432 del Departamento de Protección Civil, las ventanas abiertas de par en par y los ventiladores que daban vueltas, se sentó tras su escritorio, escuchando todas las plumas estilográficas que rascaban y todas las teclas de máquinas de escribir que golpeteaban, los teléfonos que sonaban y una voz que decía:

—¿Dónde coño estuviste anoche, Harry?

Harry Sweeney levantó la vista de su escritorio, sonrió a Susumu Toda y dijo:

—Buenos días a ti también, Susumu. ¿Cómo te va la mañana?

—¿A mí? Bien, pero estaba preocupado por ti. Y el jefe también. Como te marchaste así, sin decir nada, y desapareciste.

—No desaparecí. Estoy aquí, ¿no?

—Ya sabes a qué me refiero, Harry. Fui al hotel Yaesu a buscarte. Me pasé media noche esperando.

—Te gusta preocuparte; deberías haber sido mi madre. Solo necesitaba tomar el aire y despejar la cabeza, nada más.

—¿Toda la noche?

—¡Venga ya! ¿Qué te pasa?

—Es que pensé que a lo mejor…

—¿A lo mejor qué…?

—Nada. No importa.

—Así me gusta.

—Como quieras, Harry —dijo Toda—. Pero el jefe también estaba preocupado y dijo que Willoughby te echó un buen rapapolvo.

Harry Sweeney esbozó una sonrisa y rio.

—Resulta que todo lo que hemos oído sobre Sir Charles es cierto. Pero en peores garitas hemos hecho guardia, Susumu, créeme. No fue nada que no esperase.

—Cuando saliste de la habitación tenías cara de estar hasta las narices. Como te fuiste disparado…

—No fue Sir Charles. Ya te lo he dicho, necesitaba despejar la cabeza. Había sido un día largo. En Ayase y luego con la familia. Un día muy largo. Esperemos que hoy sea mejor.

—¿Qué quieres hacer, Harry?

—¿Dónde está Bill? No me digas que hoy tampoco ha venido.

—No —contestó Susumu Toda—. Ha venido pero se ha ido. El jefe lo ha mandado otra vez a Norton Hall para ver qué han descubierto sobre esas cartas de la Liga de la Hermandad de la Sangre de los Repatriados.

—Eso me recuerda una cosa —dijo Harry Sweeney, asintiendo con la cabeza para sí y sacando los carrillos—. ¿Sabes algo relacionado o conoces a alguien de la Casa Hongō? ¿También trabajan para la Sección de Inteligencia Civil, no?

—¿Me tomas el pelo, verdad? —replicó Susumu Toda—. Nada de eso. Esos tipos actúan por su cuenta. ¿Por qué?

Harry Sweeney encendió un cigarrillo, inspiró y espiró, meneó la cabeza y dijo:

—Por algo que Willoughby dijo.

—¿Sí? —preguntó Susumu Toda—. ¿Qué?

Harry Sweeney se puso de pie, cogió su sombrero y dijo:

—Nada. Olvídalo. ¿Con quién has hablado de la jefatura de la Policía Metropolitana?

—Con Hattori, aunque para lo que me ha servido…

Harry Sweeney rio otra vez.

—A falta de pan, buenas son tortas, Susumu. ¿Sabes dónde anda esta bonita mañana?

—No —respondió Susumu Toda—. Pero puedo averiguarlo.

Fueron otra vez en coche hacia el norte a través del distrito de Ueno y avenida Q arriba, luego giraron hacia el este en Minova y cruzaron el río, el río Sumida. En esta ocasión el joven Shin iba al volante y Harry Sweeney en la parte trasera con Susumu Toda, que entretanto repasaba los periódicos:

—Todos se han ensañado, como era de esperar. Solo el Akahata recomienda que no se saquen conclusiones precipitadas, que no se puede descartar el suicidio…

—Puede que se planteen cambiar esa frase —dijo Harry Sweeney, mirando por la ventanilla, observando cómo las fábricas daban paso a los campos a medida que se acercaban—. Willoughby ya ha propuesto cerrar el diario.

Susumu Toda se encogió de hombros, sonrió y dijo:

—Un periódico menos que traducir.

—Qué suerte, la tuya —dijo Harry Sweeney—. Continúa…

—Bueno, el resto dedica muchas páginas y muchas columnas a lo que ya sabemos: detalles de la escena del crimen, datos sobre la autopsia, los trenes, etc. Pero en un par hablan de testigos que oyeron un «coche misterioso» en las inmediaciones, alrededor del Cruce Maldito, a medianoche más o menos…

—¿Ah, sí? Eso no lo dijeron en la reunión de la policía, ¿verdad?

Susumu Toda negó con la cabeza.

—No.

—Adelante, léemelo —dijo Sweeney, volviéndose de la ventanilla hacia Susumu Toda y sus periódicos.

—El Asahi, el Mainichi y el Yomiuri publican entrevistas con un pescadero de la zona, un tal señor Sakata, que vive en Gotanno Minami-machi a unos doscientos o trescientos metros de donde se encontró el cadáver. El hombre ha hecho distintas declaraciones a cada periódico, pero parece que oyó que un coche paraba enfrente de su casa entre medianoche y la una de la madrugada, o que el vehículo estaba dando la vuelta y pasó por delante de su casa. Según el Mainichi, enfrente de la casa del hombre todavía pueden verse las marcas de neumático de un giro de ciento ochenta grados. A pesar de la lluvia.

—Bueno, así tendremos algo de que hablar con Hattori —dijo Harry Sweeney—. ¿Algo más?

Susumu Toda suspiró, asintió con la cabeza y respondió:

—Sí. También hay unas cuantas versiones de testigos que aseguran que lo vieron. En los grandes almacenes y en los alrededores de la escena…

—¿En la escena del crimen? ¿Vivo? —dijo Harry Sweeney, mirando los periódicos que Toda tenía en el regazo—. ¿Estás de guasa?

Susumu Toda negó con la cabeza.

—No, Harry.

—Joder —exclamó Harry Sweeney—. ¿Qué coño está haciendo la policía? Los periodistas le están haciendo el trabajo. Entrevistan a testigos, publican lo que averiguan…

Susumu Toda sonrió.

—Bueno, el Asahi incluso ha puesto a Roman Kuroda a trabajar en el caso.

—¿Quién narices es Roman Kuroda?

Susumu Toda rio.

—El escritor de novelas de misterio.

—No tiene gracia, Susumu —replicó Harry Sweeney—. La próxima vez vas tú a explicarle esa mierda a Willoughby. Le explicas por qué los periodistas y los escritores están investigando el caso mientras la policía japonesa está sentada de brazos cruzados y no nos dice ni mu. Por qué somos los últimos monos…

—Señor —lo interrumpió Shin—. Disculpe, señor…

—¿Qué pasa? —preguntó Harry Sweeney—. ¿Por qué hemos parado?

—Señor —contestó Shin, señalando con las dos manos el parabrisas y una caravana de coches más adelante.

—Madre de Dios —dijo Harry Sweeney, mirando entre los asientos delanteros y meneando la cabeza—. Para y espera aquí. Bajaremos e iremos andando. Vamos, Susumu…

Y Harry Sweeney y Susumu Toda bajaron de la parte trasera del coche, se pusieron sus sombreros y sacaron sus cigarrillos. Harry Sweeney meneó la cabeza y soltó juramentos en voz alta mientras miraba detenidamente la escena: cuarenta, cincuenta coches, todos parados, en doble fila, bloqueaban la calzada hasta la estación de Ayase, grupos de personas andaban de un lado a otro en medio de los coches, entre la estación y el denominado Cruce Maldito, algunas vestidas de domingo con sus sombrillas y paraguas abiertos, otras mordiendo brochetas de pollo asado, sus hijos provistos de algodón de azúcar chillando y riendo, corriendo aquí y allá, de puesto de comida en puesto de comida, los vendedores ambulantes anunciando esta rica vianda y esta otra, compre aquí su algodón de azúcar de Shimoyama…

—Joder, lo veo y no lo creo —dijo Harry Sweeney, empujando entre los coches, apartando a la gente a empellones, abriéndose paso entre el gentío, abriéndose camino a la fuerza entre la muchedumbre, derribando a un hombre de una bicicleta, lanzando a un chico contra un coche, maldiciendo y soltando juramentos una y otra vez—: ¡Quítate de en medio, coño! ¡Apártate!

Susumu Toda lo seguía suplicando:

—Harry, Harry, vamos, no…

Pero Harry Sweeney siguió abriéndose paso a empujones, siguió abriéndose camino a la fuerza hasta que llegó a la estación de Ayase, hasta que vio a un agente uniformado, hasta que sacó su placa del Departamento de Protección Civil, hasta que se la plantó al hombre en la cara y dijo:

—¿Qué cojones estáis haciendo? ¡Quiero ver al agente al mando y quiero verlo ya! Y sacad a esta puta gente de aquí. ¡Por el amor de Dios, esta es la escena de un crimen! Susumu, díselo…

—Sí, Harry, se lo estoy diciendo —declaró Susumu Toda, mientras traducía, hablaba con el agente uniformado, escuchaba al agente uniformado, el agente uniformado se disculpaba y hacía reverencias, gesticulaba y señalaba en una dirección y otra.

—¿Qué pasa? ¿Qué dice, Susumu?

Susumu Toda hizo una señal con la cabeza al agente, le dio las gracias, a continuación llevó aparte a Harry Sweeney y susurró:

—Parece que han descubierto algo importante, Harry.

Para evitar las multitudes, para evitar las aglomeraciones, atravesaron las vías de la estación de Ayase, que los trenes ya recorrían otra vez de arriba abajo, de acá para allá sobre la escena. Cruzaron el río Ayase por la compuerta situada al otro lado de las vías, dirigiéndose al este a través de un mosaico de campos, húmedos y vacíos, bajo el manto gris y encapotado del cielo, hasta que llegaron a la caseta de policía de Gotanno Minami-machi. Allí había coches y multitudes, pero no tantos. Enseñaron sus placas y pidieron señas, y luego pasaron junto al terraplén de la línea Tōbu, giraron a la izquierda y pasaron por debajo del puente metálico, siguiendo la carretera hacia el oeste hasta que vieron más coches aparcados delante, vieron más gente de pie y también vieron al detective Hattori allí de pie, delante del Suehiro Ryokan, una posada japonesa tradicional.

El terreno estaba rodeado de una estrecha zanja de drenaje y protegido por una alta cerca de madera; por encima de la cerca y de la puerta se veían las copas de unos cuantos árboles que contribuían a ocultar más la sucia y lúgubre posada de madera de dos plantas, a esconder ese lugar de citas y encuentros sucios y lúgubres.

—Veo que han recibido mi mensaje —dijo el detective Hattori, encaminándose hacia Harry Sweeney y Susumu Toda.

—No —contestó Toda—. ¿Qué mensaje?

—¿De verdad? —dijo Hattori, encogiéndose de hombros y asintiendo con la cabeza—. En cuanto me enteré, lo primero que hice fue llamar a su oficina. Como me comprometí. Les dejé un mensaje avisándoles de que estaría aquí.

—¿En cuanto se enteró de qué? —preguntó Harry Sweeney.

—Bueno, me da un poco de vergüenza decirlo —reconoció el detective Hattori, quitándose el sombrero y rascándose la cabeza—. Pero los periodistas han estado peinando la zona y entrevistando a los testigos antes que nosotros. El caso es que un periodista, creo que del Mainichi, enseñó una fotografía del presidente Shimoyama a la mujer del dueño, y la señora dijo: Sí, ese hombre estuvo aquí el día cinco por la tarde. Llegó a la una más o menos, estuvo unas cuatro horas. Tiene lógica. Ahora tenemos centenares de testigos que aseguran que vieron al presidente Shimoyama aquí esa noche.

—Sí —asintió Harry Sweeney—. Nos hemos enterado de que hay esos testigos, pero no por sus informes, ni por sus reuniones informativas, sino por los puñeteros periódicos, detective.

—Lo sé, lo sé —dijo el detective Hattori, asintiendo con la cabeza y rascándosela—. ¿Qué puedo decir? Es violento.

—No es violento —repuso Harry Sweeney—. Es un puto escándalo, una vergüenza. Una mancha en el historial de la policía japonesa.

—Oiga, oiga —dijo el detective Hattori, avanzando hacia Harry Sweeney y alzando la vista para mirarlo fijamente—. Con el debido respeto, si nos dan prensa libre, esto es lo que se consigue.

Harry Sweeney avanzó hacia el detective Hattori bajando la vista para mirarlo.

—Chorradas. No tiene nada que ver con la prensa libre, y usted lo sabe. Es trabajo policial básico y elemental. De eso se trata. La conservación e integridad de la escena del crimen. La asignación de agentes y recursos. Eso mismo.

—Sí —asintió el detective Hattori, dando un paso atrás y señalándose los pies—. ¿Ve estos zapatos? Eran nuevecitos. Los encargué especialmente y los recogí el día antes de que esto pasase. Me costaron la mitad de mi sueldo. Seguro que para usted es calderilla, unas monedas. Pero mírelos ahora, están destrozados porque han ido a casa de Shimoyama, a casa del vicepresidente Katayama y, desde que apareció el cadáver, han estado aquí, debajo del diluvio que cayó, debajo de un sol de justicia, recorriendo la escena, trabajando en el caso, hasta que no ha quedado nada de ellos. Así que, con el debido respeto, no me diga que no he estado haciendo mi trabajo.

Harry Sweeney meneó la cabeza, sonrió al detective Hattori y dijo:

—Pues entonces ha echado a perder un par de zapatos nuevos, detective, porque por mucho que diga que ha estado haciendo su trabajo, eso no explica por qué todos los periódicos de Japón lo han hecho mejor que usted.

—Mire —dijo el detective Hattori, volviéndose hacia Susumu Toda—. Usted me conoce, Toda; he estado haciendo lo que me han mandado y yendo adonde me han mandado. Yo no tengo capacidad de decisión; me limito a hacer lo que me mandan. Si él busca pelea, adelante. Pero dígale que la busque con mi jefe.

—Eso haré —aseguró Harry Sweeney—. ¿Dónde está?

—Ahí dentro —respondió el detective Hattori, señalando con la cabeza el Suehiro Ryokan—. Haciendo su trabajo.

—¿Ah, sí? —dijo Harry Sweeney—. Vamos, entonces. A ver al gran cuerpo de policía japonés en acción.

El detective Hattori no dijo nada, se limitó a asentir con la cabeza y acto seguido se volvió y llevó a Harry Sweeney y Susumu Toda por encima de la estrecha zanja, por debajo de la puerta de madera y a través del pequeño jardín hasta el genkan del Suehiro Ryokan, sucio y lúgubre. Los tres hombres se quitaron los zapatos, entraron en un oscuro y angosto recibidor y recorrieron el pasillo hasta una habitación húmeda y poco iluminada situada en la parte trasera de la posada, donde el inspector jefe Kanehara, el mandamás de la Primera División de Investigación y otros dos superiores se hallaban sentados bebiendo té con una mujer de mediana edad escuálida ataviada con un kimono oscuro.

—Disculpe, jefe —dijo el detective Hattori, haciendo una reverencia y señalando a Harry Sweeney y Susumu Toda—. El Departamento de Protección Civil está aquí, señor.

En la habitación húmeda y poco iluminada, el inspector jefe Kanehara se giró en su asiento, miró hacia la entrada, entornó los ojos a la débil luz y luego asintió con la cabeza, sonrió, se levantó y dijo:

—Claro, claro, conozco al detective de policía Sweeney. ¿Qué tal está, Harry? ¿Cómo le va? Ha pasado mucho tiempo, ¿verdad?

—Sí, señor —dijo Harry Sweeney—. Bastante.

—Demasiado —puntualizó el inspector jefe Kanehara, y se volvió hacia la mujer de mediana edad escuálida del kimono oscuro y dijo—: ¿Nos disculpa, por favor?

La mujer asintió brevemente con la cabeza, se puso de pie, salió de la estancia arrastrando los pies y bajó la vista al suelo al pasar por delante de Harry Sweeney y Susumu Toda.

—Caballeros, por favor —dijo el inspector jefe Kanehara, sentándose—. Tomen asiento.

Harry Sweeney y Susumu Toda dieron las gracias al inspector jefe Kanehara y se sentaron a la mesa desportillada y manchada del centro de aquella habitación húmeda y poco iluminada.

—Bueno, confío en que el detective Hattori le haya informado detalladamente de los recientes acontecimientos, Harry —dijo el inspector jefe Kanehara, mirando a Hattori.

—A grandes rasgos, jefe —contestó Hattori, señalando la puerta con la cabeza—. Tenían mucho interés en hablar con usted, jefe.

—Sí, señor —asintió Harry Sweeney—. Nosotros, es decir, Protección Civil, le agradeceríamos mucho que nos pusiese al corriente de las últimas novedades, señor.

—Desde luego, Harry, desde luego —dijo el inspector jefe Kanehara—. Me imagino que el general Willoughby y el mismísimo comandante supremo están interesados en el caso.

—Sí, señor —respondió Harry Sweeney, asintiendo con la cabeza—. El general Willoughby está especialmente interesado, señor.

El inspector jefe Kanehara asintió con la cabeza y luego suspiró y dijo:

—Bueno, Harry, todo ha transcurrido rápido, muy rápido, la verdad. La mujer que acaba de ver se llama Nagashima; es la dueña de esta posada. Ayer por la noche se presentó y dijo que creía que el presidente Shimoyama había estado aquí el día cinco por la tarde. Parecía muy cansado y pidió una habitación para dormir un rato. Al principio ella era reacia, de modo que lo consultó con su marido. Pero como el hombre que ahora creemos que era el presidente Shimoyama tenía aspecto «de ser un caballero», en palabras de la dama, aceptó. Luego acompañó al hombre a las habitaciones del segundo piso, donde una camarera le puso la ropa de cama y le sirvió té. El hombre (el hombre que ahora tenemos motivos para creer que era el presidente Shimoyama) se quedó hasta aproximadamente las cinco y media, cuando se fue después de pagar doscientos yenes por la habitación, más una propina de cien yenes. Naturalmente, hemos interrogado a la señora Nagashima, la camarera y también al hijo de la señora Nagashima, ya que fue su hijo quien abrió la puerta. Los tres han descrito con exactitud al presidente Shimoyama y la ropa que llevaba la tarde del día cinco, incluso el color de sus calcetines. Los tres también han identificado correctamente al presidente por fotografías. Naturalmente, en cuanto usted y yo terminemos de hablar, Harry, llevaremos a los tres testigos a la jefatura, donde les tomaremos declaración oficial.

—Pero ¿su intuición le dice que no miente, señor? —preguntó Harry Sweeney—. ¿La cree, señor?

El inspector jefe Kanehara se encogió de hombros, sonrió y dijo:

—Digámoslo así, Harry: a estas alturas, no tengo motivos para dudar de ella ni veo por qué se inventaría algo así. Además es esposa de un exagente de policía.

—Entiendo —dijo Harry Sweeney, asintiendo con la cabeza, y a continuación agregó—: Pero, y disculpe si me equivoco, señor, ¿primero habló con un periodista antes de ponerse en contacto con la policía?

—No, no se equivoca, Harry. Es cierto. Verá, desde que se encontró el cadáver del presidente en Ayase, varios periodistas se han alojado aquí. Como podrá imaginar, la posada ha estado hasta arriba de trabajo. De modo que anoche, mientras ayudaba a las camareras a servir la cena, la señora Nagashima vio por casualidad una fotografía del presidente Shimoyama en la primera plana de un diario que estaba leyendo un periodista. Hasta entonces no reparó en que se trataba de la cara del mismo hombre que se había hospedado aquí la tarde del día cinco.

—Entiendo —repitió Harry Sweeney, asintiendo otra vez con la cabeza, y añadió—: Y creo que han aparecido varios testigos más que aseguran haber visto al presidente Shimoyama en la zona esa tarde, señor.

En la habitación húmeda y poco iluminada, a la mesa desportillada y manchada, el inspector jefe Kanehara volvió a asentir con la cabeza y a sonreír, y preguntó:

—Entonces, ¿ha leído las declaraciones de los testigos, Harry?

—Me temo que solo en los periódicos, señor —dijo Harry Sweeney—. Lamentablemente.

El inspector jefe Kanehara suspiró, meneó la cabeza y dijo:

—Sí, es una lástima, Harry. Lo siento. Lo siento mucho, la verdad, Harry. Pero ¿puedo hablarle sinceramente, Harry?

—Desde luego, señor —dijo Harry Sweeney—. Por favor.

El inspector jefe Kanehara miró a Harry Sweeney a través de la mesa desportillada y manchada, miró fijamente a Harry Sweeney a través de la luz tenue y húmeda, y asintió con la cabeza y aspiró entre dientes antes de decir:

—Esto tiene que quedar aquí, Harry, entre estas cuatro paredes, entre nosotros, Harry, pero, esto… ¿cómo decirlo?… las primeras fases de esta investigación no se han llevado como deberían.

—Estoy de acuerdo, señor.

El inspector jefe Kanehara, que seguía mirando a Harry Sweeney, mirándolo fijamente, volvió a asentir con la cabeza y dijo:

—Naturalmente, soy consciente de que usted ya lo sabe, Harry, como policía, como detective que es. Por eso ahora le hablo con franqueza, Harry, aunque como alto mando del cuerpo de policía de Japón, me resulta embarazoso y vergonzoso tener que reconocerlo. Sobre todo, si me permite decirlo, y con el debido respeto, a un detective estadounidense. Pero, verá, Harry, y no pretendo poner excusas ni cargarle el muerto a otro, pero la gestión de este caso no ha estado en mis manos.

—Entiendo, señor —dijo Harry Sweeney.

—Sí, Harry. Verá, como hay tres escenas del crimen distintas que investigar (la casa de Shimoyama, los grandes almacenes Mitsukoshi y la vía de Ayase), me vi obligado a repartir mi división, la Primera División de Investigación, aun usando las habitaciones Uno y Dos, entre esas tres escenas distintas, Harry. Eso obligó al jefe Kita a solicitar la ayuda de la Segunda División de Investigación para que asistiera en el peinado de esta zona, concretamente alrededor de Ayase y Gotanno.

—Entiendo —repitió Harry Sweeney.

—Estoy seguro de que nuestros colegas de la Segunda División de Investigación tienen muchas cualidades, pero el trabajo de campo concreto requerido en esta ocasión (sondear a vecinos y lugareños, tomar nota de las declaraciones de testigos, etc.), francamente, Harry, no es uno de sus puntos fuertes y ha resultado más allá de su capacidad o de sus posibilidades.

—Entonces, a ver si me aclaro —dijo Harry Sweeney—, ¿la Segunda División de Investigación es la responsable de interrogar a los testigos, no su división, señor?

—Lo era, Harry, lo era. Pero dada su manifiesta incapacidad para hacer lo que se les pedía, o con exactitud o con eficiencia, les pedí que se retiraran, y el jefe Kita estuvo de acuerdo. Por lo tanto, la Primera División de Investigación controla ahora totalmente este caso. Y para que se quede tranquilo, Harry, hemos empezado a corregir de inmediato algunos de los errores iniciales cometidos por la Segunda División de Investigación. Por supuesto, eso supone volver a peinar los alrededores, volver a interrogar a todos los vecinos, pero esta vez documentándolo fielmente y luego cotejando todas las declaraciones de los vecinos y demás.

—Es una muy grata noticia, señor —dijo Harry Sweeney—. Y no pretendo adelantarme a los acontecimientos, pero ¿puedo preguntarle qué fue lo primero que le dijo su intuición, señor? ¿Sobre esos testigos y sus declaraciones?

El inspector jefe Kanehara aspiró entre dientes de nuevo, miró a los otros dos superiores y luego se inclinó hacia delante en su asiento y dijo:

—Como le digo, tenemos que volver a interrogar a los testigos en cuestión, pero, entre usted y yo, Harry, de detective a detective, parecen bastante fiables. Dos en concreto, dos vecinos de la zona, un tal señor Narushima y una tal señora Yamazaki, creo recordar, vieron a un hombre que encaja con la descripción del presidente Shimoyama en las inmediaciones de la vía del ferrocarril, entre las seis y las siete de la tarde del día cinco, que coincide con la hora a la que según la señora Nagashima se fue el hombre de la posada: las cinco y media más o menos. Tiene que recordar, Harry, que no están acostumbrados a ver forasteros por aquí, y menos vestidos como iba el presidente Shimoyama. Pero nos encargaremos de enviarle copias de las declaraciones de todos los testigos para que pueda decidir por usted mismo.

—Se lo agradecería mucho, señor —dijo Harry Sweeney—. Gracias, señor.

El inspector jefe Kanehara asintió con la cabeza, sonrió y dijo:

—Gracias a usted, Harry, le agradecemos su apoyo. Procuraremos mantenerlo personalmente al tanto de toda la información pertinente conforme la vayamos recibiendo y procesando. Así ni usted ni yo nos enteraremos de las noticias por los periódicos, Harry.

—Se lo agradecería mucho, señor —repitió Harry Sweeney, posando una mano en cada muslo e inclinándose hacia delante a modo de breve reverencia—. Gracias, señor.

El inspector jefe Kanehara negó con la cabeza y agitó la mano derecha de un lado a otro por delante de su cara.

—Por favor, Harry, no me dé las gracias. Las cosas deberían haberse hecho así desde el principio. Me aseguraré personalmente de que tenga copias de todas las declaraciones para el final del día.

—Quedamos a la espera de ellas, señor —dijo Harry Sweeney.

El inspector jefe Kanehara se inclinó otra vez hacia delante en su asiento, hizo una breve reverencia y dijo:

—Ahora, con su permiso, Harry, tenemos que llevar a la señora Nagashima, su hijo y la camarera a la jefatura para tomarles declaración.

—Desde luego, señor. Gracias por su tiempo, señor —concluyó Harry Sweeney, levantándose al mismo tiempo que el inspector jefe Kanehara, los otros dos hombres y Susumu Toda.

—Espero volver a verle pronto, Harry —dijo el inspector jefe Kanehara, acompañando a Harry Sweeney y Susumu Toda al oscuro y angosto recibidor, y señalando al detective Hattori—. Y, cómo no, recuerde que el detective Hattori está aquí para lo que necesite; él siempre está disponible cuando yo no lo estoy, Harry.

Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.

₺477,30

Türler ve etiketler

Yaş sınırı:
0+
Hacim:
542 s. 4 illüstrasyon
ISBN:
9788416537372
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre