Kitabı oku: «Calypso», sayfa 3

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El Pequeñín

Una mañana estaba dando vueltas por casa cuando de repente me pregunté cuánto mediría Rock Hudson. No suelo pensar en él, pero había vuelto a ver la película Gigante hace poco y por eso me rondaba por la cabeza.

Una de las muchas cosas que nunca entenderé es por qué una búsqueda en el navegador de mi ordenador es distinta a una búsqueda en el navegador de cualquier otra persona. Mi hermana Amy, por ejemplo. Entra en Google, escribe «¿Qué aspecto tiene una mujer de cincuenta años?» y le salen unas imágenes que no me puedo creer que estén permitidas en internet, sin filtros, y que cualquiera pueda verlas. No me refiero a fotos rollo Playboy, no, fotos rollo Hustler, mujeres abiertas de piernas por todas partes. Como si hubiera buscado «¿Qué aspecto tienen los adentros de una mujer de cincuenta años?».

Busqué lo mismo que mi hermana, pero en mi ordenador, y me salieron fotos de Meg Ryan y de Brooke Shields, las dos sonriendo.

Miré a Hugh y dije:

—Este ordenador mío es tan... moralista.

Y dije lo mismo después de ir a buscar lo de Rock Hudson. «¿Cuánto medía...?», empecé a escribir pero, antes de poder terminar la frase, Google la completó por mí con un contundente «¿... Jesucristo? ¿Quieres saber cuánto medía Jesucristo?».

«Bueno, la verdad es que sí —pensé—. Pero yo había venido aquí por Rock Hudson.»

Si Amy abre su portátil y escribe «¿Cuánto mide...?», estoy convencido de que Google se lo autocompleta con «¿... la polla de Tom Hardy?». A mí, por desgracia, me toca Jesucristo. El cual, según no se sabe qué deducciones, dicen que medía metro ochenta, un dato que —en mi opinión— es absurdo. ¿Qué probabilidades hay de que fuese alto y también guapo? ¿Lo describen así en la Biblia? En muchos cuadros de la Europa medieval, Jesucristo aparece como si lo acabaran de sacar del fango de debajo de un puente, pero en los libros de texto religiosos y en los dibujos esos que te venden en las tiendas cristianas, aparece siempre como una mezcla entre Kenny Loggins y Jared Leto, siempre poniendo ojitos, siempre blanco —por supuesto— y siempre con una melena castaña —jamás negra— que a menudo ondea al viento. Y siempre tiene un cuerpazo, sobre todo cuando está colgado en la cruz, la cual —digámoslo de una vez— estaba diseñada a conciencia para que la tripa y los hombros de cualquiera lucieran en todo su esplendor.

A veces me pregunto qué pasaría si alguien esculpiera una figura de Jesucristo representándolo como un obeso mórbido, con tetas y cicatrices de acné juvenil, con pelo en la espalda. Y encima que midiera un metro cincuenta, un metro sesenta como máximo. «¡Sacrilegio!», gritaría la gente. Pero ¿por qué? Hacer el bien no te convierte de forma automática en un guaperas. Si tienes dudas, basta con mirar a Jimmy Carter. Unirse a Hábitat para la Humanidad no le mejoró esos piños que parecen lápidas. Bueno, me suena que tenía los dientes grandes, igual me equivoco. Debería googlearlos. En el portátil de Amy.

Mido un metro sesenta y cinco, y casi nunca le doy importancia a mi altura. Hasta que se la doy. Cada vez que me cruzo con algún hombre de mi tamaño —en el aeropuerto o en la recepción de un hotel— suelto un gritito como el que daría un niño de un año al encontrarse con otro bebé. Es todo lo que puedo hacer para refrenar mis impulsos de arrastrarme hacia él y abrazarlo. Siempre que digo algo en una de esas ocasiones —«¡Eh, medimos lo mismo!»— la cosa se vuelve superrara, aunque no sé bien por qué. ¿Acaso no se saludan dos personas que van por la carretera conduciendo un Porsche o que pasean a una misma raza de perro? Creo que los hombres heteros no disfrutan tanto cuando alguien señala lo bajitos que son, es como si alguien les dijera: «¡Mira, también me estoy quedando calvo!».

Quiero preguntarles a los tíos de mi altura si a ellos también los paran mucho por la calle para pedirles dinero. Hugh y yo podemos ir caminando por una ciudad o por otra, da igual, que a él no lo para nadie jamás, mientras que a mí me paran una y otra y otra vez. «¿Me podrías prestar un dólar? ¿Un cigarro? ¿Me das lo que sea que lleves en esa bolsa...?»

Tampoco es que tenga una cara especialmente amistosa, así que doy por hecho que la estatura tiene algo que ver con ello, sobre todo cuando la petición se acaba transformando en una orden. «He dicho que me des un dólar.»

«¿Me hablarías igual si fuese más alto que tú?», me dan ganas de preguntarle a ese niño de diez años que extiende la mano hacia mí.

Soy consciente de que los heteros bajitos suelen tener bastantes dificultades para echarse novia, pero siempre había pensado que para las personas como yo —«gais de bolsillo», nos llaman a veces— los obstáculos eran mucho menores. Viéndolo con perspectiva, creo que lo que me pasaba es que no estaba prestando atención. El Washington Post tiene una sección habitual en la que organizan una cita a ciegas para dos personas que seleccionan ellos y luego les preguntan cómo ha ido el asunto. Hace poco seleccionaron a dos hombres gais. Los dos medían más de metro ochenta y los dos incluyeron en sus listas de objeciones: «hombres bajitos». Unas listas que, por otra parte, no incluían ni «supremacistas blancos» ni «personas que guardan un fusil de asalto debajo de la cama».

«¿Quién querría salir con vosotros?», me pregunté mientras scrolleaba por sus fotos.

No soy uno de esos señores pequeños que sienten que el mundo les debe algo. Vale, no es fácil comprar ropa de tu talla que te siente bien, pero para eso existen los sastres. Encajo perfecto en los asientos de avión. Me puedo perder entre la multitud siempre que me apetezca. Ser más alto me serviría de tanto como tener la cabeza cuadrada, ¿para qué me haría falta? Aunque me gusta saber la altura de otras personas, sobre todo si son famosas. Por eso googleé a Rock Hudson, que medía un metro noventa y tres y tenía todo el derecho del mundo a salir en una película titulada Gigante. En esa película se nota que es más alto que los demás intérpretes, pero con otros actores es difícil de saber.

Una vez le pregunté a una persona del mundo del cine que cuánto medía Paul Newman. Esto fue cuando seguía vivo y antes de que yo tuviera internet.

—Ufff —dijo aquella mujer que había trabajado con él en Esperando a Mr. Bridge—, es un canijo.

—¿Qué quieres decir?

—Es una gambita —dijo la mujer—. En las fotos parece normal, pero en la vida real casi necesitas un microscopio para verlo.

—¿Es del tamaño de un germen?

—Más o menos —dijo ella—. Debe medir uno setenta y cinco, como mucho.

—Mido unos diez centímetros menos —le dije—, ¿que soy yo, entonces?

—Bueno... ya me entiendes —replicó ella.

Antes de aprender a no leer nunca, bajo ninguna circunstancia, nada que hablase sobre mí, a veces caía en alguna entrevista que había respondido hacía un tiempo. Recordaba al periodista que me había hecho las preguntas y cometía el error de que me entrara curiosidad por saber cómo él o ella escribía. Hace unos años, en Australia, me sorprendió descubrir que una mujer que me había caído muy bien durante la entrevista me describía en la introducción como «del tamaño de un bonsái». No me ofendió leerlo. Pero me dejó de piedra. Ella era unos dos o tres centímetros más alta que yo, tampoco es que le llegase por las rodillas ni nada. También se han referido a mí como «diminuto» y «duendecillo», como si todas las noches durmiera dentro de una tacita de té.

Hará ya unos años, abrí un periódico en Ottawa y me encontré con que el periodista que había estado charlando conmigo el día anterior me describía como «imperceptible y afeminado». «¿En serio?», pensé. El primer adjetivo me pareció más o menos correcto, pero el segundo casi me tira de espaldas. Ya sé que cruzo las piernas más de lo habitual, pero me parece que no camino como una señora. No voy moviendo las manos como si las tuviera dormidas mientras hablo con alguien, ni me refiero a mi interlocutor como «cosita» o «cariñín». Acabé pensando que el uso de aquellas expresiones decía más de él que de mí. ¿No suele ser siempre así, al fin y al cabo?

Una cosa es que alguien te coloque un epíteto en la prensa o en las revistas, que después de pasar por varios borradores y pensárselo mucho decida imprimir cientos de miles de ejemplares en los que diga que eres «un liliputiense» o «del tamaño de un tercio de cerveza». Otra cosa muy diferente es cuando se les escapa en persona. «Usted, enano repugnante», me dijo una señora inglesa en respuesta a algo que yo había escrito en la dedicatoria de su libro y que no le había gustado. En 1987, durante una visita a mi familia por Navidad, mi hermana Tiffany se peleó con mi hermana Gretchen. Yo llegué al final, justo cuando la tensión se estaba disipando, y pregunté qué había pasado, a lo cual Tiffany me respondió: «¡Vete a tu habitación y escribe un poquito más sobre lo maricón que eres, anda!».

«¿Cuánto tiempo habrá vivido con toda esa rabia ahí dentro?», me pregunté. Da miedo pensar en las cosas que se te ocurren cuando estás cabreado con alguien. Hace unos años, en un pequeño aeropuerto de Wisconsin, una agente del control de seguridad me ordenó que me quitara el chaleco.

—Llevo este chaleco desde hace tres semanas —le dije—. Todos los días viajo a una ciudad diferente y ésta es la primera vez que alguien me pide que me lo quite.

La señora tendría unos diez años más que yo, así que por entonces rondaría los sesenta y pocos. Llevaba el pelo teñido y muy cortito, tan cortito que parecía una fina capa de chocolate que alguien hubiera colocado encima de una tarta.

—¡Que te lo quites! ¡Ahora mismo! —me ladró.

«Tiene que dar una satisfacción tremenda tener un trabajo TAN importante», me dieron ganas de soltarle mientras me desabrochaba los botones. Al segundo caí en la cuenta de lo esnob que habría sonado y me dio una vergüenza de órdago. Ahí estaba yo, con mi frustración, y el primer instinto que me salía era meterme con ella por su trabajo. Por su clase social, en realidad. «¿Habré sido siempre así?», me pregunté mientras pasaba por el detector de metales enseñándole a todo el mundo mis calcetines largos. Y peor aún: la otra frase que se me ocurrió, «Menos mal que no es usted mi abuela», no era mejor en absoluto.

Más tarde me pregunté cómo me podría haber descrito aquella mujer y me di cuenta de que todo lo que hubiera tenido que decir era referirse a mí como «el gilipollas del chaleco». En ese contexto, hasta la palabra «gilipollas» sobraba. Es como si dices «el tío de las botas blancas», ahí ya va implícito el «gilipollas». O sea, vamos a ver, ¡un chaleco! ¿En qué estaría yo pensando? Ni siquiera era uno de esos que van a juego con un traje, sino un chaleco de currela, como del siglo XIX, con cien mil bolsillos para mis herramientas de trasquilar ovejas.

Quizá la mujer se refiriese a mí como «el Marica». No me molesta que me llamen así, pero tampoco es que lo considere el pilar sobre el que se sustenta mi existencia. Valorando todas mis opciones actuales, creo que prefiero «el Pequeñín». ¿Quién podría querer malgastar su tiempo fastidiando a una persona con ese apodo? Tan canijo. Tan intrascendente. Una motita de nada.

Salir a dar una vuelta

Estaba en un restaurante italiano en Melbourne escuchando a una mujer llamada Lesley que me hablaba sobre su asistenta, una inmigrante recién llegada a Australia que esa misma mañana había limpiado la cisterna del váter de su casa utilizando una carísima solución contra el acné:

—Y aparte le da miedo la aspiradora y no sabe leer ni escribir media palabra en inglés, pero por lo demás es estupenda.

Lesley trabaja para una empresa que actúa en países en vías de desarrollo ofreciendo formación a médicos para practicar operaciones de cataratas.

—Es una labor de lo más agradecida —dice mientras nos sirven los antipasti—. Es gente que está ciega desde hace años, y de repente, pam, vuelven a ver, es como un milagro.

Me empezó a hablar de un hombre al que habían operado en una región muy remota de China.

—Le quitaron la venda y por primera vez en dos décadas pudo ver a su esposa. Abrió la boca y lo primero que dijo fue: «Qué... qué vieja estás».

Lesley se arremangó la blusa para alcanzar una aceituna y me di cuenta de que llevaba una pulsera extraña en la muñeca izquierda.

—¿Es un reloj? —pregunté.

—No —me explicó—. Es un Fitbit. Lo sincronizas con el ordenador y hace un seguimiento de toda tu actividad física.

Me acerqué para que me lo enseñara. Dio un toquecito a la parte más ancha de la pulsera y aparecieron unos puntitos de luz en la superficie que bailaban de un extremo a otro.

—Es como un podómetro —siguió explicando—, pero con actualizaciones, y mucho mejor. El objetivo es dar diez mil pasos al día. Cuando lo consigues, vibra.

Me metí un trozo de salami en la boca.

—¿Con fuerza?

—No —dijo ella—. Es como un cosquilleo.

Al cabo de unas semanas me compré mi propio Fitbit y entendí lo que quería decir. Aprendí que diez mil pasos, para una persona de mi tamaño, son unos seis kilómetros. Parece mucho, pero puedes cubrir esa distancia en un día normal con mucha facilidad, casi sin darte cuenta, sobre todo si en tu casa hay escaleras y suelen llamar a tu puerta para entregarte un paquete o para hablar sobre pájaros, algo que sucede bastante cuando estoy en mi casa de West Sussex. Una tarde de abril una persona llamó a mi puerta porque quería venderme un banco de madera. Me dijo que era paisajista y que lo había comprado para un cliente suyo.

—La semana pasada me dijo que le encantaba, pero ahora dice que prefiere ver otras alternativas. —Bajo aquel sol de justicia el pelo del chaval era del color de un polo de naranja—. Los que me lo vendieron no aceptan devoluciones y, bueno, me preguntaba si usted querría comprármelo. —Señaló hacia una camioneta que no tenía nada escrito en el costado y se puso furioso cuando le dije que no me interesaba—. Al menos podría echarle un ojo antes de decir que no —dijo.

Empecé a cerrar la puerta poco a poco.

—No hace falta. —A continuación solté la excusa que me saca de casi todos los líos desde que vivo en Inglaterra—. Soy norteamericano.

—¿Qué quiere decir con eso? —dijo él.

—Nos gusta estar de pie —respondí.

—Ese truco es más viejo que la tana —me dijo mi vecina Thelma cuando le conté lo que había pasado—. Ese banco lo había robado del jardín de alguien, te lo aseguro.

La idea fue secundada por el señor que vino a vaciarme la fosa séptica.

—Cíngaros —dijo.

—¿Perdón?

—Romaníes —dijo—. Cíngaros.

—Eso quiere decir gitanos —me explicó Thelma, y luego añadió que el término políticamente correcto era «itinerantes».

Yo también estaba viajando cuando me compré el Fitbit y, como el cosquilleo me gustó tanto, no solo por la sensación física sino por la idea de superarme a mí mismo, empecé a caminar por el aeropuerto en vez de hacer lo que siempre hago, que es quedarme sentado en la sala de espera mirando a la gente mientras me pregunto quiénes van a morir primero y por qué causas. También empecé a subir por las escaleras normales en vez de por las mecánicas y a evitar las pasarelas móviles.

«Cada pequeño gesto cuenta», me dijo mi vieja amiga Dawn. Ella suele comer mientras hace hula hoop con un aro enorme en la cintura y todo el mundo sabe que va al gimnasio tres veces al día. También tenía un Fitbit y habría matado por él. Otros conocidos míos no estaban tan satisfechos. Gente que había llevado uno hasta que se le había acabado la batería, y luego, en vez de recargarlo (algo que no podía ser más sencillo), lo habían guardado en el cajón de los trastos, junto con otros aparatos de los que se habían ido aburriendo a lo largo de los años. Para gente como Dawn o como yo, personas obsesivas hasta el paroxismo, el Fitbit es nuestro entrenador personal, que nos anima de manera constante a subir de nivel. Durante las primeras semanas de tenerlo puesto, cuando llegaba al hotel y veía que llevaba, por ejemplo, unos doce mil pasos, volvía a salir a la calle para caminar otros tres mil.

—Pero ¿por qué? —me preguntó Hugh cuando se lo conté—. ¿Es que doce mil no son suficientes?

—Es que —respondí yo—, mi Fitbit sabe que puedo hacerlo mejor.

Pienso en aquella época y me da la risa. ¡Quince mil pasos! ¡Ja! ¡Eso no son ni once kilómetros! No está mal si te pilla en pleno viaje de negocios o si una de tus piernas es una prótesis. Pero si estoy en Sussex, eso no es nada. Nuestra casa está al final de una explanada, el lugar perfecto para la idea que tienen los ingleses sobre «deambular». De cuando en cuando sigo una ruta específica, pero en general prefiero caminar por el borde de las carreteras, en parte porque es más complicado perderse con esa técnica, pero sobre todo porque me dan pánico las serpientes. Las únicas venenosas que hay en Inglaterra son las víboras y, aunque me han dicho que son raras de ver, yo ya me he encontrado tres atropelladas. Encima conocí a una mujer llamada Janine a la que le había mordido una. Tuvo que pasar una semana en el hospital.

—Fue culpa mía —me dijo—. No tendría que haber salido de casa con esas sandalias.

—Tampoco es que estuviera obligada a morderte —repliqué—. Podría haber seguido con sus cosas.

Janine era ese tipo de persona que se culpa a sí misma hasta cuando la atracan. «¡Eso me pasa por llevar encima cosas que pueden interesarles a otras personas!», diría, sin duda. De entrada, su actitud me fascinó. Pero al poco tiempo empecé a sentir deseos de venganza por lo que le había pasado y empecé a llevar conmigo un palo mataserpientes, o al menos algo que pudiera usar para agarrarlas por el pescuezo y lanzarlas contra los coches que pasaban a toda leche por la carretera. Es un palo de ésos con una especie de garra en uno de los extremos, diseñado para recoger basura del suelo. Con él en la mano puedo caminar, tener menos miedo a las serpientes y aplacar mi obsesión por el orden y la pulcritud, todo a la vez. Llevo tres años limpiando las calles de la zona de Sussex en la que vivo, pero antes del Fitbit lo hacía yendo en bici y utilizando las manos para recoger la basura. No me iba mal, pero mi técnica era más que mejorable. Yendo a pie no se me escapa ni media: un guante de bebé atrapado en unos arbustos, una bolsa de patatas fritas metida en el agujero de un árbol, una caja de cerillas de color marrón olvidada en una zanja. Y aparte los clásicos de siempre: latas, botellas y el papel megagrasiento en el que viene envuelto el fish and chips. Salta a la vista dónde acaba mi territorio y dónde empieza el resto de Inglaterra. Es como salir de los jardines del castillo Sissinghurst y entrar en Fukushima después del tsunami. El contraste es apabullante.

Desde que me compré el Fitbit he visto cosas con las que jamás habría imaginado que me cruzaría. Una vez vi una vaca con manchitas color café que tenía dos patas larguísimas saliéndole de la vagina. Esa tarde había salido a deambular con mi amiga Maja, que fue la que echó a correr para avisar al granjero. Yo me quedé en el sitio, vigilando a la vaca, lleno de envidia al pensar en los pasos extra que mi amiga estaba sumando con esa carrera. Después de llevar tanto tiempo viviendo en el campo, lo normal sería que ya hubiera visto nacer a más de un ternero, pero no: era mi primera vez. La sorpresa más grande me la llevé al ver la nula exaltación de la madre. Se pasaba un rato gimiendo flojo tirada en la hierba y, al rato, se levantaba y empezaba a comérsela, todo el rato con las patas de su hijo asomándole por detrás.

«¿Estás de coña? —me daban ganas de decirle—. ¿No aguantas ni cinco minutos sin comer?»

A su alrededor había otras vacas y ninguna de ellas parecía alterarse lo más mínimo ante la escena.

—¿Crees que sabrá que hay un bebé al otro extremo de esas patas? —le pregunté a Maja cuando volvió—. A cualquier mujer le explican en el hospital qué va a pasar antes de dar a luz, pero ¿cómo interpreta ese dolor un animal?

Me vino a la cabeza la primera vez que tuve una piedra en el riñón. Fue en 1991, en Nueva York, cuando no tenía ni dinero ni seguro médico. Todo lo que sabía era que me dolía muchísimo y que no podía permitirme ir al médico. Me pasé la noche entera creyendo que me moría. Al amanecer fui al baño, meé sangre y con ella me salió una especie de guijarro de esos que echa la gente en las peceras. Ahí empecé a atar cabos.

¿Qué habría pensado si, después de siete horas de agonía, me hubiera salido del agujero del pene una criatura del tamaño de un puma adulto exigiéndome comida nada más verme? ¿Era ésa la experiencia que estaba atravesando aquella vaca? ¿Daba por hecho que se estaba muriendo o tenía algún instinto natural que le hacía estar preparada?

Maja y yo estuvimos ahí mirando durante una hora. Cuando el sol se empezó a ocultar nos marchamos, decepcionados. Al día siguiente viajé a Londres y, cuando regresé a Sussex, varias semanas después, y volví a pasar por aquel prado, vi a la vaca y a su ternero juntos, pero no de la forma idílica que yo había imaginado sino más bien como dos completos extraños esperando a que abrieran las puertas de la oficina de Correos.

En mis caminatas he visto un montón de animales. Zorros y conejos. Me he encontrado cara a cara con ciervos, armiños, un erizo y más faisanes de los que puedo contar con los dedos de las manos. Todos los tejones que he visto estaban muertos, atropellados por coches y devorados por babosas que a su vez eran atropelladas por otros coches y devoradas por otras babosas.

Cuando Maja y yo vimos parir a la vaca, ya rondaba los veinticinco mil pasos diarios de media, que son unos diecisiete kilómetros. Pantalones que no me entraban, ya casi se me caían, y empecé a notarme la cara más fina. Entonces subí a treinta mil pasos diarios y cada vez llegaba a sitios más lejanos. «Hemos visto a David en Arundel agarrando una ardilla muerta con su palo», le decían los vecinos a Hugh. «Lo hemos visto a las afueras de Steyning empujando un neumático a un lado de la carretera», «... en Pullborough descolgando unos gayumbos de la rama de un árbol». Antes del Fitbit, jamás salía a la calle después de la cena. Ahora, en cuanto acabo de lavar los platos, camino hasta el pub, y de vuelta a casa, una distancia de tres mil ochocientos noventa y cinco pasos, concretamente. Por mi zona no hay farolas y las casas del lugar, a las once de la noche, ya tienen las luces apagadas o casi. Oigo a los búhos y el aleteo de las perdices a las que molesta la luz de mi linterna. Una noche oí un traqueteo y me di cuenta de que la camioneta que había aparcada delante de mí se estaba moviendo de atrás a delante. Por donde vivimos es muy habitual que la gente folle dentro de sus coches. Lo sé porque soy el que recolecta sus condones usados, casi siempre tirados en plena carretera o en zonas de descanso. Además de los condones, en una zona que suelo patrullar me encuentro siempre cajas vacías de Kentucky Fried Chicken y una legión de toallitas desinfectantes. «¿Comen pollo frito antes de follar, o follan y luego comen pollo frito?», me pregunto en silencio.

Echo la vista atrás hacia aquella época donde solo caminaba treinta mil pasos al día y pienso: «Joder, ¿cómo se puede ser tan vago?». Cuando alcanzo los treinta y cinco mil pasos, el Fitbit me manda un dibujo de una medallita, y otra cuando llego a cuarenta mil y otra más, a los cuarenta y cinco mil. Ahora rondo los sesenta mil pasos diarios, que son unos cuarenta kilómetros. Caminar esa distancia con cincuenta y siete años, los pies planos y una bolsa de basura gigante a las espaldas me lleva unas nueve horas. Es mucho tiempo, pero procuro no malgastarlo: escucho audiolibros, podcasts. Hablo con la gente. Aprendo cosas. Por ejemplo, ahora sé que antaño los granos de pimienta se vendían de uno en uno, y tenían tanto valor que la gente se cosía los bolsillos después de guardárselos, para que no se los robaran.

Al final de mi primer día de hacer sesenta mil pasos llegué a casa, linternita en mano, teniendo muy claro que lo siguiente sería alcanzar los sesenta y cinco mil, y que no me rendiría hasta que los pies se me separaran por completo de los tobillos. Quizás incluso sin pies seguiría caminando, clavando mis tibias desnudas en el suelo una vez tras otra. ¿Por qué hay gente que puede usar algo como el Fitbit como si nada, y a otros nos domina por completo, se vuelve nuestro amo y puede llegar a destrozarnos la vida? Caminando junto a la carretera me venía a menudo a la cabeza un programa de la tele que solía ver hace años: se llamaba Obsessed. En un episodio salía una mujer que tenía en su casa dos cintas de correr y caminaba sobre ellas como un hámster en su rueda desde que se despertaba hasta que se iba a dormir. Su familia cenaba y ella los miraba desde arriba, subida a la máquina mientras preguntaba jadeando a sus hijos qué tal les había ido el día. Yo tenía claro que esa señora era ridícula —me lo podía pasar bien viéndolo, pero era una mezcla de diversión y grima, como cuando veo algún episodio de Acumuladores compulsivos— pero de repente empecé a verme reflejado en ella. Aunque, a ver, no es lo mismo caminar sobre una máquina. Eso es algo que no aporta nada a la sociedad. Yo cumplo un propósito, ayudo a mi comunidad. Esa señora y yo tampoco nos parecemos tanto, ¿no? ¿No?

En reconocimiento de toda la bazofia que había ido limpiando desde que me compré el Fitbit, el ayuntamiento del pueblo decidió ponerle mi nombre a un camión de la basura. La persona encargada de la gestión me escribió un correo electrónico preguntando qué tipografía prefería para que grabaran mi nombre en el camión y yo respondí: «Arial en cursiva».

«¿Lo pillas? —le dije a Hugh—. Erial. Mi curso imparable por el erial.»

Hugh había perdido la paciencia conmigo más o menos cuando alcancé los treinta y cinco mil pasos, así que apenas respondió con un suspiro de hartazgo.

Al poco de haberme decidido por una tipografía en concreto, por motivos que aún desconozco, se me murió el Fitbit. Cuando le di un toquecito y vi que la pantalla seguía en negro, casi me da algo. Pero al instante me invadió una gran sensación de libertad. Era como si volviera a recuperar mi vida. Pero... ¿así era? Caminar cuarenta kilómetros, o tan solo subir y bajar las escaleras, de repente parecían actos sin sentido. Si nadie cuenta y registra todos tus pasos, ¿para qué los das? Aguanté cinco horas antes de encargar un nuevo Fitbit, con envío exprés. Me llegó al día siguiente, por la tarde. Al abrir la caja me temblaban las manos. Diez minutos más tarde, con mi nuevo amo bien ceñido a la muñeca izquierda, ya estaba saliendo a dar una vuelta, a pleno trote, casi corriendo, ansioso por recuperar el tiempo perdido.

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