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Capítulo 4

Esteban Rivers

Guardé el teléfono en el bolsillo lateral de mi pantalón y me concentré en la conversación de mi esposa al escuchar que mencionó el nombre de mi asistente. Era raro que lo hiciera. No solía interesarse por las personas que trabajaban conmigo.

—¿Puedes repetir lo que acabas de decir?

—No es para menos tu petición, vas concentrado en ese teléfono a pesar de ir en la carretera. Te decía que Elizabeth es joven, bella y una Castillo.

—Me parece encantadora, pero lo que me hizo contratarla fue el entusiasmo que le percibí. ¿Y a qué viene ese comentario? Tu belleza supera la de cualquiera.

Me acerqué y besé sus labios de manera fugaz.

—Me sorprende esa contratación. Estaba acostumbrada a mujeres mayores en tu oficina.

Revisó sus labios en el espejo de mano y los cerró algunas veces cuidando el labial.

—¿Por eso fue qué te ofreciste a ir a la editorial?

—En lo absoluto, no tengo celos de nadie, menos de una universitaria que es hija de nuestros amigos. Además, tú no eres de esos hombres. Sería ridículo.

—Mi corazón está contigo y será así hasta que lo permitas, últimamente no me quieres cerca.

—Eres un romántico sin remedio y por eso ves fantasmas donde no existen. No estamos para esas tonterías, esa época pasó para nosotros.

—El hecho de que nos casáramos cuando éramos jóvenes no tiene que ser un impedimento para disfrutar nuestro matrimonio a plenitud, al contrario.

—Como sea y para reforzar mis palabras, te comento que invité a Elizabeth a cenar. No le di fecha de manera que tendremos que ponernos de acuerdo. Estoy segura de que se llevará de maravilla con Alejandro.

—Al parecer ni ella se escapa de tus cenas.

Aceleré la marcha del carro al ver que el semáforo nos dio luz verde. No hablamos más durante el trayecto, mi esposa era de pocas palabras.

Cuando llegamos al primer destino de inmediato bajó del carro y tomó las telas de muestra del asiento trasero. Lanzó un beso apurado y la vi perderse en el interior de su boutique.

Volví a la carretera con la mirada pendiente en el reloj frontal, iba tarde a mi reunión por culpa de la alarma. Sin embargo, confiaba en que los colegas con los que me reuniría no hubiesen llegado, tenían ese don de impuntualidad.

—Buenas tardes, Camelia.

—Licenciado, ¿cómo estuvo la reunión?

Alcé unos de mis pulgares y caminé hacia el norte con la atención en el documento recibido en la junta, arrojó los resultados esperados, pero necesitaba releer por si algún detalle se nos pasó por alto y tenía que aprovechar el entretiempo porque requerían mi firma antes de que terminara el día.

Al llegar a mi oficina perdí toda la concentración que me acompañaba. La vi. Su cabello recogido en una coleta despeinada le daba un aire tierno a su alegría. Parecía confundida con algún escrito y soltó una que otra mueca. Me reí. Alzó la mirada con rapidez y se sonrojó.

—Buenas tardes, licenciado Rivers, ¿qué tal su mañana? —averiguó, en un intento de disimulo. Su lápiz rodó por el suelo.

—Hola, Elizabeth —saludé y cerré la puerta—, es un gusto verte de nuevo. Mi mañana estuvo bien, me comentó mi esposa que tuvieron una charla agradable.

Movió la cabeza de manera afirmativa y añadió, segura de sus palabras, que Clara era una mujer llena de carisma y, dejando al descubierto su personalidad halagadora, me felicitó por mi matrimonio.

—Gracias, ¿cómo vas con los bocetos? Camelia me dijo en una llamada que quisiste trabajar en unas ideas para los ejemplares nuevos.

—Los terminé después de almuerzo —respondió con la mirada en una carpeta—, si desea se los puedo enseñar y me da su opinión. Es algo simple, no pretendo competir con su departamento de diseñadores, sin embargo, creo que podemos darles un aire nuevo a estos libros.

—Estoy abierto a tus ideas. Quizás y te cambie de departamento —bromeé.

—No lo aceptaría, me gusta estar aquí.

—No lo tomes literal, déjame ver en lo que trabajaste, me causa curiosidad.

Se levantó de su silla ejecutiva con la carpeta en mano y caminó hacia mi escritorio. Recibí su trabajo y lo examiné. Me quedé sin palabras al ver su arte. Ella lo entendía y eso era asombroso para sus veintidós años de edad.

—Están perfectos, lo difícil será escoger el mejor. ¿Desde cuándo haces esto? Tienes líneas únicas al bosquejar ideas en papel.

—Gracias, licenciado.

Bajó la mirada con un leve rubor en sus mejillas, la hacía ver adorable y lejos de ser la niña rebelde que describían sus padres.

—No me has respondido.

—La verdad desde que tengo uso de razón. Si no seguí una carrera similar fue por mi papá, pero me he dado cuenta que mi pasión se relaciona con el arte. Digamos que me ha cortado las alas porque piensa que todo lo que hago es por rebeldía y teme que me equivoque.

—Me enorgullece saber que empiezas a luchar por tus ideales, nunca es tarde para remediar errores y si me lo permites te enseñaré lo más que pueda de este oficio. Llevaré tu material al departamento de diseño, estoy seguro de que tomarán en cuenta tus propuestas.

—Gracias, licenciado. Quiero ayudarle lo que más pueda y sobre todo aprender de cada cosita que provoca la magia final de un libro.

—¿Quieres ir a cenar hoy? —pregunté en un impulso.

—¿Es una… invitación formal? Yo…

—Claro, es decir, me refiero a que este es tu segundo día de trabajo y no has tenido la bienvenida adecuada, ¿aceptas?

Mis manos se movieron a un ritmo nervioso, era habitual cuando no estaba seguro de mis palabras. Me sentía como en la época de secundaria por alguna razón.

—Estaría complacida de compartir una cena. Gracias.

—Agradeces por todo —afirmé con cierta burla—, ¿te voy a ver a las ocho?

—Al parecer así soy, la gratitud hace que las cosas se multipliquen. Y sí, estaré lista.

—De acuerdo. Iré al departamento de edición a constatar el progreso de los ejemplares. Me llevo tu carpeta para presumirla.

—Sé que no hará eso, si me permite iré en su lugar. Mejor devuelva las llamadas que le hicieron en la mañana, tengo una lista con los nombres.

—Creo que no puedo contradecir esa sugerencia.

—Porque tengo la razón, licenciado.

—Un poquito de humildad —susurré con ironía.

—Voy a fingir que no lo escuché —refutó con una mueca graciosa—, regreso enseguida, con permiso.

Abandonó mi oficina, pero su perfume quedó impregnado en el aire.

Solté un largo suspiro y escondí mis manos en los bolsillos del pantalón. ¿En qué lío estaba metido? ¡Una cena con mi secretaria! ¿Y desde cuándo bromeaba con ella?

Intenté calmarme.

Un día invitaría a todo el personal.

Capítulo 5

Elizabeth Castillo

Salí de la editorial y caminé hacia el estacionamiento con el teléfono en mano. Tenía varios mensajes de mi familia sin responder y desde la última vez que desaparecí de la casa por una fiesta se me prohibió evitarlos. Debía apurarme en darles una respuesta o de lo contrario, estarían frente a la oficina en un abrir y cerrar de ojos.

—¿Hola? —Una voz jovial llamo mi atención a escasos metros de distancia.

Alcé la mirada y me encontré con la sonrisa de un joven de ojitos traviesos y redondos, cabello negro en perfecto peinado y nariz recta. Agradable a primera vista.

Saludé perpleja y pedí disculpa por mi distracción.

—No pasa nada. ¿Trabajas aquí o eres una cliente?

—Trabajo aquí desde hace unos días, ¿eres el hijo del licenciado Rivers?

—Ese soy, mucho gusto, Alejandro Rivers Prout.

Extendió su mano con entusiasmo, pero antes dobló las mangas de su sudadera dejando a la vista un reloj deportivo.

—Elizabeth Castillo Villalba, es un placer.

—¿Eres hija de Alonso Castillo?

—¿Lo conoces?

—Por mi viejo, ha tenido algunas reuniones con él y la mayoría se han realizado en mi casa. Te pareces un montón a tu mamá.

—Gracias, si me disculpas tengo que irme, es tarde.

—No te quito tiempo, espero verte pronto.

Me despedí con un movimiento de manos y seguí mi camino. Había una cena a la que asistir y no quería retrasarme más, al parecer mi jefe tenía ciertas manías con la hora.


Solté un suspiro frustrado y deshice la coleta, por segunda ocasión. Ningún peinado me quedaba bien. Le fruncí el ceño a mi reflejo, mi cabello estaba alborotado, tenía las mejillas sonrosadas, el aire se sentía caluroso y el nudo en la barriga no ayudaba. Me veía sin chiste. ¿En qué pensaba cuando acepté salir con mi escritor favorito y de paso mi jefe? Mi mente gritaba que era mala idea, que aún estaba a tiempo de cancelar. Me recargué sobre mi mano e intenté tranquilizarme. No iba a una cita por qué me comportaba como tal.

—¿Puedo saber a dónde va mi hija?

—¡Me asustaste, mamá!

—¿Te pillé en una nueva travesura, acaso? ¡Estás pálida!

Negué con una fingida sonrisa casual. No era conveniente ponerme en evidencia. Aunque tal vez era tarde, podía casi asegurar que llevaba varios minutos apoyada en la puerta en completo silencio.

—Iré a cenar, mamá. Nada más.

—¿Algún pretendiente o con tus amigas?

—Ninguna de las dos. Laura sigue de viaje al igual que algunas de mis compañeras, es una cena con mi jefe.

—¿Con Esteban Rivers? —Asentí—. Me imagino que también estará Clara.

—No, solo él y yo… es de bienvenida a la editorial.

—Es satisfactorio saber que tiene esos detalles, de seguro lo hace por la amistad con Alonso. No llegues tarde y lo saludas, no lo he visto hace algún tiempo.

—Pensé que después de mi disculpa el toque de queda había terminado.

—De ninguna manera, la última vez desafiaste las reglas de la casa y por ende perdiste la libertad a salidas.

—¿Y qué hay de Tania? Su último castigo duró menos que el mío.

—Porque tú nos das más dolores de cabeza, mi amor, por cierto, si puedes llámala, está con María José y no regresa hasta mañana.

Besó mi cabello, en un gesto dulce, para después salir de mi cuarto; rara vez las conversaciones con ella me dejaban con una sensación extraña, pero en esa ocasión sí que lo hicieron, no sé si por recordarme mi castigo o por su comentario respecto a mi jefe.


—Hola —saludé a Esteban, con cierta timidez al verlo fuera de su auto. Aún no me creía que estuviera esperando por mí. Parecía surreal.

Llevaba una camisa remangada hasta los codos con los primeros botones al aire, un pantalón jean y zapatos gamuza de corte bajo, recargado sobre la puerta del copiloto bien podría confundirse con un amigo más. Miré hacia otro lado al ser consciente del latido acelerado de mi corazón.

—Buenas noches, Elizabeth, te ves enigmática, solo por eso disculpo tu tardanza.

—¿Es un cumplido de escritor?

—Pienso que sí, conozco un restaurante francés, ¿te apetece?

—La comida francesa es mi favorita. Un punto a su favor, licenciado.

Abrió la puerta del copiloto al tiempo que extendió su mano izquierda para mí. Lo miré sorprendida, no estaba acostumbrada a esos actos de caballerosidad, pero ¿qué podía esperar? Él no era como los chicos de mi edad. Dudé un par de segundos y finalmente, en medio de una sonrisa discreta, descansé mi mano sobre la suya. La mirada que nos acompañó, me descolocó. Tragué saliva y entré al carro antes de soltar una imprudencia.

Una vez en la carretera no volvimos a conversar. Sin embargo, el ambiente se sentía cómodo, como si disfrutáramos del silencio y de la complicidad latente que surgía entre ambos. Había química y miedo también.

—Buenas noches, señores, bienvenidos a Baretto, ¿tienen reservación?

—Buenas noches, sí, a nombre de Esteban Rivers —respondió al anfitrión, con una sonrisa formal.

—Les pido un segundo, señores.

Tecleó el nombre de mi jefe en su computador y después, en un gesto protocolario, nos condujo a la entrada.

—Este lugar es bohemio —confesé, mientras caminábamos hacia la mesa que nos fue asignada, las paredes eran de color tierra y estaban decoradas con cortinas pesadas y cuadros de famosas celebridades, en el techo colgaban sofisticadas lámparas que daban el toque de gracia.

—Disfruten la velada, ¿algo para tomar mientras esperan la carta del chef, señores? —preguntó el anfitrión, cuando se aseguró que ocupara la silla junto a la ventana.

—El vino sugerente de la casa, gracias.

—Con permiso, en un momento tendrán su orden.

—¿Debo aceptar lo bohemio como un cumplido? —indagó, luego de que por algunos segundos perdiera su mirada en la dirección del empleado.

—De hecho, es un lugar singular y me gusta. Otro punto a su favor.

—Y eso que no sé mucho de ti, ¿me cuentas más?

—¿Qué le digo? Estudié marketing con una especialidad en tecnologías de la información y comunicación, solo me falta que aprueben mi tesis para graduarme. Mi papá sueña con que trabaje en el departamento de comunicaciones, como le dije antes la carrera es más suya que mía. Creo que en eso se resume los últimos años de mi vida, estudios, salidas y discordias por mi futuro y mis pasiones.

—¿Las letras?

—Sí, su mundo es el mío y ahora que lo conozco no quiero abandonarlo, lo que hacen en la editorial es fascinante.

—¿Qué me puedes decir de esos escritos que mencionaste en la entrevista?

Fijé la mirada en mis uñas y esbocé una sonrisa. Era la primera vez que alguien se interesaba de verdad.

—Por ahora son historias sueltas y en parte esa fue otra de las motivaciones para ir a la editorial. En un futuro me gustaría publicar mi propio libro —confesé con entusiasmo.

—Eso no va a ser nada difícil. Si tienes talento para las artes gráficas de seguro para las letras es igual. Un día de estos podemos ver esos escritos y trabajar en ellos.

—Me gusta la idea, quiero enfocarme en cuentos infantiles, a los niños se les puede inventar mundos fantásticos que marquen su infancia.

—Tienes razón, aunque es un género complicado para mi gusto. ¿Tu novio te apoya en esta meta? —preguntó descansando el mentón sobre la palma extendida de su mano.

Fijé mi mirada en la suya. Negué despacio.

—¿Me tratas de decir que estás soltera? Me sorprende que no mantengas una relación, eres una joven hermosa, perspicaz e inteligente. Cualquiera se fijaría en ti.

—Lo que pasa es que siempre he tenido otros intereses y luego de descubrir los amores de libros no espero menos. Salí con varios chicos, pero nada digno qué contar.

—Te pareces a mí cuando tenía tu edad, con decirte que mi esposa fue mi segunda novia.

—¿Por qué? Los hombres son abiertos en ese aspecto.

—Estuve en mi propia burbuja.

El empleado, que nos había llevado a la mesa, volvió con el vino solicitado, después de servirlo en las respectivas copas y tomar nuestro pedido, se alejó.

—De todas maneras, su esposa es una mujer guapa y encantadora, se nota que es feliz —continué con la conversación.

—Hemos construido un matrimonio sólido en estos años, pero si quieres la verdad nuestra unión también se dio porque llevaba a Alejandro en su vientre y no me malinterpretes, estaba en nuestros planes casarnos, pero no a corto plazo. Te sorprendería la edad.

—¿Y nunca se preguntó que hubiera ocurrido si terminaban? ¿Qué tal si su plan de vida era otro?

—El hubiera no existe, Elizabeth. Es una pérdida de tiempo comparar nuestra realidad con escenarios alternativos.

Alcé las cejas con determinación. Era audaz e inteligente.

—¿La señora Rivers es el amor de su vida?

—Rompamos con este esquema —sugirió acompañado de un movimiento de manos—, tutéame.

Sonreí y de inmediato sentí como el calor recorrió mis mejillas. Me había ruborizado.

—Brindemos por ambos —propuse en el momento en el que me entregó la copa y me di cuenta que no pretendía responderme.

—Salud —contestó con mirada curiosa, que delató un tenue brillo en su iris.

Antes de que nuestras copas chocaran, una llamada entrante a su celular interrumpió el momento. Soltó la copa y lo buscó en el bolsillo de su pantalón, con una mirada apenada se disculpó para responder.

—Ho-hola, Clara, ¿todo b-bien?

Jugué con los tenedores en un intento de no prestar atención a sus palabras.

Enseguida el mesero apareció y en total silencio dejó los platos en su lugar, con una sonrisa pomposa se despidió.

—¿Por qué le mentiste? —indagué cuando terminó con la llamada.

Abrió los ojos con asombro mientras sus dedos golpearon levemente la mesa.

—No esperaba esa pregunta… Eh… En otro momento le contaría con quién estaba, pero ahora se siente como un secreto entre ambos… No lo sé…

—Un secreto que tal vez se dibujó en nuestras manos. Dicen que ahí se encuentran todos.

—¡Vaya! Tus ocurrencias se están convirtiendo en mi terapia de risas. Tendré en cuenta tu comentario.

—Eso es lo que busco, escritor, que encontremos armonía en esta relación laboral. Brindemos.

Capítulo 6


Esteban Rivers



Dejé el periódico a un costado de la mesa en el momento que noté que Clara ocupó su lugar a mi lado. El color amarillo que llevaba esa mañana hacía brillar su semblante. Era una mujer hermosa y de movimientos delicados. Su cabello castaño jugaba con el negro de sus iris y le daban a su rostro un aire sofisticado. Le llevaba un año de diferencia, pero desde que decidió cambiar la mitad de su guardarropa perfectamente pasaba por una treintañera.

—¿Cómo te fue en la cena de negocios, Esteban? —cuestionó al notar mi mirada embelesada sobre ella.

—Igual, los mismos temas de siempre, cariño.

—¿Puedo deducir que tendrás a un nuevo escritor bajo tu sello?

—Eso creo, al menos dejé buena impresión. ¿Qué tal el día en la boutique?

—Yo también tuve una nueva clienta. Parece una joven encantadora al igual que su familia.

—Quedará fascinada con tus diseños. Tienes el privilegio de crear el atuendo más importante para el día soñado de las mujeres.

—Amanecimos inspirados —bromeó, con la mirada fija en su caja de pastillas.

Sus largos dedos jugaron con la etiqueta y un gesto vacilante se apoderó de su rostro.

Hace un poco más de un año su médico se las recomendó. Solía sufrir episodios de estrés cuando estaba bajo presión. Al principio consideramos que era normal, todos nos descompensábamos en algún momento, pero cuando se volvió víctima de sus nervios supimos que necesitaba de ayuda profesional. Fueron meses complicados.

Me di cuenta de que faltaban algunas de las cápsulas, lo que significaba que había tomado de más. Me preocupé. Quise preguntar el motivo, pero me detuve. No quería hacerla sentir controlada.

—Por cierto, estuve pensando en Elizabeth y en la cena que le prometí, ¿qué te parece este fin de semana? —Lanzó la pregunta en un tono animado.

—¿A qué se debe la prisa?

—Alejandro la conoció anoche, dice que afuera de la editorial. Nuestro hijo está prendado de la belleza de tu asistente.

Me quedé en silencio.

—¿Esteban?

—Disculpa, se me fue el pensamiento a una reunión que tengo en menos de dos horas. Yo le digo a Elizabeth de la cena y te confirmo luego, nos vemos en la noche.

—No, hoy no vendré temprano —avisó con la mirada en su teléfono—. Tengo una prueba de vestuario con otra joven, no sé a qué hora me desocupe.

—Clara, esta semana apenas has estado en la casa. ¿No crees que últimamente el trabajo es más importante para ti y que además te está pasando factura?

—Ya hemos hablado de eso, Esteban y ahora no es el mejor momento.

—Nunca lo es porque siempre estás ocupada.

—Al igual que tú y no te lo reclamo.

—Sabes que eso no es cierto. —Me senté a su lado—. ¿Qué ocurre? Hace meses que nos hemos distanciado sin querer admitirlo.

—No seas intenso con el tema. No te reclamo ni controlo tu vida, no lo hagas conmigo.

—Clara, no es que te quiera controlar, pero ya casi ni nos vemos a menos que sea para dejarte en la boutique o para estar presente en una de tus cenas. ¿Qué es lo que pasa?

—¡Nada! Es el trabajo que nos absorbe, pero no es el fin del mundo. No somos ni la última, ni la primera pareja que no se ve en el día. Ambos tenemos ocupaciones.

Ocultó sus manos debajo de la mantelería mientras su mirada divagó, estaba rígida y la comisura de sus labios la delataba; en un movimiento lento, me adueñé de su barbilla e hice que sus ojos negros se encontraran con los míos:

—Te propongo un plan, ¿qué me dices si este domingo vamos al lago con nuestro hijo? Hace mucho que no planeamos esas excursiones familiares.

—N-no puedo, mis amigas vienen a casa, vamos a ponernos al corriente, ¿lo dejamos para la semana próxima? Recuerda que Alejandro pasará el fin de semana con Manuel, es su compromiso.

—Entonces nos vamos los dos, tenemos tiempo que no compartimos. Creo que nos lo merecemos, reagenda con tus amigas.

Busqué su mano izquierda y la besé.

—Odio cancelar. Además, dos de ellas harán un viaje en días posteriores y de no reunirnos nos será imposible encontrar otra fecha dónde coincida nuestro tiempo libre. Mildred Duque adoraba estar a bordo de un avión y necesito de ella para consolidar mis nuevas relaciones.

Fruncí los labios y pestañeé un par de veces. Recordé el restaurante que había mencionado días atrás y la emoción con la que me lo contó porque conocía al chef, le propuse ir.

—Me encantaría, pero me comprometí con la joven que te comenté. Es imposible cancelarle a último minuto. —Asentí con pesadez—. Lo siento, es mi trabajo, no puedo estar disponible las veces que desees.

—Clara, ¿sabes que somos un matrimonio puertas adentro también? Perdón que te lo diga, pero tengo la sensación de que lo nuestro se deteriora cada vez más. Es como si estuviéramos en un invierno constante.

—¿Lo dices porque no acepto tus planes? Y hazme un favor, deja tus palabras bonitas para los libros que escribes, a mí no me gustan esas clases de analogías.

Pasó las manos por su cabello ondulado en un intento forzado. Solté un suspiro pesado. No quería terminar en discusión, pero su actitud no me hacía las cosas fáciles. Sin embargo, insistí una vez más, tal vez estaba agobiada por tanto trabajo, quería demostrarle que la apoyaba y que si nos lo proponíamos volveríamos a ser los de antes.

—Esteban, creo que no es tiempo para esta conversación. Me despides de nuestro hijo. Tengo trabajo que no puedo retrasar.

Se levantó con cierta prisa, me dio un beso en la mejilla y se direccionó a la salida. Estábamos en problemas.

—Viejo, buenos días, ¿dónde está mamá? —preguntó mi hijo desde la escalera, al tiempo que soltó un bostezo; con la mirada en la puerta le dije que acababa de irse—. ¿Así de simple? ¿Por qué nunca nos acompaña a desayunar?

—Tiene trabajo. Es increíble ver como una mujer se casa cada día, tu mamá no para.

—La justificas todo el tiempo, tú también trabajas por montón y siempre estás aquí —contestó mientras ocupó el lugar que había dejado Clara.

Me encogí de hombros en un intento de quitarle peso a su afirmación, lo que menos quería era que se diera cuenta de los problemas que arrastraba con su mamá; fingí concentración en los titulares del periódico y le pedí que comiera, de lo contrario llegaría tarde.

—Quiero que se acabe el quimestre. Las clases son como una jornada de expiación. Me dan ganas de no asistir un día más.

—No digas eso ni en broma. —Sonrió al ver mi molestia—. Te faltan los dos últimos quimestres.

—¿Desde cuándo eres literal, viejo? Fue un decir, ya me voy, no quiero decepcionarte y llegar tarde al centro del saber —ironizó, y lejos de causarme molestia me sacó una risa mañanera.

Guardó el periódico que estaba a un costado de mi plato y salió a toda prisa de la casa pendiente del reloj.

Descansé sobre el respaldar del asiento mientras dejé que mi mirada se perdiera por el espacio cuadrado. El silencio podía resultar agobiante. La discusión con mi esposa volvió a hacer ruido en mi mente. ¿Estaba exagerando? Antes de darme una respuesta, Elizabeth se adueñó de mis pensamientos, recordé la cena y su ingenio. Me descubrí sonriendo. Moví la cabeza en un intento de esfumar su recuerdo y pasé ambas manos por mi rostro. No tenía sentido pensar en ella.

Alcancé el computador y, luego de confirmar la agenda del día, salí hacia la editorial. Ya era tarde.

—Esteban, hola, ¿todo bien? Es raro que llegues a esta hora. —Elizabeth guardó las llaves del carro en su cartera negra—. ¿No escuchaste la alarma?

—No fue eso, di por hecho que te encontraría en tu escritorio. Debes disciplinarte con tus horarios.

—Lo sé. —Mantuvo su mirada sobre mí—. ¿Seguro que estás bien? No sé, parece que tienes un problema o algo te ha dañado la mañana.

—Me doy cuenta del nivel de tu suspicacia. No te equivocas, pero no es nada de qué preocuparse. Problemas típicos del matrimonio.

—¿Seguro? No fue por la cena o...

—¡La cena! En lo absoluto, mi invitación fue de protocolo, nada extraordinario —hablé a velocidad, así no se daría cuenta de que mentía.

Sus ojos verdes se desorbitaron y sus labios rosas se entreabrieron como si fueran a decir algo, pero en su lugar retrocedió un par de pasos, como si no supiera exactamente qué hacer.

—Yo… No quise… Olvídalo, te veo adentro. Tengo algunos asuntos personales que terminar antes de empezar con el trabajo.

Sin esperar a que respondiera, cruzó la cartera alrededor de su cuerpo y se alejó a pasos firmes y coordinados. ¿La lastimé con mi absurda respuesta? Sin tener la culpa, descargué mi enojo con ella. Aunque tal vez era lo que necesitaba. Yo no era la clase de empleador que era amigo de sus empleados, mucho menos de una joven que, sin proponérselo, ya merodeaba mi mente.

Tenía que marcar distancia, de no querer arrepentirme después.

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