Kitabı oku: «Pasiones sin nombre»
pasiones sin nombre: ensayos de sociosemiótica
Eric Landowski
Colección Biblioteca Universidad de Lima
Pasiones sin nombre: ensayos de sociosemiótica
Primera edición digital: noviembre, 2017
© Eric Landowski, 2004
© De la edición francesa: Presses Universitaires de France, 2004
© De la traducción: Desiderio Blanco
© De esta edición:
Universidad de Lima
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Versión ebook 2017
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ISBN versión electrónica: 978-9972-45-420-2
Índice
INTRODUCCIÓN
PRIMERA PARTE: DE LA JUNCIÓN A LA UNIÓN
Capítulo 1. La mirada implicada
1.1 Textos y prácticas
1.2 Entre semiología y deconstrucción
1.2.1 Más acá de los signos y de los códigos
1.2.2 Éticas de la lectura
1.3 La construcción semiótica del sentido
1.3.1 Apropiación o logro
1.3.2 Figuras de la alteridad
1.3.3 Sentido y experiencia
Capítulo 2. Hacia una semiótica sensible
2.1 A partir de De la imperfección
2.2 Fracturas y escapatorias
2.2.1 De la estesis y de la pasión como accidentes
2.2.2 Razón y sinrazón en la semiótica de las pasiones
2.3 “Mehr Licht!”
2.3.1 Un auto-aprendizaje
2.3.2 Sentido y no-sentido
Capítulo 3. Sentido e interacción
3.1 Junción versus unión
3.1.1 La junción: una economía narrativa
3.1.2 La unión: el régimen de la copresencia
3.1.3 La identidad en juego: ser y devenir
3.2 Lógicas del valor
3.2.1 Tener o ser
3.2.2 Poseedores y poseídos: del intercambio al gasto
Capítulo 4. Hacer signo, hacer sentido: regímenes de significación del cuerpo
4.1 El cuerpo desemantizado
4.2 El sentido desencarnado
4.3 Cuerpo a cuerpo, hacer sentido
Capítulo 5. El encuentro estésico
5.1 Efectos sin causa
5.2 El texto-mundo como presencia
5.3 El sentido de la rima
SEGUNDA PARTE: EL CONTAGIO DEL SENTIDO
Capítulo 6. Más acá o más allá de las estrategias, la presencia contagiosa
6.1 Rupturas y continuidades
6.1.1 Formas de textualidad, problemáticas del sentido
6.1.2 A partir de la estesis
6.2 Los cuerpos conductores
6.2.1 Dos regímenes de contaminación
6.2.2 Lo deseable: entre juicio estético y captación estésica
6.2.3 Cuerpos-objetos, cuerpos-sujetos
6.3 Coordinaciones
6.3.1 Después de todo, “hacer como” versus “hacer conjuntamente”, en cadencia
6.3.2 Reproducción unilateral, o ajuste creador de sentido y de valor
6.3.3 Hacia una gramática de lo sensible
Capítulo 7. Sabor del otro
7.1 Yo y el otro
7.1.1 El espejo
7.1.2 El encuentro
7.1.3 Nadie, alguien, algo
7.2 La alteridad sin nombre
7.3 En pro de la costumbre
7.3.1 Románticos y moralistas
7.3.2 La estesis como proceso y como aprendizaje
Capítulo 8. El tiempo intersubjetivo
8.1 A tiempo – a contratiempo
8.2 El tiempo de la cita y el tiempo del accidente
8.3 La alternancia
8.4 “Quanto resta da dire”
8.5 El tiempo compartido de la danza
8.6 El tiempo diferido de la correspondencia
Capítulo 9. Modos de presencia de lo visible
9.1 “Un encanto no totalmente ciego”
9.2 Sentido musical de la imagen
9.3 Hacer sentido, hacer imagen
9.4 La modulación del sentido
TERCERA PARTE: ENTRE ESTESIS Y SOCIABILIDAD
Capítulo 10. Diana, in vivo
10.1 De la política a lo político
10.2 Crisis de regímenes
10.3 Desdoblamientos
10.4 En situación
10.4.1 Masas tímicas en movimiento
10.4.2 La práctica sociosemiótica
Capítulo 11. Comunidades de gusto
11.1 Del placer de los sentidos al sentido como placer compartido
11.1.1 Una puesta en valor paradójica
11.1.2 Cosméticos y narcóticos
11.2 Cervezas de los trópicos
11.2.1 Tipos de actantes colectivos
11.2.2 Figuratividades
11.3 Giros y vueltas
Capítulo 12. El gusto de la gente, el gusto de las cosas
12.1 El gusto y su sujeto
12.1.1 Un don recíproco
12.1.2 Condiciones de una semiótica del gusto
12.2 Formas del gusto
12.2.1 La inconstancia necesaria
12.2.2 El gusto de los placeres – el gusto de agradar
12.2.3 Formas de logro [d’accomplissement]
12.3 Políticas del gusto
12.3.1 Entre estésico y etológico
12.3.2 Apolo y Dionisos
12.3.3 Problemas de epistemología y de metodología del gusto
12.4 Recorridos y estrategias
12.4.1 El Camaleón y compañía
12.4.2 De la mundanidad al ser-en-el-mundo
12.4.3 El Oso y sus congéneres
12.4.4 El gusto de las cosas
12.5 Hacia una semiótica “existencial”
REFERENCIAS
ÍNDICE DE NOCIONES Y DE TEMAS
Introducción
El gesto científico fundamental que hemos aprendido es un gesto de exclusión. Para conocer, es necesario –exigencia epistemológica y metodológica primera– proponerse objetos claramente delimitados y plantearse acerca de ellos cuestiones que tienen que ver con alguna problemática precisa. Nos hemos acostumbrado, pues, a descartar, o al menos a suspender, desde el comienzo de cualquier investigación, todo aquello que no nos parece directamente pertinente en relación con el punto de vista que hemos elegido a nuestro gusto para comenzar, y al cual debemos atenernos a lo largo de nuestro recorrido. Investigar, analizar, hacer “trabajo científico”, es renunciar de entrada a tratar lo real en la forma como lo aprehendemos y lo vivimos en la inmediatez de la experiencia, es decir, como totalidad.
Y, sin embargo, aun asumiendo la finitud de los esfuerzos, de los resultados y hasta de los objetivos que nos hemos propuesto, ¿cómo no aspirar a un saber que supere esos estrictos y casi austeros límites? Decir que en este asunto no se darán milagros no impide imaginar una comprensión penetrante, íntima, global y al mismo tiempo lo más cercana posible de las cosas mismas, y no, como quiere el Método, parcial, a distancia, y con frecuencia insípida. Pero como, aun soñando de ese modo, volvemos a pesar de todo, por costumbre, por escrúpulo o por necesidad, a fijar, en nombre del buen método, un punto de vista determinado y a adoptar una distancia de observación particular en relación con el objeto que nos disponemos a estudiar, nos encaminamos de nuevo, y eso es desde el principio, hacia el mismo sentimiento de frustración a la llegada: el de haber pasado, a pesar nuestro, al lado del objeto elegido sin haber podido decir de él lo que hubiera sido necesario para dar cuenta de lo que es en sí mismo, en su globalidad. Y en la descripción que finalmente damos de él, no llegamos a reconocer lo real cuyos contornos nos habíamos propuesto circunscribir y cuyo misterio hubiéramos querido comprender, como si la manera misma que hemos adoptado para abordarlo nos hubiese impedido irremediablemente captar lo que tenía de más viviente o dejado escapar lo que verdaderamente en él nos afectaba.
Desde ese punto de vista, nada nos hubiera convenido mejor que la desengañada fórmula que Raymond Queneau, en Les Fleurs bleues, pone en boca de su (anti)héroe el duque de Auge, moderno caballero del Grial, indefinidamente decepcionado de su búsqueda irrisoria, en su caso modestamente gastronómica: después de cada una de sus co-midas, festines siempre esperados, y por supuesto indefectiblemente decepcionantes, como para nosotros al término de cada uno de nuestros artículos, de cada uno de nuestros “ensayos”, una sola y misma constatación: “¡Otro desastre más!” [“Encore un de foutu!”]1.
De ahí la tentación, poco razonable tal vez, pero no por eso menos insistente, de reintegrar en el marco mismo de nuestros análisis algunas dimensiones por lo menos de nuestra relación con el mundo, lo que nos hace perder el punto de vista selectivo que hay que adoptar cuando nos decidimos a mirar las cosas como objetos de un conocimiento estrictamente “científico”. ¡Dejemos de excluir! Y resulta que las dimensiones que a uno le gustaría recuperar son precisamente, ante todo, aquellas cuyo descarte se considera, desde la otra perspectiva, como más necesario para la construcción de un saber riguroso, basado en la toma de distancia y en la objetivación. Esas dimensiones perdidas son, ante todo, la de la presencia inmediata de las cosas ante nosotros, antes de la aparición de cualquier forma de articulación y de reconocimiento convencional, y la de lo experimentado [l’éprouvé], que puede ser definido como la experiencia de un sentido que procede directamente de nuestro encuentro con las cualidades sensibles inmanentes a las cosas presentes.
¿Qué podemos, pues, recuperar de nuestra relación vivida con el otro, con el mundo, con las cosas mismas? La experiencia, entendida como momento de emergencia del sentido, ¿tiene que quedar irremediablemente para nosotros en el orden de lo que hay que callar porque, semióticamente, no tiene nada que decir? ¿O por el contrario, podemos esperar hablar de ella sin dejarnos llevar por la mera ensoñación o por un vago impresionismo, es decir, permaneciendo en los límites de una búsqueda de inteligibilidad razonada y comunicable?
Apostar, como lo haremos, por la posibilidad de una respuesta afirmativa significa, en realidad, optar por una vuelta a los orígenes. Antes de desarrollarse (durante los años 1970-1980) como una gramática del discurso, la semiótica se había constituido, en efecto, a partir de una reflexión de inspiración fenomenológica sobre nuestra relación con el mundo percibido, considerado como “lugar no lingüístico” de la emergencia de la significación2.
Pero por el simple hecho de que el discurso verbal, y solo él, puede ofrecer los medios metalingüísticos necesarios para dar cuenta (mal que bien) de otras semióticas, se ha llegado rápidamente a privilegiarlo en la práctica, aunque no por derecho. Dejando de lado el ámbito de las prácticas significantes en acto, donde lo verbal goza apenas de una superioridad relativa en relación con otras semióticas –gestual, visual o proxémica, por ejemplo–, por las que pasan nuestras relaciones con el otro, y a fortiori con el mundo natural, se ha considerado preferible, o más razonable, limitarse, al menos para comenzar, al análisis de los discursos enunciados, de los “textos” stricto sensu. Pero como lo provisional tiende a convertirse en permanente, el plano de la experiencia vivida, en cuanto tal, será permanentemente “olvidado” como nivel de realidad potencialmente analizable, en provecho casi exclusivo de aquello que los sujetos llegan a decir. Como a Greimas le gustaba repetir –el primer Greimas, el de Semántica estructural–, “¡Fuera del texto, no hay salvación!”.
Como en la época se daba más importancia al didactismo a fin de velar por la “salvación” [semiótica] de los novicios analistas, se organizó una verdadera guía de “normalización” de los textos con vistas al análisis. Se ofrecía en ella la lista de las marcas discursivas que era preciso anular para pasar del objeto empírico al objeto de análisis: aquellas, precisamente, que indicaban la presencia originaria de un yo, cuerpo-sujeto enunciante in vivo, en un aquí-ahora inasible como tal3. Como resultado de esos procedimientos de limpieza metódica que apuntaban fundamentalmente a los índices de la persona y a los “deícticos”, uno podía estar seguro de obtener, por eliminación, un objetotexto lo más alejado posible de las circunstancias particulares de su producción: material artificial por construcción, palabra separada de su origen y colocada fuera del tiempo y del espacio, aunque en esa misma medida más cómodamente analizable que el acto enunciativo que presupone. Lo mismo, más o menos, ocurre en ciencias naturales con esos materiales brutos, por así decir, demasiado vivientes, que comienzan por prepararse purificándolos y acondicionándolos antes de colocarlos cuidadosamente in vitro, porque de otra manera no podrían ser observados en buenas condiciones.
Hay que considerar, pues, la sabiduría de las precauciones metodológicas asumidas en los años sesenta, sin las cuales, probablemente, no se hubiera establecido ningún modelo semiótico eficaz. Era necesario proponerse en ese momento un plan de análisis drásticamente simplificado para sentar los fundamentos conceptuales de un método de análisis operativo y forjar instrumentos precisos de lectura. Pero hoy, gracias justamente a las conquistas obtenidas por las investigaciones conducidas desde entonces sobre aquellas bases, es posible la superación de aquellas premisas reductoras. Y ha sido, precisamente, otro libro del mismo autor –esta vez, del “último” Greimas– el que nos coloca en la nueva vía.
Ese libro, aparecido en 1987, es De la imperfección4, libro que marca el tránsito de una etapa decisiva después de un recorrido jalonado por la publicación de Del sentido I y II, de Maupassant y del Diccionario de Semiótica. En unos veinte años, esos trabajos, así como aquellos de los miembros del equipo constituido en torno al seminario semanal de la Escuela de Altos Estudios, permitieron desarrollar sistemáticamente una aproximación objetivante, inaugurada por Semántica estructural, y concretar un gran número de promesas, esencialmente acerca de una gramática narrativa de aplicación cada vez más amplia, hasta incluir finalmente, con Semiótica de las pasiones, la problemática de los “estados del alma” del sujeto5. Con el pequeño volumen publicado en 1987, trabajo a primera vista tan “literario” que la mayor parte de lectores, sobre todo en Francia, lo tomaron como una renuncia a las exigencias de una semiótica rigurosa, Greimas vuelve a las fuentes fenomenológicas de las que había partido y a las cuales nos hemos referido más arriba, y renueva con ello las perspectivas de la investigación, introduciendo un concepto clave, totalmente ignorado hasta entonces en semiótica: el concepto de estesis.
A partir de ahí, comienza a tomarse en cuenta la reintegración de las dimensiones perdidas de la significación, a las que hemos aludido antes. Por nuestra parte, después de La sociedad figurada, ensayo de descripción de las condiciones de emergencia del sentido en diversos tipos de interacciones, basado en una toma de distancia objetivante en relación con el objeto, hemos esbozado, con Presencias del otro, un primer paso en la dirección de una semiótica que trata por el contrario de adoptar lo más cerca posible el punto de vista de los sujetos implicados en las experiencias vividas, tomadas como objetos de estudio6. La ambición del presente ensayo consiste en dar un paso más en la misma dirección, proponiendo una conceptualización de tipo interactivo que permita describir semióticamente la manera como el componente sensible –estésico– interviene en la captación del sentido in vivo, es decir, en acto y en situación.
La dimensión estésica de nuestra relación con el mundo es aquella por la que nos es dado experimentar (éprouver) el sentido como presencia: formulación deliberadamente provocadora frente a los defensores de una “semiótica racional”. Hasta el presente, se han venido analizando significaciones articuladas, consideradas como pertenecientes al orden de lo inteligible y de lo cognitivo, y, de pronto, de lo que ahora se trata es de tomar por objeto un sentido del orden de lo sensible y de lo afectivo. Se pueden fácilmente imaginar, a partir de ahí, dos semióticas distintas y hasta, no tardando, dos escuelas rivales, que, en el peor de los casos, lleguen a ignorarse mutuamente, y en el mejor, puedan entrar en conflicto abierto: de un lado, los especialistas de lo discursivo, de lo cognitivo, de lo racional, de lo articulado, de lo categorial, de lo formalizable (y hoy, de lo tensivo); del otro, los amantes de lo prediscursivo, de lo sensitivo, de lo afectivo, de lo amorfo, de lo estésico, de lo impresivo (y, como veremos, de lo contagioso)… Pero en realidad, si puede constituirse una semiótica “de lo sensible” –o mejor, una semiótica capaz de dar cuenta de los principios de eficiencia de lo sensible en los procesos de constitución del sentido en general–, eso no podrá lograrse ni yuxtaponiéndose a la semiótica “de lo inteligible” bajo las diferentes formas que pueda adoptar, ni pretendiendo ponerse en su lugar. Una y otra de esas posibilidades terminarían por admitir como una necesidad incuestionable un corte, cuando, por el contrario, el verdadero desafío consiste hoy precisamente en lograr superar semejante dualidad.
Ciertamente, los semióticos no hemos inventado la distinción entre lo inteligible y lo sensible –entre alma y cuerpo–. Y nuestra meta tampoco consiste en descubrir la manera de pasarla por alto. Lo que nos debe preocupar en este momento es cómo dejar de oponerlos en teoría, y lograr mostrar, por el contrario, que más allá o más acá de la diversidad aceptada de los regímenes de construcción y de captación de sentido, el sentido es uno.
Lo cual viene a postular que el acto de “comprender”, entendido como la captación de significaciones discursivamente articuladas, no excluye sino que incorpora la experiencia sensible de un mundo vivido en el momento mismo en que hace sentido, y que, inversamente, el “sentir” constituye ya en sí mismo un primer modo de captación del sentido, de tal suerte que en la manera misma como experimentamos, incluso físicamente, nuestra presencia ante el mundo, está ya diseñada una forma de comprensión. Lo cual quiere decir que, desde nuestro punto de vista, lo sensible no constituye una suerte de suplemento cuyo estudio vendría ahora a enriquecer una problemática primera, más fundamental, que sería la de lo inteligible considerado como el terreno propiamente dicho de la investigación. De hecho, las dimensiones en cuestión son constitutivas, en conjunto e indisociablemente, de nuestro objeto.
Estos puntos de vista, que antes de De la imperfección hubieran chocado a no pocos semióticos, han llegado a constituirse ya, por así decirlo, en banalidades. Lo que resulta aún más difícil de hacer aceptar es la idea de que la superación de la concepción dualista que durante tanto tiempo ha llevado a fundar el desarrollo de la semiótica sobre el descarte sistemático de la presencia, de la sustancia, de la vivencia y de todo aquello que tenga que ver con lo sensible, pasa además por una revisión conceptual que concierne al estatuto, a la función, a la identidad misma del sujeto –el enunciador, que se considera que vive las interacciones que analizamos, y también el enunciante, que efectúa su análisis, los cuales tienden, por lo demás, a encontrarse, si no a confundirse–.
Mientras que la identidad ha sido definida en semiótica por el tipo de roles que un sujeto cumple dentro del universo narrativo, organizado este como un sistema de relaciones cerrado sobre sí mismo, no ha habido necesidad de entrar en los detalles de ciertas especificidades individuales, de orden existencial o material. En el marco de esos sistemas, toda identidad individual estaba dada de antemano en términos generales bajo la forma de funciones, de recorridos y de programas a realizar. La vida, o su simulacro narrativo, no hacían más que actualizarlos. Pero se puede defender también una concepción dinámica que haga de la persona-sujeto una construcción que adquiera forma en situación, en función de interacciones concretas con otro, con las cosas, y, por supuesto, con los textos, considerados igualmente como realidades de orden indisociablemente inteligible y sensible. Eso supone cierta disponibilidad para la interacción con las realidades de todo tipo con las que el sujeto se encuentra confrontado, una participación plena y total en los contactos con el otro, cualesquiera que sean su forma y su estatuto, una presencia efectiva y directa en el mundo sensible.
Desde este punto de vista también, la misma lógica de la marcha comprensiva que tratamos de desarrollar, nos impone la integración de lo somático y de lo sensible –de lo estésico– entre las dimensiones pertinentes del análisis.
Lo sensible no debería, por consiguiente, oponerse jamás a lo inteligible. Ni siquiera como su contrario por naturaleza. En cuanto objeto de conocimiento teórico y analítico, no difiere esencialmente de la otra dimensión. También él extrae su eficiencia de articulaciones que le son propias, de cualidades sensibles diferenciadas y modulables entre sí. Y, sobre todo, en cuanto que está investido en la materialidad de los seres y de las cosas, tiene sus figuras, su consistencia, un espesor, una plástica y un ritmo que, por presentar cierto número de regularidades, se especifican en cada uno de sus lugares de manifestación. Todo ello, con el mismo derecho que su complementario, constituye una positividad analizable. Además, si contribuye de manera decisiva al modo como lo real hace sentido, es en función de la competencia estésica de sujetos capaces de experimentar sus efectos, y esa competencia reclama también la mirada semiótica.
¿Pero qué es lo que quiere decir exactamente “experimentar” [éprouver]? Para elaborar semióticamente esta noción (ausente también de nuestro dominio hasta que Anne Hénault la introdujo por primera vez7), conviene tomar en cuenta, en el plano del metalenguaje, las dos acepciones principales que recubre este verbo en la lengua usual. Como se entiende en general casi exclusivamente, probar [éprouver] consiste en probar algo, es decir, resentir pasivamente el efecto de algún proceso que nos afecta, trátese de metabolismos internos (tener náuseas, adormecerse), de un dato exterior que viene a marcarnos con su huella (experimentar la sensación de una quemadura, la voluptuosidad de una caricia), o de una combinación de ambos (experimentar un sentimiento de bienestar, de angustia o de pánico).
Pero es también, activamente, probar a alguien, dicho de otro modo, someterlo a prueba. De hecho, el sentido –el sentido sensible, estésico, resentido, experimentado– solo puede nacer de un encuentro en el que el sujeto se halle ante todo puesto a prueba, casi ante el desafío de vivir la presencia sensible del otro, del mundo, del objeto (y en última instancia de su propio cuerpo) como haciendo sentido: es necesario que el sujeto encuentre, en relación con la configuración sensible que el mundo le ofrece, una manera de ajustarse de tal modo que pueda emerger, para él, sentido y valor. Eso requiere de su parte un mínimo de apertura al otro, con frecuencia un verdadero trabajo (en relación con su propio grado de sensibilidad), en otros casos la aceptación de un riesgo (el de ser contaminado por la alteridad con la cual se enfrenta), y siempre una suerte de generosidad consistente en reconocer en el otro, más allá de su posición de objeto probado, la cualidad al menos potencial de otro sujeto, de un sujeto probante; probante, primero, en el sentido de que el otro nos prueba [nos somete a prueba] con su presencia, y luego, porque jamás puede excluirse por completo que ese-otro-que-nos-pone-a-prueba no esté a su vez en trance de experimentar los efectos de nuestra propia presencia ante él.
Considerado desde esta perspectiva, el “probado”, en tanto que hace sentido, no es un simple dato: se construye en la interacción, gracias a una puesta a prueba (con frecuencia recíproca) del sujeto por medio de las cualidades sensibles inmanentes al otro. Y no culmina en una fusión cuyo efecto sería reducir el uno al otro, sino en una realización mutua y coordinada, que presupone la autonomía de uno con relación al otro. Ciertamente, para sentir en primer grado, para “resentir” una sensación determinada, de ningún modo es necesario vivir la relación al otro como una relación dinámica. Lo es, en cambio, para captar en esa relación la emergencia de un sentido y la creación de un valor, por ejemplo estético. Por el contrario, aquello que no nos ha probado primero podrá sin duda tener significación, ser reconocido, descifrado, decodificado, interpretado, leído, pero, en comparación, tendrá poco sabor y no contribuirá a nuestra realización, a hacernos ser diferentes de lo que somos; a lo más podrá contribuir a que tengamos más, más posesiones o más saber.
En esas condiciones, si probar tiene que ver, sin duda, con los estados del sujeto y con lo que habitualmente se llama las “pasiones”, se trata no obstante, desde nuestro punto de vista, de un género de pasiones paradójicamente muy activas en tal caso. En realidad, aquí están en juego dos maneras distintas de concebir el acercamiento a las pasiones. Al lado –y no en lugar– de la descripción de una pasión determinada (el sentimiento de “frustración”, por ejemplo) en términos de estados que pueden ser definidos con la ayuda de un vocabulario de la gramática modal (se siente “frustrado” aquel que se encuentra disjunto del objeto que quiere y que cree que le es debido), se pueden tomar también como objeto de una analítica de la pasión los procesos que se desarrollan entre un sujeto y su otro en el estadio de la puesta a prueba, unilateral o recíproca, en que consiste su puesta en contacto, cuerpo a cuerpo –relación que solamente se podrá describir, en cambio, en términos estésicos–.
El momento de la pasión no viene en ese caso después de la acción, como resultado de un dispositivo modal presupuesto, sino que coincide con el momento de la interacción. En lugar de preocuparnos por afinar semióticamente la tipología de los estados pasionales ya repertoriados por la tradición filosófica y la gran literatura –admiración (Descartes), amor-pasión (Stendhal), avaricia (Molière), cólera (Nietzsche), entusiasmo (Kant), celos (Proust), y así sucesivamente–, nos interesaremos más bien en explorar la dinámica sin fronteras a priori de toda suerte de pequeñas pasiones vividas día a día, en cuerpo y alma (porque no ponen en juego la psique sino tocando al mismo tiempo el soma), en la experiencia de una confrontación de todos los instantes con las formas más diversas del otro en cuanto presencia sensible a nuestro lado.
Gracias a los clásicos de la fenomenología francesa, comenzando por Sartre y Merleau-Ponty, y a una vasta literatura volcada a la exploración de la propioceptividad del sujeto en contacto con el mundo sensible, donde encontraremos autores tan diversos como Musil o Svevo, Proust, Simon o Sarraute, Sterne o Woolf, las pasiones de este tipo, en cierto modo modestas –vinculadas a nuestro simple ser-en-el-mundo–, tienen también, desde hace buen tiempo, su lugar en nuestro imaginario. Pero tal vez porque forman parte, muy humildemente, del curso ordinario de la vida, y además, sin duda, porque apenas se distinguen de las fluctuaciones o de los tropismos cambiantes a cada instante, ligados a la manera misma de sentirnos, o a nuestros “humores”, no forman parte, como dice Simmel, de las “formaciones puras a las que la lengua les presta nombre”8.
Como de ellas vamos a hablar a lo largo de este libro, las llamaremos pasiones sin nombre. Dado que toda denominación tiende a congelar las identidades y a fijar programas, es claro que al sustraernos de este modo a la denominación, al sustantivo, tratamos de evitar deliberadamente circunscribir a priori y de reificar lo que, en nuestra opinión, debe quedar en el orden de lo abierto y de lo procesal. Como la semiótica solamente se ha ocupado hasta el presente de pasiones con nombre, faltaba, en efecto, explorar aquellas otras innombradas, que pueblan el espacio de las formaciones impuras, es decir, indefinidamente en formación, y mostrar que no se confunden necesariamente con lo indecible. Porque si esas pasiones no tienen nombre, tienen en cambio un principio general y común que nos va a permitir dar adecuada cuenta de ellas. Dicho principio es el que nosotros llamamos contagio del sentido.
Con ocasión de un coloquio organizado en 1995 por Ignacio Assis Silva, ya desaparecido, sobre las condiciones de una aproximación semiótica a las relaciones entre cuerpo y significación, introdujimos la idea de contagio como matriz de un conjunto de pasiones interactivas y estésicas9. La explicitación de esa propuesta a lo largo del presente volumen se inscribe en el marco de la teoría del sentido en general, y representa, por lo menos para nosotros, una vía posible para superar la visión dualista evocada más arriba, que se mantiene aún hoy fuertemente arraigada en nuestro dominio.