Kitabı oku: «Pasionaria»

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PASIONARIA

LA VIDA INESPERADA DE DOLORES IBÁRRURI



MECANOCLASTIA, 12

Primera edición en Hoja de Lata: septiembre del 2021

Director de la colección Mecanoclastia: David Becerra Mayor

© Diego Díaz Alonso, 2021

© del prólogo: Enric Juliana, 2021

© de la imagen de la portada: Lawerta, 2021

© de la fotografía de la solapa: Iván G. Fernández

© de la presente edición: Hoja de Lata Editorial S. L., 2021

© de la fotografía de las páginas 10-11: Europa Press

Hoja de Lata Editorial S. L.

Avda. Galicia, 21, 4.º E, 33212 Xixón, Asturies [España]

info@hojadelata.net / www.hojadelata.net

Diseño de la colección: Trabayadores culturales Glayíu

Corrección: Olaya González Dopazo

ISBN: 978-84-18918-20-9

Producción del ePub: booqlab

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ÍNDICE

PRÓLOGO. El transformista y la dama de negro

Dos o tres cosas que sé de Dolores Ibárruri

Gallarta, 1895

Julián Ruiz: el hombre que nunca estuvo allí

La apuesta por el bolchevismo

El «nacimiento» de la Pasionaria

Una revolucionaria de provincias en el Madrid republicano

Presa política de la República

«¡Compañeras!»

Del Frente Único al Frente Popular

«Diputado» por Asturias

¡No pasarán!

La madre de España: disputar la maternidad

¿Guerra o revolución? ¿Guerra y revolución?

De la cumbre al hundimiento

En el hoyo

«¿Cómo hablar de mi dolor?»

El Círculo del Poder

Dirigentes excesivamente autónomos

El regreso de Pasionaria

«España no será una colonia yanqui»

Un té con pastas en el Kremlin

Una secretaria general enferma en un partido enfermo

La bolchevique enamorada

El camarada Stalin ha muerto

La desestalinización

El irresistible ascenso de Santiago Carrillo

Reconciliación nacional

Una paella en Uspenskoie

El partido de Santiago y Dolores

Praga, 21 de agosto de 1968

El patriotismo según Dolores Ibárruri

¡Sí, sí, sí, Dolores a Madrid!

De nuevo diputada por Asturias

El largo adiós

CRONOLOGÍA

PERSONAJES

BIBLIOGRAFÍA

A mis padres, Gonzalo y Pilar, por todo.

A Jara, por todo lo demás.


PRÓLOGO
EL TRANSFORMISTA Y LA DAMA DE NEGRO

A dolfo Suárez y Dolores Ibárruri se estrechan la mano en el Congreso de los Diputados el día de la constitución del primer parlamento democrático de España desde las elecciones de febrero de 1936. Han pasado casi cuarenta años desde el final de la Guerra Civil y un vigoroso presidente del Gobierno que hasta hace cuatro días vestía la camisa azul de Falange —el gobernador civil más joven de la España de Franco—saluda efusivamente a la mujer que gritó «¡No pasarán!», la más ferviente oradora del Frente Popular: Pasionaria, el demonio preferido por la dictadura. 13 de julio de 1977.

En sus memorias, la dama de negro recuerda que aquel día deseó suerte a Suárez y que este respondió, sonriendo: «Nos va a hacer mucha falta». Estamos ante una de las fotos más representativas de la Transición y conviene observarla con atención. Fijémonos en los rostros y en el movimiento corporal. Suárez se muestra ufano y extiende el brazo derecho con rigidez, mirando fijamente a su interlocutora, mientras esboza una sonrisa ligera y poderosa. Se siente triunfador. Adopta la posición dominante. Sostiene la mirada y alarga el brazo de arriba abajo, concediendo el saludo. Con el pelo perfectamente esculpido, exhibe el rectilíneo perfil que el dibujante Peridis inmortalizará en sus viñetas de la Transición. Todo en Suárez forma un ángulo. El joven césar del transformismo guarda la distancia y observa a Pasionaria con una mezcla de admiración, reconocimiento y curiosidad. El presidente en funciones, indiscutible ganador de las primeras elecciones democráticas, es perfectamente consciente de la importancia del momento. Esa foto contribuirá a legitimar la Transición gradual de la dictadura a la democracia en España ante los ojos de millones de personas de todo el planeta. Los comunistas no han quedado fuera, tal y como exigían los jefes militares más apegados a la memoria del general Franco, es decir, casi todos los capitanes generales y la mayoría de los demás altos oficiales de los tres ejércitos. La Transición española se presenta al mundo como una maniobra inclusiva. Los comunistas no han sido excluidos y sus resultados electorales, con la única excepción de Cataluña, han sido modestos. Los norteamericanos están razonablemente tranquilos. El plan del rey Juan Carlos parece funcionar.

La diputada comunista Dolores Ibárruri saluda al presidente Suárez con una expresión abstraída, como si estuviese revisando sus recuerdos a toda velocidad, como dicen que les ocurre a las personas en peligro de muerte. Entre miles de fotogramas, quizá solo haya escogido uno. Quizá piensa en su hijo Rubén, caído en la batalla de Stalingrado, o en los largos anocheceres de Moscú, cuando era imposible descifrar el próximo movimiento paranoico de Stalin. Pasionaria sonríe, no se sabe si feliz por el histórico momento, o distraída por un recuerdo lejano. Hay un deje de ironía en su expresión. Suárez ha sorprendido realmente a los comunistas españoles. Los ha driblado. Primero les ha robado el balón de la ruptura y después les ha endosado una ley electoral que premia a las provincias más pequeñas y conservadoras. Ha sido más audaz de lo que ellos creían. Diríase que hay algo en Suárez que divierte a la anciana dama de negro. Dolores Ibárruri tiene 81 años. Para una antigua dirigente de la Internacional Comunista recién llegada del exilio con todo el siglo XX a cuestas, despedida en el aeropuerto moscovita de Sheremétievo por Mijaíl Súslov, el principal ideólogo del poder soviético, Suárez no deja de ser una curiosidad. El rey Juan Carlos ha tenido que recurrir al más descreído de los jóvenes jerarcas del Movimiento para acelerar los cambios e impedir que el inmovilismo de los elefantes del Régimen ponga en riesgo la legitimación de la monarquía restaurada. Pasionaria sonríe con timidez y esa leve sonrisa emite también una señal de victoria.

Seguimos observando la foto. Ibárruri no mira a Suárez a los ojos. En ese instante, en el momento del clic, mira hacia sus adentros. Recuerda, recuerda, recuerda. Quizá sigue en una nube después de tantas semanas emocionantes. Quizá ha regresado a su memoria el día en que proclamó la Política de Reconciliación Nacional. Agosto de 1956. Reunión del Comité Central del Partido Comunista de España en algún lugar de la República Democrática Alemana. Ella presidía la reunión en la que el PCE efectuó un solemne llamamiento a la «reconciliación nacional» entre los ganadores y los perdedores de la Guerra Civil para proceder a la restauración de la democracia. No estamos hablando de un documento más del archivo histórico. Para Pasionaria aquella fue la mejor decisión durante los dieciocho años en que ocupó la secretaría general. Un llamamiento a la reconciliación después de la trágica experiencia de las guerrillas. Ocho años antes aún intentaban convencer al mariscal Tito, sin que lo supiesen los soviéticos, para que la aviación yugoslava sobrevolase la costa mediterránea española y lanzase en paracaídas armas para la agónica Agrupación Guerrillera de Levante. La suerte estaba echada. Desde 1945 estaba escrito que los aliados no tumbarían el régimen de Franco.

Reconciliación nacional. No dieron el paso hasta después de la muerte de Stalin, cuando la renovación, la reforma y la apertura de miras se habían convertido en las nuevas consignas para millones de militantes comunistas de todo el mundo que durante treinta años habían rendido culto al terrible georgiano que derrotó a Hitler. Tuvieron intuición y acierto, puesto que la palabra reconciliación pronto se convertiría en el talismán de la oposición pacífica a Franco. Se adelantaron a los socialistas, irremediablemente encerrados en el frigorífico de Rodolfo Llopis en Toulouse. La larga hibernación del PSOE. Se adelantaron a los movimientos aperturistas de la Iglesia católica en el Concilio Vaticano II, deliberados y aprobados entre 1962 y 1965. Se avanzaron al cónclave de la oposición moderada española, el célebre «contubernio de Múnich» en 1962, que reunió a monárquicos, socialistas, democristianos, falangistas arrepentidos, nacionalistas vascos y catalanistas, dejando a los comunistas un puesto de observación en el hall del hotel donde se celebraba el encuentro. Sintonizaron con la disidencia de Dionisio Ridruejo, el antiguo jefe de propaganda de Falange, que en 1956 pisaba por primera vez las cárceles de Franco por haber apoyado las protestas universitarias. Y alentaron a algunos de los hijos universitarios de las más selectas familias de vencedores de la Guerra Civil a dar el paso hacia el otro lado.

Quizá en el momento de saludar a Suárez, a Pasionaria le haya pasado fugazmente por la memoria la figura de Jorge Semprún, el hombre con la gabardina mejor vestida de Madrid y París, al que expulsó del partido años más tarde acusándole de frivolidad intelectual. La redacción de la declaración de 1956 siempre se ha atribuido a Semprún (Federico Sánchez, para los conocedores de la clandestinidad comunista), impresionado por un manifiesto universitario de 1956 que empezaba con las siguientes palabras: «Nosotros, hijos de los vencedores y de los vencidos». Semprún ya escribía con mucha soltura antes de dedicarse a la literatura, pero el manifiesto del 56 también llevaba otros timbres. Sin lugar a duda, ahí estaba la perspicacia de Santiago Carrillo y Fernando Claudín, entonces muy bien avenidos en el secretariado de París. El salto en paracaídas en busca de la reconciliación entre los españoles fue un trabajo colectivo. No había otro camino y supieron verlo. Un año antes, el 18 de julio de 1955, Pasionaria había defendido la necesidad de «atraer al campo de la democracia a aquellos que están deseando abandonar las banderas franquistas, sin preguntarles cómo pensaban ayer, sino cómo piensan hoy y qué quieren para España». Quizá es el orgullo de haber dado ese primer paso lo que en realidad refleja el rostro de Dolores Ibárruri en su primer encuentro con Adolfo Suárez, un hombre que ha abandonado a toda prisa las banderas del franquismo.

Orgullo y melancolía, puesto que la dama de negro también sabe que su tiempo se ha acabado. Ha superado los ochenta años y acaba de regresar a un país mucho más cambiado de lo que podía imaginar en Moscú. Los resultados electorales de su partido han sido malos, con la excepción catalana, que, inevitablemente, ha provocado escozores y traerá problemas. Mucha gente ha acudido a los mítines del PCE durante la campaña electoral para ver pasar la historia ante sus ojos, y después acabar dando el voto al renacido PSOE, un partido histórico dirigido ahora por un grupo de jóvenes sin historia. En Bilbao, el mitin encabezado por Pasionaria en la Feria de Muestras reunió a unas cincuenta mil personas, pero el EPK (Partido Comunista de Euskadi), dirigido por el férreo Ramón Ormazábal, solo consiguió un humillante 4,5 % de los votos, menos papeletas (45.910) que asistentes al oceánico mitin de Bilbao. Muchísima gente acudió en toda España a los primeros mítines de los comunistas. Muchísima. Había curiosidad. Ganas de escuchar y ver de cerca a las figuras de un partido perseguido a muerte por la dictadura. Había agradecimiento por la resistencia. Pero también había miedo, prudencia y cálculo. Recuerda, recuerda, recuerda, lo que significó el franquismo: un erial.

El asesinato de los abogados de Atocha, en enero de 1977, había impresionado mucho. Cinco abogados comunistas acribillados a sangre fría por un grupo de ultras guiados por un neofascista italiano. La serena e impecable respuesta del PCE en los funerales hizo ver a Suárez que no podía postergar la legalización de los comunistas. No le convenía. Ya no le convenía. Felipe González la reclamaba insistentemente al coronel Andrés Casinello, su interlocutor de los servicios de inteligencia, puesto que temía una candidatura «independiente» de izquierdas con los comunistas detrás, enarbolando la bandera del martirio y la persecución. González quería ver a las viejas glorias del exilio comunista en los mítines de la primera campaña electoral, para poder dar más realce a la juventud de los nuevos cuadros dirigentes del PSOE, formación histórica que ahora se ofrecía como una página en blanco. Adolfo Suárez prometía «libertad sin ira», una democratización sin dramas. Felipe González ofrecía un socialismo edulcorado, sin riesgos, y Santiago Carrillo estaba convencido de que millones de españoles antifranquistas darían su voto al Partido Comunista, por su abnegación en la lucha contra la dictadura, por la gran implantación de Comisiones Obreras en fábricas y talleres, por su distanciamiento de los soviéticos y por la serenidad en los momentos más difíciles. La lección de Atocha. El país no era tan sofisticado, sin embargo. Los españoles votaron muy mayoritariamente a favor de un cambio con seguro, y el PCE no alcanzó el 10 % de los votos. Dos años después, los comunistas obtuvieron el 13 % en las primeras elecciones municipales. Ese porcentaje reflejaba mejor su influencia real en la sociedad.

Por su parte, los catalanes del PSUC alcanzaron el 18 % en las generales del 1977 y superaron el 20 % en las municipales, con porcentajes superiores al 30 % en el área metropolitana de Barcelona. ¿Por qué esa diferencia? El PSUC fue en sus inicios un partido de unificación de socialistas, comunistas y nacionalistas de izquierda. Híbrido, mezclado, sin la palabra comunista en el titular. Durante la segunda parte del franquismo, especialmente en los años setenta, logró una notable implantación social, con sesgos interclasistas. Tenía a Comisiones Obreras a su lado, pero también le disputaba a Jordi Pujol la dirección del catalanismo. Fue el alma de la Assemblea de Catalunya, la plataforma unitaria de oposición al régimen de Franco que alcanzó una mayor capacidad de movilización en España. El PCE de la Transición admiraba al PSUC y a la vez recelaba de su tendencia a tomarse la autonomía verdaderamente en serio. El caso Comorera seguía planeando en aquella difícil relación. Joan Comorera, primer secretario general del PSUC, expulsado en 1949 bajo la acusación de «titista pequeñoburgués». Dolores Ibárruri se empleó a fondo contra ese hombre orgulloso y muy seguro de sí mismo, antiguo socialista derivado en estalinista, profundamente catalanista, que se negaba a someterse a su autoridad.

Orgullo y melancolía en el rostro de Pasionaria. Efectivamente, sabe que su tiempo se ha acabado. Pero ha resistido. Ha vuelto del exilio, ha sido elegida diputada por Asturias, y hoy, 13 de julio de 1977, se sentará en la Mesa de Edad del Congreso, en calidad de vicepresidenta primera, al lado de Rafael Alberti, para dirigir simbólicamente la reapertura de la democracia parlamentaria en España después de cuarenta años de dictadura. En esa Mesa no hay ningún socialista histórico, puesto que el PSOE transitivo es un odre viejo en manos jóvenes. El PCE no ha ganado, pero Pasionaria ha vencido. Resistir es vencer.

«Para lograr la reconciliación cada una de las fuerzas políticas y nacionales debe estar dispuesta a la reciprocidad de condiciones», decía el documento aprobado por el comité central del PCE en agosto del 1956. Veinte años después ese es el retrato exacto de la situación, con una reciprocidad ventajosa para el aparato franquista dispuesto a la reconversión. Esa es la correlación de fuerzas realmente existente después de una dictadura extenuante que ha desecado las pasiones políticas que fomentó la República. Ahora todo es más funcional. Ahora estamos en la época del utilitario.

Con los poderes heredados del dictador, el rey Juan Carlos y el joven secretario general del Movimiento transformado en líder reformista han aparcado la vía más lenta que defendían los pesos pesados del primer gradualismo franquista. El conde de Motrico (José María de Areilza) y Manuel Fraga no serán los timoneles de una transición más parsimoniosa, más dura, menos pactista, más dispuesta a controlar la calle, a tiros si hace falta, como ocurrió en Vitoria en 1976; una transición sin el Partido Comunista en el Parlamento, en una primera fase, con una tímida descentralización regional, que debería prestar especial atención a Cataluña y el País Vasco, sin romper moldes. Laureano López Rodó, el gran protector político de los tecnócratas del Opus Dei, también ha sido aparcado. Torcuato Fernández Miranda, el sagaz ingeniero jurídico de la operación, también acabará apartado y perplejo ante la velocidad y el tactismo de Suárez, un hombre que apenas come. Una mesa, un teléfono, tres paquetes de Ducados, y una tortilla y una ensalada a la hora del almuerzo.

Después de lo que ha pasado en Portugal, el rey teme que una transición demasiado embridada malogre la legitimación de la monarquía en un país cada vez más tenso. El conflicto social derivado de la crisis del petróleo va en aumento. La inflación se ha disparado y en verano de 1977 España está galopando hacia la suspensión de pagos. Una transición lenta, seguramente aplaudida por los norteamericanos y probablemente aceptada por los gobernantes democráticos europeos, podía generar una larga y peligrosa etapa de conflicto capaz de arruinar la legitimación social de la restauración monárquica. Juan Carlos de Borbón teme ser el rey de un país en llamas en plena crisis económica. Ha conseguido que la Administración Ford —Gerald Ford, sucesor de Richard Nixon en la presidencia de los Estados Unidos, tras la dimisión de este en 1976 como consecuencia del caso Watergate— acepte un plan más rápido y ha escogido a Adolfo Suárez, el más descreído de los jóvenes jerarcas del Movimiento, para llevarlo a cabo. La aceptación de los comunistas en el proceso ha sido la principal duda hasta el último minuto. Los militares estaban en contra, pero la legalización del PCE ofrece dos ventajas tácticas a Suárez: legitima el reformismo y acentúa la competición electoral en el campo de la izquierda. Suárez arriesga, engaña a los jefes militares, a los que había prometido que no legalizaría al PCE, y gana los primeros comicios democráticos con una ley electoral hecha a medida de la plataforma Unión de Centro Democrático. Está eufórico. El día que saluda a Dolores Ibárruri en el Congreso, el presidente interino sabe lo que piensan hacer los comunistas con su magro resultado electoral. Sabe cosas que quizá la dama de negro, alejada del vuelo rasante de los movimientos tácticos, aún ignora. Suárez está en el secreto y ello acaba de explicar su rostro de satisfacción. 13 de julio de 1977.

Cinco días antes de la constitución de las primeras Cortes democráticas, el vicepresidente económico Enrique Fuentes Quintana ha comparecido ante las cámaras de TVE en horario de máxima audiencia para anunciar a los españoles que la economía está muy mal y que se tendrán que hacer esfuerzos extraordinarios para que las cosas no vayan peor. A los españoles no se les ha contado toda la verdad durante la campaña electoral. La inflación galopa hacia el 30 % y existe el riesgo de suspensión de pagos. Con una inflación desbocada es imposible redactar una constitución democrática en un país de la periferia europea que todavía no está anclado en el Mercado Común. La consolidación de una democracia de corte liberal exige frenar la inflación y para ello se deberán moderar las subidas salariales. Dicho de otro modo, la Constitución jurídica debe levantarse sobre una Constitución material que asegure la viabilidad económica del país en las condiciones impuestas por la subida de los precios del petróleo (Guerra del Yom Kippur, 1974) y la decisión de Estados Unidos de abandonar el patrón oro (Nixon, 1971) para ir a la libre fluctuación de divisas. Las importaciones se habían encarecido dramáticamente, mientras las exportaciones españolas perdían valor. La balanza comercial estaba rota.

El discurso de Fuentes Quintana fue memorable. Sincero, grave, directo, convincente. La política ya no habla así en televisión. Había que arrimar el hombro y los comunistas estaban dispuestos a ello. El 13 de julio, el día del saludo en el Congreso, Suárez ya sabe que puede contar con el PCE y con Comisiones Obreras para unos pactos nacionales de estabilización económica, que el PSOE no ve claros. Santiago Carrillo se estrenará como orador parlamentario proponiendo un gobierno de concentración nacional que aísle a los ultras y consolide un programa de urgente reforma democrática. El secretario general está convencido de que los malos resultados del PCE son consecuencia del temor y la prudencia de la gente después de tantos años de propaganda anticomunista. Cree que una perseverante política de responsabilidad ante los graves problemas del país puede modificar esa percepción. Sobrevalorando su experiencia, Carrillo sigue viendo inmaduros a los jóvenes dirigentes del PSOE, que no quieren oír ni hablar de pactos con UCD para ayudarle a sortear el temporal. El esquema de trabajo de Felipe González y Alfonso Guerra es simple: que Suárez gobierne y si se quema, la alternativa es el Partido Socialista. Pero la pinza de centristas y comunistas ya está en marcha.

Comisiones Obreras empieza a negociar con el Gobierno antes de que finalice el verano, y a finales de septiembre, los mimbres de los Pactos de la Moncloa. Ramón Tamames y José Luis Leal han esbozado un acuerdo de salvación nacional que los socialistas no pueden rechazar si no quieren aparecer como unos irresponsables ante la sociedad española. Los trabajadores renunciarán temporalmente a ocho puntos del valor adquisitivo de sus salarios (se establece que los incrementos salariales no podrán superar el 22 %) a cambio de un programa inmediato de reformas democráticas y mejoras sociales, que incluyen la promesa de un futuro estatuto de los trabajadores. Los Pactos de la Moncloa, que no se cumplirán en su integridad, vienen a ser la concreción material de la política de reconciliación nacional de 1956 y serán la imprescindible pista de despegue de la Constitución de 1978.

Dolores Ibárruri quizá no está en el secreto de los movimientos tácticos que se avecinan en verano del 1977, pero no la debemos confundir con una figura decorativa. Con toda su leyenda a cuestas, ella ayudará a legitimar ante militantes y electores la política de responsabilidad y moderación que caracterizó a los comunistas en aquellos años. La vieja dama de negro no expresó ninguna discrepancia, ningún gesto que pudiera entenderse como una señal de disgusto. No enmendó nunca a Carrillo en los años transitivos y saludó con lealtad a sus sucesores, Gerardo Iglesias y Julio Anguita. Pudo sentirse atraída por la escisión prosoviética de 1984 (el veterano dirigente Ignacio Gallego al frente del Partido Comunista de los Pueblos de España). Sus camaradas soviéticos se lo habrían agradecido: el pequeño PSUC ya había saltado por los aires y la escisión del PCE era toda una seria advertencia para el Partido Comunista Italiano, al que Moscú trataba con más respeto, porque contaba con un millón de afiliados y movía el 30 % de los votos en el país más importante de la Europa mediterránea. Pasionaria se mantuvo fiel a las siglas de toda su vida, severamente castigadas en las elecciones generales de 1982, que significaron la gran entronización de Felipe González como dirigente de la España moderna que pronto sería admitida en la Comunidad Económica Europea y que, evidentemente, no saldría de la OTAN. Podía haberse dejado llevar por una radicalización de la nostalgia, pero su personaje pesaba demasiado y ella tenía conciencia de esa dimensión. Pasionaria pertenecía más a la historia de España que a los coletazos de la Unión Soviética, atrapada en la guerra de Afganistán y ahogada por el volumen de un gasto militar que ya no podía soportar. La Guerra Fría la iban a ganar los Estados Unidos.

Adolfo Suárez, destronado por los suyos en 1981, empezó a ser beatificado en España el día que perdió la memoria. Dolores Ibárruri administró con mucha prudencia sus caudalosos recuerdos, como queda reflejado en un calibrado libro de memorias publicado en 1984 con la inestimable ayuda de su fiel secretaria, Irene Falcón. El libro, cuya aparición coincidía con la escisión prosoviética, concluía con un llamamiento a la unidad de los suyos: «Nuestra división solo puede favorecer a las fuerzas reaccionarias». Pasionaria se apagó en 1989, dos años antes de la disolución de la Unión Soviética, dejando detrás de sí un mito potente y borroso. Creo que este libro del historiador Diego Díaz ayuda a entender el personaje desde una mirada muy actual. Estamos ante una narración rigurosa y honesta, muy comprensible para las jóvenes generaciones. Más que una revisión del mito, este libro propone un mejor entendimiento del personaje. Este libro no se rinde a la leyenda.

La inesperada vida de Dolores Ibárruri Gómez. La historia de un ama de casa de Muskiz, madre de seis hijos, de los cuales solo dos llegarían a la vida adulta, que se convirtió en símbolo del movimiento comunista internacional. El equívoco de un apodo (Pasionaria) que funcionaba como un cañón. Semana Santa de 1919. Conforme a su educación católica, eligió ese nombre, tímidamente, para firmar sus primeros escritos en la prensa obrera, para que sus padres no se enterasen. Tenía veinticuatro años. Pasionaria creció y la historia convirtió aquel pseudónimo cuaresmal en un fortísimo signo de rebeldía: una mujer apasionada que convocaba a la lucha por la emancipación femenina y la revolución.

Pasionaria y la Pirenaica. Dos mitos de la noche más oscura. Figura materna y protectora de la España vencida en 1939, voz vibrante en las ondas interceptadas, mientras Franco desataba una represión sin límites, ejecutando un programa fríamente trazado. Había que aniquilar al enemigo. La madre y el drama de España. España y la madre. En la defensa a muerte de la patria, de su patria, el generalísimo proyectaba la defensa de su madre, abandonada por su padre.

Matria y patria, he ahí la discusión.

ENRIC JULIANA

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