Kitabı oku: «Constitucionalismo, pasado, presente y futuro», sayfa 2
PREFACIO A LA EDICIÓN EN CASTELLANO
En este volumen se han recolectado importantes contribuciones al derecho constitucional, a la teoría de la constitución y a la historia del derecho constitucional, que cubren un espacio de tiempo de casi cincuenta años. En conjunto, aportan un panorama general de mis investigaciones en torno al constitucionalismo. Considero al Estado constitucional uno de los logros civilizadores más importantes. Sin embargo, también soy consciente de que se trata de un logro que enfrenta constantes amenazas. Esta circunstancia se vuelto hoy en día más evidente luego de la euforia constitucional que siguió al año 1989. En efecto, partidarios de concepciones políticas autoritarias cuestionan importantes componentes del Estado constitucional. Además de esto, las constituciones nacionales enfrentan una creciente pérdida de importancia ante la también creciente concentración de poder público en organizaciones supranacionales; aunque, por su parte, la constitucionalización del orden supranacional enfrenta también serias dificultades. Todas estas cuestiones también son abordadas en este volumen.
Para mí es una gran satisfacción que mis reflexiones ahora también puedan presentarse en el contexto del mundo de habla hispana, luego de que hasta ahora sólo algunos artículos fuesen publicados en castellano. La iniciativa de traducir estos artículos, publicados previamente por la Oxford University Press, vino del profesor Carlos Bernal Pulido. La traducción de la totalidad de estos artículos estuvo a cargo de Jorge Alexander Portocarrero Quispe, quien cuenta no sólo con una gran sensibilidad para los idiomas, sino también con un amplio conocimiento del ámbito jurídico latinoamericano y alemán. A los dos les guardo profunda gratitud.
Dieter Grimm (Berlín)
Julio de 2020
PARTE I
1
El origen y la evolución de la constitución
I. SURGIMIENTO DE LA IDEA DE CONSTITUCIÓN
A. LA CONSTITUCIÓN JURÍDICA COMO “NOVUM”
Toda unidad política está en una constitución. Pero no toda unidad política tiene una constitución. El concepto “constitución” abarca ambos escenarios1. A pesar de ello, dichos escenarios no son equivalentes. El concepto de constitución tiene dos significados distintos. “Constitución”, en su primer significado, se refiere a las características esenciales que tiene un país en virtud de sus circunstancias políticas. “Constitución”, en su segundo significado, se refiere a una norma jurídica que tiene por objeto regular el establecimiento y el ejercicio del poder político (Herrschaft). Por tanto, mientras el primer significado del concepto de constitución tiene un carácter empírico o descriptivo, el segundo manifiesta un carácter normativo o prescriptivo. Empleado en su significado empírico, el concepto de constitución proporciona información sobre las circunstancias políticas que, de facto, predominan en una región determinada y en un momento dado. En cambio, empleado en su significado normativo, el concepto de constitución establece las reglas que han de regir, de jure, el ejercicio del poder político en una región.
Si bien siempre han existido constituciones en sentido empírico, el sentido normativo de constitución es un fenómeno reciente. Se originó hacia finales del siglo XVIII en el curso de las revoluciones estadounidense y francesa, y se extendió posteriormente por todo el mundo en los últimos doscientos años. Ello no quiere decir que antes del surgimiento del concepto normativo de constitución no hayan existido regulaciones jurídicas relacionadas con el ejercicio del poder político y que no hayan sido vinculantes para quienes tuvieron la función de ejercer dicho poder. Sin embargo, no todas estas regulaciones jurídicas eran “constituciones” en el mismo sentido que tuvo el conjunto de normas que surgió con las revoluciones del siglo XVIII, y que desde entonces ha caracterizado dicho concepto. Más bien, se debe hacer una distinción entre legalización y constitucionalización. La constitución representa un tipo específico de legalización o juridificación del ejercicio del poder político, que responde a prerrequisitos históricos. Tales prerrequisitos históricos no necesariamente han existido siempre, por lo cual podrían desaparecer nuevamente en el curso de la historia2.
Durante mucho tiempo no existió un objeto de regulación para aquellas leyes especializadas en la reglamentación del ejercicio del poder político. Antes de que la sociedad se diferenciarse en funciones, no existía sistema especializado alguno que, con exclusión de otros sistemas, regulase el ejercicio del poder político3. Por el contrario, la tarea de ejercer el poder político se distribuía entre gobernantes numerosos e independientes, recurriendo para ello a criterios tales como: el objeto, la función y la ubicación física. En tal contexto, no era posible formar unidades políticas cohesionadas. Las prerrogativas para el ejercicio del poder político estaban vinculadas a las personas y no al territorio. Los portadores de tales prerrogativas no las ejercían como funciones independientes, sino como anexos a su estatus específico de ser cabeza de familia, de ser terratenientes, o al hecho de ser miembros de una clase social o de una corporación. En estas circunstancias, aquello que hoy se distingue como lo privado y lo público se encontraba entremezclado, situación que no permitía el surgimiento de ningún tipo de derecho público autónomo4.
Sin embargo, esto no significa que las prerrogativas para el ejercicio del poder político no estuviesen legalmente reguladas. Por el contrario, ellas estaban sujetas a una estrecha red de exigencias jurídicas, validadas en gran medida a través de la tradición y que a menudo eran atribuidas a la voluntad divina. Por esta razón, dichas reglas no sólo tenían prioridad por sobre el derecho positivo, sino que tampoco podían ser modificadas por este. A pesar de ello, estas reglas no conforman una constitución en el sentido de ser normas especializadas en el establecimiento y el ejercicio del poder político. De la misma forma en que las prerrogativas para el ejercicio del poder político (Herrschaftsbefügnisse) eran a menudo un anexo dependiente de otras posiciones jurídicas, tales prerrogativas también eran reguladas únicamente por el derecho uniforme. Es necesario indicar que los numerosos estudios sobre la “constitución” en la antigüedad o en la Edad Media no pierden con ello su legitimidad5. No se debe confundir a dichas “constituciones” con aquel texto normativo cuya pretensión es reglamentar el ejercicio del poder político y cuya validez deriva de una decisión política: dicho texto normativo fue un producto original de las revoluciones de finales del siglo XVIII.
Un objeto apto de llamarse propiamente “constitución” no surgió sino cuando la Reforma hubo destruido las bases del orden medieval y, en el curso de las guerras civiles religiosas de los siglos XVI y XVII, una nueva forma de ejercer el poder político emergió en el continente europeo. Esto fue posible debido a la convicción de que la guerra civil sólo se resolvería apelando a una fuerza superior que poseyese tanto la autoridad para crear un nuevo orden que estuviese libre de verdades religiosas en conflicto, con el poder suficiente para restaurar la paz sobre esa base. Guiados por esta convicción, y empezando en Francia, los príncipes comenzaron a reunir sus dispersas prerrogativas de ejercicio del poder político y a condensarlas en un poder público abarcador vinculado a un territorio. Este poder incluía el derecho para crear leyes, sin que tal derecho se viese limitado por ningún tipo de derecho superior derivado de la divinidad. Lo que en algún momento fue un imperativo jurídico se retiraba ahora a los confines de la moral, donde carecería de fuerza jurídica vinculante alguna.
Pronto se adoptaron nuevos conceptos para describir este fenómeno: para la “entidad a cargo de ejercer poder” (Herrschaftsverband) se empleó el concepto “Estado”, mientras que el concepto “omnipotencia” (Machtvollkommenheit) fue reemplazado por el de “soberanía”6. La importancia central de este nuevo fenómeno no era su libertad externa, sino su libertad interna, la cual encontraba expresión en el derecho del príncipe para crear leyes vinculantes para los demás pero que no representasen limitación legal alguna para él mismo7. Ciertamente, el surgimiento del Estado y la soberanía no fue un evento único, sino que representó un proceso que se inició en distintos momentos y en distintas regiones de la Europa continental, con distintas formas y a distintas velocidades, llegando a distintos resultados, pero sin poderse culminar en ningún lugar. Por el contrario, persistieron poderes intermediarios, los cuales se oponían a la posesión exclusiva que ostentaba el príncipe sobre el poder público. En particular, el Estado absoluto, aunque logró eliminar la voz política de los estamentos, permitió que estos siguiesen existiendo, y, por ende, la relación terrateniente-campesino permaneció ajena a la intervención del poder estatal.
A pesar de ello, el Estado moderno –que cada vez más podía apoyarse en un ejército que no dependía de la sucesión de feudos, que contaba con sus propios funcionarios, y en el que sus rentas ya no dependían del consentimiento de los estamentos– emergió como una estructura que podía ser objeto de una regulación legal uniforme. El hecho de que en esta era no surgiese una constitución, en el sentido moderno de la palabra, fue debido a que el Estado emergió como un Estado principesco absoluto por las razones descritas líneas arriba. El titular de todos los poderes era el monarca, quien reclamaba para sí estos poderes por derecho propio y no se veía sometido a restricción legal alguna en el ejercicio de ellos. A pesar de que un objeto apto para llamarse propiamente “constitución” ya existía, no había necesidad alguna de una constitución: el ejercicio absoluto del poder político se caracteriza precisamente por la ausencia de limitaciones legales.
Sin embargo, en este punto existía un vacío entre la aspiración y la realidad. El naciente poder absoluto del príncipe demostró rápidamente que necesitaba limitaciones legales. En casos de ausencia o debilidad en el ejercicio del poder político, se emitían distintos instrumentos normativos, denominados “formas de gobierno”, que eran un conjunto de reglas diseñadas para salvaguardar los derechos de los grupos estamentales ante los poderes del príncipe. Aunque estas formas de gobierno rara vez lograban imponerse a las fuerzas estructuradoras del Estado8, gradualmente asumieron su función bajo la denominación de leyes fundamentales, tratados o capitulaciones electorales9. Debido a que, por lo general, estos cuerpos legales eran establecidos mediante pactos, el soberano no podía cancelarlos unilateralmente. En ese sentido, tales cuerpos legales empezaron a tener precedencia por sobre las leyes promulgadas por el príncipe. Sin embargo, estos cuerpos legales no deben ser confundidos con las constituciones. Ellos dejaban intactas las prerrogativas tradicionales para el ejercicio del poder político del príncipe y sólo le obligaban a renunciar a ciertos poderes individuales en favor de los firmantes de los pactos. En consecuencia, tampoco la jerarquización de las normas jurídicas daba lugar a una constitucionalización.
Esto quiere decir que la moderna constitución normativa no le debe su surgimiento a un desarrollo orgánico de estos antiguos enfoques. Fue más bien la ruptura revolucionaria de 1776 y 1789 la que ayudó a desarrollar una nueva solución para el perenne problema de la limitación legal al ejercicio del poder político, una solución que sigue siendo válida hoy en día. El rompimiento con la madre patria en los Estados Unidos de América y el derrocamiento de la monarquía absoluta en Francia propiciaron un vacío de legitimidad en el ejercicio legítimo del poder político que exigía ser llenado. Ciertamente, las disrupciones revolucionarias, por sí solas, no pueden explicar el porqué una constitución fue considerada necesaria para tal propósito. Las revueltas hubiesen podido desembocar en un mero reemplazo de los monarcas derrocados, como en efecto ocurrió en las incontables irrupciones violentas que precedieron a estas revoluciones. Incluso si en esta ocasión se hubiesen establecido prerrequisitos para que una nueva persona o dinastía pudiese ser designada para gobernar, dicha disrupción no necesariamente hubiese llevado al constitucionalismo.
Esta afirmación se ve corroborada en el caso de Inglaterra. La Revolución inglesa del siglo XVII –aunque también rompió con el ejercicio tradicional del poder político (angestammten Herrschaft)– no trajo consigo una constitución en el sentido moderno de la palabra. En la Revolución inglesa, la nobleza y la burguesía se unieron contra la dinastía de los Estuardo cuando ésta intentó expandir su poder siguiendo el modelo continental, careciendo de las razones que justificaron esta expansión en el continente europeo. Por tanto, la Revolución Gloriosa no tenía como objetivo un cambio, sino que buscaba preservar el orden existente. En consecuencia, no produjo una transformación en el sistema de ejercicio del poder político, sino que meramente representó un cambio en la dinastía; así también, el documento normativo que acompañó esta transición, la Bill of Rights de 1689, representó un pacto entre el Parlamento y el nuevo monarca en el que se reafirmaban los viejos derechos10. Sólo por un breve lapso de tiempo, luego de que Cromwell aboliera la monarquía, una constitución en el sentido moderno de la palabra fue impuesta en 1653[11], aunque ella devino obsoleta con la restauración del viejo régimen luego de la muerte de este.
B. LAS CONDICIONES PARA EL SURGIMIENTO DE LA CONSTITUCIÓN
Si luego de más de cien años, en las dos grandes revoluciones del siglo XVIII, la constitución pudo surgir como un logro duradero, ello se debió a dos circunstancias decisivas. Por un lado, el descontento de los revolucionarios estadounidenses y franceses no se limitaba a la persona del soberano, sino que se extendía al sistema de ejercicio del poder político. Ciertamente, los dos países vivían circunstancias diametralmente diferentes12. A diferencia de la monarquía francesa, la monarquía inglesa, a la cual las colonias se encontraban subordinadas, no devino en una monarquía absoluta. Por el contrario, el Parlamento inglés se había fortalecido considerablemente. Además, las barreras de clase se hicieron permeables, haciendo que los lazos feudales y gremiales de la economía desapareciesen en gran medida. En aquella época, Inglaterra era considerada la nación más libre del mundo, tanto así que los remanentes del viejo orden no pudieron hacerse un lugar en las colonias de Norteamérica. En estas circunstancias, los colonos no estaban interesados en un mejor derecho, sino en una mejor protección para los derechos que les habían sido retenidos por el Parlamento inglés, como por ejemplo el no poder enviar a sus representantes a las sesiones del Parlamento. Fue el rechazo a la madre patria lo que los llevó a emitir una declaración de independencia.
Por el contrario, Francia no sólo tenía un absolutismo especialmente fuerte, sino que además los intentos de modernización del sistema económico, inspirados por la fisiocracia, habían fracasado. Cuanto más perdía su legitimidad interna, más virulentamente se defendía el sistema feudal contra las tendencias de disolución y las críticas. Por otra parte, en Francia se desarrolló junto a la burguesía tradicional de los artesanos, en gran parte auspiciada por las necesidades de la monarquía absoluta, una nueva burguesía basada en la educación y en el poder económico. Dicha nueva clase en surgimiento no podía encontrar un lugar dentro del orden jurídico y social imperante acorde con su importancia social y su poder económico. El ordenamiento jurídico tradicional también les impedía desarrollar su potencial económico. Por tanto, la Revolución francesa, a diferencia de la estadounidense, no se limitó a un cambio en las condiciones políticas; ella estaba principalmente orientada a eliminar al orden social feudal basado en el sistema estamental, lo cual no se hubiese alcanzado en el marco del orden político existente.
Por otro lado, estas fuerzas revolucionarias fueron también capaces de invocar ideas sobre un orden justo que habrían de ser cristalizadas necesariamente en derecho positivo. Estas ideas ya se habían configurado antes del surgimiento de las revoluciones y ahora guiaban la acción de ellas. Luego que la Reforma y su consecuente división de la fe minasen la legitimación trascendental del ejercicio del poder político, las teorías del derecho natural surgieron para tomar el lugar que antes había sido ocupado por la revelación divina13. Para comprobar la posibilidad de justificar el ejercicio del poder político por seres humanos sobre otros seres humanos, la filosofía social de la época imaginó un estado o circunstancia en donde no existiese forma de gobierno alguna, en el que todos fuesen, por definición, iguales y libres. Bajo este prerrequisito, sólo podía establecerse un ente que ejerciese el poder político mediante el acuerdo voluntario de todos. Cualquiera fuese el contenido de este acuerdo, claramente el principio de legitimación del ejercicio del poder político consistía en el consentimiento de parte de los gobernados y que la única cuestión por resolver era la forma que debería adoptar el ejercicio del poder político para ser aceptado por seres racionales.
Los teóricos del contractualistas notaron que la principal razón por la que alguien estaba dispuesto a entregar su libertad e igualdad en favor de un estado basado en la autoridad residía en la inseguridad fundamental que enfrentaba la libertad en el estado de naturaleza. El establecimiento de una fuerza coercitiva organizada fue, por tanto, considerado racionalmente imperativo. Ciertamente, la pregunta decisiva para el sistema de ejercicio de poder político era: ¿Hasta qué punto cada individuo debía renunciar a sus derechos naturales con el fin de disfrutar de la seguridad proporcionada por el Estado? Influidos aún por las guerras civiles religiosas, la respuesta que dieron a esta pregunta consistía en que el Estado únicamente podría estar en condición de garantizar la vida, la integridad física, la propiedad y la protección jurídica, a condición de que los individuos previamente renunciasen a todos sus derechos naturales. De esta manera, los teóricos contractualistas, a pesar de partir del consenso de todos aquellos que estaban sometidos al ejercicio del poder político, no confluyeron en vías constitucionales. Por el contrario, en su formulación original, el modelo del contrato social sirvió para justificar al ejercicio absoluto del poder político, que es incompatible con el constitucionalismo.
Sin embargo, debido al éxito con que se puso fin rápidamente a las guerras civiles religiosas, este punto de vista perdió plausibilidad y gradualmente dio paso a la idea de que disfrutar de seguridad no requería que el individuo renunciase a todos sus derechos naturales en favor del Estado. Por el contrario, se consideró que era suficiente ceder al Estado el derecho de los individuos a hacer valer sus derechos por fuerza propia, mientras que los demás derechos naturales podían permanecer en el individuo como elementos preestatales e inalienables, sin que ello suponga un riesgo para la paz social. Pronto se hizo incluso necesario liberar al individuo de los vínculos de la asistencia estatal, del orden feudal y gremial, así como de la supervisión eclesial de las virtudes, convirtiéndolo así en un ser autosuficiente. Para algunos esto era consecuencia de la naturaleza del hombre, que únicamente podía realizar su destino como ser racional y moral mediante la libertad. Para otros, la libertad representaba un prerrequisito para una reconciliación equitativa de intereses entre los individuos, así como para propiciar una prosperidad económica, dependiente del libre desenvolvimiento de todas las capacidades y del favorecimiento de la competencia.
Esto formalizó el problema de la justicia. El Estado ya no derivaba su derecho a existir a partir de la imposición de un bien común material que le era conocido y confiado, bien al que todos los súbditos habían de someterse y contra el cual nadie podría pretender oponer su libertad. Por el contrario, la libertad en sí misma devino en una condición propia del bien común. El orden social justo era el resultado de la libre actividad del individuo, y la única tarea que le queda al Estado era asegurar el prerrequisito de la realización del bien común, es decir, la libertad individual. Esta tarea no podía ser resuelta mediante el esfuerzo de la sociedad debido a que una igual libertad para todos los individuos excluía cualquier derecho individual para ejercer poder político; por tanto, se requería el mantenimiento del monopolio de la fuerza establecido por el Estado absoluto. Sin embargo, debían adoptarse precauciones para que dicho monopolio no se dirigiera hacia fines distintos del aseguramiento y la coordinación de la libertad.
Con este contenido, la teoría del contrato social no siguió favoreciendo al Estado absoluto principesco y al orden social feudal-estamental que este respaldaba, sino que ella entró en curso de colisión con estos dos modelos. Las condiciones existentes ya no parecían tan naturales a la luz de las doctrinas sociales y filosóficas. Aquellos que deseaban superar dichas condiciones podían sentirse ahora justificados por un derecho que estaba por encima del que regía. La resistencia a la monarquía se basaba precisamente en este derecho natural moderno, luego de que resultasen vanos tanto los llamados al “buen derecho de antaño” en los Estados Unidos de América como la reforma del derecho feudal-estamental y dirigista en Francia. Fue precisamente este llamado al derecho natural el que puso en duda la legitimidad del derecho positivo y abrogó la obediencia a él, lo cual motivó el paso de la resistencia a la revolución, lo cual a la larga condujo a un nuevo orden.
A pesar de que el contenido de las constituciones posteriores, que expresaban este nuevo ideal, fue ampliamente desarrollado en las teorías postabsolutistas del contrato social, no es posible equiparar el contrato estatal con la constitución. El contrato social era un mero constructo hipotético que definía las condiciones para legitimar el ejercicio del poder político y con ello permitía criticar los órdenes políticos que no se correspondían con dicho constructo. Este contrato aspiraba ser el estándar para la formulación un derecho justo, aunque no era derecho positivo en sí mismo. Sólo la situación revolucionaria, que eliminó el ejercicio del poder político basado en la tradición y con ello anuló la fuente del derecho vigente, propició que se plasmaran las ideas de la filosofía social en el derecho positivo. La razón para que esto ocurriese está en tres características de estas ideas.
La primera característica consistía en la premisa básica de las teorías del contrato social; es decir que, bajo las condiciones del estado de naturaleza, en el que por definición todas las personas son libres por igual, el ejercicio del poder político sólo podría surgir de un pacto entre todos los individuos. Desde la filosofía, esta premisa fundamental no era más que una idea regulativa a partir de la cual se podían derivar las exigencias de un orden social regulado, así como evaluar la legitimidad de órdenes concretos; sin embargo, ahora dicha premisa devenía en el propio principio legitimador del ejercicio del poder político. En este contexto, los estadounidenses notaron rápidamente que el pensamiento contractualista ya estaba plasmado en su historia fundacional en forma de los covenants a los que llegaron los primeros colonos, pactos a los cuales ellos ahora se veían vinculados14, mientras que los franceses se limitaron a adoptar la consecuencia necesaria de la teoría del contrato social: la necesidad de legitimar el ejercicio del poder político a través de los súbditos, sin tener que construir un contrato para ello.
Sin embargo, el resultado fue el mismo en ambos casos. El principio de la soberanía monárquica basado en argumentos trascendentales o tradicionales –concretado en su forma más pura en Francia y atribuido al principio “rey en el Parlamento” en la Inglaterra antiabsolutista– dio paso al principio democrático racionalmente justificado, aunque ciertamente con distintos acentos. En Francia, el país de origen del Estado y la soberanía, se convirtió, según esta tradición, más bien en el principio de soberanía popular. En los Estados Unidos de América, que había permanecido tan ajeno como su madre patria inglesa a la experiencia continental europea de la soberanía, dicho principio fue interpretado, debido a la experiencia colonial, más en el sentido de un autogobierno. Sin embargo, estas percepciones divergentes no cambiaban el hecho de que, bajo el principio democrático, el ejercicio del poder político no era una prerrogativa originaria, sino más bien una prerrogativa derivada, transferida por el pueblo a servidores públicos y ejercida en nombre de él.
Ciertamente, incluso la forma de ejercicio del poder político establecido por el pueblo no lleva necesariamente hacia una constitución; esto sólo ocurre si se da el requisito adicional de que el mandato para ejercer el poder político no sea conferido de manera incondicional o irrevocable. De lo contrario, el principio democrático se agotaría al momento de otorgar el primer mandato, y, por lo demás, justificaría una nueva forma de ejercicio absoluto del poder político que únicamente se diferenciaría del viejo orden en que provendría de la gracia del pueblo y no de la gracia de Dios. También en este caso es necesario recurrir a un acto constitucional con el fin de establecer el ejercicio del poder político, aunque ciertamente este no desemboca en una constitución15. No obstante, tal idea no habría sido compatible con la doctrina del derecho natural de los derechos humanos innatos e inalienables ni con una concepción de un período de mandato finito, revocable, y basado en la responsabilidad para con el pueblo comitente. Esta concepción era ajena a los revolucionarios, quienes entendieron, por el contrario, que la soberanía popular requería una organización que crease y mantuviese esta relación.
La segunda característica surgió a partir de la idea iluminista de que todos los individuos poseían la misma libertad y los mismos derechos. Este era el principio supremo del orden social y el Estado derivaba únicamente su legítima razón de ser a partir de su rol como protector de dicho principio. Para que el Estado pudiese cumplir este rol protector ante amenazas internas y externas, era necesario conferirle el monopolio en el uso de la fuerza, hecho que recién pudo materializarse en la revolución una vez todos los poderes intermedios entre el individuo y el Estado fueron suprimidos16. Al mismo tiempo, sin embargo, fue necesario asegurar que el Estado ejerciese su poder únicamente en aras de mantener la libertad e igualdad, renunciando a todo tipo de ambiciones de control más allá de este propósito. El Estado ya no estaba llamado al establecimiento de un orden social basado en un ideal de justicia material, sino que debía de limitarse a preservar un orden independiente a él y que era considerado justo.
En consecuencia, las distintas tareas sociales se disociaron del control político y se transfirieron al autocontrol social por medio de la libertad individual. Estado y sociedad dividieron sus caminos, propiciando una clara distinción entre lo público y lo privado. La intervención del poder público en la sociedad ahora devenía en una acción que requería estar justificada. Esto también requería leyes que confinasen al Estado a sus tareas residuales y que diferenciasen las responsabilidades sociales de las estatales, así como capaces de organizar el aparato del Estado y hacer del abuso del poder estatal una cuestión improbable. Finalmente, estas esferas divididas, Estado y sociedad, necesitaban ser reconectadas con el fin de evitar que el Estado se distanciara de las necesidades y los intereses del pueblo y diera preferencia a sus propias necesidades institucionales o a los intereses de sus funcionarios.
La tercera característica consistía en un cambio en la noción de bien público, que, después de que el orden social fuera reconstruido en función del principio básico de igual libertad y derechos para todos los individuos sin la intervención del Estado, iba a ser el resultado del autocontrol social. Si bien esto no hizo obsoleta la idea del bien común como base de la socialización y fin del ejercicio del poder político, el bien común perdió su característica de “cantidad sustancial fija”. Ahora eran posibles distintas opiniones respecto a la pregunta de qué es aquello que mejor sirve al bien común, de entre las cuales ya no era posible elegir recurriendo únicamente a la idea de verdad absoluta. En este sentido, el bien común se pluralizó. Sin embargo, la cuestión inevitable de lo que debe considerarse bien común tenía que decidirse en un proceso de formación de opinión política y de toma de decisiones. En consecuencia, el bien común fue procedimentalizado. Dicho principio se transformó en el producto de un proceso social cuyo desarrollo estaba garantizado por el Estado.
Pronto se hizo también evidente que esta perenne necesidad de determinar qué era aquello que constituía el bien común, cuestión que no podía ser definida concluyentemente, requería también regulación17. En este proceso surgieron dos necesidades. La primera derivó de la procedimentalización del bien común, y la segunda fue resultado de su pluralización. En cuanto al aspecto procesal, el proceso de formación de la opinión y de la voluntad tuvo que ser regulado. El derecho de participación y las competencias para decidir requerían especificación. En lo que respecta a la pluralización, se hizo necesaria una limitación. Debido a que la pluralización era consecuencia de la transición del orden de la “verdad” al orden de la libertad, dicha idea de verdad absoluta y todas sus precondiciones habían de ser excluidas de la pluralización. Esto requería especificaciones de contenido, que no estaban disponibles en el proceso de la determinación del bien común, sino que servían a dicho proceso como premisas.