Kitabı oku: «La Fageda», sayfa 3
Un trabajo útil para los demás
Cristóbal Colón (el nombre indica el sentido del humor de su padre, que se confabuló con el rector del pueblo para bautizarlo así) llega al mundo de la psiquiatría desde la ideología izquierdista. Desde el inconformismo, el desacuerdo con el mundo que ha conocido. Y quizás también desde lo que el psiquiatra Jorge Barudy entiende por “resieliencia”, es decir, la necesidad de enfrentarse a la adversidad y de salir de estos enfrentamientos con nuevos recursos, latentes pero insospechados.
Nacido en el pueblo de Zuera, en el centro de los Monegros (Zaragoza), en 1949, Colón queda huérfano de padre a los trece años y se ve obligado a abandonar los estudios antes de terminar el bachillerato, con lo que él denomina “los estudios primarios típicos de un pueblo de campesinos de los años sesenta”. Aún no ha cumplido los catorce cuando la necesidad de ganarse un sueldo le obliga a trasladarse a Zaragoza para trabajar en la sastrería de un tío. Cuando llega a la ciudad, se agarra a la baranda del tranvía y hace todo el trayecto colgado del vagón para no pagar los cincuenta céntimos que cuesta el viaje. El tranvía acaba el trayecto, pero él todavía tiene que andar tres cuartos de hora antes de llegar a Torrero, el barrio suburbial y proletario donde viven sus tíos, conocido también en aquel tiempo por albergar la prisión de la ciudad.
Cristóbal entra enseguida a trabajar en el taller de sastrería y a cobrar un sueldo. Gana mil pesetas mensuales más merienda: todos los días toma una rebanada de pan con aceitunas negras. La suya es una tarea de aprendiz: barre el taller, recoge con un imán las agujas que han caído, guarda los retales de lana sobreros, enfila agujas para que el sastre maestro no pierda tiempo, hace recados, cobra facturas... En el taller, entre artesanos, adquiere el hábito de hacer las cosas bien hechas.
Cristóbal Colón
A los dieciséis años abandona el taller y entra a trabajar en la mejor sastrería de Zaragoza. Quiere aprender más. Siente curiosidad por todo cuanto sucede a su alrededor, y esta inquietud intelectual le lleva a entrar en contacto con las juventudes comunistas. Lo que ve y escucha en las reuniones políticas le convence, y en el 68, con dieciocho años, se va a París para presenciar lo que se mueve en el mayo francés. Ese mismo año asiste en Sofía, la capital búlgara, al IX Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, donde unos 20.000 militantes de las juventudes comunistas de todo el mundo debaten sobre el futuro. Al regresar a Sofía, la policía le detiene y lo encierra en la cárcel de Torrero, donde permanece dos meses. Los aprovecha para leer obras de Sigmund Freud.
Cuando le llega el turno de prestar el servicio militar, con veinte años, ya tiene sastrería propia en Zaragoza. El negocio funciona y puede llevarse a Candanchú unos ahorros que le permitirán pasar una mili un tanto más soportable. Al licenciarse sabe que no volverá a trabajar como sastre, que ese oficio del que tanto ha aprendido no es para él. La inquietud por dar sentido a su vida y, especialmente, al trabajo como parte fundamental de la vida, le impulsa a buscar algo distinto. En la sastrería no halla el sentido que busca; no es lo suyo. Tiene que cambiar de trabajo. Algunos de sus compañeros del partido comunista trabajan en el psiquiátrico de Zaragoza y le hablan de la posibilidad de entrar como mozo de manicomio. Cristóbal piensa que con esta actividad podrá satisfacer su deseo de hacer significativas las horas de trabajo. El hospital, gestionado por el Panap, organiza uno de los primeros cursos para Palasí.formar auxiliares psiquiátricos con vistas a iniciar un proceso de profesionalización de este sector asistencial. Cristóbal se apunta y compagina los estudios con el trabajo en el psiquiátrico, donde impulsa un taller de laborterapia como instrumento para dignificar la vida de los enfermos mediante el trabajo.
¿Por qué esta inquietud le lleva a trabajar en un manicomio? La necesidad de ser útil a los demás gobierna su vida y le hace pensar en el misterio del ser humano, la mente. Cristóbal cree en este momento que los ideológos de la izquierda plantean una alternativa más humana, justa y razonable que la espantosa realidad del momento. El freudomarxismo se le presenta como la mejor opción para intentar mejorar el mundo. La conjunción de los planteamientos sociológicos del marxismo y de los presupuestos ideológicos del freudismo generan muchas expectativas en toda una generación de europeos. En una entrevista concedida veinticinco años más tarde, Cristóbal lo explicará así: “Del mismo modo que creíamos que las condiciones materiales podían alienar al hombre (y lo sigo creyendo) y que las represiones eran generadoras de conflictos mentales, creíamos que el progreso tenía que conducirnos necesariamente a un futuro prometedor, un futuro sin carencias materiales y en el que gozaríamos de una vida emocional equilibrada, porque no existirían elementos represores”.
En 1974, semanas después de su expulsión del psiquiátrico de Zaragoza a causa de sus filiaciones políticas, aprueba el examen de ingreso a la universidad para mayores de veinticinco años. Un compañero del partido comunista que trabaja en Barcelona le informa de que en el psiquiátrico de Martorell ha quedado libre una plaza de mozo. Cristóbal obtiene el trabajo y se queda a vivir en las instalaciones del psiquiátrico hasta que surge la oportunidad de compartir piso con un médico del centro. Cuando estalla el conflicto en Salt, Cristóbal está compaginando los estudios de psicología en la Universidad Autónoma de Barcelona con el trabajo en el hospital de Martorell. Decide que no puede perdérselo y, aunque el sueldo que le ofrecen en Salt representa la mitad del que cobra en el hospital privado de Martorell, cambia de trabajo. En Salt se dan unas circunstancias excepcionales, más propicias a la reforma que la propia institución quiere llevar a cabo, y se precisa un colectivo de profesionales para impulsarla. En Salt, Colón se implica en el movimiento que aspira a la renovación del mundo en general y de la psiquiatría en particular. Inspirado por pensadores como Gilles Deleuze, Franco Basaglia y Michel Foucault, el movimiento denuncia una realidad inhumana. En España, además, este afán de libertad se alimenta de la inminente muerte del dictador Francisco Franco.
Cristóbal se consagra al trabajo en Salt. Hace de mozo de manicomio en la enfermería, participa en los talleres de laborterapia y se pone a las órdenes del equipo de profesionales que dirige la reforma psiquiátrica en este centro para mejorar las condiciones de vida de los ingresados. Pero no tarda en sentirse decepcionado, insatisfecho. Aquello no funciona: una vez los ingresados han asimilado que pueden salir de la monotonía del patio del manicomio porque son capaces de trabajar, descubren que en el fondo eso es mentira, porque lo que hacen no es útil para nadie, no son más que manualidades para pasar el rato. Se hacen ceniceros, joyeros y demás piezas que después se acumulan en un almacén o se rompen a escondidas cuando ya no queda espacio donde guardarlos. La laborterapia tal y como se concibe en aquel momento no da sentido a la vida de los enfermos ni, por extensión, a la labor de Cristóbal, quien siempre ha pensado que “el sentido del trabajo es un trabajo con sentido”. Llega a la conclusión de que dentro del hospital no se cumple esta máxima.
En 1976, Cristóbal abandona el trabajo en Salt, decepcionado por el fracaso de la laborterapia y porque cree que la reforma del hospital tampoco funciona. Sigue interesado en el ámbito de la psiquiatría, pero necesita formarse y cambiar de aires.
Llega a Barcelona y se entera de que hay un centro en Santa Coloma de Gramenet, Aspanide, que busca a alguien para el taller de personas con discapacidades psíquicas. Se presenta a una entrevista de trabajo y consigue el puesto. En Aspanide descubre una actividad muy distinta: un nuevo tipo de atención a los discapacitados psíquicos, el estilo que promueven los profesionales de las entidades que reúne la Coordinadora de Tallers de Catalunya. Colón procede del ámbito psiquiátrico, del sector de atención al enfermo mental, y en Santa Coloma encuentra unos planteamientos radicalmente distintos de los que había experimentado en el psiquiátrico. Los profesionales de estos talleres se han formado en las escuelas de educación especial, unos centros impulsados en los años sesenta por las asociaciones de padres con hijos con discapacidades mentales. Todo ello es fruto de un movimiento encabezado por gente como J. M. Jarque, que aspira a integrar a estas personas en la sociedad.
En los años setenta, estos profesores de educación especial diseñan algunas iniciativas de gran interés para solucionar los problemas del sector. Todo parte de la pregunta que se hacen muchos de los profesionales que han dedicado años a educar a niños con discapacidades psíquicas: “¿Qué se puede hacer con un alumno de estos centros cuando llega a la edad adulta? ¿Hemos de permitir que siga con la bata de escuela haciendo dibujos en las mismas aulas que los niños de seis años?”. Estos profesionales proponen una respuesta coherente: se le ha de tratar como a un adulto. Así nacen los talleres ocupacionales para personas con discapacidad, como una evolución de los centros escolares creados por algunas asociaciones de padres. Se trata de demostrar, a partir del respeto por la dignidad de los discapacitados, que estas personas pueden trabajar, que el trabajo de verdad puede constituir una terapia útil para ellos. Tal es el punto de partida de los centros que se agrupan en la Coordinadora de Tallers. Cristóbal conecta con él enseguida y decide que colaborará en este proyecto innovador aportando su experiencia en laborterapia. Los trabajadores de Aspanide se ocupan de contar tuercas y de ponerlas en bolsas para una ferretería de la población. El trabajo no es mucho mejor que el del psiquiátrico, pero lo que le interesa a Cristóbal es que los profesionales de la Coordinadora, dirigidos por Òscar Miró, entienden que estas personas pueden trabajar y que seguramente lo necesitan para tener una vida más plena.
Colón sintoniza con la Coordinadora y sus objetivos, pero sigue sintiéndose vinculado al sector de la enfermedad mental y al psicoanálisis. Por eso abandona Aspanide y entra a trabajar en la escuela Bellaire, un centro de atención a niños autistas de orientación psicoanalítica, situado en Bellaterra, donde conocerá a su mujer, Carme Jordà.
Cuando está a punto de acabar los estudios de psicología y al cabo de tres años de formación en psicoanálisis, deja Bellaire y decide renunciar a cualquier actividad relacionada con la salud mental. También se aleja de las ideologías de izquierda. Abandona el PSUC y, en paralelo, se cuestiona profundamente las corrientes psicologistas al uso: psicoanálisis y teorías biologistas.
Sigue sin entender el mundo que le rodea, y las propuestas ideológicas de la modernidad (marxismo, existencialismo, psicoanálisis) le resultan poco convincentes. El hombre moderno, fruto de la sociedad actual, no le parece un modelo a seguir. Más bien comulga con Karl Jaspers cuando dice que el hombre moderno ha roto su relación con la realidad trascendente y ha caído en una vida superficial que le hace infeliz. “Este hombre moderno se cree enfermo porque se siente desdichado” es una frase que recuerda Cristóbal de este filósofo y psiquiatra, uno de quienes influyeron en su decisión de dar un cambio de rumbo a su vida.
Cristóbal se interesa también por las reflexiones del psiquiatra austriaco Victor Frankl y empatiza con la visión que este tiene del sentido de la vida y de cómo el vacío existencial lleva al sufrimiento del alma —“el vacío existencial es la neurosis masiva de nuestro tiempo”, escribe Frankl en su libro El hombre en busca de sentido. Además, Cristóbal se da cuenta de que el hombre moderno se deprime, convierte en patología su “mal de vivir” para eludir la responsabilidad individual frente a su destino. La gente dice que está deprimida, se siente impotente ante una realidad que la anula como individuo, y la única solución que se le ofrece son las manos expertas de los profesionales de la psique.
Comedor improvisado en el mismo espacio donde por la mañana se encontraba el taller.
Tal vez las mismas desgracias están detrás de las escandalosas cifras de suicidios y de intentos de suicidio anuales que la OMS publica en sus estudios, o de los millones de personas que se deprimen cada año en el llamado mundo rico. Los intelectuales y mucha gente de izquierdas han fallado en su diagnóstico y ni siquiera han sido capaces de reconocerlo, de admitir que se equivocaban.
Cristóbal intuye que “la modernidad y el progreso por un lado van vaciando las iglesias y por el otro van llenando los supermercados y los centros de salud mental”. Todo ello le sigue recordando las ideas de Jaspers, cuando dice que “la sociedad moderna está convirtiendo a los psiquiatras y los psicólogos en los sacerdotes de los incrédulos”.
Mientras decide cómo reorientar su vida monta un pequeño taller de carpintería en La Floresta (Barcelona). Es un artesano, sabe utilizar las manos, así que el taller de carpintería funciona lo bastante bien para mantenerlos a él y a su esposa. Carme trabaja en el centro para niños psicóticos de Bellaire. Ambos viven en La Floresta y la vida transcurre más o menos plácidamente hasta que se anuncia el próximo nacimiento de su primera hija. “El hecho de ser padre es uno de los elementos clave para la existencia de la Cooperativa La Fageda”, explicaría años más tarde. En aquel momento, en pleno ataque de responsabilidad, se obliga a pensar en su futuro laboral más deprisa de lo que tenía previsto. Sigue completamente horrorizado por el mundo que le rodea, al extremo de que la primera vez que toma en brazos a su hija recién nacida siente un hondo desasosiego. Ha de dotar su vida de sentido. Es entonces cuando toma la decisión: debe sacar partido de toda su experiencia profesional para mantener a su familia, y con el taller de carpintero no va a conseguirlo. La solución pasa por regresar al mundo de la psiquiatría, pero sin volver a las estructuras psiquiátricas formales. Por eso deberá hallar una fórmula que le permita trabajar con personas con dificultades. Esta es su vocación, y ganarse la vida sin entrar en los circuitos ya establecidos, con los que no está de acuerdo. Necesita encontrar un nuevo instrumento que le ayude a resolver el conflicto profesional que experimenta. De repente lo ve claro: el instrumento sólo puede ser la creación de un espacio externo a la propia dinámica del sistema psiquiátrico. A partir de esta reflexión, decide trabajar con personas con discapacidades psíquicas y enfermedades mentales graves, separándose de la práctica psicoterapéutica que ha marcado su carrera profesional hasta el momento.
La siguiente decisión concierne al lugar donde llevarlo a cabo. De inmediato piensa en la Garrotxa. Allí dispondrá de la ayuda de su amigo Josep Torrell, que trabaja en la comarca, y la elección será del agrado de Carme. Ella no atraviesa ninguna crisis existencial y no entiende por qué tiene que abandonar su trabajo en la escuela Bellaire; pero es de Castellfollit de la Roca, un pueblo de la Garrotxa. “¿Quieres que nuestros hijos crezcan aquí, en Barcelona, entre bosques de papelina?”, la espeta Cristóbal como argumento, y con éste y otros termina por convencerla y la familia se traslada.
Por último, visita al doctor Torrell y le describe la idea de crear un proyecto que no dependa del ámbito institucional, al tiempo que dé trabajo a personas con graves trastornos mentales de la Garrotxa, comarca que es competencia del doctor Torrell. Tiene claro que sólo se pueden crear puestos de trabajo reales en una empresa real, rehuyendo el “como si...” de la laborterapia. La experiencia de los psiquiátricos de Zaragoza, Martorell y Salt, si bien rica y estimulante, ha resultado frustrante; pero la práctica que ha adquirido en los talleres ocupacionales para discapacitados psíquicos en el ámbito de la Coordinadora le lleva a creer en la posibilidad de crear una empresa de verdad donde trabajen personas con problemas mentales. Aspira a ofrecer un puesto de trabajo real a personas discapacitadas o con problemas mentales, a que las personas de estos colectivos realicen una labor de calidad por la que perciban un sueldo y sean conscientes y responsables de la calidad de los productos que elaboren. Está convencido de que, si consigue este objetivo, podrá contribuir a dar sentido a la vida de estas personas.
En 1982 los índices de paro en España llegan al 18%, los más altos de todo el OCDE. En el sector de población de personas con discapacidades psíquicas o problemas mentales, los índices son más altos si cabe. Se acaba de aprobar la LISMI (Ley de Integración Social de Minusválidos), y entre los empresarios aún no existe la conciencia necesaria para contratar a personas con discapacitades. Para los empresarios, la calle está llena de “buenos” trabajadores en paro. Además, está la idea de que el discapacitado psíquico o la persona con trastornos mentales están muy limitados en lo que a producción se refiere. Cristóbal la matiza: “Sí, puede ser cierto, pero estas personas tienen el mismo derecho al trabajo que las otras. Además, como para todo el mundo, el trabajo puede convertirse también para ellos en una parte importante de sus vidas. Y a pesar de sus carencias pueden ser productivos”.
Para el enfermo mental, el hecho de ser excluido por el entorno laboral implica una situación de marginación social que suele potenciar desequilibrios de la personalidad. Todo ser humano emplea en su desarrollo íntegro dos canales de relación: el del entorno inmediato, la familia, donde se desarrollan las estructuras psicoafectivas, y el que establece con el resto de la comunidad, donde se formarán las capacidades psicosociales. Del desarrollo y el equilibrio que el individuo alcance en la interrelación de estos dos canales dependerá su grado de equilibrio personal y de integración en la sociedad.
Así era el taller del Carme (Olot) en el año 1982.
Resulta evidente que el trabajo es fundamental en el proceso de rehabilitación de las personas con problemas mentales y para la integración social de aquéllas que sufren discapacidades psíquicas. Por eso Cristóbal decide crear una estructura productiva que dote a estas personas de puestos de trabajo donde se puedan realizar y dejen de sentirse rechazadas por los demás.
Cristóbal no sabe aún qué va a producir la empresa, pero sí que la empresa tiene que ser productiva y competitiva. Sabe también que puede contar con Josep Torrell, quien le avalará ante políticos y empresas de la Garrotxa. El doctor siente que ha de respaldar este proyecto. Lo juzga de sumo interés, pero sabe que el país no atraviesa el mejor momento para colaborar en proyectos como éste.
La inflación en España en 1982 es galopante. Cuando en octubre se forma el primer gobierno socialista de Felipe González, los responsables de economía y finanzas encuentran unas tasas de inflación de 13,8%. El primer crédito que solicita La Fageda, por un valor de medio millón de pesetas, lleva aparejados unos intereses del 16%. En algunos momentos de estos primeros meses, incluso el propio Cristóbal se cuestiona si merece la pena continuar. A las dificultades económicas del país se suma el hecho de que hay escasa experiencia en este tipo de centros y que faltan ayudas. Pero la decisión está tomada.
En la lista de pacientes del equipo dirigido por el doctor Torrell hay catorce personas que pueden convertirse en los primeros trabajadores de La Fageda. La decisión de la cooperativa de mezclar personas con discapacidades y enfermos mentales graves no es habitual en España. En la Fageda no se experimenta, sólo se hace de la necesidad virtud; si la comarca no tiene bastantes habitantes para crear dos centros diferenciados, los profesionales atenderán a ambos grupos de personas en el mismo espacio. Además, Cristóbal tiene experiencia laboral con ambos colectivos: en los psiquiátricos ha trabajado en la atención a personas con enfermedades mentales o con discapacidad psíquica, y en el taller ocupacional de Santa Coloma, con discapacitados psíquicos. Por eso, además de las consultas pertinentes al doctor Torrell, Colón comparte desde el principio con la Coordinadora de Tallers todo el proyecto. A falta de otros, ésta es el modelo de referencia. Es la primera que ha planteado el trabajo como opción para los discapacitados psíquicos desde una perspectiva seria.
El alcalde de Olot les cede unos bajos, el comedor de una antigua escuela en el Convento del Carme. Los familiares de algunos de los catorce trabajadores ayudan a pintar el local y la directora de una escuela les cede muebles viejos. Disponen sólo de unos servicios para todos, y el comedor se ha de convertir en algunos momentos del día en vestuario de mujeres... Así empieza La Fageda, de la mano del doctor Torrell y su equipo de salud mental.
Al nacer, la Cooperativa La Fageda prevé acoger a cuarenta o cincuenta personas y cree que puede dedicarse inicialmente a trabajos manuales del ramo textil y de la imaginería religiosa, aprovechando que son dos de las grandes actividades económicas de la comarca. En esos momentos, en Catalunya hay unos sesenta talleres ocupacionales del estilo del que funcionará en la Garrotxa, la mayoría de los cuales en el área metropolitana de Barcelona. Los impulsores de La Fageda son muy conscientes de las dificultades que experimentan todos ellos.
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