Kitabı oku: «La señorita Pym dispone», sayfa 4
—¿Tenéis que aprenderos el cuerpo humano con tanto detalle? —preguntó Lucy.
—¡Para el martes por la mañana! —dijo Thomas, la dormilona—. Después podremos permitirnos olvidarlo durante el resto de nuestras vidas.
Lucy recordó entonces que se había prometido a sí misma hacer una visita al gimnasio el lunes por la mañana y se preguntó si las chicas estarían obligadas a seguir su actividad física habitual durante la semana de los exámenes finales. «¡No, no!», le aseguraron. No con la Exhibición a tan solo quince días. La Exhibición, según le explicaron, ocupaba el segundo puesto, por muy poco, en el escalafón de las mayores amenazas, después de los exámenes finales.
—Todos los padres vienen de visita —dijo una de las Discípulas—, y...
—Los padres de todas nosotras, quiere decir —apuntó otra de sus condiscípulas.
—Y visitantes de los colegios rivales, y todos los...
—Los representantes de todas las administraciones de Larborough —añadió una tercera. Al parecer, cuando una discípula comenzaba a hablar las otras se sumaban de manera automática.
—Y todos los peces gordos del condado —dijo para finalizar la cuarta.
—¡Terrible! —sentenció la primera, resumiendo.
—A mí me gusta la Exhibición —dijo entonces Rouse. Y una vez más cayó sobre el grupo un extraño silencio.
No fue un signo de hostilidad sino mero desinterés. Las chicas la miraron un instante y sin expresión alguna volvieron a centrarse en lo que las ocupaba. Nadie hizo ningún comentario sobre lo que había dicho y su indiferencia la convirtió por unos instantes en una especie de exiliada.
—Creo que es divertido mostrarle a la gente lo que mejor sabemos hacer —añadió con una leve nota defensiva en su voz.
También hicieron caso omiso de ese comentario. Nunca había sido testigo la señorita Pym de una muestra tan perfecta del típico silencio inglés en toda su honda crueldad. E inmediatamente volvió a sentir que sus simpatías se decantaban por aquella chica.
Rouse, sin embargo, no pareció acusar el golpe. Contempló los platos que tenía delante y se limitó a coger un trozo de pastel.
—¿Queda algo de té? —preguntó.
Nash se inclinó hacia delante para comprobarlo y Stewart retomó la conversación en el punto en que las Discípulas la habían dejado.
—Lo que sí es terrible es tener que esperar el resultado del sorteo de puestos.
—¿Puestos? ¿Te refieres a empleos? ¿Y por qué una lotería? Supongo que al menos sabréis a qué oficio aspiráis, ¿no es así?
—En realidad, pocas de nosotras tenemos la necesidad de participar en el sorteo —explicó Nash, mientras servía más té—. Por lo general hay puestos suficientes a los que aspirar en colegios de todo el país. Centros que han contratado a alumnas de Leys en años anteriores escriben a la señorita Hodge cuando tienen alguna vacante para que les sugiera nuevas candidatas. Si se trata de puestos serios o de responsabilidad ella suele ofrecerles a alguna estudiante que esté a punto de terminar y que sienta la urgencia de cambiar de centro. Pero normalmente las vacantes son ocupadas por estudiantes cuando ya tienen su diploma.
—¡Menuda ganga! —dijo una discípula.
—¡Nadie trabaja tan duro como ellas! —dijo la segunda.
—¡Ni por menos dinero! —añadió la tercera.
—¡Ni con más gracia! —sentenció la cuarta.
—Así que ya ve —dijo Stewart—, el momento más agónico del curso es cuando la señorita Hodge te llama a su despacho para revelarte cuál va a ser tu destino.
—¡O cuando tu tren sale de Larborough sin que te hayan convocado aún! —sugirió ‘Thomas, quien evidentemente se veía asaltada por terribles premoniciones en las que se sentía nuevamente atrapada y sin empleo en su montañosa tierra natal.
Nash se sentó sobre sus talones y le sonrió a la señorita Pym.
—No es tan horrible como parece. Algunas de nosotras ya tenemos el futuro asegurado y ni siquiera llegamos a entrar en la competición. Hasselt, por ejemplo, pronto regresará a Sudáfrica para trabajar allí. Y las Discípulas en masse han decidido dedicarse al sector médico.
—Vamos a abrir una clínica en Manchester —explicó una de ellas.
—Una ciudad de reumáticos.
—¡Desbordante de deformidades!
—¡Y de dinero! —sentenciaron las otras tres al unísono.
Nash les sonrió con benevolencia.
—Yo pienso regresar a mi antiguo colegio como entrenadora. Y el Bollito... Desterro, por supuesto, no desea puesto alguno. Así que, en realidad, no quedan tantas que tengan que buscar trabajo.
—¡Y, bien pensado, si no vuelvo ahora mismo a mi cuarto a estudiar el hígado ni siquiera estaré cualificada cuando llegue la hora de ejercer! —exclamó Thomas, guiñando sus ojos pequeños y brillantes a causa del sol—. ¡Vaya manera de pasar una noche de verano!
Perezosamente, las chicas cambiaron de postura algo disconformes, mientras la charla aparentemente volvía a animarse. Sin embargo, la advertencia pareció hacer mella en las muchachas; una tras otra, comenzaron a recoger sus cosas para marcharse y, caminando lentamente por el jardín bañado por la luz del sol, daban la imagen de un puñado de niñitas desconsoladas. Pronto Lucy se quedó de nuevo a solas, disfrutando del dulce aroma de las rosas y del murmullo de los insectos en el cálido y radiante jardín.
Durante más de media hora permaneció sentada felizmente, contemplando cómo se desplazaban las sombras de los árboles sobre la hierba. Poco después llegó Desterro desde Larborough, caminando con parsimonia con la elegancia de una dama salida de la Rue de la Paix, lo cual le llamó especialmente la atención a Lucy después de haber tomado el té en compañía de aquel torbellino de chicas. Cuando vio a la señorita Pym, la joven se dirigió hacia ella.
—Y bien —dijo—, ¿ha tenido una velada provechosa?
—No esperaba obtener provecho alguno en una tarde como esta —respondió Lucy, haciendo gala de cierta coquetería—. Sin duda ha sido una de las tardes más hermosas que recuerdo.
Bollito de Nuez permaneció de pie contemplándola unos instantes.
—Creo que es usted una bellísima persona —dijo sin énfasis alguno. Y sin más se alejó caminando, sin prisa, hacia la casa.
De repente, Lucy se sintió joven y no le gustó en absoluto la sensación. ¡Cómo se atrevía aquella chiquilla con su vestido floreado a hacerla sentirse de nuevo como una simple muchacha alocada e ingenua!
Se levantó bruscamente y fue a ver a Henrietta para recordarle que ella era ni más ni menos que la señorita Pym, la flamante escritora del Libro, la que impartía doctas conferencias ante los más insignes representantes de las capas cultivadas de la sociedad, la que había impreso su nombre en la cubierta de Quién es quién y era considerada una autoridad por sus trabajos sobre la mente humana.
5
—¿Cuál es el peor delito que ha tenido lugar en la escuela? —le preguntó a Henrietta mientras subían las escaleras después de cenar. Se habían detenido frente a un gran ventanal en el descansillo para contemplar el pequeño cuadrángulo que formaba el patio interior, dejando que las demás las adelantaran de camino al salón.
—¡Utilizar el gimnasio como atajo para llegar hasta las pistas deportivas! —respondió Henrietta sin pensárselo.
—No, me refiero a un delito de verdad.
Henrietta se volvió hacia ella abruptamente. Segundos después dijo:
—Mi querida Lucy, cuando un ser humano trabaja día tras día tan intensamente como estas chicas, no conserva ni el interés ni la energía necesarios para cometer ninguna fechoría. ¿Qué te ha hecho pensar en algo así?
—Algo que dijo una de las chicas esta tarde mientras tomaba el té. «Nuestro único delito», para ser exactos. Creo que tenía algo que ver con el hecho de estar hambrientas a perpetuidad...
—¡Ah, así que era eso! —exclamó Henrietta, relajando las arrugas de su frente—. Pillaje alimenticio. Sí, ocurre de vez en cuando. En una comunidad del tamaño de la nuestra siempre hay alguien que no es capaz de resistirse a las tentaciones.
—¿Te refieres a robar comida de la cocina?
—No, de las mismas habitaciones de las chicas. Es una infracción propia de las primerizas y, por lo general, el problema se resuelve sin necesidad de intervenir. No es evidencia de vicio alguno, creo yo, sino un mero indicio de debilidad. Se trata de estudiantes a las que jamás se les ocurriría coger dinero u objetos ajenos y sin embargo no son capaces de resistirse a la tentación de robar un pedazo de pastel. Las pobres sufren tal desgaste que sus cuerpos gritan desesperados pidiendo un poco de azúcar. Y aunque no tienen límite cuando se sientan a la mesa, al parecer siempre se levantan hambrientas.
—Sí, es cierto que trabajan duro. ¿Qué proporción de estudiantes suele finalizar el curso?
—De aquel grupo —dijo Henrietta señalando a una decena de alumnas que en ese momento atravesaba el patio en dirección a los jardines— un ochenta por cierto terminará. Esa es la media. Del resto, las que no lo consiguen a la primera, terminan al año siguiente.
—Pero no todas, seguramente. También habrá accidentes.
—Ah, por supuesto que hay accidentes. —Henrietta se dio la vuelta y se encaminó hacia el siguiente tramo de escaleras.
—La joven cuya plaza ocupó Teresa Desterro, ¿renunció debido a alguna clase de accidente?
—No —respondió Henrietta—. Sufrió una crisis.
Lucy reconoció de inmediato el tono de su voz mientras ascendía por los pequeños peldaños siguiendo la amplia estela de su amiga. Era el tono con el que Henrietta, la otrora delegada de curso, solía decir: «¡Y asegúrate de que las chanclas no queden desperdigadas por el suelo de los vestuarios!». Y eso era algo que nunca daba pie a subsiguientes discusiones.
A Henrietta, al parecer, no le gustaba la idea de que su adorada escuela fuera vista como una especie de Moloch. El colegio era la luminosa puerta de entrada al futuro para aquellas jóvenes. Y si puntualmente alguna de ellas consideraba aquella vía más como una amenaza que como un manantial de posibilidades, bien, era una lástima pero no había por qué culpar a los guardianes.
«Como en los conventos —había dicho Nash la mañana anterior—, aquí no hay tiempo para pensar en el mundo exterior». Y quizá era cierto. Lucy ya había tenido oportunidad de presenciar, de principio a fin, la rutina diaria de aquella escuela. También había sido testigo de cómo la noche anterior las chicas subían a cenar dejando sus tareas sin terminar sobre los pupitres de la sala de estudio. Un convento de monjas, por otro lado, si bien constituye un mundo limitado e incluso, en el peor de los casos opresivo, al menos es un lugar tranquilo, seguro y no competitivo. Pero en la cotidianidad ansiosa y agotadora que vivían estas chicas no había nada de monástico. Lo único que tenían en común eran las restricciones y el aislamiento.
Aun así, se preguntó Lucy, ¿realmente eran tales las restricciones, considerando las reuniones diarias en el salón? En otra clase de colegio, ese tipo de reuniones siempre resultaban en exceso homogéneas. Si se tratase de una escuela de ciencias, los allí presentes serían exclusivamente científicos; si fuera un colegio religioso, solo participarían teólogos en las reuniones. Pero en este amplio y encantador salón, con sus impecables muebles y sus hermosos tapizados, con las ventanas abiertas de tal modo que el aire del atardecer se colaba a través de ellas cargado del aroma de la hierba y las rosas, en esta habitación, se dijo, confluían varios mundos. Madame Lefevre, reclinada con elegancia en un rígido sillón estilo Imperio y fumando un cigarro amarillo con una boquilla de un verde metálico, parecía salida de una pieza teatral, de un universo de artificio y oropel. La señorita Lux, sentada erguida en una dura silla, representaba el mundo académico, el de las universidades, los libros de texto y los debates; la joven señorita Wragg, ocupada en ese momento sirviendo los cafés, era el mundo de los deportes, de lo físico, lo competitivo, lo visceral. Y la invitada de aquella velada, la doctora Enid Knight, miembro no permanente del claustro, representaba el ámbito médico. No había representación internacional aquella noche, pues Sigrid Gustavson se había retirado con su madre, que no entendía palabra de inglés, a su habitación con el fin de poder hablar por fin en su lengua materna.
Todos esos mundos colaboraban en la ardua tarea de darle forma y brillo al artículo definitivo: la estudiante diplomada.
—¿Qué opinión se ha formado acerca de nuestras estudiantes después de pasar la tarde en su compañía, señorita Pym? —preguntó madame Lefevre dirigiendo sus intensos ojos oscuros hacia Lucy.
Una pregunta rematadamente tonta, pensó Lucy, mientras divagaba acerca de cómo una simple y respetable pareja de clase media típicamente inglesa había sido capaz de traer al mundo algo tan parecido a la serpiente que precipitó sobre los hombres el pecado original como la madame Lefevre.
—Pues creo —dijo, satisfecha de poder ser completamente honesta— que cada una de las chicas sería el perfecto anuncio para promocionar la Escuela Leys.
Pudo ver cómo el serio rostro de Henrietta se iluminaba de inmediato. Su vida, cada uno de sus gestos, todo su ser estaba por completo al servicio de Leys. Aquella escuela era a la vez su padre, su madre, su amante y su retoño.
—Son un grupo de lo mejor —asintió felizmente Doreen Wragg, para quien los días de estudiante aún no estaban muy distantes y por ello contemplaba a sus pupilas con camaradería.
—¡Son un puñado de bestezuelas! Creen que Boticelli es una variedad de espaguetis —comentó la señorita Lux, incisiva, mientras contemplaba gravemente la taza de café que la señorita Wragg le acababa de servir—. Y llegado el caso, tampoco sabrían decir qué son los espaguetis. No hace mucho la joven Dakers se levantó en plena clase de dietética para acusarme de destruir sus ilusiones.
—Me sorprendería mucho que algo en la personalidad de la señorita Dakers pudiera venirse fácilmente abajo —observó madame Lefevre con su aterciopelada voz.
—¿Y qué ilusiones destruyó usted, si se puede saber? —preguntó la joven doctora, sentada junto a la ventana.
—Acababa de explicarles que los espaguetis y otros productos similares están elaborados a base de una simple pasta de harinas. Lo que, al parecer, destruyó la idealizada imagen que Dakers tenía de Italia.
—¿Y cómo se la imaginaba?
—Campos de macarrones mecidos por el viento, fue lo que me respondió.
Henrietta centró su interés en la conversación tras añadir dos terrones de azúcar a su diminuta taza de café. ¡Qué maravilla, se dijo Lucy con cierta pesadumbre, centrarse en un concepto tan simple como un saco de harina y no tener que preocuparse! Mientras en voz alta decía:
—Al menos son inocentes de todo delito.
—¡Delito! —respondieron todas, sorprendidas.
—La señorita Pym se ha mostrado interesada por la incidencia del crimen en Leys. Algo inevitable en una psicóloga, imagino.
Antes de que Lucy pudiera protestar ante aquella versión que contradecía su simple búsqueda de conocimiento, madame Lefevre respondió:
—Permítanos satisfacer su curiosidad abriendo el cofre de nuestro vergonzoso pasado. ¿Qué delitos se han cometido en la escuela?
—Farthing fue amonestada durante las pasadas navidades por andar en bicicleta sin las luces reglamentarias —confesó la señorita Wragg.
—¡Delitos! —dijo madame Lefevre—. Eso no son delitos sino leves faltas.
—Si se refiere a algo más grave, ¿qué me dicen de aquella horrible criatura hambrienta de hombres que se pasaba las tardes de los sábados merodeando por las barracas de Larborough?
—¡Es cierto! —dijo la señorita Lux, acordándose—. ¿Qué habrá sido de esa chica después de la expulsión? ¿Alguien lo sabe?
—Trabaja de cocinera en el Refugio Marinero de Plymouth —dijo Henrietta, y abrió los ojos sorprendida cuando las demás rompieron a reír—. No veo qué tiene de divertido. El único delito, digamos auténtico, que ha habido en la escuela en estos diez años, como bien sabéis todas, fue aquel asunto de los relojes. E incluso eso —añadió, celosa protectora de su amada institución—, fue más bien el resultado de una obsesión que un simple crimen. La muchacha se limitaba a robar relojes con el mero objeto de acumularlos, pues ni siquiera los usaba. Los guardaba en el cajón de su cómoda a la vista de todas. Hasta nueve llegó a tener. Una conducta compulsiva, por supuesto.
—Sentado el precedente, imagino que actualmente se habrá rodeado de Goldsmiths y Silversmiths8 —se burló madame Lefevre.
—No tengo la menor idea —respondió Henrietta, con seriedad—. Imagino que estará en casa con su familia. Bastante acaudalada, por cierto.
—Bien, señorita Pym, la incidencia del crimen parece ser escasa —sentenció madame Lefevre con un leve gesto de su delicada mano—. Como ve, no somos un grupo humano demasiado interesante.
—Demasiado normales, diría yo —añadió la señorita Wragg—. Algún pequeño escándalo no estaría mal de vez en cuando para olvidarnos de tanto hacer el pino y dar volteretas.
—Eso sí que me gustaría verlo —dijo Lucy—. Y ya que ha salido el tema, ¿podría asistir mañana por la mañana al entrenamiento de las mayores?
—Por supuesto que sí. Debes ir a verlas —respondió Henrietta—. Están en plena preparación de la Exhibición de este año y tendrás un pase exclusivamente para ti. Es uno de los mejores grupos que hemos tenido nunca, te lo aseguro.
—¿Por cierto, podré tener el gimnasio el martes mientras las de último curso hacen su examen final? —preguntó la señorita Wragg, y comenzaron a discutir sobre los horarios.
La señorita Pym aprovechó la oportunidad para acercarse a la ventana y conocer de cerca a la doctora Knight.
—¿Es usted la responsable de que las chicas tengan que hacer una sección transversal de algo llamado vellosidades?—preguntó.
—¡Ah, no! La fisiología es un tema muy común en las escuelas. De eso se ocupa Catherine Lux.
—Entonces, ¿qué clases imparte usted?
—Oh, pues diferentes materias en distintos cursos. Salud pública, por ejemplo. Las así llamadas enfermedades sociales. Los aún más comentados misterios de la vida. Y también su especialidad.
—¿Psicología?
—Sí. De hecho, la salud es mi trabajo pero la psicología es en realidad mi especialidad. Me encantó su libro; hay tanto sentido común en él... Me pareció admirable. Es tan fácil caer en la pretenciosidad con temas así de abstractos...
Lucy sintió que se ruborizaba un poquito. No hay alabanza más gratificante como la que viene de un colega.
—Y, por supuesto, soy la asesora médica de la escuela —continuó la doctora Knight, pareciendo animarse—. Una bicoca, si me lo permite, pues tenemos un grupo de chicas fuertes y sanas.
—Pero... —comenzó a decir Lucy. Pero no, era Desterro, la forastera, quien insistía en la anormalidad de las chicas. De ser cierto, en todo caso, una observadora entrenada como ella, también forastera, sería capaz de verlo.
—Por supuesto, hay accidentes —prosiguió la doctora malinterpretando el pero de Lucy—. Su vida está salpicada de pequeños incidentes: moretones, contusiones, dedos dislocados, etcétera, pero es rara la ocasión en que ocurre algo serio. Bentley ha sido el único caso reciente. La chica de la habitación que usted ocupa se rompió una pierna y no podrá volver hasta el próximo semestre.
—Sin embargo, llevan una vida agotadora, llena de tensiones. ¿Nunca llegan a acusar tanta presión?
—Sin duda, ha ocurrido en alguna ocasión. El último curso es especialmente exigente. Un concentrado de horrores, desde el punto de vista de las alumnas. Están las clases críticas...
—¿Críticas?
—Sí. Las chicas han de impartir una clase de gimnasia y otra de danza ante el claustro de la escuela al completo y su propio curso, y son juzgadas in situ de acuerdo con su actuación. Algo así puede llegar a poner a prueba sus nervios. Y además están los exámenes finales, la Exhibición anual, la búsqueda de un empleo y el final de la vida académica... Sí, desde luego es algo muy estresante, pobres niñas. Pero son sorprendentemente resistentes. Nadie que no lo sea aguantaría durante tanto tiempo. Permítame que le sirva más café. Yo me tomaré otro.
Cogió la taza de la señorita Pym y se acercó a la mesa. Lucy se apoyó en los pliegues de la cortina y contempló el jardín. El sol se había puesto y los contornos del paisaje comenzaban a desdibujarse. El aire fresco de la noche acarició su rostro. En otra parte del edificio (¿quizá en la sala común de estudiantes?) alguien tocaba el piano y se oía la voz de una chica. Una voz encantadora: delicada y pura, natural y sin asomo de tecnicismo alguno. Era una balada, anticuada y sentimental pero carente de autocompasión. Una hermosa voz y una hermosa canción de otra época, simplemente. Lucy se sorprendió al darse cuenta de cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había escuchado una voz o una melodía que no fueran producidas por el conjunto de válvulas y baterías de una radio. El aire de Londres estaría en esos momentos saturado por el estrépito de miles de aparatos de radio. Y aquí, sin embargo, en este fresco y fragante jardín, una dulce voz femenina cantaba por mero placer.
Llevo demasiado tiempo en Londres, se dijo. Necesito un cambio. Tal vez podría buscarme un hotelito en el sur. O irme al extranjero. Una se olvida sin darse cuenta de que el mundo es aún joven.
—¿Quién está cantando? —preguntó mientras la doctora le entregaba la taza de café.
—Stewart, me parece —dijo la señorita Knight sin demasiado interés—. Señorita Pym, podría usted salvarme la vida si quisiera.
Lucy respondió que salvar la vida de una doctora sería una inmensa satisfacción para ella.
—He de asistir a una conferencia médica en Londres —explicó en voz baja y en tono levemente conspiratorio—. Es este jueves, pero precisamente ese día he de dar clase de psicología. La señorita Hodge cree que ya asisto a demasiadas conferencias, de manera que no creo que pueda pedirle de nuevo que me permita ausentarme. Pero si usted diera esa clase por mí sería maravilloso.
—¡Pero regreso a Londres mañana después de comer!
—¡No! —respondió la doctora Knight, desolada—. ¿De veras ha de hacerlo?
—Por extraño que le parezca, justo ahora estaba pensando en lo aborrecible que me parece la perspectiva de regresar.
—¡Pues no lo haga! Quédese uno o dos días más y será mi salvación. Por favor, señorita Pym.
—¿Y qué pensará Henrietta de la sustitución?
—Por favor, señorita Pym, no peque usted de modestia. Debería darle vergüenza, no soy yo quien vende miles de libros. Es usted la celebridad, la autora del libro de psicología más valorado del momento.
Lucy hizo un pequeño gesto en reconocimiento de su debilidad, pero sus ojos seguían contemplando el jardín. ¿Por qué habría de volver a Londres? ¿Qué la reclamaba allí? Nada. Nadie. Por primera vez, aquella vida suya independiente y cómoda, esa vida de celebridad, se le presentaba como algo triste, desolado e inhumano. ¿Acaso no era cierto? ¿Acaso le gustaba la vida que había llevado hasta el momento? No se trataba de falta de compañía o de contacto humano. Tenía cubierta su dosis de contacto. Sin embargo era algo monótono e impersonal. Con la excepción de la señora Montmorency, su asistenta —originaria de un suburbio de Manchester—, y de la tía Cecilia, que vivía en Walberswick e iba a visitarla algunos fines de semana, solo se relacionaba con personajes del mundo editorial y académico. Y aunque por lo general eran gente inteligente y de trato enriquecedor, no podía negar que sus intereses comunes eran más bien escasos. No era posible hablar por igual con una sola persona acerca de los problemas de la Seguridad Social, de música folclórica y de carreras de caballos. Cada uno de ellos tenía su tema, y ese tema en la mayoría de los casos no era otro que las regalías. Lucy sabía más bien poco sobre el asunto, menos aún sobre las que ella misma recibía, y pocas veces era capaz de seguir el hilo de la conversación cuando se adentraba por tales derroteros.
Y por si fuera poco ninguno de ellos solía ser joven.
Al menos no tan joven como las chicas de la escuela. Algunos de sus colegas eran jóvenes en edad pero ya se desplazaban por el mundo bajo el peso de sus propios errores y de su autoatribuida importancia. Era agradable despertarse por la mañana junto a aquellas inocentes muchachas para variar.
Y también era agradable gustarles.
De nada servía engañarse en cuanto al motivo por el que quería quedarse; o por qué ahora estaba dispuesta a prescindir de las supuestas delicias de una civilización que —de forma insistente— tan deseable y tentadoramente se le ofrecía. A nadie le disgusta gustar.
Durante los últimos años había sido ignorada, envidiada, admirada, reverenciada y utilizada. Sin embargo, no había vuelto a experimentar un trato cálido y personal desde que se despidiera de sus alumnas de francés, tras haberle regalado un limpiaplumas hecho por ellas mismas y habiendo escuchado un laudatorio discurso sobre su labor con las niñas por parte de la señorita Gladys No-sé-cuántos. Al verse de nuevo en esa atmósfera de juventud, simpatía y calidez, se sentía más que dispuesta a pasar por alto los furiosos toques matutinos de campana, las raciones de alubias y los cuartos de baño compartidos.
—Knight —dijo entonces la joven señorita Wragg, alzando la voz desde el otro grupo—, ¿es verdad que le han pedido las Discípulas que les presente usted a ciertos médicos de Manchester?
—Oh, sí, me lo han pedido. Las cuatro a la vez. Por supuesto les he dicho que sí. De hecho estaré encantada de poder hacerlo. Creo que tendrán mucha suerte.
—Individualmente, por desgracia, las Discípulas resultan nulas e incapaces —dijo la señorita Lux—. Pero juntas poseen la bravura necesaria para tratar a las gentes de Lancashire. Nunca he conocido nada semejante... Si nadie quiere el Sunday Times me lo llevaré para leer en la cama.
Nadie más lo quería. Llevaba abierto sobre la mesa desde que Lucy lo había hojeado después de la comida; que ella supiera, había sido la única, con la excepción de la señorita Lux, que había mostrado el menor interés.
—Las chicas se las están apañando muy bien este año. Y sin apenas ayuda —dijo madame Lefevre—. Al parecer habrá menos drama que otros años.
No pretendía parecer preocupada por las chicas, simplemente estaba siendo sardónica.
—Nunca dejará de sorprenderme —dijo entonces la señorita Hodge sin asomo alguno de ironía— cómo año tras año las estudiantes terminan por encontrar su lugar en el mundo. Las puertas parecen abrirse ante ellas como si las estuvieran esperando. Casi como si fueran piezas de una misma maquinaria. Es sorprendente y gratificante. No recuerdo a una sola inadaptada en todos mis años en Leys. Por cierto, he recibido una carta de la Escuela Cordwainers. En Edimburgo, como ya saben. Mulcaster está a punto de casarse y necesitan una sustituta. ¿Recuerdas a Mulcaster, Marie?
Dirigió la mirada entonces hacia madame Lefevre que, con la excepción de Henrietta, era la mayor de las residentes y, dicho sea de paso, había sido bautizada simplemente con el nombre de Mary.
—Por supuesto que la recuerdo. Era como un bizcocho sin levadura —dijo Lefevre, que juzgaba a todo el mundo, sin excepción, por su capacidad para ejecutar rondes de jambes.
—Una buena chica —respondió Henrietta sin más—. Creo que el puesto de Cordwainers sería perfecto para nuestra Sheena Stewart.
—¿Ya se lo has comentado a ella? —preguntó la señorita Wragg.
—Oh, no, no. Me gusta tomarme mi tiempo para estas cosas.
—Demasiado a veces, diría yo —respondió madame—. Seguro que sabes lo de Cordwainers desde antes de la comida y has esperado hasta ahora para contárnoslo.
—No lo consideré importante —dijo Henrietta a la defensiva. Y a continuación añadió, con lo que pareció una sonrisa de afectación—: Pero también he oído rumores acerca de una auténtica guinda que a más de una le encantaría llevarse a la boca.
—¡Cuéntanos! —respondieron las demás.
Pero Henrietta se negó. Hasta que no tuviera información oficial —si es que llegaba— era mejor no volver a tocar el tema. Pero aun así se percibía en ella un secreto deleite por poder mantener vivo el misterio.
—Bien, me voy a la cama —dijo la señorita Lux mientras recogía el ejemplar del Times y le daba la espalda a Henrietta—. No se marcha usted mañana hasta después de la comida, ¿verdad, señorita Pym?
—Bien —respondió Lucy viéndose repentinamente arrastrada a tomar una decisión—, me preguntaba si debería quedarme aún uno o dos días más. Me lo habías propuesto, ¿lo recuerdas, Henrietta? Ha sido muy agradable, muy interesante poder observar de cerca un ambiente tan diferente. Y esto es tan bonito...
«Pero querida —se reprochó en silencio de inmediato—, ¿por qué tienes que sonar siempre tan ridícula? ¿Es que nunca aprenderás a comportarte como la señorita Pym, la celebridad?»
Pero sus tartamudeos fueron acallados por las frases de aprobación de todas las presentes. Lucy se emocionó al observar una nota de placer al conocer la noticia incluso en el rostro de la señorita Lux.
—Quédese hasta el jueves y ocúpese de mi clase de psicología, así podré asistir a una conferencia en Londres —sugirió la doctora Knight, como si se le acabase de ocurrir la idea.
—¡Oh, no sé si debería! —comenzó Lucy, haciendo gala de grandes dotes interpretativas, antes de mirar hacia Henrietta.
—La doctora Knight siempre consigue escaparse a sus conferencias —dijo la señorita Hodge con desaprobación aunque sin acalorarse—. Pero, por supuesto, nos sentiremos honradas y estaremos encantadas, Lucy, si decides darles una segunda charla a las chicas.
—Estaré encantada. Será maravilloso poder sentirme parte de la escuela, aunque sea por unos días, en lugar de ser una simple invitada. Será un verdadero placer. —Se dio la vuelta para hacerle un guiño a la doctora Knight, que en ese mismo instante se agarraba fuertemente a ella en un arrebato de gratitud—. Y ahora de veras creo que debería regresar al ala de estudiantes.
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