Kitabı oku: «La visión teológica de Óscar Romero», sayfa 8

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La palabra luminosa

El día de su muerte, Romero dirigió una carta a Pedro Casaldáliga, obispo de São Félix do Araguaia, en Brasil. El mensaje fue escrito, pero no fue firmado ni enviado. En la carta Romero agradece a Casaldáliga por su demostración de solidaridad en respuesta a la destrucción de la emisora de radio YSAX, La Voz Panamericana, y se compromete a “continuar con nuestra misión de expresar las esperanzas y la angustia de los pobres, en un espíritu de gozo al recibir el privilegio de correr los mismos riesgos que ellos, como lo hizo Jesús al identificarse con las causas de los desposeídos”.169 Romero concluye su breve carta manifestando su confianza en el triunfo de la resurrección. Después de su muerte, Casaldáliga escribió un poema en respuesta:

“San Romero de América,

pastor y mártir nuestro:

¡nadie hará callar

tu última homilía!”.170

La vida y la muerte de Romero constituyeron una homilía coherente y convincente.171 Esta homilía no termina, porque al final del día, Romero ha sido solo un instrumento. Es un micrófono que proclamó la Palabra que viene de los cuerpos torturados y la transmitió con la esperanza de que una nación entera la escuchara y se transfigurara (Homilías, 1:97; 22/5/1977). Aquellos que tenían demasiada voz odiaban escuchar la Palabra que venía de este micrófono e hicieron todo lo posible para silenciarla. La mayoría sintonizó la estación de radio Voz Panamericana y escuchó con alegría la verdad dicha por Romero. José Antonio, un campesino desplazado, declaró: “Yo lloré a ese hombre. Mi gran deseo era conocerlo, pero sólo logré verlo cuando yacía muerto. Solo conocí la voz. Yo amaba esa voz”.172 José Antonio se lamenta, pero no como los que no tienen esperanza, porque en las propias palabras de Romero está el consuelo: “todos los que predican a Cristo son voz, pero la voz pasa, los predicadores mueren, Juan Bautista desaparece, solo queda la palabra. La palabra queda y este es el gran consuelo del que predica: mi voz desaparecerá, pero mi palabra, que es Cristo, quedará en los corazones que lo hayan querido recoger” (Homilías, 4:65; 17/12/1978).

Incluso en su momento más fuerte la voz panamericana de la iglesia ha sido frágil y pequeña. Hasta hace poco, todos los que predicaban la Palabra luminosa que es Cristo eran voces masculinas, e incluso éstas eran muy pocas dado el poder de las voces dominantes dentro y fuera de la iglesia. El discurso profético, hablar por o ante alguien (pro-phetes), es algo delicado. La garganta se inflama; la boca se seca, la lengua se traba; la voz se rompe. Los predicadores mueren. Montesinos se ha ido. Las Casas se ha ido. Romero se ha ido. Generaciones de personas que hablan y anhelan la liberación y la transfiguración se han ido. Y, sin embargo, este es el gran consuelo: Los que no tienen voz todavía hablan porque la Palabra permanece. Escúchalos. Ipsos audite! Escúchalo a él. Ipsum audite!

Capítulo 3
La transfiguración de El Salvador

Conocí a Herbert un jueves por la noche, el 6 de diciembre de 2007, en la Iglesia Metodista Bethel en Zacamil. Esta iglesia está en el corazón del territorio de las pandillas. Los agujeros de bala en el edificio de la iglesia hablaban por sí mismos, pero el testimonio de Herbert fue aún más elocuente. Había sido líder de una pandilla de la Mara Salvatrucha. Temido por su comunidad, era conocido como El Diablo. Acosaba a las personas que iban a la iglesia Metodista del barrio, llamada Bethel, y en una ocasión agredió al pastor, lo golpeó, lo pateó y lo dejó moribundo. Después de años de este accionar macabro, algo sucedió. Herbert fue hospitalizado luego de un tiroteo con la pandilla rival M18. Herbert necesitaba una transfusión de sangre, pero para que esto sucediera, necesitaba un donante. No se pudo encontrar a nadie que quisiera donar. Ni los pandilleros, por miedo; ni su familia por vergüenza. La única persona dispuesta fue Wilfredo, el pastor metodista local. Cuando Herbert salió del hospital, visitó la iglesia metodista en Zacamil. En medio del servicio de adoración, caminó por el pasillo hasta el púlpito e interrumpió al pastor para preguntar: “¿Por qué? ¿Por qué lo hiciste?” La respuesta del pastor fue simple: Cristo hizo lo mismo por mí. La respuesta puede sonar estereotipada o gastada para oídos cultos, pero a Herbert le sonó como un evangelio que lo condujo en ese momento a entregar su corazón a Jesús; y se convirtió en cristiano. Herbert pasó a liderar el grupo juvenil de la iglesia y también se le dio la responsabilidad de una casa de rehabilitación. A través del ministerio de Herbert, tres de sus compañeros pandilleros se convirtieron y eventualmente se convirtieron en pastores. Dos años después de que yo conociera a Herbert, él ya estaba muerto. Un miembro de una pandilla le disparó delante de su hijo mientras vendía periódicos. La acera bañada en sangre era un testimonio de la inexorable regla de la “morgue” común entre las pandillas.173

Desde el encuentro violento en el origen de América, la sangre corre libremente a lo largo de su historia. En palabras de un himno de Justo González: “De los cuatro rincones del mundo, se combina la sangre en las venas…, recia sangre traída de España, noble sangre del indio sufrido, fuerte sangre de esclavo oprimido, toda sangre comprada en la cruz”.174 Al preguntarnos de qué manera la sangre que se derramó en América está relacionada con la sangre del Calvario somos llevados a la cuestión de la salvación que ocupará nuestra atención en este capítulo.

Dado que el tema de este capítulo es la salvación, es apropiado comenzar con una breve historia del nombre de este país de, El Salvador. El país más pequeño de América Central lleva un nombre lleno de contradicciones, posibilidades e ironías. Ha sido elogiado por sus prelados y pueblo como un nombre privilegiado. Al mismo tiempo, el misterio del pecado en el accionar en los conquistadores, dictadores, escuadrones de la muerte y maras (pandillas) hacen del nombre una petición de oración: “Salva, Salvator, Salvatorem” (¡Salvador, salva al salvadoreño!).175 En los primeros tiempos del contacto con los europeos que le dieron el nombre, la gente que habitaba estas tierras necesitaba desesperadamente la salvación.

De la historia del nombre de El Salvador, pasamos a la cuestión de la violencia y la salvación en América. Consideraremos brevemente cómo los teólogos latinoamericanos intentan escuchar y responder a la voz de sangre que llora desde el continente. Las respuestas de estos teólogos establecen el contexto para la propia respuesta de Romero, a saber, la transfiguración de Cristo. En el centro de este capítulo hay un estudio de las homilías de Romero sobre la teofanía del monte Tabor. Lo que emerge de estas homilías es una representación icónica del Cristo transfigurado y del pueblo transfigurado extraída de un rico conjunto de fuentes: las Escrituras, los doctores de la iglesia, la tradición magisterial y la liturgia de la iglesia salvadoreña. El estudio de las homilías de Romero sobre la transfiguración revela una serie de características consistentes, así como un claro desarrollo teológico. La característica más singular que emerge es la presentación de la transfiguración como una vocación eclesial que reorienta la agresividad humana natural en una dirección constructiva.

En la parte final del capítulo, considero la posible contribución de la visión de la transfiguración como liberación propia de Romero a la reciente carta pastoral Veo en la ciudad violencia y discordia, escrita por el arzobispo José Luis Escobar Alas. Esta carta habla de una pedagogía de la muerte que se ha transmitido desde el momento de la conquista hasta hoy, presente en la actual guerra de pandillas. La visión de salvación de Romero complementa el trabajo de esta carta. La transfiguración energiza la violencia del amor que ofrece una pedagogía de la vida capaz de conducir a la paz y la reconciliación.

El nombre de El Salvador

¿Qué hay en un nombre? En este caso, un resumen de los problemas y las esperanzas de un pueblo. Según Jesús Delgado Acevedo, autor de una historia de la iglesia salvadoreña, “la mayoría de los autores modernos gustan vincular el nombre de San Salvador con la fiesta litúrgica de la transfiguración de Nuestro Señor Jesucristo”.176 El vínculo histórico se habría forjado a partir de diferentes fuentes. Algunos historiadores siguen las crónicas del fraile franciscano Francisco Vázquez y afirman que el nombre fue dado en honor de una victoria española sobre los indígenas el 6 de agosto de 1526. Otros siguen al fraile dominico Francisco Ximénez, quien atribuye el nombre a Pedro de Alvarado. La dificultad con estas fuentes del siglo XVII es que, incluso cuando dan una justificación para la fecha de la fiesta patronal, no explican el nombre en sí, ya que el título de Salvador Divino no está asociado con la transfiguración. Los intentos de buscar una base textual para esta asociación en los misales romanos han resultado en vano.177 Los misales entonces y ahora asocian la Fiesta de la Transfiguración con el reinado de Cristo. La imagen de Cristo como salvador es el tema privilegiado de la temporada navideña.178

Delgado propone un par de genealogías alternativas para el nombre El Salvador. Sugiere que el nombre se origina en la llegada de una expedición dirigida por Diego de Holguín, uno de los tenientes de Alvarado, durante la temporada navideña de 1524. Además, Delgado dibuja un paralelismo tentador, aunque no verificable, entre Alvarado y Colón como una explicación adicional. Es bien sabido que cuando Colón llegó a tierra firme el 12 de octubre de 1492, lo llamó San Salvador porque interpretó su llegada como la salvación de una tormenta que había asediado a sus barcos y tripulación. Al igual que Moisés, Colón fue rescatado de las aguas. El nombre de San Salvador para la ciudad de Cuscatlán puede tener una procedencia similar. Pedro de Alvarado soportó muchas dificultades durante las conquistas de estas tierras. Él u otros después de él pueden haber interpretado la victoria sobre los indígenas como una liberación salvadora y nombraron el lugar San Salvador por esta razón, incluso si la batalla más importante se ganó en la Fiesta de la Transfiguración.179

Sin embargo, sin importar cómo las dudas sobre el nombre y la fecha de la fiesta sean resueltas, queda claro que desde el principio se hizo una fuerte asociación entre el nombre dado y la conquista.

Una historia de violencia

El Salvador nace de una historia de violencia. Desde la era colonial en adelante los cronistas ven una similitud entre la victoria española sobre los Cuscatlecos el 6 de agosto de 1526 y la victoria de los cruzados cristianos sobre las fuerzas musulmanas el 6 de agosto de 1456, la que se dedica la Fiesta de la Transfiguración. En ambos casos se había dado un golpe decisivo a los enemigos de la iglesia. A lo largo de su historia, la celebración del Divino Salvador brilló con connotaciones eclesiales y patrióticas, incluso cuando el contenido de ambos elementos variaba. Durante la época colonial la celebración era una ratificación de la lealtad a la corona. Después de la independencia, la celebración pasó a expresar la aspiración política y las preocupaciones de la nueva república. Un volante de 1864 que anuncia la Fiesta del Dios Salvador es explícito en sus esperanzas. “¿Por qué la religión augusta del Salvador del hombre no ha de unirse al interés santo de la patria? ¿Por qué la felicidad y ventura de los hombres sobre la tierra no ha de estar consignada en los decretos del cielo y en la lei de la relijión? El pueblo salvadoreño ha sentido por instinto esta gran verdad, y es acaso el primer pueblo americano que ha unido perfectamente en un solo pensamiento el culto de la relijión y el de la patria”.180

En resumen, la fiesta del Divino Salvador del Mundo se convirtió en un punto de referencia para una identidad nacional nacida de la violenta conquista de los indígenas. Un anuario diocesano de mediados del siglo XX afirma audazmente los hechos: “De esta fecha histórica, en que los guerreros cuscatlecos deponiendo sus armas aceptaron el dominio español, la Iglesia Católica, comenzó su obra de civilización, encausando aquellas nuevas inteligencias, por los senderos de la verdad eterna, y apartándolas así, de sus costumbres primitivas y rudimentarias que hacían de él, un pueblo de baja moralidad”.181

Sin dudas, el respaldo más significativo al nombre de El Salvador a la pequeña república centroamericana fue el que dio el Papa Pío XII en su discurso ante el primer Congreso Eucarístico salvadoreño en 1942:

“Quiso la Divina Providencia, para distinguir unos de otros los hombres y los pueblos, disponer que cada uno recibiera un nombre, «palabra breve – si hemos de definirlo con los exactos términos usados por uno de los príncipes de vuestra hermosa lengua–, que se sustituye por aquello de quien se dice y se toma por ello mismo»; y entre todos los que hubieran podido darse a vuestra tierra, fue escogido el más hermoso que se hubiera podido pensar. Porque no fue tomado de la historia reciente, ni de la antigüedad, ni de cualquiera de aquellos dones naturales con que Dios la había enriquecido: suelo generoso, cielo claro, belleza insuperable en la altivez de sus montañas, en la serenidad de sus transparentes lagos, en la grandeza de sus cascadas, de sus volcanes, de su mar inmenso; sino que permitió que se llamase con un nombre que es propio de su Hijo Divino: República de S. Salvador, República del Salvador. Porque no fue solamente, –queremos pensarlo así– la acendrada piedad de Pedro Alvarado la que en los albores de la conquista americana tan altamente os bautizó, sino más que nada ¡la Providencia misma de Dios!”. 182

En sus sermones sobre la transfiguración Romero permite que su interpretación de la denominación de El Salvador se guíe por el mensaje de Pío XII al Congreso Eucarístico salvadoreño. Romero habla con aprobación de lo que el Papa llamó “la piedad de Pedro Alvarado” sin examinar el lado oscuro de la conquista. Esta omisión es lamentable. Al hacerlo limita el alcance de la cuestión de la violencia al silenciar el colonialismo en el que surge. No dudamos que el análisis de Romero de las estructuras del pecado que necesitan ser transfiguradas no es invalidado por esta omisión, pero es claro que su comprensión debe ampliarse. Esto es precisamente lo que el arzobispo José Luis Escobar Alas hace en su carta pastoral de 2016 sobre el problema de la violencia, Veo violencia y discordia en la ciudad. Sin duda, Romero está profundamente preocupado por el problema de la violencia en El Salvador. De hecho, una buena parte de su tercera carta pastoral, La iglesia y las organizaciones políticas populares, está dedicada a esta pregunta e incluso ofrece una tipología de violencia.183 Veremos esta carta más adelante en el quinto capítulo.

A juicio de Escobar, Pedro de Alvarado no puede ser presentado como un modelo de piedad cuando en realidad era un pedagogo de la muerte. Escobar escribe: “De duro y crudelísimo puede ser tildado el proceso de conquista y colonización que Pedro de Alvarado junto a sus hombres realizó al llegar a tierras cuzcatlecas”.184 Para fundamentar esta afirmación, Escobar apela a la Brevísima relación de la destrucción de las Indias de Bartolomé de Las Casas, que detalla el hambre de oro que llevó a Alvarado a cometer todo tipo de atrocidades en lo que ahora es América Central. Lejos de ensalzar la piedad de Alvarado, Las Casas pinta el retrato de un tiránico carnicero:

“Oh cuántos huérfanos hizo, cuántos orbó de sus hijos, cuántos privó de sus mujeres, cuántas mujeres dejó sin maridos, de cuántos adulterios y estupros y violencias fue causa, cuántos privó de su libertad, cuántas angustias y calamidades padecieron muchas gentes por él, cuántas lágrimas hizo derramar, cuántos sospiros, cuántos gemidos, cuántas soledades en esta vida, y de cuántos damnación eterna en la otra causó: no sólo de indios, que fueron infinitos, pero de los infelices cristianos de cuyo consorcio se favoreció, en tan grandes insultos, gravísimos pecados y abominaciones tan execrables. Y plega a Dios que dél haya habido misericordia y se contente con tan mala fin como al cabo le dio”. 185

El legado de Alvarado no solo fue el hermoso nombre de El Salvador, sino “una pedagogía de la muerte donde se le explicó, se le modeló e indicó cómo matar, a quién matar, con qué medios y por qué razones matar”.186 El plan de estudios de esta pedagogía ha estado desarrollándose desde el violento encuentro entre europeos y amerindios en el siglo XVI hasta nuestros días.

Escobar comienza esta historia trágica en 1524 con la conquista de Cuscatlán por parte de Pedro de Alvarado. La exclusión social de la población indígena introdujo a conquistador y conquistados en una pedagogía de la muerte que justificó el uso de la violencia como instrumento para la reforma social. Escobar llama a este período “la incubadora” de la violencia. Después de la independencia de España en 1821, había esperanza de una mejor situación social, pero las promesas criollas de una sociedad más justa para todos los salvadoreños fueron fugaces. Para los indígenas y para no pocos mestizos, la constitución de la república institucionalizó y legitimó la injusta situación colonial. En 1832, Anastasio Aquino lideró un levantamiento de una gran cantidad de indígenas y ladinos con el objetivo de poner fin a la concentración de tierras en manos de la pequeña élite criolla.

Sin embargo, fueron derrotados por las fuerzas gubernamentales constituidas por un mayor número de indígenas y ladinos. Como describió Escobar, “Hermanos matándose y desangrándose mutuamente por la defensa de intereses que perjudicaban a los suyos”.187 Lo que llamó la primera explosión de violencia alimentó una espiral de violencia que ya había comenzado. La violencia institucionalizada provocó la violencia insurreccional, que a su vez dio lugar a la violencia represiva. En 1932 esta espiral violenta explotó nuevamente en un levantamiento masivo de campesinos e indígenas. Escobar pasa por alto los detalles del papel de Farabundo Martí y la ideología marxista en el levantamiento y los excesos del general Maximiliano. En cambio, llama la atención sobre las advertencias emitidas por su predecesor, Monseñor José Alfonso Belloso y Sánchez, quien en una carta pastoral escrita en 1930 habló de las condiciones injustas que debían modificarse para que El Salvador pudiera disfrutar de una merecida paz. La carta no fue escuchada, y el resultado del levantamiento fue más muerte, produjo la virtual extinción de los pueblos indígenas de El Salvador y el endurecimiento de las estructuras de exclusión social. El polvorín de la injusticia social que explotó en la década de 1930 explotó nuevamente en la guerra civil cincuenta años después, en la década de 1980. A partir de su lectura de esta historia de violencia, Escobar identifica cuatro causas fundamentales que contribuyen a su perpetuación: la exclusión social, la idolatría de la riqueza, el individualismo radical y una cultura de impunidad.

La raíz más antigua y profunda del problema de la violencia en El Salvador es la exclusión social. Pero aun cuando el desempleo y el subempleo contribuyen a una fuerte exclusión social, lo más problemático es la forma en que las personas se sienten desvalorizados y sin poder. No solo su trabajo está subvaluado, sino que ellos mismos lo están.188 Por supuesto que este problema no es nuevo, sino que se remonta al menos a la época de la conquista. Sin embargo, al acto violento original de exclusión ahora se ha integrado con lo que Francisco llama una “economía de la exclusión”.189 En esta economía, algunos recurren a la violencia como una forma de encontrar un reconocimiento e inclusión que de otra manera se les niega.

La segunda raíz del problema de la violencia en El Salvador es la idolatría del dinero. El dinero se ha transformado en la puerta de entrada a la inclusión en una economía que no sirve a las personas, sino que los esclaviza al despilfarro y al consumo. La lógica del mercado conduce a la adquisición de las novedades más insignificantes, las que, a su vez, nublan la conciencia ante las dificultades de quienes carecen de las necesidades básicas para la vida.

La violencia también está potenciada por el individualismo. El debilitamiento de los lazos sociales ha formado individuos cuyo ideal de autorrealización está desconectado o incluso en contradicción con el bien común. El bien individual se ha convertido en el bien más elevado, uno que debe alcanzarse lo antes posible sin preguntarse por su legalidad y mucho menos por su moralidad.

Finalmente, la violencia en El Salvador se ve impulsada por una cultura de impunidad. La firma de los Acuerdos de Paz en 1991 condujo a un cese en las hostilidades, pero no hubo reconciliación nacional. Las ofertas de amnistía crearon un clima donde se percibía que los crímenes más atroces aparentemente no tuvieron sanción ni consecuencias para los perpetradores. Esta cultura de impunidad les impidió a las generaciones mayores mostrar un capital moral que pudiera invertirse en la orientación de las generaciones más jóvenes. Sería incorrecto echar la culpa de esta situación a los artesanos de los Acuerdos de Paz ya que las raíces de este problema son mucho más antiguas. La historia de la violencia en El Salvador desde el momento de la conquista hasta el presente podría describirse como el del reino de la impunidad. Los conquistadores no fueron castigados por matar indígenas. Los criollos no fueron castigados por parcelar y vender tierras que pertenecían a los indígenas. Ni siquiera los asesinos de Óscar Romero fueron llevados ante la justicia. Escobar escribe: “La Paz es fruto de la justicia y la justicia es fruto de la verdad. Nadie puede legislar sobre una mentira; por tanto, nadie puede hacer justicia sobre falsedad resultando de esto la impunidad”.190

La violencia en El Salvador se ha manifestado con muchos rostros a lo largo de la historia. Existe la violencia del período de la conquista que sometió a los indígenas; la violencia usurpadora del período de independencia que privatizó las tierras comunales; la violencia social de la primera mitad del siglo XX; la violencia ideologizada de la segunda mitad; y la violencia criminal del siglo XXI. Hay una dinámica que se repite: un estallido inicial de violencia se institucionaliza y genera un segundo estallido de violencia insurreccional, que a su vez genera un tercer estallido de violencia represiva. El ciclo vuelve una y otra vez, en una espiral cada vez más rápida y más grande. “La pedagogía de la muerte enseñó al pueblo la tortura, la represión, el desmembramiento, el secuestro, las masacres, y múltiples técnicas de asesinato que fueron aprendidas y aprehendidas por el pueblo, quien carente de una pedagogía de la vida y una educación de calidad no supo decodificar enseñanza tan macabra”.191 Cuando la iglesia rechazó esta pedagogía en favor del evangelio de la vida tuvo que enfrentar persecución e incluso la muerte. Ese fue el caso de Antonio de Valdivieso, el primer obispo mártir de la América, y de Óscar Romero, el arzobispo recientemente beatificado.