Kitabı oku: «El fuego de la montaña», sayfa 8
1.4. En el umbral de la fe
Algunos biógrafos, como Six, sitúan, al narrar la conversión de Foucauld, el umbral de su fe en julio de 1884[120].
¿Qué es lo que entonces ocurrió?
Enseguida lo veremos; pero insistamos en que lo admirable de este hombre fue su constante y tozuda búsqueda. No se estancó en superficiales harturas. No se acomodó a lo fácil. Ni el dinero, ni la fama, ni la buena vida lo retuvieron, apresado, en sus redes. Él siguió siempre en pos de sensaciones nuevas, de horizontes anchos, de ideales a la medida del corazón humano.
Habíamos dejado descansando a Foucauld, después de su viaje de explorador por tierras africanas...
Permaneció quince días en Argel, y enseguida, el 17 de junio de 1884, le vamos a encontrar de nuevo en París, desde donde se retirará a Gironda, a un castillo que en Tuquet tiene, como residencia de verano, su tía, la señora Inés Moitessier.
Allí, en la tranquilidad del campo, rodeado de las atenciones de su prima María, vizcondesa de Bondy, y después de una seria enfermedad, Charles de Foucauld empezó a recuperar la sabiduría de la bondad, el gusto por la soledad sonora, la serenidad de espíritu, el sentido del agradecimiento hacia aquellos que verdaderamente le amaban.
Así se lo decía al ya citado responsable del museo de Argel, el 19 de junio: «He llegado esta mañana del campo (...) (esta es) una tierra encantadora, todo agua, todo verdor; es más de lo que necesito para encontrarme perfectamente feliz»[121].
Soledad, en compañía de personas buenas: este fue el clima, la atmósfera espiritual que preparó la conversión del que, andando el tiempo, sería el «Hermano universal», el inspirador de los Pequeños Hermanos de Jesús. De este retiro y de la convalecencia de su enfermedad, salió un hombre más reflexivo, más maduro y equilibrado...
¿Un hombre nuevo? Todavía no. Pero Charles ya no era el joven alocado, ruidoso y despilfarrador de pocos años antes. Había empezado a saborear el silencio y el jugo de lo que es esencial en la vida.
A finales de octubre (seguimos en 1884) Charles regresó a África: volvió a Argel. Seguía siendo un oficial en la reserva. Pensaba permanecer allí unos diez meses. Entre tanto, preparó sucesivos viajes y nuevas exploraciones.
Una hija del comandante Titre le gustaba. Se trataba de una chica joven de 23 años, Marie-Margarite, que había dado el paso del protestantismo al catolicismo. Tal vez sin pensarlo mucho y queriendo organizar su vida, Charles le hizo proposiciones de matrimonio. La señorita Titre encontró en Foucauld un joven serio y seguro de sí mismo, reflexivo, cuidadoso en el vestir. Sin embargo aquella relación no llegó a prosperar. Los encuentros con la novia no eran lo bastante frecuentes como para poder hablar de un conocimiento, y María de Bondy desaconsejó a su primo seguir adelante con una relación que estimaba poco clara.
Por la propia mademoiselle Titre sabemos que Charles de Foucauld, por entonces, sentía algo así como pena de no tener fe. A la chica le había dicho un día: «Cuando nos casemos, señorita, yo la dejaré completamente libre para hacer lo que quiera en cuestión de religión; en cuanto a mí, yo no la practicaré, porque no tengo fe»[122].
A finales de 1884 Foucauld volvió a Francia. Asistió a la boda de su hermana María, que se casó con Raymond de Blic.
En marzo de 1885 lo encontramos, de nuevo, en Argel, ocupado en redactar el informe de sus viajes anteriores. El intrépido explorador deseaba verlo todo impreso. Y, a poder ser, pronto. El 24 de abril, María de Bondy, en nombre de su primo, recogió el importante premio, concedido a Foucauld, del que ya hablamos: la medalla de oro de la Sociedad Francesa de Geografía.
El resto de aquel año se le fue entre idas y venidas, de Francia a Argel. Recorrió el Sahara argelino y tunecino, porque deseaba establecer una comparación con el Sahara marroquí; visitó, en septiembre, el Mzab; en octubre llegó a Laghouat; en noviembre, con un destacamento militar, se dirigió a El Golea, un oasis que dista de Argel más de mil kilómetros. Allí instaló un palomar de palomas mensajeras. Había sido el primer francés en poner los pies en aquel lugar. La religiosidad musulmana le impresionaba vivamente, sobre todo la práctica de la hospitalidad, el sentido de Dios, la fidelidad a la oración.
Actividad la de Foucauld, continuada, intensa, casi febril.
A comienzos del año 1886 lo encontramos en Gabes, donde se embarcaba para Francia: «Pienso estar en París, el 15 o el 20 de enero, con el manuscrito preparado para la imprenta...»[123]. El 19 de febrero, después de visitar en Niza a su hermana, que había sido recientemente mamá, regresó otra vez a París...
Alquiló una habitación en la calle Miromesnil, nº 50, muy cerca de la iglesia de san Agustín y no lejos del palacio donde vivían su tía, la señora Moitessier y su prima, María de Bondy. La cabeza de Charles no paraba de dar vueltas. Pensaba ya en nuevas exploraciones. Pero de momento lo que más deseaba era ordenar las notas de sus viajes anteriores, con vistas a la publicación de su libro Reconnaissance au Maroc[124]. Debía, además, poner a punto sus mapas y preparar nuevos viajes.
Se instaló en su apartamento a lo árabe. Vestía como ellos, una chilaba, y dormía en el suelo, sobre una alfombra.
Así lo encontró la visita agraciada del buen Dios. Porque fue exactamente allí: cerca de la iglesia del también converso san Agustín. Allí, a finales de octubre de 1886, donde le esperaba, con los brazos abiertos, el buen Jesús, para regalarle la auténtica alegría de la fe: aquel tesoro, hasta entonces escondido para él y que ya nadie en el futuro le arrebataría. Charles tenía en este momento 28 años. Casi toda una vida por delante.
Pero, ¿qué ocurre realmente, en la vida de Foucauld, entre febrero y noviembre de 1886?
2. La conversión definitiva
El P. Henri Huvelin (1838-1910), director espiritual de Charles de Foucauld durante casi 25 años, en una de sus conferencias, decía, hablando de la conversión cristiana: «No se llega nunca a conocer plenamente la historia de una conversión, ni aun de la propia. Se ve bien todo lo que la ha preparado, pero nada más. La acción de nuestro Señor es en extremo variable. Se verá el hastío; pero el hastío prepara, no une (...) El mero dolor no trae consigo la conversión. Es menester el trabajo de la gracia (...) En toda conversión hay algo divino, imposible de explicar»[125].
En el caso de Foucauld, tampoco es tarea fácil investigar el momento preciso del toque final o definitivo de la gracia. Hay una preparación próxima. Y otra, remota.
Algo hemos dicho de la preparación remota: o sea, de aquellas personas (familia y, sobre todo, su prima María) y de aquellas circunstancias (encuentros en sus viajes por África con hombres y mujeres musulmanes, profundamente creyentes) que fueron preparando el terreno, para que la semilla de la fe echara sus raíces.
Me referiré ahora al desencadenante más próximo de su conversión.
2.1. «Dios mío, si existes...»
Hay una oración, mil veces repetida por el entonces espiritualmente inquieto Charles: «Dios mío, si existes, haz que yo te conozca». Entra y sale, repetidas veces, de las iglesias de su entorno Parísino. Siempre, la misma oración y siempre el silencio por respuesta. Hasta que un buen día se dirige a un sacerdote que había conocido en casa de su tía, el ya mencionado P. Henri Huvelin. Este sacerdote –Charles lo reconocería siempre– fue una importante mediación en su conversión.
Aquel día Foucauld, en el silencio y recogimiento de la Parísina iglesia de san Agustín, se dirigió al confesionario del P. Huvelin:
—No vengo a confesarme, padre. Creo que no tengo fe.
—¿Qué desea, entonces?
—Sólo le pido su bendición y que me facilite una buena instrucción religiosa. Deseo conocer los contenidos de la fe en Jesucristo...
—¿Sólo esto le ha empujado a venir hasta aquí?
—No sé, padre; supongo que también otras cosas. Hace años que llevo dando vueltas a lo mismo: una fe, que llevan en el corazón tantas y tantas personas inteligentes y buenas que conozco, no puede ser una ilusión.
—La fe no es una ilusión; es una experiencia. Pero creo que usted ya la tiene. Pascal dice aquello de «tú no me buscarías a mí, si no me hubieses encontrado ya».
El P. Huvelin y Charles de Foucauld hablaron largo rato. No sabemos todo lo que se intercambiaron. Pero sí sabemos que, al final del diálogo, el confesor invitó a ponerse de rodillas al «penitente», le impartió la absolución sacramental, y le envió, sin más, a comulgar...
Dice Marie-André, en Convertis du XXème siècle: «puesto que él deseaba creer, este hombre de buena voluntad obedece y se humilla. La respuesta divina no se hace esperar. Con la paz, la luz lo inunda. El P. Huvelin le envía enseguida a recibir la Eucaristía (...) Un nuevo Foucauld había nacido»[126].
El P. Huvelin «tuvo la amabilidad de responder a mis preguntas, la paciencia de atenderme cuantas veces quise. Me convencí de la verdad de la religión católica...»[127].
Charles de Foucauld diría muchas veces que él estaba seguro de que su vocación a la vida religiosa surgió en su interior casi a la vez que su conversión. No era hombre de medias tintas, y, aunque su familia y el mismo P. Huvelin le empujaban al matrimonio, él comenzó a hacer planes para entrar en un convento. Pero lo prudente, según le dijeron los que le querían bien, era dar tiempo al tiempo, esperar haciendo...
Otro de los caminos recorridos por Foucauld y que desembocó, gracias a la Gracia, en la fe cristiana, fue el de sus lecturas. Ya conocemos la afición de Charles a los clásicos griegos y latinos. Pero ahora lo que buscaba (y necesitaba) era instrucción católica. Conocía a filósofos y escritores que, lejos de convencerle, habían contribuido a que perdiera todo rastro de fe. Ahora leía atentamente el libro de Bossuet, titulado Elevaciones sobre los misterios, que, según podemos recordar, le había regalado su prima, el día de su ya lejana Primera Comunión: «Por azar leí algunas páginas de un libro de Bossuet, donde encontré mucho más de lo que había hallado en mis moralistas antiguos (...) Proseguí la lectura de este libro y poco a poco llegué a decirme que la fe de una mente tan grande, la que yo veía cada día muy cerca de mí, en tan hermosas inteligencias, en mi familia misma, quizá no era tan incompatible con el sentido común como me había parecido hasta entonces»[128].
Sin embargo, Bossuet sólo le ayudó en parte. Estaba de acuerdo con Bossuet en el alto valor moral del cristianismo. Pero la cuestión de fondo –¿Cristo es Dios?– todavía no la tenía del todo resuelta. Se preguntaba si, tal vez, llegaría algún día a resolverla...
Le ayudaban mucho los encuentros con el P. Huvelin, que comenzaban a ser frecuentes a partir de aquel día en que, de rodillas, recibió la absolución en el confesionario de la iglesia de san Agustín y comenzó a comulgar, empujado por la fe[129]. Pero la más profunda formación cristiana llegaría más tarde, cuando, animado por el P. Huvelin, decidió entrar en la vida religiosa.
También en la conversión de Foucauld aparece el fulgor de la llamada y la sencillez de la respuesta, como se cuenta de otros conversos, por ejemplo, de Paul Claudel, en que venos un marco exterior de lujo (una catedral, Notre-Dame) y una fuerte iluminación interior, que señala un cambio brusco de vida[130].
2.2. «¿Qué debo hacer?»
La reflexión que se hace Charles, en el transcurso de su conversión, es la siguiente: Si Dios existe, Él debe llenar de sentido toda mi vida, Él debe mostrarme cuál es su voluntad, y yo debo entregarme sin reservas a Él. «Tan pronto como creí que había Dios, comprendí que no podía hacer otra cosa que vivir para Él»[131].
¿Dónde? ¿En el mundo o retirado del mundo?
La radicalidad cristiana le empujaba a lo que consideraba un estado de vida más perfecto. Quería ser religioso, no vivir más que para Dios: «Comprendí que no podía hacer otra cosa que vivir para Él». «Mi vocación religiosa data del mismo momento que mi fe (...) ¡Hay tanta diferencia entre Dios y todo lo que no es Él...!»[132].
«Yo deseaba ser religioso, no vivir más que para Dios y hacer aquello que fuera lo más perfecto, sin importar qué (...). Mi confesor me hizo esperar tres años; (...); yo mismo no sabía qué orden elegir: el Evangelio me mostró que el primer mandamiento consiste en amar a Dios con todo el corazón y que había que encerrarlo todo en el amor; cada uno sabe que el amor tiene por efecto primero la imitación; quedaba, pues, entrar en la Orden donde yo encontrase la más exacta imitación de Jesús. Yo no me sentía hecho para imitar su vida pública en la predicación: yo debía, por tanto, imitar la vida oculta del humilde y pobre obrero de Nazaret. Me pareció que nada me presentaba mejor esta vida que la Trapa»[133].
El 25 de diciembre de aquel año de gracia de1886 celebró la Natividad del Señor en la iglesia de S. Agustín. Le acompañó su prima María. Ambos comulgaron en el altar de la Virgen, donde había comulgado la mañana radiante de su conversión. Había oído decir al P. Huvelin algo que le había calado profundamente: «Nuestro Señor tomó de tal manera el último lugar, que nadie ha podido ya arrebatárselo».
Charles de Foucauld iba poco a poco entendiendo que valemos tanto cuanto amamos. Somos no lo que tenemos, sino lo que amamos. Podemos muy bien definirnos por nuestras entregas más fuertes y encendidas.
¿Por qué no seguir las huellas de Jesucristo, sobre todo en la entrega que un cristiano realiza en el estado de vida religiosa?
Al fin y al cabo, otros le siguen aún más lejos: por ejemplo, hasta la cruz del martirio. Aquel mismo año, precisamente en el África más alejada y profunda, en Uganda, murieron, martirizados por su fe, un amplio equipo de jóvenes cristianos (todos ellos de color), verdaderos atletas o campeones de Cristo[134].
En agosto de 1887 encontramos a Foucauld en el Tuquet con la señora Moitessier. Tiempo de reflexión y de reconciliación con los suyos. Lee la vida de los padres del desierto. Otra vez el desierto, como símbolo de austeridad, despojamiento, soledad libremente elegida para mejor realizar el encuentro con Dios. El destino de Foucauld será el desierto: un aventurero del desierto. Sin embargo, no sabe todavía qué orden religiosa elegir. Sabe lo que quiere, pero no sabe dónde realizarlo.
El 4 de febrero de 1888 se publicó, por fin, su esperado libro, Reconnaisance au Maroc. Pronto Foucauld reconquistaba su nombre como descubridor de mundos. Pero a él todo esto le importaba ya muy poco. Atrás quedaba una vida de triunfos humanos, y por delante se abría otra vida distinta, hecha de despojamientos y de entregas calladas.
En el prólogo que un primo de Foucauld escribió para una de las ediciones del libro, comentaba con amor y humor: «Tengo presente en la memoria a aquel primo excelente, tan dulce, siempre sonriente (...), lo que hacía que mi hermano y yo lo consideráramos venido al mundo con el único fin de que le tomáramos el pelo y nos hiciera regalos. Nos dio su equipo militar para que pudiéramos representar la comedia con otros niños. Teníamos su shako de Saint-Cyr y el gorro de batalla de Saumur. Luego, poco a poco, fueron pasando a nuestro poder todos los objetos traídos de Marruecos: pistolas, escopetas, puñales, gualdrapas de seda y, sobre todo, albornoces y chilabas...»[135].
Curiosamente aquel mismo año, Friedriech Nietzsche sacaba a la luz uno de sus más conocidos libros: El Anticristo. Mientras Foucauld se entregaba a Cristo, al que amaba profundamente, Nietzsche compadecía a aquel hebreo que –según él– había muerto demasiado prematuramente como para darse cuenta de los sueños que soñaba. A la vez, Nietzsche pronosticaba el fin del cristianismo y la «muerte de Dios». En otro lugar de Francia, el 9 de abril de aquel mismo año, una jovencita de Alençon, llamada Teresa Martín, ingresaba en el monasterio de carmelitas de Lisieux. En el futuro se la conocería como Teresa del Niño Jesús.
¡Qué diversos son los caminos de los humanos! Cada uno va por su ruta, y cada viajero tiene sus días y sus noches.
En agosto del mismo año, 1888, Charles descansaba en el castillo de la Barre, al lado de su prima, la señora de Bondy. ¡Cuánto debía al silencio, a la dulzura y bondad de su prima! El 19 del mismo mes visitaba la Trapa de Fontgombault, a unos treinta kilómetros de La Barre. Allí encontró a un hermano lego con el hábito gastado y remendado, y creyó ver en él la imagen del Cristo pobre al que Charles, precisamente, quería imitar.
Entre tanto leía apasionadamente los evangelios. Pero no todo lo veía claro. Sus estudios bíblicos no daban demasiado de sí como para despejarle dudas o responderle a preguntas. Le hubiera gustado mezclar pasajes del Corán en sus oraciones. Precisamente, en un momento histórico en que el diálogo interreligioso estaba aún lejos de la Iglesia[136]. Una cosa tenía clara, leyendo el evangelio: le seguía cautivando el Cristo de los pobres.
¿Qué quedaba de los proyectos aquellos de seguir explorando Marruecos y otros lugares de África?
Comenzaban a evaporarse, como ocurre con la niebla al elevarse el sol.
En mayo de 1888 escribió a Maupas, secretario de McCarthy en la biblioteca de Argel: «Sigo ocupándome vagamente de los países musulmanes, con intención de viajar aún por allí; leo árabe y estudio a grandes rasgos las comarcas de Levante; pero no tengo ningún proyecto fijo y no pienso salir de Francia este año»[137].
A finales de noviembre, por indicación del P. Huvelin, peregrinó a Tierra Santa. Repito: «por indicación del P. Huvelin». Él obedecía, e inicialmente emprendió el viaje sin demasiados entusiasmos. Sin embargo, este viaje fue el espaldarazo a su vocación religiosa. También, después de la correspondiente conversión, otros hombres ilustres, como Francisco de Asís o Ignacio de Loyola, se habían sentido empujados hacia el país de Jesús.
El 15 o 16 de diciembre lo encontramos en Betfagé, Betania, el Cenáculo y Getsemaní. Un poco más adelante, el 25 de diciembre, celebraba el Nacimiento de Jesús en la gruta de Belén. Jesús-Niño se le ofrecía pobre y desnudo como una invitación de seguimiento. No muy lejos, al cabo de un hora de camino, en Jerusalén, visitaba la basílica del Santo Sepulcro y el Calvario. «Es preciso, quiérase o no, cambiar de pensamientos y encontrarse otra vez al pie de la cruz»[138]. El mensaje de desasimiento y de sacrificio que significa la cruz de Jesús, asaltaba por todos los flancos su itinerario de recién convertido. Iba descubriendo, como Saulo, los designios de Dios en su vida.
El 10 de enero del año siguiente, 1889, visitó Nazaret. Ahora el encuentro lo realizó con la vida oculta, silenciosa y laboriosa de Jesús, el hijo de María y del artesano José. Se imaginaba al joven Nazareno viviendo en aquellas cuevas o descendiendo por aquellos caminos estrechos, polvorientos, encharcados en los momentos de la lluvia... («Y dijo Natanael: ¿De Nazaret puede salir algo bueno?», Jn 1,46). Otra vez, el mensaje de la sencillez de vida, del silencio y del anonimato.
Foucauld tenía ahora clarísima una cosa: elegirá, en el camino de su entrega, aquella familia u Orden religiosa que más se parezca al modelo del generoso y humilde trabajador de Nazaret. Esta idea no le abandonará nunca. Ya casi al final de su vida, el 20 de junio de 1916, en una meditación sobre Lc 2,50-51, Charles de Foucauld se detendrá en el «descendit cum eis» («descendió con ellos y vino a Nazaret y les obedecía»).
Se preguntaba Foucauld: ¿Qué hizo Jesús de Nazaret a lo largo de su vida, sino «descender» siempre? «Jesús no hizo otra cosa que bajar: bajar en la encarnación, bajar haciéndose criatura, bajar obedeciendo, bajar haciéndose pobre, abandonado, desterrado, perseguido, ejecutado, poniéndose siempre en el último lugar»[139].
El 14 de febrero de 1889 Charles de Foucauld regresaba a París. Tenía un reto o desafío: buscar cuanto antes un lugar y una comunidad religiosa donde poder vivir su fe, su llamada y su espiritualidad cristianas.