Kitabı oku: «La ira del embaucado», sayfa 15
Metió cadera y mandó la pelota al área de la otra portería.
—Esto cada día es una mierda mayor —comentaba el Polilla, sin excesivo resentimiento—. Cada vez es más difícil levantar un servicio en condiciones. Hace unos meses Velasco y yo tuvimos una situación-problema con cuatro furtivos, a los que sorprendimos cazando de noche, en época de veda y con faros portátiles. Uno de ellos resultó ser Alfonso De Lasheras, el veterinario que vive en la colonia Machaquito —Salva percutió la pelota y tras un par de rebotes en los delanteros logró sacarla al centro del campo—. En vez de felicitaciones casi nos cuesta un correctivo. Tuvimos que romper todo lo escrito, y eso después de que estuvimos toda la noche persiguiéndolos. Incluso el que iba con el veterinario nos llegó a encañonar. —Por una serie de rebotes fatales, la ruidosa bola de madera fue a parar a los defensas del Polilla—. Lo que más me fastidió fue que Alfonso De Lasheras, un buen amigo nuestro, del Cuerpo, me refiero, se portara tan guarramente. —Contoneó la figurilla alrededor de la pelota y la impelió con efecto lateral a la portería de Salva, describiendo una parábola de gol que sólo la casual ubicación del portero evitó—. ¡Uy! —resopló con desatinado disgusto.
—¿Y por qué no cursasteis la denuncia? —Salva imprimió un giro de molinillo al puño; pero la bola rebotó en el audaz delantero que gobernaba Monti, y de nuevo en su poder se concentró en afinar mejor técnica.
—Lo mismo que ahora: amistades —contestó Monti, concentrado en el vaivén del trémulo defensa.
—¿Aunque sea delito?
—¡Y qué vas a hacer! Pero si yo entonces hubiera tenido un compañero competente, entero y a base de bien que no me habría rajado, ya lo creo.
—Lo que me parece raro es que Carrasco haya retirado las denuncias —tanteó Salva, girando el muñeco alrededor de la pelota a fin de confundir al oponente.
—Lo habrá hecho como moneda de cambio. Ese se las sabe todas.
Monti lo intuía sin marrar. Poner los pies en el suelo.
No era un insulto, sino una advertencia.
—Pero todo esto parece una farsa —sacudió el defensa, pero la pelota fue rechazada una vez más y Salva comprendió el vigilante agobio del enemigo.
—Sí…, bueno; un poco —admitió Monti—. Pero siempre hay infractores para mantener el cupo. Los más desgraciados, como en todos sitios —manifestó sin alterarse.
Entonces Salva, impelido por una ira extraña, tocó lateral y posterior y la bola voló no siendo hallada sino dentro de la portería de Monti con un trastazo.
—¡Joder! —exclamó el Polilla.
Como la pelota tragada, Salva veía sus sueños rodando, no hacia metas ambiciosas y resonantes, sino por entre nauseabundas cloacas beneméritas.
—¡Chamba, chamba! Echa otra, vamos —le acuciaba el Polilla, insensible a cualquier otro pesar trascendental.
¿Tendría razón Carrasco —el «jodido jacobino»— con sus teorías rechinantes?
XVIII. UNA CANCIÓN SIN NOMBRE
1
La esperaba con avidez de macho en celo, una clase de celo más bien espiritual por tener alguien con quien despejarse del creciente extravío profesional. La segunda cita. Esta vez a y veintidós. La anterior fue tan fugaz que ella asistió por mero compromiso. Un cuarto de hora que pasó como un turbión de felicidad.
El minutero marcaba y veinte.
Anabel dobló la esquina de la iglesia, puntual, erecta, la melena cobre rayándole las clavículas al ritmo de sus pasos elásticos, la roja camiseta de tirantes resaltando su pulido talle, sus dorsales acentuados, su apostura desenvuelta, deslumbrante. Arrebatadora.
Sus ojos nato le vinieron a los suyos como balas anhelantes.
¿Será posible que yo algún día llegue a solazar por entero y a base de bien tan conspicuo soma y psique?, suspiró mientras se estremecía de placer al sentir su beso en la mejilla.
—Juntos otra vez —dijo ella, ignorante del contento que le producía, o tal vez no.
—Me alegro por mí —contestó Salva.
—¿Y eso?
—Me habría muerto si no te hubiera visto.
—Humm, ya será menos —brillaron sus ojos nato—. ¿Esperas desde hace mucho?
—Lo justo. ¿Podrás quedarte hoy un poco más?
—Sí, un poco más —fue su vaga respuesta.
—¿Adónde vamos?
Acordaron pasear por el rebautizado parque de la Libertad, deleitarse con el rumor del río y los chorros de la nueva fuente, bajo el palio de sombras netas de los grandes árboles, viéndose y sintiéndose después de otra larga semana. Estar juntos únicamente en domingo y a contrarreloj no era lo mejor que pudiera pasarle, pero de momento era todo lo que podía conseguir.
—¿Qué tal tu trabajo?
Trabajo. Le encantó. La palabra «servicio», tan oída a diario, empezaba a repugnarle. Palabras que hasta hacía bien poco eran parte de la magia con que levitaban sus sueños, infirió con despecho, y optó por mentirla.
—Bien. Pero no del todo —añadió, sin poder evitarlo.
—¿Y eso?
Daba igual. No tendría mucha importancia referir sus inquietudes. A diferencia del otro suelo —el laboral—, con ella sentía que pisaba sin tambalearse.
—Me pasan cosas que no llego a explicarme, pequeños problemas de adaptación a los que espero acostumbrarme.
(ya te acostumbrarás, ya te acostumbrarás)
—Por ejemplo…
—Nada en particular; apreciaciones personales. —No poder confesarse sin ambages le oprimía como un firmes en el que se estuviera conteniendo unas furibundas ganas de mear.
El pudor y frases machaconas como «los trapos sucios se lavan dentro», «el Régimen Disciplinario vela por la tradición», le impedían hacerlo. Él creía en la Institución, en lo que le decían sus jefes.
—¿Algún desengaño importante…? —insinuó Anabel, sagazmente tangencial.
—Sí, es algo de eso. —De pronto, Salva no pudo contenerse—: Tiene que ver con la veleidad de quien impone las Leyes y la sumisión injusta que los de abajo hemos de soportar.
Se preguntó, aprensivo, qué debería contestarle si ella le inquiría por los de arriba.
Pero Anabel habló segura de sí misma, dando por indiscutibles y claras sus palabras.
—Siempre ha sido así. El salvaje hedonismo en que vivimos y el zarandeo implacable de la masa social ha arrasado con la crítica y el pensamiento. Y esto hace que las oligarquías de siempre sean hoy más fuertes que nunca. Nos engañan con sus pantomimas y sus apariencias honorables. Pero basta con fijarse en cómo la aplicación de las Leyes afecta de manera tan diferente según el poderío del encartado. También en cómo los políticos, en especial los que van de renovadores, vociferan antes de encumbrarse y luego el cinismo y la hipocresía con que se conducen. Eso significa que el Sistema está podrido.
Rodeó una farola y prosiguió con sugestiva convicción.
—La gente prefiere una chorrada electrónica o unas zapatillas de moda antes que el compromiso social. Esa desgana nos hunde, festivamente, pero nos hunde. Nada ha cambiado en relación con la opresión de los que rigen el rumbo político y abajo la mayoría acomodaticia y los falsos progresistas, marionetas de la mano antigua y fascista que nos sigue manipulando entre bastidores.
Se calló ella, y él no supo qué decir. Entendía que comulgaba con aquella pelicobre de ojos balas nato, pero que no podía ni rebatir ni arrimar una idea propia, consistente y peculiar.
Fue una sensación de pusilanimidad insoportable.
Nunca seré digno de un ser tan preclaro y exquisito, se presagió angustiado.
—¿No crees que sea fascista la mano que os trata como a marionetas en tu trabajo? —sondeó ella con perfecta confianza.
Salva se sobrecogió. Definitivamente, se sintió sin ideas y sin aliento.
Se acordó de Carrasco.
—Creo que estamos dos clases de guardias civiles —y acabó por relatarle, según su pobre entendimiento, la abstrusa hipótesis de su compañero.
—Naturalmente —aprobó ella, entusiasmada—. No hay forma eficaz de lucha excepto la estrategia radical.
—¿Cuál? —se arredró él más que preguntó.
—Crean leyes que luego no cumplen, pero se aseguran de que los demás queden sometidos. Fomentan una sociedad que sólo beneficia a ellos como clase privilegiada, basados en proyectos de supremacía y de influencia al servicio de la ingeniería financiera y las inversiones multimillonarias con las que coaccionan al poder democrático; luego éste no existe como tal, y en último extremo reorientan los códigos jurídicos para que se les impongan fianzas que siempre podrán pagar: es parte del riesgo inversor. Es un juego en el que la gente de a pie vamos de comparsa para cubrir las apariencias del sistema actual, que, por otra parte, no para de llenarse la boca con la palabra «democracia», repetida hasta el hartazgo para que no nos demos cuenta de que no existe verdadera participación popular y que votemos lo que votemos la línea de gobierno está decidida de antemano por las oligarquías que financian al partido de turno.
Por debajo del puentecillo de madera al que habían llegado, el agua corría en regatos chispeantes e irregulares. Una minicascada exhumaba las raíces de un chopo. Entre ellas descubría Salva su intelecto en aquel momento. El de ella anidaba en la alta copa del árbol.
—La culpa no es de quien crea la ley; más bien del que la incumple —apuntó, titubeante.
—La tiene quien permite que suceda —dijo ella de codos sobre el pretil de maderos.
Otro mutis. Al cabo de medio minuto de insacudible perplejidad, Salva estimó:
—Así son las cosas, y nada puede hacerse. —Pero en el ínterin había cavilado algo singular: ¿Quién lo permite: el teniente jefe de Línea, el teniente coronel primer jefe de la Comandancia, el general crápula? ¿Quién?—. Quizás divagar sobre estas cuestiones no esté a nuestro alcance.
—Esa es la táctica de los que defienden la tradición —rebatió ella al punto—: apocarnos, resignarnos. ¡Explotarnos!
—Lo malo es que nosotros podemos hacer tan poco…
—Claro que podemos: luchar. Luchar con todas las armas posibles. Revolverse es evolucionar. —Palmoteó el tronco de la pasarela—: ¡Mira que cargarse un árbol para hacer esto!
—Desde luego —coincidió Salva, anonadado ante aquella propincuidad de vehemencia inaprensible.
En cualquier caso, Salva disfrutaba discutiendo ideas afines, aunque fuera bordeando una excentricidad que desconocía si le afectaba como orientación vital o como agente de la autoridad, o en ambas. O en ninguna.
—¿Vamos a El Holandés a tomar algo? —propuso.
—No. Veamos la fuente.
La estatua amorfa de la Libertad se bañaba bajo el chorro de su cúspide y el estanque circular recibía el torrente repartido en una docena de caños ruidosos que potenciaban la paz del entorno, y a ellos, además, la dicha. Una fina grieta dejaba escapar un tembloroso venero que, silencioso y afilado, buscaba el río. A él bajaron, saltando de piedra en piedra, insectos de flor en flor, soldados de trinchera en trinchera, contemplándose con disimulada excitación en los remansos de la corriente en los que reverberaban sus imágenes imantadas, ignaros del tiempo —el Tiempo—, deslizado, ingobernable, como el agua entre sus manos. Las piedras bajo sus pies componían arroyuelos y éstos murmuraban quién sabe si una queja o un agradecimiento.
Ella no tenía ninguna duda.
—Deberíamos sentir la naturaleza en todo momento, por su belleza y por su serenidad. ¿No te parece?
—Pues sí.
Como las palabras no le salían, se dejó llevar por los pies: vadeando, riendo, fantaseando que cruzaban tumultuosos rápidos en un lugar del paraíso. Inopinadamente —quizás subrepticiamente—, sus mejillas se rozaron en un impulso causal, y sus labios se tocaron y se separaron, sin violencia, sin atropello, deseando repetir. ¿Repetir cómo? Casualidad simulada o intención voraz. Milisegundos de consternación: que ella disolvió con un deliberado arrimo, una repetición húmeda y lenta, dulce y extática. Un suceso flipante y fugaz que precedió a la partida.
—Déjame acompañarte.
Ella lo desestimó con un gesto arrogante de la cabeza, la mirada calibre 7,62 nato rayada de complaciente desatención.
Quedarían en el rincón del viento, a la vuelta de la iglesia y de otra semana.
Otra interminable, desoladora semana.
—Si no pudieras por la mañana, entonces por la tarde.
Concretaron horas y minutos, y como garantía y concesión ella se despidió con otro beso.
Un beso como un soplo de vida para siete días. La relación no dejaba de ser promisoria. Regresó al cuartel arreado de gozo y excitación. Ella era toda conmoción espiritual. Se arrojó a la cama. ¿Para qué estudiar?
Mejor pasar el tiempo dormido y diluir con el sueño la conciencia de agente subyugado, de «prójimo corrompido». Retumbaron las paredes por un trallazo de música.
Rodó al suelo.
—Me distraeré con el Polilla.
Después de llamar y escuchar adelante entró en el cuarto… Bañado por el lívido resplandor del monitor, el semblante de su amigo resaltaba cadavérico en medio del resto de cosas que por efecto del cambio de imágenes parecían dotadas de más vida que el propio Monti. Sólo los enrojecidos ojos y el fatigado pestañeo desmentían que no fuera un fiambre sedente.
—¿Estás bien, Poli?
El aludido, sin despegar la cara de la pantalla, balbuceó:
—Pues claro —se inclinó para atraer una banqueta—. Venga, siéntate.
—¿Qué estás haciendo? —se interesó Salva, aceptando el ofrecimiento, atónito por el estado del Polilla y su hacer, entre frenético y zombi.
—Estoy componiendo música con un programa de ordenador.
Junto al AMIGA se amontonaban, según le iba señalando, el teclado del sintetizador, un emulador de sonidos llamado Proteus, un digitalizador de imágenes y otros periféricos con botones giratorios y lucecitas parpadeantes, que Salva no retuvo. Una maraña de cables reptaba por entre todos ellos. En las salidas estereofónicas sonidos rítmico-digitales de continuo detenidos y retocados.
—Intento acabar mi propia canción —explicó, recorriendo menús desplegables—. La música de los demás me sobra.
Salva coligió un marcado resquemor sentimental.
—Creía que a estas horas estarías con tu novia.
Monti chasqueó la lengua.
—La he mandado a tomar por saco. Mi novia es la Guardia Civil y mi música.
—¿Quieres hablar de ello?
No respondió el Polilla. Con ojos convexados en el fulgurante escalamiento de los caracteres alfanuméricos —que escrutaba como en un prospecto que contuviera el remedio a sus males—, le omitió con un abstraído desparpajo, que Salva estimó asaz elocuente. Monti enterraba una obsesión con otra. Las notas se peleaban o pugnaban por elevarse. Los grandes altavoces ubicados en las esquinas tiritaban hesitantes. ¿Era todo aquel fogoso talento consecuencia de los celos? ¿Precedía aquella impresionante tribulación del Polilla a su felicidad?
¿Acaso yo también tendré que pasar por cierto tormento?
Poderoso como se sentía, lo desechó y pasó a confortarlo.
—A mí tampoco me han ido las cosas como me hubieran gustado —intentó animarlo por el viejo dicho de «mal de muchos, consuelo de todos», su particular versión.
—Escribo una canción para la que no tengo título —dijo el otro a su aire.
Aire fantasmal.
No logró sustraerlo del subyugante influjo de aquella canción sin nombre y Salva optó por retirarse a su cama de colcha verde y oficial.
Con los pies encaramados al piecero metálico, absorto en el cielo rojizo que entraba por la ventana, se imaginaba fundiéndose con ella en la puesta de sol, sin límite de tiempo ni trabas, y los sonidos de la canción sin nombre —que flameaban innominados, fervientes, a veces luctuosos— no hacían sino lanzarlo como en un viaje inverso de tobogán hacia evocaciones menos agrias.
Tres encuentros y todo parecía marchar a pedir de boca. Anabel no le había comentado la posibilidad de que tuviera novio o relación similar y él tampoco se había atrevido a zanjar tan temerosa curiosidad. De momento se conformaba con el beneficio de la duda. Los temas de conversación, en cambio, fueron cordiales y sin tapujos, y como remate magistral ese beso largo y dulzón como el mejor de los melones de Goyo.
Tembló al conjeturar que sus ilusiones pudieran desvanecerse sin más y quedar disuelto en brutal desconsuelo, como ahora su amigo Monti.
¡Dios, qué tétrica melodía llena el pabellón y mis sentimientos!
He de salir.
Por grados ganaban el aire tercas notas graves, radiando… ¿desazón?, ¿rencor?, ¿agresividad? Acabó de abrocharse las zapatillas. Cenaría una hamburguesa, un vaso de leche, estudiaría un rato —a pesar de todo— y se acostaría temprano.
Por si acaso, preguntó a Monti. Escuchó la negativa respuesta que suponía y bajó al cuarto de Puertas a enterarse del siguiente servicio: de seis a catorce, con el guardia Jorge. Una buena noticia. Se ofreció al guardia de Puertas por si necesitaba algo de la calle.
Ocupado en tomar nota de un telefonema, referente el itinerario de la patrulla nocturna, Velasco negó con la cabeza.
Se le antojó extraño que un mando foráneo dictara los puntos importantes a vigilar en una demarcación de la que no tenía un conocimiento puntual. Pero tenía más hambre que ganas de cavilar. Entró en el bar Manola y en vez de pedir una hamburguesa, decidió nutrirse entero y a base de bien —le había cogido gusto a la frasecita de su afligido amigo—: encargó una tortilla de patatas con pimientos fritos, y cenó como un maharajá, olvidado de preocupaciones. La vida sin éstas era maravillosa.
¿O sería todo lo contrario?
Segunda parte
—¿Por qué, Juan, por qué? —preguntaba su madre—. ¿Por qué te resulta tan difícil ser como el resto de la Bandada, Juan?
JUAN SALVADOR GAVIOTA.
Richard Bach
XIX. INCIDENTE ALFA: PRIMERA ESCARAMUZA
1
A media mañana, el comandante de Puesto requirió a la fuerza en servicio para que lo condujeran hasta una de las parideras donde había sido denunciado un robo de ovejas. El modesto ganadero, que no dejaba de maldecir su suerte, repetía que si los hubiera pillado, allí mismo los habría matado.
Los indicios del modus operandi eran escasos pero incontrovertibles, al menos a su cacumen policial: rodadas burdamente desfiguradas, de anchas ruedas todoterreno, y rastro de escalas y cuerdas. Por el escrutinio de las huellas, debieron de ser cuatro o cinco individuos.
Por su parte, el dueño especulaba que habían usado anestesiantes, que eran expertos en el manejo de esa clase de animales y en vista del preciso trajín venía a corroborar el número de asaltantes.
Finalizada la inspección ocular, regresaron al cuartel. Allí, el director del colegio público les aguardaba entre impaciente y divertido: había recibido una llamada telefónica anónima, amenazando de bomba las clases. El brigada ni se inmutó. La gracia residía en que esa mañana tocaba examen. Mandó llamar a Velasco y en unión de la patrulla se desplazaron a reconocer el más que reconocido centro escolar.
La fiesta era completa entre los chavales. Como su curiosidad sobrepujaba al instinto de supervivencia, y además todos presumían el origen de la amenaza, buscaban la bomba por grupos, saludándose con sugerencias jocosas. El brigada ordenó la evacuación total, reclamó a Jorge y ordenó a Salva que fuera con Velasco, experimentado de anteriores incidencias.
Salva se sentía policía. ¡Cómo le colmaba! Iniciaron el reconocimiento siguiendo las recomendaciones del brigada: de afuera hacia adentro, de abajo arriba, y si aparece algo sospechoso: no tocar, no mover.
Dieron vueltas por más de dos horas, y al final, como se esperaba, el resultado fue negativo, y por ese día los alumnos se lo pasaron en grande. Y Salva. Luego retomaron el itinerario marcado en la papeleta. El puente del molino.
—Venga, muchachos, dense prisa —les apresuró el comandante de Puesto—. No vayan a llegar tarde y algún oficial se les haya adelantado. Recuerden que tienen la alquería del señor doble R.
Por fortuna, cuando llegaron nadie les esperaba ni acechaba, posibilidad esta que se aseguraron con sagacidad subrepticia. Ya más tranquilo, Jorge determinó derivar la presentación en un control aleatorio sobre los vehículos procedentes de Villarjo.
—Se nos acaba el mes, y tú y yo somos los que menos denuncias llevamos —le recordó con preocupación—. A ver si aquí diéramos con algo, leches.
Pero una hora después los boletines de denuncias continuaban tan cerrados como al principio. Y no por la ausencia de infracciones: ninguno de los dos quería denunciar a conocidos del pueblo por insignificancias legales, como conducir sin el cinturón de seguridad o meros formalismos en la documentación de los tractores.
El último en pasar fue Matías el Sordo, quien detuvo su pequeño tractor por propia voluntad a decirles buenos días. Venía cargado de tomates, y Jorge dejó caer con zumba que lo que hay en España es de los españoles. Pero aquí Matías el Sordo se delató o quizá fuera cierto eso de que era capaz de leer los labios, y replicó a voces, contra el atronador Pascualli:
—Lo que hay no. Pero lo que sobra sí debiera, como quien dice. —Se apeó con derrengado entusiasmo—. Os voy a referir lo que decía mi abuelo al ricachón de su aldea. —Se irguió con empaque contra su senectud:
Yo he visto a un lobo
Que de carne ahíto
Dejó comer a un perro
Los restos de un cabrito
Deja tú, rico, comer
Lo que te sobre
Que algo más que un perro
Será un pobre
Y tú no querrás ser
Menos que un lobo.
—Y como a mí me sobran muchos, tomad. —Y volviéndose a la sera de tomates, comenzó a trasvasarlos a una esportilla—. Estos para vosotros, que sois muy majos.
Jorge y Salva se precipitaron a detenerle en la faena.
—Que no, señor Matías. Que era una broma —se desesperaba Jorge.
Pero Matías el Sordo siguió echando tomates, asegurando que les dejaría el maletero del pepito lleno, y durante un rato la situación fue de lo más cómica y embarazosa. Al final, el único modo de hacerle desistir fue mediante la amenaza de multarle. Eso sí, se mostró inflexible y dispuesto a inmolarse si no le aceptaban un par de tomates cada uno. Cerrado el trato, Matías el Sordo montó en su tractor y prosiguió. Pasado el divertido suceso, lo comentaron y sintieron que se aliviaban y se distraían.
Como la carretera no ofrecía novedades, decidieron atacar los tomates.
Los tomates eran tan feos como sabrosos.
El fortuito aperitivo, de sabor denso y genuino, les relajó y a la vez animó como una droga, una insólita degustación que a fuer de ingenuos o de fijarse nada más que en la apariencia de los productos casi habían olvidado; deduciendo de ese inopinado hallazgo si con las mujeres ocurriría lo mismo, si acaso la belleza y lo insulso van de la mano, y llegaron a la conclusión de que mirar sólo con los ojos de la cara constituía un craso error.
Fue un delicioso paréntesis de diez minutos en la tribulación en ciernes. No podían dejar de pensar en que si no presentaban varias denuncias a final de mes, los burócratas de las diversas planas mayores volarían sacudiendo papeles de estadística hacia la faz de sus respectivos caudillejos, delante de los cuales acezarían acerca de cómo su impagable servilismo había detectado a ciertos insumisos guardias civiles que no cumplían las Instrucciones Particulares. Y usía se lo agradecería firmando complementos de Productividad y Peligrosidad, pues en las oficinas el cargo de número chupatintas estaba considerado en extremo arduo y arriesgado.
—Quién pudiera pillar un destino de esos, coño —suspiraba Jorge—. Seguirías siendo tan guardia civil como ahora, sólo que sin riesgo ninguno. No me extraña que Félix esté loco por hacerse con la vacante del escribiente de la Línea. Sería la lotería de su vida. En cuanto me case, pienso largarme de la vida rural. ¡Qué harto estoy de ser un puto romano! ¡De este puto traje!
Por primera vez en su vida militar, Salva no se turbó al escuchar semejante desaire. Jorge era un compañero algo taciturno, pero amable y sincero.
—¿Por qué dices eso? —quiso saber.
—Porque me pasa lo que a ti; que no soporto tener que denunciar a la gente del campo. Y otras infracciones por aquí no hay. Y no por eso dejamos de cumplir con nuestro deber.
—Nuestro deber, que parece ser tan distinto al de ellos…
Del camino de Las Torcaces entró al asfalto un camión con caja susceptible de transportar ganado… Un cernícalo se estrelló en apariencia contra una viña aledaña a la carretera; pero al punto levantó vuelo con una pequeña y chillona masa entre las garras…
Salva vio en esos dos fenómenos concomitantes una abstrusa similitud, e hizo ademán de dar el Alto al Ebro y así identificar la carga, que, por penetración o exacerbado aburrimiento, a diferencia de la rapaz, se le antojó levantada contra naturam.
Entonces Jorge le paró:
—No te molestes. Es Moisés Torcaces, el de la granja.
—¿No crees que deberíamos saber qué tipo de carga lleva y a dónde va?
—Ya te lo he dicho: es un conocido. No pierdas el tiempo; además, te complicarías la vida.
Conducía el camión Moisés júnior, quien les saludó con un efusivo pitido.
—¿Lo ves? —repuso Jorge—. Buena gente.
El vehículo rodaba grandes ruedas todoterreno… Tal como el usado en el asalto de la noche anterior…
La propuesta de Jorge le sustrajo de suspicacias.
—Mejor cambiemos de sitio.
Se movilizaban, cuando un coche a gran velocidad, procedente de Villarjo, les llamó la atención.
No hacía falta tener un radar para darse cuenta de que circulaba muy por encima de los ciento cincuenta. Otra cosa sería demostrarlo. No obstante, Salva resolvió que, al menos, debía conocer al alocado conductor.
Comprobó que podía situarse en el centro de la calzada y le dio el Alto, con soltura afectada. Lo supo en su fuero interno y discurrió con rabia que le hubiera gustado parecerse a Carrasco.
Un Alfa Romeo 164 Twin Spark se detuvo impecable y brillante en el desportillado arcén. Un tipo trajeado y con una formidable tira de pelo sombreándole los ojos bajó el cristal de la ventanilla y le dio los buenos días.
Salva le devolvió el saludo y acto seguido pasó a pedirle la documentación.
—La suya y la del vehículo, por favor.
El conductor, reacio, asomó un risueño rostro y preguntó:
—¿Algún problema?
—Se trata de una identificación rutinaria, señor.
—¿Pero hombre, es que no me conoces? —dijo sin perder la sonrisa, si bien mermándola.
—Lo siento, pero no —respondió Salva con taimada pronunciación; era Berchina, el cejijunto colega de palmas del general LLopera en la fiesta conmemoración del 18-J—. ¿Me permite la documentación, por favor?
Berchina trocó la graciosa mueca por un espasmódico culebreo de la larga ceja. Se apartó de la ventanilla y no tardó en volver, ahora sin la estúpida sonrisa.
—Toma hombre, toma —alargó un fajo de papeles.
Pero Salva no los tomó.
—No me está usted entregando la documentación preceptiva. —Emuló a Carrasco, y sintió satisfacción.
Y se dedicó a bordear el turismo para dejar así patente el inaceptable compadreo, pero también con la velada intención de tomar aire y reponerse del apabullado encuentro.
Entonces reparó en algo curioso y extraordinario.
—Observo que su vehículo posee matrícula sometida a Régimen Especial de Circulación, y que la fecha de caducidad expiró hace un mes —profirió absorto en la emborronada placa posterior, dubitativo, perplejo: exasperado por no dar de inmediato, a través del fárrago de conocimientos marciales que le habían atornillado, con el debido procedimiento ante aquella flagrante infracción civil.
Pero en sus noches de insomnio sí recordaba haber leído algo. Agregó:
—Es mi obligación instruir un acta de Aprehensión por el incumplimiento de la LITA, la Ley de Importación Temporal de Automóviles —precisó, del todo innecesario: los Berchina se dedicaban al negocio de la compraventa de automóviles de importación y, por lo tanto, sobraban las explicaciones. En cualquier caso, se trataba de un hecho denunciable.
Pero ante todo quería calibrar el tipo de amistad de aquel individuo con sus jefes.
—¡Pero qué dices! —se extrañó el Berchina, retrayendo la cejuda cara adentro del auto como una sabandija en su hura cuando de repente detecta un peligro.
—Se trata de una infracción clarísima, señor, y mi deber es instruir un acta de Aprehensión, que es lo que dice la ley —se expresó Salva del tirón. No quería que el otro detectara, ni por sus gestos ni palabras, su azoramiento.
Un azoramiento que empezaba a hacerse notar en el ligero temblor de piernas y que acreció cuando Jorge —que también había reconocido al popular simpatizante— se le acercó con gesto inquieto y disconforme.
—Oye, ¿sabes lo que estás haciendo? —preguntó en un acongojado susurro.
Por nada se volvería atrás. Aunque para ello tuviera que investirse de una superioridad que no le concedía la papeleta de servicio.
—Sé cómo actuar —dijo, y Jorge no se atrevió a insistir.
El conductor se apeó. Entregó a Salva un par de documentos acartonados, al tiempo que, torvo e hirsuto, anunciaba:
—Soy Berchina, de Automóviles Berchina, de Dosarcos. Un buen amigo del Cuerpo. Voy a hacer un trato y me parece que estáis confundidos conmigo.
Salva, omitiendo el cínico galanteo, le informó sin hesitación:
—Tiene que acompañarnos hasta el cuartel para la instrucción del acta: este vehículo debe quedar a disposición del Administrador de Aduanas.
Sólo el cejón se movió en la cara de Berchina. Aquello iba en serio.
Barruntando que le chafaban el negocio, se desató en una rumia dialéctica a medio camino entre la indignación estupefacta y la súplica amenazante.
—Pero si nunca he tenido ningún problema. ¡A qué viene esto ahora, coño! De verdad, aprecio vuestra labor. Pero os estáis equivocando. Venga, dejadme continuar y olvidaré esto.
Salva lo escuchaba impasible.
El otro se encendió.
—Me parece, guardia, que no sabe lo que está haciendo, y el teniente coronel es amigo mío —fanfarroneó con descaro—. Estoy harto de circular con mis coches de esta manera, y es la primera vez que me paran tanto tiempo. Se te va a caer el pelo por esto, chaval.