Kitabı oku: «La ira del embaucado», sayfa 17

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XX. LOS ÁNGELES DE ESPAÑA

1

La tarde prometía mantener la tónica del largo verano, el cual se resistía a marcharse a pesar del calendario: calor y más calor. El bochorno vespertino, unido al que aportaba por su cuenta la estufeta, hacían que hasta el mismo respirar fuera un acto de tenacidad consciente. El ardiente escay de los asientos les empapaba las ropas de sudor.

A la señal del guardia primero, Salva invadió la calle con la primorosa temeridad que la maniobra exigía, soltó freno después de recoger a Félix, metió la segunda y…

El Land tosió una vez, dos, y arrancó dejando una negruzca humareda que veló la fachada del cuartel en negro diésel.

El gordísimo guardia le felicitó, y a continuación le apuntó la importantísima novedad:

—La patrulla de la mañana ha dicho que el general se ha pasado por La Pequeña Arteaga, y si aún anda por aquí quizás nos requiera para protección de los alrededores. De modo que ya sabes de lo que hay que andar pendiente.

—Seré todo ojos.

Y como Félix no perdonaba su carajillo, hicieron la primera parada en el restaurante Bordaluna, asunto prioritario para el jefe de pareja.

Al entrar por la puerta, el hombre tras la barra saludó a Félix y éste le preguntó si tenía ancas de rana.

—Pues sí —contestó el camarero, sospechando segundas intenciones.

—¡Entonces pega un salto y ponme un carajillo! —encargó Félix con una carcajada, sujetándose la panza.

Salva, más preocupado por cosas que tenían que ver con desilusiones, enlazando el 18-J y la visita oficiosa del general, dijo:

—Debería darles vergüenza dejarse ver después del ridículo que hicieron el día de la celebración en Las Torcaces. Tú, como no estabas, no puedes hacerte ni idea de lo que pasó.

—¡Ihé! —el guardia primero exageró un aspaviento de sorpresa—. Este año te ha tocado ti, pero los anteriores hemos ido los demás. El año pasado fui yo quien acompañó al brigada. Por cierto, que me mandaron con el capataz, de pinche. ¡Cómo me puse de costillas! Ahora que me acuerdo, bordé unos chistes como nunca. Ya sé: fue el vinillo. ¡Qué buen vino sirvieron!

Salva le escuchaba con asombro y despecho. Félix no le dejó reaccionar:

—¿De qué te pusieron, de camarero…?

—De portero —respondió Salva, y en seguida apostilló—: De bufón, más bien. Fue vergonzoso. Quiero decir, la extraña fiesta, su comportamiento… delante de los paisanos. Cada vez que lo recuerdo, se me revuelven las tripas.

Félix agitó las llamas del carajillo con la cuchara, hasta volatizarlas, aspiró el aroma de la mezcla incendiaria, y luego lo saboreó con golosa exquisitez.

Salva dedujo que no obtendría ningún respaldo moral.

El guardia primero pidió un Farias; clavó los ojos en el auxiliar que le habían nombrado, y comenzó con un deje de pragmático adoctrinamiento:

—Me da que tú no te lo supiste montar. Hay que andar espabilado. Lo que hagan o dejen de hacer, es cosa de ellos. Se emborrachan y no les importa porque son del mismo gremio. Tienes que aprender que hay dos clases de guardias civiles: los que lo son y los que lo parecen. Lo que nos separa a ti y a mí de la Cúpula es mucho más que la graduación militar.

—Pero el uniforme es el mismo —arguyó Salva.

—Pero su mundo es otro —fue la respuesta del caimán—. No son fiestas para nosotros, métetelo en la cabeza, muchacho. También las montan buenas en La Pequeña Arteaga—. Y bajando la voz—: Van putas y maricones.

Sorbió el carajillo hasta acabarlo, y agregó:

—Se empieza por sentir vergüenza ajena; luego la propia, y al final te da igual. Con ver, oír y callar cumplimos al cien por cien. Pensar otra cosa es tontería. A mí con tal de que no me toquen el sueldo. ¡Ah!, y mis olivas.

—Pues qué bonito.

—No depende de nosotros. Ya te acostumbrarás.

Ya te acostumbrarás… Era como una letanía taladrante y necia.

—¿Por qué todos decís lo mismo? —interpeló con desesperación.

—Porque somos viejos y porque es la fuerza de los hechos la que nos ha enseñado que lo mejor es cantar siempre «a sus órdenes» y no discutir.

—¿Aunque sea ilegal?

—Aunque lo sea.

—Pues yo nunca me dejaré doblegar —replicó Salva—. Ya lo habéis visto.

Félix sonrió con afectuoso desdén mientras se encendía el puro; expulsó una lenta, espesa bocanada de humo. Parecía saborear un aforismo demasiado valioso que no debía ser ni farfullado ni voceado.

—Ihé, ya caerás. Cuando yo tenía tus años, también quería instruir fabulosos atestados como la LITA esa (que, reconozco, no sabía ni que existía). Como te iba diciendo: pronto vi que lo mejor era quedarse en el primer tiempo del saludo, y punto. Y tú, por la cuenta que te tiene, terminarás por entrar en la corriente. Cuestión de tiempo. Ya te acostumbrarás —(¡y dale!) Chupó del puro, liberó un globo azulino, y sentenció—: La experiencia es un grado. ¿Qué hora tenemos?

—Y treinta.

—Hora de llegarnos al monte de La Loba. ¿Lo conoces?

—Sólo de pasada.

—Pues hoy te voy a llevar a lo más adentro. Es una zona de sierra con muchos y grandes árboles. No tan cerca ni tan bueno para barbacoas como el merendero de Los Varales, pero menos castigado. Venga, muchacho; y no te comas el coco, como decís ahora los jóvenes —le consoló con una enorme y vacía risotada.

Salva descartó volver a la carga. Apuró el descafeinado, se puso el quepis, permitiéndose bajar la visera hasta casi tocar las cejas, y partieron: con el ruido y el bochorno de la estufeta, meditando…

Que constreñido a moverse en una rutina degradante, sólo el tiento y el talento —y tal vez un poco de hipocresía, que le recomendaba el brigada— le serán esenciales para no marginarse entre actitudes en las que prima el regocijo de la claudicación y la vacua fanfarronería. Alardean de que en su juventud también poseyeron ideales impecables, «como los tuyos». ¿Y cómo es que habéis renegado de ellos, eh, eh?

Mi entusiasmo les produce envidia.

—Por este atajo llegaremos antes —oyó que le ponía al tanto el guardia primero, torciendo por un sendero justo, sinuoso y escarpado.

¿No les aflige el ejecutar su labor a expensas de los más desgraciados? ¿No les remuerde la conciencia? Cómo fue lo que le dijo el brigada… «La contemplación impasible es una forma de corrupción merecedora de un recio escarmiento, que sólo los menguados censurarían». Sí, remontarse. Remontarse con los cinco sentidos exaltados. Al igual que Juan Salvador Gaviota, él no zanganeará parloteando con la Bandada; volará más allá de la puesta de sol si es preciso, insumiso sagaz frente al vejado escalafón soldadesco del que los demás ni se percatan ni ponderan o les trae sin cuidado. Y eso tiene un coste: extrema desolación moral. Una desolación en cuyos atisbos despunta un abstruso, paradójico, refractario sectarismo benemérito… Aire, ya.

Y se apeó casi en marcha.

—¡Cuidado, campeón! —se asustó Félix—. Sabía que te gustaban esta clase de sitios, pero tampoco es para tanto.

Un arbolado, casi en exclusividad de pinos, se extendía bajo sus ojos hacia San Juan. Se hallaban detenidos sobre una loma de encanto arriscado y recoleto. Las copas de los árboles undulaban en frunces sucesivos, semejando un vasto y arrugado lienzo verde, a juego con el pantalón soldadesco.

Notó que aquel mínimo vértigo lo distendía y lo apaciguaba, y se abandonó a tan deliciosa panorámica.

—Antes el pinar cubría todo. Pero hace unos años hubo un incendio y en el terreno quemado construyeron todos aquellos chalés —Félix señaló a los adosados de Maracaibo, los cuales se divisaban en lontananza como un desfile de casas de pitufos.

—¿Cómo sucedió?

—Dicen que unos domingueros, y otros que fue provocado para especular con el suelo. El caso es que no se pudo averiguar. Los chalés fueron construidos por Urbano Arteaga. Se dijo que algo tuvo que ver con la quema. Tampoco se aclaró. Después te llevaré a otro cerro más alto y donde corre un aire que da gusto. Con un poco de suerte, este trasto nos subirá.

¿Bromearía el tal Urbano el día del aniversario o fue su arrogancia la que reveló el dolo de una estrategia criminal?

«O de lo contrario se le arrima otra cerilla…»

Imaginarse aquel lugar anegado de ceniza y brasas de árboles, lo trastornó de nuevo, enfureciéndolo sordamente.

Descendieron por una trocha, que más parecía un cauce seco y encarrujado, para continuar por uno de los vericuetos que se empinaban interminables, y el Land Rover rugía que se reventaba, que no les subiría y que los dejaría en mitad de la pendiente para luego resbalarlos por aquel tobogán roqueño, dándoles vueltas como a una pelota cuadrada y ellos moliéndose dentro, y cuando el movimiento fuera cero, nadie reconocería ni al vehículo ni a sus ocupantes.

Salva falló en el pronóstico de que Barahona no metería el Land por el callejón del churrero, pero esta vez ocurriría la fatídica suposición.

La estufeta los encaramó sanos y salvos.

Habían llegado a una explanada del tamaño y forma de una plaza de toros, cuyo suelo lo componían planchas de piedra lisa, una especie de gigantesca lápida lenticular, circundada por troncos centenarios inclinados en todas direcciones. Debajo de uno especialmente grueso, de ramas ampulosas y derrengadas, un todoterreno refulgía por culpa de un brochazo de sol.

Félix, electrizado, exclamó:

—¡Pero hostias! Esos están follando. Vamos a verle las tetas a la tía.

Con marcha moderada y ruta subrepticia, Félix se llegó hasta el Nissan Terrano. Había almas en su interior, y no precisamente platicando.

Al rugido, los ocupantes se agitaron blandiendo ropas de prisa y corriendo.

Los dos guardias se apearon y, desplegados en abanico, se aproximaron a identificar a los ocupantes. Un hombre en pantalón de chándal y con la camisa en la mano bajó del 4x4.

—¿Algún problema, señores guardias? —dijo en tono azorado.

—No. Simple rutina. Permítame su documentación —requirió el guardia primero.

Cuando tuvo en sus manos el Permiso de Conducción, Félix se disculpó:

—Ah, perdone, doctor De Lasheras…

—Sí, yo soy —reconoció el otro con fastidio, terminando de vestirse—. Bueno, ejem, confío en su profesionalidad, que para eso son ustedes los Ángeles de España.

—No tiene de qué preocuparse —repuso Félix, amablemente, y pasó a comentar el interminable verano.

Entre tanto, Salva, fingiendo extremar las medidas de seguridad, había rodeado el todoterreno por el lado contrario, y al reconocer a la acompañante, que enarbolaba con torpe insistencia una blusa delante de la cara, osó saludarla, en voz baja.

—Hola, Marisa.

La aludida sacó el rostro por un hueco del trapo. Y guiñándole un ojo a modo de impúdica salutación, correspondió, cínica y vulgar:

—Hola, Salvi. ¿Cómo te va?

—Por nosotros no se preocupe —llegó la voz del guardia primero.

—Lo mismo digo —musitó Salva.

Marisa paseó la lengua por sus labios lúbricos, la movió frenética y la escondió. Pero sus gestos salaces ya no le excitaban.

—Que sigas pasándolo bien, Marisa —la despidió con un saludo militar nada ortodoxo.

El Nissan salió marcha atrás, veloz como el rayo que tenía pintado en los laterales, viró ciento ochenta grados, patinando, y delante de una aspersión de guijarros, atacó la pendiente con intrepidez suicida.

Se miraron con expresión zumbona.

—Nada más bajarse lo reconociste, ¿verdad? —apuntó Salva.

—¡Ihée! —gritó el gordo, estremeciéndose—. Pero me hice el sueco —matizó—. Quería verle las domingas a la Marisa. ¡Qué mala suerte! Con ese par de tetas… Lástima que tú tampoco se las hayas visto —Salva esquinó una sonrisa—. Si Moisés supiera que su colega de juergas se está follando a su hija… ¡Menudo chou! —y acto seguido estalló en risas.

—De qué te ríes, si puede saberse —Salva sabía que de inmediato él también se desternillaría.

—Un chascarrillo me acaba de venir a la cabeza. A estos les ha pasado como a una de mi pueblo. Seguramente ha sido ella la que primero nos ha visto llegar y ha debido de gritar: «Al fondo, al fondo», y él le diría: «¡Pero tía, si te la tengo metida hasta las pelotas!». ¡Ja, ja, ja!

En efecto, rieron a mandíbula batiente, recreándose en imaginar la comprometida situación. Félix dijo que ya no les llamaría más «los Ángeles de España», sino «los Ángeles del Coito Interruptus», y siguieron descojonándose en plena sierra como dementes.

—Esto sí que ha sido una novedad —celebraba Salva.

—Ya te digo —convino Félix, soltando risas como señales de humo—. ¡Como que son estas cosas las que hacen interesantes los servicios! Por cierto, que de tanto reír se me ha descompuesto el vientre. Vigila tú, que yo necesito hacer algo que nadie puede hacer por mí. Si te subes a aquel peñasco —estiró el brazo hacia una enorme piedra monda y lironda—, verás la carretera y parte de Morratal.

—De acuerdo, la vigilaré para que nadie se la lleve. Tú procura no resbalarte por la letrina.

—Ah, muy bueno, Salvador —se alejó en dirección opuesta.

Salva escaló la atalaya.

Cerros erosionados era todo lo que la vista alcanzaba. El monte de La Loba era un boscoso oasis rodeado de un paisaje árido y ceniciento. Un discreto valle lo circuía llevando en su inculta ladera una limpia carretera, en cuya lejanía la raya de alquitrán parecía derretirse, como evaporándose en postrada réplica a la llegada de un efecto invernadero irremisible.

Morratal era sólo unos tejados asediados por la solanera.

De pie y brazos cruzados, Salva se distraía con la sombra de una nube, que casualmente se arrastraba siguiendo el trazado del asfalto. Era el único objeto móvil en aquel paraje. La mínima brisa que le daba en la cara apenas bastaba para agitar las hojas. Una brisa que, por fortuna, no procedía de donde su jefe de pareja hacía algo que sólo él podía hacer. Patético chancero. Las condiciones en que ejercía su trabajo no importaban si durante el servicio podía ver «domingas». Patético y sintomático. Dos guiones deformados por la canícula perseguían la nube, que a impulsos del viento o del azar no dejaban la carretera.

Y aquélla los precisó.

Reparó al principio sin sorpresa, como en algo impunemente rutinero que se traslada por las vías públicas en virtud de necesidades que su profesión salvaguarda o debiera salvaguardar sin más injerencia que el respeto a la ley de todos ellos. De todos ellos. Pero ¿qué hacía —una vez más— el coche del oficial detrás de aquel camión singular, como escoltándolo?

Incrédulo, no obstante, se precipitó al Land, a por los prismáticos. De vuelta a la cúspide, se clavó vertical, oteando con ansia.

No había duda: eran ellos.

—¡Eh, Félix! Estoy viendo el coche del teniente —gritó, sobresaltado de columbrar más allá de la mirada.

—Déjate de coñas —farfulló el guardia primero, empeñado como estaba en otra actividad de esfuerzo indefectible y concentrado.

El vigía accidental insistió:

—De verdad que lo estoy viendo.

Félix tardó unos segundos en responderle.

—No puede ser —repuso al cabo, con una claridad extraordinaria—. A unos pocos kilómetros se acaba la demarcación, la nuestra y la suya. Incluso la de la Comandancia.

—Entonces, es que su cometido es otro bien distinto —se murmuró.

Siguió con los prismáticos el coche del jefe de Línea. Era el suyo o uno muy parecido y circulaba a la zaga del Ebro-2000, como parte de un convoy.

Se los tragó un combinado de curva y cambio de rasante y Salva no tenía dudas de lo visto. La sombra de la nube prosiguió recta y decidida, ondulante, esclava del viento. Un convoy.

Al regreso, Félix le explicó que la carretera en esa dirección entraba en otra provincia. No había nada que vigilar en aquella zona. Tampoco desvío ni cruces. Y como la distancia era mucha, zanjó que, o se había confundido, o el tipazo de la rubia le había hecho ver visiones.

Salva no se quedó conforme.

—¿Y no podría ser que el coche del teniente fuera escoltando a un camión de ganado, que es el vehículo que me pareció que circulaba por delante?

Félix compuso una mueca no del todo discrepante.

—Es posible. A veces hemos hecho esa clase de protecciones, sobre todo con los camiones de Moisés Torcaces. Pero hace más de un año, desde que a Carrasco le dio por jeringarlos, que dejaron de hacerse. Y, desde luego, nunca las hicieron los oficiales. —Consultó el reloj—. Hora de irnos. Nos hemos alejado demasiado del itinerario de la papeleta.

—¿Como cuánto nos hemos alejado del punto marcado a esta hora? —indagó Salva con voz vacilante. Las preguntas le reñían en la lengua.

—Unos dos kilómetros —respondió Félix—. Pero no te preocupes. No puede ser que nos estuviera buscando. En todo caso, nunca por este lado de los riscos, que ni siquiera tiene accesos, y menos para un turismo. ¡Ay!, la rubia. Venga, conduce. A ver si te espabilas.

En sus manos, el Land Rover descendió con estabilidad y solvencia. Un nuevo conocimiento geográfico que añadir a su experiencia, y una creciente sospecha: dos extraños avistamientos de un convoy, como si de ovnis se tratara, detectados por casualidad, de resultas de irreglamentarias desviaciones de la papeleta de servicio…

¿Significaría todo aquello algún tipo de corrupción?

Tenía —debía— averiguarlo.

Con un ojo en la ruta y el otro en el retrovisor, temiendo que se llenara con el coche del teniente, estacionó a la sombra del edificio de la Telefónica. Que más le valía cuidarse de los jefes que de la seguridad ciudadana ya no tenían que advertírselo más veces.

Se bajaron y pasearon en torno del motor, que hacía temblar el entero vehículo, los oídos aguzados hacia las transmisiones. El jefe de pareja le previno de que en otras ocasiones los oficiales les espiaban ocultos tras el puesto de la Cruz Roja o desde el mirador de Maracaibo, y Salva volvió a inquietarse. Se acomodó el arma de guerra al hombro, se lustró las botas con el trapo de las herramientas y se colocó el quepis a dos dedos por encima de las cejas: la pinta de soldado decimonónico que le quedó no le plugo en absoluto.

Renunció a la sombra, consciente de que en esos pequeños detalles —los de la fachada— radicaba todo el interés de la superioridad. La preparación profesional, la autonomía policial, la adecuación integral al espíritu de la ley, no contaba tanto.

De repente, se sorprendió divagando en conceptos prohibidos para un subordinado entrenado para obedecer.

Pero de la ineptitud al cohecho iba un trecho intolerable.

Se asustó. Cambió el dial. Anabel.

Ahora sí se relajaba.

Echó de menos no poder estar con su estupenda pelicobre, paseando por el umbroso parque o en mitad de un glacial.

Un camión de ganado escoltado… un coche del Cuerpo…

Un contubernio mafioso.

Una llamada de la Central les ordenó que regresaran al cuartel.

—Seguro que es el Monipodio, como le llama el brigada —aventuró Félix, mientras se acoplaba a los mandos del Land.

Cuando fue a salir, el motor se paró.

El maldito vehículo se había calado en la parte baja del pueblo, y en el cuartel les requerían con urgencia.

Se miraron el uno al otro, el otro al uno.

—Primero empujas tú y luego yo —sugirió Félix.

Salva se fue a la parte de atrás y se recostó contra la portezuela.

Empujaba con rabia, las vértebras se le comprimían, las botas le resbalaban sobre el alquitrán, y tamaño esfuerzo no guardaba relación directa con tan sofocadas pretensiones.

Un motociclista —sin duda, a más velocidad de la preceptuada en aquel tramo— se permitió una fuerte pitada al verse obligado a realizar una maniobra antirreglamentaria, a fin de no estamparse contra aquel supuesto vehículo de seguridad pública estancado en todo su carril con un tío de uniforme doblado como un arco cuya cuerda lo tensara por la cabeza y los pies.

Un par de achacosos paisanos se echaron los cayados al antebrazo y se sumaron, renqueando, a la función, pensando que con la intención bastaría. Salva enrojeció de gratitud y vergüenza.

La velocidad no aumentaba y el Land Rover, el tractor, la cafetera, la estufeta —esa puta mierda resulta de chanchullos castrenses y presupuestos desviados a las dietas de los oficiales en vez de a una jodida y barata batería—, no daba con masa humana que lo deslizara eficazmente.

Dos equipos de futbolistas alevines que bajaban de Maracaibo, se sumaron al grotesco trajín; y por fin el Land comenzó a ganar velocidad. Los coches formaban por detrás una larga hilera: a medida que llegaban, daban frenazos, activaban el interruptor de las cuatro intermitencias y los conductores sacaban las testas.

Desde el aire, el atasco debía de parecer un gusano ciencabezas.

Después de tres intentos fallidos y doscientos metros de pugna agotadora —al cabo de los cuales el noventa por ciento de voluntarios había desertado—, Félix logró arrancar, dejándoles como recuerdo un tupido pedo negro en señal de benemérita retribución.

Salva prefirió no mirar a ninguno de ellos; el bochorno del acto era más fuerte que la alegría por que el motor volviera a funcionar.

La patrulla dio la vuelta, las gracias a los inestimables colaboradores, reordenó el tráfico y se dirigió a la base.

Desde la Mural observaron la cochera con la puerta abierta; dentro, al lado del R-4, un coche desconocido.

—¡El teco! —advirtió, alarmado, el guardia primero.

El teniente coronel jefe de la Comandancia se hallaba en el Puesto, y sin previo aviso.

El brigada, desde el palo de la bandera, donde conversaba con el primer Jefe, les pidió que estacionaran en la rampa; probablemente para hacer así más patente el penoso estado del vehículo. Félix y Salva captaron la idea y se dedicaron con gran ostentación a calzar el Land Rover con unas cuñas de tráiler que sacaron de la cochera, y lo dejaron con el motor en marcha.

Sin embargo, el teniente coronel no parecía impresionado.

Recolocaron sus quepis y subieron a darle novedades.

Llamaba la atención la patológica obesidad del teco. Si bien no tan gordo como su compañero, debido a su escasa estatura, su traza era la de una esfera humana, fláccida y maleable. Y no menos llamativa resultaba su cara redonda y sus ojos saltones, de bonachón.

Los gordos suelen ser buena gente, se dijo, y pasó a efectuar el primer tiempo del saludo con arma larga a la par que Félix: un contraste de posturas dignas del National Geographic.

—A sus órdenes, mi teniente coronel. Sin novedad en el servicio — participó el guardia primero.

El oficial jefe respondió con una benévola seña de la mano —que no alzó demasiado para que no se le cayera el tricornio de la axila—, dándoles a entender que daba por válida y concluida en su totalidad la liturgia de las novedades. Con tal gesto, el hombre ganó la simpatía de Salva.

—¿Están todos? —inquirió del comandante de Puesto, con un temblor de papada que, vertida por sobre el cuello de la camisa, enterraba las solapas y sólo dejaba asomar las puntas.

—Creo que sí, mi teniente coronel —repuso el suboficial.

—Recuérdame lo del libro, Indalecio —indicó el primer Jefe a su ayudante, un teniente provecto, quien se golpeó con los brazos estirados a ambos lados del cuerpo y, con una enérgica reverencia de cabeza, aseguró:

—Usía no tiene de qué preocuparse.

El hombre tenía un poco de chepa. Como oficial ayudante pululaba atento y diligente alrededor de los deseos del primer Jefe.

Tenía aquel protocolo algo de ridículo o anacrónico.

Se detectó sumido en ásperas consideraciones y tornó a grabar el máximo de detalles de aquel ritual que constituía en el Cuerpo la revista de un oficial jefe. La primera de su vida profesional que no pensaba olvidar nunca. Nunca.

El superior hizo media vuelta y enfiló, con agilidad inaudita en sus cortas extremidades, al interior del acuartelamiento. Al pasar por el cuarto de Puertas, se percató de algo sospechoso. Hizo alto, vista a la izquierda; y entró.

—¿Y esto? —tomó de la mesa un libro, propiedad del brigada, y que Salva había olvidado el día anterior.

Montilla, que era el guardia de Puertas, respondió:

—Suelo leer de vez en cuando, mi teniente coronel.

El teco sacudió el ejemplar, miró el título y pasó las hojas como si las pasara el viento.

—¿Y por qué lees?

Porque puede volar, contestó mentalmente Salva.

—Para no aburrirme cuando llega la noche y cerramos la puerta, mi teniente coronel —respondió el Polilla, con sincero respeto.

—¡Ah! Conque el Puesto tiene un intelectual —murmuró el superior, examinando la fotografía del autor en el reverso—. La cara que tiene el tío. De rojillo —sentenció tras un meditativo silencio—. Seguro que le aprietas cuatro hostias y te canta dieciocho robos. Debe de ser un libro malo. Yo una vez leí uno. Se llamaba Embajador en el infierno, y lo escribió uno muy famoso que ahora no me acuerdo. Ese sí que ganó premios. Qué bonita historia. Casi lloré. —De improviso se inclinó para el guardia—. ¿Se sabe usted la Cartilla?

El interpelado arqueó el cuerpo en retirada, pero sin despegar los pies del suelo.

—Algunos artículos, mi teniente coronel.

El carirredondo teco levantó las cejas. Asomaron dos huevos.

Articuló en tono zahiriente:

—«Si para servicios de investigación secreta conviniese…» ¡Siga!, o me lo copia mil veces.

—«Si para servicios de investigación secreta conviniese que el guardia civil vistiese de paisano, el Jefe de la Comandancia le extenderá autorización escrita…, visada por la Dirección General…, al completo de uniforme y armas…»

Se paró el Polilla, incapaz de recordar la totalidad de ese artículo.

—¡Lo ve! —espetó el teco—. Por leer lo que no debe. Entreténgase en copiarlo, por lo menos cien veces. Y léase la Cartilla, los Reglamentos. ¡Pero no libros de mierda! —tiró con fuerza el ejemplar sobre la mesa, que dando vueltas sobre sí fue a caer al suelo por una de las esquinas, en tanto el obeso artista se bamboleaba hacia la oficina.

Sentado a la mesa del comandante de Puesto, ordenó que todos los integrantes de la Unidad le rodearan en la posición de descanso militar. No contenían sus palabras específicos acentos de amenaza, pero sí una indefinible acritud sin sentido.

—¿Estamos todos? —volvió a preguntar, convencido de que así sería.

Pero cuando el brigada le dijo que el guardia Carrasco no bajaba porque tenía nombrado descanso semanal, dejó caer los papeles que sostenía en la mano, y silabeó:

—He di-cho to-dos. ¿Es-tá cla-ro?

—Sí, mi teniente coronel —respondió el brigada.

—Me suda los cojones lo que tenga —manifestó usía—. ANULADO EL DESCANSO. Usted —apuntó con el morcilloso índice a Salva—: suba y llámelo.

Salva procedió, y ya arriba, Carrasco, sin llegar a abrir la puerta de su cuarto, de continuo atrancada, se cagó sin contemplaciones en el teco y dijo que ya bajaría, si es que tenía ganas.

La respuesta que transmitió Salva fue la de que no tardaría en incorporarse. Aun así, el primer Jefe no aminoró su indignación.

—¡Este Puesto es un fracaso! —rebotó con los puños en la mesa—. Mantienen una estadística de pocas denuncias; y las pocas que se ponen, no se ajustan a mis Instrucciones Particulares. Y para rematar la faena, la fuerza no está lista para ser revistada. ¿Por qué, a ver, por qué esta indisciplina?

Antes de que le contestaran llamaron a la puerta y antes de que el teniente coronel diera permiso, el robusto guardia Carrasco, metido en un pantalón vaquero y chaleco de safari sobre una camiseta blanca e impoluta, abrió y se coló.

Se le hizo un hueco en el semicorro y Carrasco formuló:

—A la orden de usía. ¿Deseaba algo?

El teco subió los grandes párpados y de ellos brotaron dos bolas de billar, blancas, moteadas. Atónitas.

—¿C-cómo? —balbuceó, dejando la boca abierta. Para graznar al punto:

—¡¿Pero esto qué es?! Está usted en un acto oficial y ha llegado tarde, y encima con ropas de paisano. No me lo puedo creer.

—Este es mi día de descanso semanal, y de milagro estaba en el pabellón —replicó el guardia sin ira ni descortesía.

El oficial jefe tardó en estallar. Los labios, los saltones ojos y la papada le retemblaban. Y cuando lo hizo fue con un bramido incrédulo y horrorizado:

—¡CÁLLESE! No sabe que el guardia civil está las veinticuatro horas de facción. Siempre de servicio, como los curas. Su cuarto, con usted dentro incluso, es propiedad del Cuerpo. ¿Qué clase de profesión cree que tiene? ¿Eh?, ¿eh? —le increpaba con un deje ofuscado, casi demente.

La apostura del guardia civil debió de antojársele poco menos que una sedición, un coraje inadmisible en la impía rutina militar de cualquiera de sus subordinados.

Salva experimentó un intruso sentimiento, a la vez piadoso y admirativo por Carrasco.

—Aquí se trabaja y se vive como guardia civil —proseguía el encolerizado teco—; y si no le gusta: a la puta calle. ¡Al paro! Y póngase firme cuando esté delante de un superior.

Carrasco ni se inmutó: como si tal apercibimiento no fuera con él, mantenía los talones bien separados y las manos enclavijadas a la altura del «paquete». Como si quisiera transmitir al teco que su forzosa subordinación tenía un límite.

Un límite escrito en la Constitución de la nación, a juzgar por su arrojada respuesta:

—Fuera de las horas de mi trabajo, es mi derecho inviolable poder estar en mi pabellón sin que nadie me lo invada a su antojo; porque ese pabellón es mi domicilio.

—¡Pero qué dice este guardia! —volvió a sobrecogerse el primer Jefe—. Procederé contra usted por la falta de respeto a los superiores —contraatacó farfullante.

—No protesto, mi teniente coronel. —Carrasco ralentizó como si hablara a un imbécil—. Respondía a sus preguntas.

Entonces Carrasco arrastró la pesada silla de inventario con que contaba la oficina y, dividiendo al temeroso corro de guardias, aposentó con intrépido cuajo su bronca figura. Se echó mano al bolsillo del chaleco y se tragó con dificultad una cápsula bicolor. Dijo:

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