Kitabı oku: «Hans Blaer: elle»

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HANS BLÆR


EIRÍKUR ÖRN NORÐDAHL

HANS BLÆR: ELLE

TRADUCCIÓN DE ENRIQUE BERNÁRDEZ


SENSIBLES A LAS LETRAS, 69

Título original: Hans Blær

Primera edición en Hoja de Lata: marzo del 2021

© Eiríkur Örn Norðdahl, 2018

Published by agreement with Forlagid Publishing House, www.forlagid.is

© de la traducción: Enrique Bernárdez, 2020

© de la imagen de la portada: Carla Fuentes, 2021

© de la fotografía de la solapa: Erik Brunulf

© de la presente edición: Hoja de Lata Editorial S. L., 2021

Hoja de Lata Editorial S. L.

Avda. Galicia, 21, 4.º E, 33212 Xixón, Asturies [España]

info@hojadelata.net / www.hojadelata.net

Edición: Hoja de Lata Editorial S. L.

Diseño de la colección: Trabayadores culturales Glayíu

Corrección: Olaya González Dopazo

ISBN: 978-84-16537-64-8

Producción del ePub: booqlab

Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura y Deporte.


Este libro ha sido traducido con el apoyo financiero del


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Sí, os compadezco porque no habéis sufrido. Para sufrir hace falta un corazón grande, noble y un alma generosa. Pero llegará la hora de la expiación, si es que no ha venido ya. Y entonces os sentiréis aterrorizados ante el vacío espantoso de todo vuestro ser. ¡Desgraciados! No encontraréis nada que pueda llenarlo. Al llegar al umbral de la eternidad, ¿qué echaréis de menos? La vida. Ante la inmortalidad, ¡vosotros añoraréis el polvo, la nada!

Del libro Herculine Barbin, llamada Alexina B.

HANS BLÆR

Primavera. Quiero decir otoño. ¿Qué diferencia hay, en realidad?

En una casita de madera, en un lugar sin nombre en algún sitio más allá de las rotondas de Mosfellsbær está Hans Blær Viggósbur, sentade a la luz de una vela como un malhechor cualquiera del siglo XIX, escribiendo estas palabras. Estas mismas, estas y todas las que vendrán después, por los siglos de los siglos, amén. Está avanzada la tarde, al otro lado de las ventanas reina la oscuridad, como corresponde, dentro titila la luz de la vela sobre las tablas de la pared y fuera brama la tormenta otoñal que se cuela por las tuberías de ventilación, se restriega voluptuosa con el tejado de chapa ondulada y saca de sus casillas hasta al mar. Podéis imaginarlo. Todo es como tiene que ser.

Y es otoño. Como suele suceder, eso no anuncia nada bueno.

Hans Blær no escribe en el teclado de un ordenador, no juguetea con un móvil, aunque por lo general escriba en el teléfono a una velocidad tremenda, tampoco escribe en una máquina de escribir, ni manual ni eléctrica, ni siquiera en un cuaderno. De haber tenido opción, probablemente habría sacrificado un cordero para escribir estas palabras, aunque no fuera más que para poder quitárselas de encima, aplazarlas mientras elle preparaba la piel para hacer pergamino. El mejor amigo de la verdad es el aplazamiento, el tiempo de digerir. Quien escribe demasiado deprisa deja atrás la verdad. Quien piensa demasiado deprisa se deja atrás a sí mismo.

Hans Blær escribe con un lápiz amarillo de escuela primaria sobre hojas sueltas, rayadas, de papel color crema, y escribe despacio para comunicarse con cuidado, porque elle no está nada habituade a esta forma de comunicación, como si se pudiera llamar comunicación a lo escrito en privado y sin destinatario. Aunque ¿quién está aún habituado a ello? Pero aunque escribe despacio no escribe poco, se repite, incluso refunfuña, todo para comprar más tiempo, y va desbrozando el terreno con el lápiz que se reduce más y más, hasta que se acaba.

Elle. Elle. Esto precisa de una explicación. Sois un gran signo de interrogación. Lo veo, escribe elle.

A elle le llaman hermafrodita —hermafrodita insolente, incluso fenómeno, sociópata desalmado—, pero eso es porque elle es al mismo tiempo trans e intersex, aunque la primera definición de «hermafrodita» en el diccionario islandés es «animal de dos sexos, animal que no es ni macho ni hembra» y Hans Blær no es realmente ninguna de esas dos cosas, ni tantas, tantísimas otras. Tiene que ver con otras cosas que veremos enseguida. Pero el primer nombre, igual que el segundo, los inventó elle misme. Y a nosotros nos toca respetarlo.

Elle a elle de elle para elle, dice elle, suena tan raro como casi todo lo suyo.

El nombre Hans Blær, dice elle, no es ni masculino ni femenino y es las dos cosas a la vez. Pero eso es solo asunto suyo y de nadie más.

Capisce?

Es como si el mundo creciera cuando te vuelves incapaz de verte la mano delante de la nariz. Perdonad la sensiblería: no hay estación del año tan espléndida como el otoño. No está nada claro que elle tenga que morir esta noche. Quizá está ya muerte, quizá desde hace mucho tiempo. Pero es otoño. Nunca ha sido tan otoño como esta noche, se va volviendo más y más otoñal con cada minuto que pasa. Las hojas de los árboles enrojecen, las montañas se vuelven marrones, y las noches, negras; se anuncia tormenta, ha empezado a nevar, mañana tocará sacar la pala. Ahora el vaso va perdiendo profundidad y lo llena otra vez a toda prisa. Un Dark & Stormy, burbujeante cerveza de jengibre combinada con ron Gosling y bastante hielo (como si no hiciera ya frío suficiente). Temporal por dentro y por fuera.

Y un trol. Elle es trans y trol.

Un trans «está en el espectro» autista. Alguien que no pertenece plenamente ni al sexo femenino ni al sexo masculino, cuyo sexo en el nacimiento no está concorde con el género innato de su psique, o quien, sencillamente, rechaza la tiranía binaria. Los trans presentan a veces cambios formales, y a veces no.

Un trol es quien trolea, y es el público en general quien es troleado cuando topa con un trol. La realidad exige constantemente conceptos nuevos, ideas nuevas, y hay que asignarles palabras.

Capisce?

Hans Blær es un trol trans de lujo, de 33 años de edad, y hubo un tiempo en que dormía con placidez.

Hans Blær mide 1,75 m de estatura. Hans Blær pesa 65 kilos. Hans Blær tiene ojos azules, aunque no es «ojizarque», el cabello es rubio platino natural, pero se lo tiñe con frecuencia, está siempre bien cortado y cuidado. Hoy día lleva un peinado pompadour medio deshecho, las mejillas perfectamente afeitadas, rayas rojo oscuro, uñas de gel pintadas de rosa y zuecos Birkenstock sin calcetines. Pechos grandes, aunque menos que los de su madre, y pelo en el pecho, aunque más que en el de su padre.

Nadie nace así. Hans Blær es una creación, se creó a su propia imagen y semejanza, con dos piernas veloces, dos ojos veloces —ya sabéis la continuación (cabeza, hombros, rodillas y pies)—. Tiene una hermosa complexión y no se avergüenza de mostrarla, no se avergüenza de ocultarla, no se avergüenza de nada.

Claro que Hans Blær no tiene 33 años, perdón, Hans Blær tiene 34 años, un jovencito con alma de 15 años en un cuerpo de 22, porque practica en la cinta de correr de su casa todas las mañanas sin dejar ni una (bueno, ya entendéis, cuando se despierta) y al gimnasio o la piscina, y además yoga, preferiblemente hot yoga, pero a veces también danzas afro o Pilates (como si el siglo XX no hubiera terminado hace mucho). Hans Blær bebe boost biológico y vive para sonreír y amar. Y hace nada cumplió los 34. Hace poco, quiero decir.

Hans Blær tiene las narinas parduzcas por el consumo de cocaína, el tabique nasal ha desaparecido prácticamente y la nariz, a ambos lados de las fosas nasales, es una inmensa sima de oscuridad, miedo, ego y temor. No es nada bonito. Dicen que la cocaína produce «bienestar artificial», pero los entendidos saben que no existe diferencia entre el bienestar artificial y cualquier otra clase de bienestar. El mismo popurrí. El bienestar es bueno mientras dura y siempre es demasiado escaso.

Hans Blær camina de promedio unos ocho mil pasos al día, si hacemos caso del teléfono móvil que guarda en el bolsillo y que los cuenta con ayuda satelital. Y elle siempre consigue ir un paso por delante, jamás menos de uno, a veces probablemente más, pero ¿por delante de quién? Por delante de todos los que pretenden acosarle, por delante de la policía, por delante de la opinión pública, por delante de los periódicos, de toda la troupe. Todos quieren conseguir su libra de carne y nadie consigue ni el recorte de una uña. Porque Hans Blær es libre.

Hans Blær ha cambiado de sexo más veces de las que se pueden contar, ha corregido su sexo al menos el mismo número de veces, ha mentido sobre él, le ha dado la vuelta, se ha vestido a contrapelo de su sexo aparente, ha eliminado todas las distinciones y se ha declarado «en el borde» como si el género no fuera más que una afición, algo que se pudiera comprar en cualquier juguetería como las pistolas de agua y los vibradores, empapuzándote todo el rato de cosas de colorines y siempre en marcha a full speed para llegar a tiempo de sumergirte en algo, sea lo que sea, culos, coños, pantalones ceñidos, aventuras fabulosas.

Hans Blær es tode nuestre y nada nuestre; la persona corriente y el individuo perfecto. Es Schadenfreude que nos conforta y tiembla cuando causamos algún daño en un mundo malvado; y es dolor que abrasa y refresca nuestras ansias, cubre el vacío de nuestros corazones y llena de vida el cuerpo en un mundo que nos ampara y nos insensibiliza al mismo tiempo. Elle es neurosis cuando callamos y remordimientos cuando tomamos la palabra, oscuridad que nos oculta y relámpagos que nos iluminan el camino. Elle es el trol que no es trol, el trans que no es trans, el salvador que no salva a nadie y la fiera que no quiere dañar a nadie. Elle no se ve reducide a su moralidad, su género, su debilidad o su fuerza. Elle nos conduce a la verdad y nos bebe en mentiras, nos envuelve en abrazos y nos despedaza. Reímos cuando no debemos reír, lloramos cuando no debemos llorar y nos encolerizamos cuando no debemos encolerizarnos; siempre estamos equivocados, siempre somos injustos y eso no es nunca hermoso y, sin embargo, es muy hermoso. Lloramos, nos dormimos y salimos, sacudimos la cabeza y discutimos hasta la madrugada. Elle es la quiebra de la identidad y por ello la imagen total, el individuo que no se identifica con nadie pero se niega a desvanecerse, que no mantiene el paso de nadie pero sigue marchando, al paso marcado por el regimiento detrás de elle, pero nunca a la par. Elle es el paso vacilante y la mano fuerte, el más flojo de todos nosotros y que goza de la mayor fuerza; elle es elle, él y ella, ellos, ellas, yo y tú y vosotros, y además algo completamente distinto: elle es nosotros y nadie, escribe elle.

Hans Blær es un vikingo del siglo diez, un colono islandés del siglo once, un vendedor de esclavos del siglo doce, un caudillo y un traidor del siglo trece, un brujo y un blasfemo del siglo catorce, un sacerdote católico del siglo quince, un sacerdote luterano del siglo dieciséis, un poeta religioso alcohólico del siglo diecisiete, un lascivo aristócrata del siglo dieciocho, un tipo que engendra hijos con sus primas y hace arrojar a su propio padre a los perros, por pura diversión, porque da mucha risa ver gemir a un puto varón; un estoico intelectual del siglo diecinueve que patea las calles ardiendo de fiebre con su chaquetón destrozado, mientras elle lee a Nietzsche para aniquilarse a sí misme, zurra a las tías y se enamora de los caballos; genios de toda clase del siglo veinte, un batallón entero: un futurista feliz por pasear con botas de cuero; una sufragista feliz por usar pantalones de cuero y cigarrillos con boquilla; un hobo que recorre sin rumbo las praderas de América en un vagón de algún tren de mercancías, mordisqueando una brizna de paja y masturbándose despreocupado con los vaqueros puestos, al ritmo del traqueteo del tren como puntuación de su existencia; una chica despendolada en minifalda, un chico melenudo con navaja, un niño despierto mientras en el salón sus padres borrachos practican el intercambio de parejas con los vecinos; un armador de lancha motora, un rey de las pesquerías con una flota de arrastreros; el periodista, el escritor, el pintor, la intelligentsia de la nación enamorada del teléfono y, junto a todo lo demás, una persona del siglo XXI, incluyendo al ocioso, al nini, al hípster en busca de la culminación de su realización vital que se sumerge en la gastronomía, la poesía, la bicicleta, el trol, la ebanistería, los Alcohólicos Anónimos, el ejercer de viejo verde, la halterofilia, la coctelería; el moralista competitivo que siempre es mejor que nadie, que incluso es mejor en ser mejor, más víctima que otros, más ganador que otros y más menos que otros, andante y sangrante culpable de su propio sufrimiento por su dolor y su lascivia y la consciencia de que elle es el no va más, que está por delante de todos los demás seres humanos que van detrás de elle y no tiene más objetivo que robustecer sin freno su propio atractivo.

Hans Blær es el espíritu de la Navidad pasada, el silencio y la oscuridad y el zumbido de tus oídos, llegado para decir lo menos posible en el tiempo más largo posible, con las más palabras posibles, tan alto y claro como quiera.

Hans Blær es la vida, el cliché de que el destino no importa tanto como el viaje. Nunca ha existido ningún destino, ninguna meta, solo oscuridad, solo silencio, solo la permanente, enloquecedora vista por la ventanilla del tren, y nunca te han tocado, nadie te ha abrazado nunca de verdad. Y estas palabras nunca se agotarán, escribe elle.

Es otoño, no primavera. El otoño va descendiendo, la primavera va ascendiendo. Eso lo ve cualquiera. Y hay más claridad en primavera que en otoño porque en primavera aún queda un poco de nieve en las montañas que reflejan el invierno —y el invierno es la segunda estación más luminosa, después del verano—. Esta noche azota una gran tormenta y mañana habrá llegado formalmente el invierno, pero ahora es otoño todavía. Escribe elle.

Hans Blær Viggósbur

Resulta que sé que en ataques de histeria como estos hay que tirar a la basura leyes y tribunales; en los casos de turbación lo más habitual es que las personas inocentes se vean excluidas de la llamada justicia porque hay que apagar la insaciable sed de la gente. Es comprensible. Se perderá por completo en los recovecos de la verdad quien solo la conozca de oídas. Quienes durante años hemos errado por este laberinto podemos gritar a los cuatro vientos que los hombrecillos de a pie no saben cómo interpretar las señales de tráfico, lo que no resulta nada extraño.

Hace 23 h y 14 m. 441 likes. 72 comentarios.

KARLOTTA HERMANNSDÓTTIR

Usted, escribe elle en la oscuridad, en el otoño. Usted, vuelve a escribir elle, como si así sonara más claro, dirigiéndose a su madre con el único pronombre personal que le proporciona la lejanía que necesita para sentir su cercanía sin asfixiarse por simple —y llana— vergüenza.

Es otoño y hay tempestad, pero esta mañana, cuando despertó usted —Lotta Manns, madre del hermafrodita de quien tanto se habla—, la naturaleza no era sino gentileza, escribe elle, y alarga el brazo para coger el vaso. Usted abrió los ojos y miró el empapelado de la pared, con decoración de ramas, bajo el cual había estado durmiendo. Viggó estaba en el mar y los niños se habían marchado de casa hace mucho. Sus retoños. Ilmur y Hans y Davíð o como se llamen los benditos retoños. Usted no preguntó qué radiodespertador había sonado. Volvió a sonar. Del altavoz surgió un trocito de canción, probablemente el final de una animada pieza de jazz —pensó en Louis Jordan, algo por el estilo—, y se dio la vuelta en la cama. También habría podido ser un fragmento de anuncio. Como mucho, dos segundos, probablemente en do mayor, la madre de todas las tonalidades, la familia nuclear de las escalas musicales, el incorrupto centro heteronormativo de toda la música occidental, solo notas blancas y, encima, 4/4. Después sonaron unos sonoros tonos en el timbre. Son las siete horas. A continuación, ofrecemos las noticias.

Y atiza.

Si usted hubiera tenido empuje para poner el radiodespertador en zumbido antes de irse a dormir, lo habría hecho, sin duda, y habría evitado las noticias de la mañana. Sintió cosas diversas, lo comprobó en los mapas estelares e hizo que le leyeran la mano, pero en realidad no era la primera vez que sucedía algo y a veces el mundo es sencillamente demasiado automático y nadie puede pensar en todo.

En cuanto oye el nombre de elle —elle es uno de sus retoños, ya no sabe si llamarle hijo o hija, porque el idioma no se ha adaptado del todo a la realidad y Hans Blær se niega a echarle una mano, algunos dicen bur, que es como criatura, pero para usted esa no es una palabra normal—, extiende el brazo hacia la mesita, aprieta el botón de snooze y vuelve a cerrar los ojos como si de otro modo se le fueran a salir del cráneo. Pero solo después de oír lo que sigue:

«La policía de Reikiavik busca a Hans Blær, estrella de los medios de comunicación, en relación con una investigación sobre Samastaður, el centro de acogida para víctimas de violación, iniciada a raíz de una acusación anónima. Se sospecha que…».

Y luego, nada más. Radio silence. Al menos en esta habitación. Porque usted fue incapaz de hacer nada más. El contador llegó al tope hace mucho y la vida de usted era ya un permanente ataque de nervios por culpa de esa bendita niña y de todo lo que esa bendita niña se había dedicado a hacerles a usted y al mundo. Usted había dormido, como mucho, cinco horas.

Imaginar que elle había sido en tiempos el ojito derecho de su padre y la persona favorita de su madre. Usted le maldijo a media voz, volvió a cerrar los ojos con la esperanza de que el sueño consiguiera apoderarse de usted de nuevo antes de que terminara la pausa del despertador. Para que las preocupaciones se marcharan volando y fueran sustituidas por un mundo de otra especie, por fantasías de otra especie, un poco más relajadas. Las noticias habían terminado cuando la radio volvió a conectarse con un chasquido. Ragnar Bjarnason cantaba Allá en Hamraborg. Usted abrió los ojos con prudencia, levantó los párpados como si fueran pesadísimas persianas metálicas. Allá en Hamraborg no es una canción más larga de lo debido y cuando terminara era de esperar que volviera a empezar «el debate». No sería la primera vez que Hans Blær monopolizaba las ondas.

Se incorporó en la cama, pasó la mirada, confusa, a su alrededor y se frotó los ojos. Le apetecía seguir durmiendo, pero sabía que intentarlo no serviría para nada. Las mujeres de la edad de usted no vuelven a conciliar el sueño nunca, eso se queda para la gente joven.

Al lado de la cama estaban sus ropas amontonadas, menos la blusa que, por algún motivo, había tenido el cuidado de colgar en una percha. Se puso los mismos calcetines del día antes y tampoco se cambió de bragas, metió las piernas directamente en los pantalones del chándal en vez de los vaqueros, porque no tenía intención de salir, se puso en pie, se abrochó y cogió la blusa azul pálido.

—Es un asunto increíble que algo así pudiera estar pasando durante años —tronó de pronto desde el radiodespertador. Era una voz femenina. Usted se ató deprisa los cordones.

—Sí —respondió un varón—. No sé qué decir. No encuentro palabras.

—Como la nación entera, Rúnar. La nación no encuentra palabras.

—No tenía una opinión clara sobre ese…, pero vaya.

—¿Sobre Hans Blær?

—Hans Blær, sí, su majestad.

—Su majestad.

—Sí, pero ¿qué hay que hacer, Sigga? ¿Qué hay que decir de él?

—De elle. Hay que decir elle, de elle, a elle.

—No, no lo dirás en serio.

—Elle no puede haberlo decidido por su cuenta.

—Tampoco es eso a lo que me refiero. Me refiero a eso de Samastaður.

—¿No sería mejor que pusiéramos otra canción?

—Habrá que discutir el asunto.

—No podemos discutir un asunto del que no sabemos nada.

—Ese hombre, si se trata de un hombre, un humano, claro…, ¿los no binarios son personas?

—Yo no estoy segura ni de que las mujeres sean personas.

—… ¿Qué le puede haber pasado a ese tío?

—A elle. Qué le puede haber pasado a elle, Rúnar.

—Lo siento, me espanta lo horroroso que es todo esto. Ese tío acoge a esas chicas…

—Rúnar, en serio, este no es el lugar adecuado para…

—Pero claro que lo es, espera, espera. Acoge a esas chicas bajo sus alas protectoras. Ellas acuden a él. Son víctimas. Ya las han violado al menos una vez. Y él les da…, cómo se llama…

—Propofol.

—Sí, ese tío les da el Pro… Propo…

—Propofol.

—Y ellas se quedan traspuestas. Y luego, según dicen, ¿ese tío se dedicaba a follárselas mientras estaban desmayadas?

—¿No sería mejor poner una canción?

—Y luego, ese tío sale con que todo lo hace por ellas. Que eso las refuerza.

Empodera.

—Sí, eso. Las empodera. Que es un tipo de tratamiento. ¿O estoy desvariando?

—No. No, no. No creo. Ellas participan.

—¡Claro! Se dejan violar tranquilamente en esa especie de tratamiento. Con un pene fabricado en alguna operación.

—No sé qué tiene eso que ver con el asunto, Rúnar. Elle no es más que una persona, independientemente de lo que haya pasado en Samastaður. El pene de elle, si es que tiene pene, cosa que creo que no se ha publicado en ningún sitio, es tan válido como el tuyo.

—De vez en cuando pienso que el hermafrodita ese no es más que cualquier otro individuo. Él, ella o elle, o simplemente ello, ha echado a perder…

Usted encerró la radio en el dormitorio sin apagarla y las voces se amortiguaron lo suficiente para que no pudiera distinguir las palabras. El hombre de la radio siguió loco de furia unos minutos más. Finalmente llegaron a la cocina las notas de Strange fruit. Usted se tomó un segundo de descanso al lado del fregadero y abrió con dificultad la cafetera, la llenó de agua y alargó el brazo para coger la lata del café. Era gris claro con seres negruzcos: algún tipo de personajes grabados que rodeaban la lata entera. Llenó el filtro, lo puso en la parte de abajo y volvió a enroscar la parte de arriba. Cuando abrió el gas no pudo evitar, por un brevísimo instante, que la asaltara la idea de dejar que inundara toda la casa. Que la vida se apagara o ardiera en llamas según las circunstancias; usted no sabe cómo funcionan estas cosas. Pero el sistema de encendido era automático y antes de darse ni cuenta la cocina se había prendido. Una vez más había sobrevivido usted.

Maldita sea.

La vela parpadea más cuando está a punto de apagarse, como si sufriera una repentina desesperación. Hans Blær busca a tientas el manillar en la oscuridad, abre el cajón del escritorio barnizado de marrón, saca una vela nueva y coge la palmatoria, mete el culo de la vela en la masa de cera caliente y la sujeta hasta que queda firme, y enciende la luz, que es tan miserable como la que acaba de apagarse, pero que ilumina el mundo, lo que queda de él.

Esto es la tierra y es oscura, aunque ni de lejos sea tan oscura como la vivienda de Hans Blær en el centro de la ciudad, donde todos los listones de madera están pintados de negro y absorben las acciones; en ellos no se halla solución, ni alivio, ni caos, porque allí nada de eso cabe. En la oscuridad de aquí, más allá de las rotondas de Mosfellsbær, las paredes se limitan a crujir y no sucede nada porque aquí no hay nadie —casi, ni Hans Blær—, aunque eso es provisional, pues siempre se corre el riesgo de que incluso aquí llegue la mañana.

Ha empezado a nevar hace un momento y del techo cae una gota inesperada que aterriza en la mesa al lado de elle. No suele llover dentro de casa, por regla general, ni nevar, de ahí que mire extrañade el techo de tablas, pero todo parece seco. Pone el dedo en la mancha húmeda de la mesa y la restriega, se mezcla con el polvo de la placa y se convierte en un barro oscuro que acaba por secarse. La realidad es ficción, pero no por eso es más improbable. Es ficción como el amor, el tráfico y las paredes que aprovechamos para protegernos de las inclemencias del tiempo, como nuestras debilidades, nuestro llanto, nuestras fortalezas y la enajenación mental que a veces crispa nuestros párpados. Sin ella no habría nada; lo único que podemos hacer es sacarle una luz de la que vivir.

La puerta corrediza de la panera siempre dejaba escapar un extraño olor hueco al abrirse. Usted sacó dos rebanadas de un pan llamado Omega. Ambas rebanadas resultaron ser extremos. Las metió en la tostadora. Luego puso café en una taza, zumo de naranja en un vaso, y cuando los dos extremos salieron lanzados del aparato, los recogió del suelo y los untó de queso fresco marrón.

Su apartamento estaba en la planta doce del bloque y usted aprovechaba esta circunstancia para contemplar desde lejos el alboroto de la ciudad por las mañanas. Hacía poco que había dejado de trabajar de contable en una zapatería y no echaba de menos estar metida en aquel tráfico. De vez en cuando echaba de menos, quizá, el trabajo en sí, o a sus compañeros de trabajo, pero no era demasiado sacrificio poder desayunar tranquilamente y no ir a ningún sitio en su coche ni en el autobús.

En el marco de la ventana estaba colocado el receptor de radio marca Tivoli, silencioso y de semblante adusto. Hace tiempo compró tres aparatos iguales y le regaló uno a Davíð Uggi y otro a Hans Blær. La calidad del sonido era incomparable y usted acostumbraba a pasar aquí tranquilamente la primera hora del día, escuchando el programa matutino, navegando por Facebook, leyendo periódicos en la red y echando un vistazo al correo electrónico. Ahora no se atrevía a hacer ni una cosa ni otra. Como si tuviera puesta una camisa de fuerza en su propio hogar. Allá fuera, en el mundo (en todos los coches que veía recorrer la ciudad, en todas las ventanas iluminadas de todas las casas de la ciudad), la gente corriente estaba oyendo en la radio a esos calumniadores difamar a su retoño como si fuera la cosa más natural del mundo entretenerse a costa de la vida privada de elle, sí, y no solo la de elle, también la de usted, porque nada que le afectara a elle dejaba de afectarla también a usted, su madre.

Y usted sabía que todo lo que decía la gente era verdad. ¿Tal vez porque usted era madre? ¿O sencillamente porque usted estaba afectada de «transfobia», como había asegurado Hans Blær durante años? ¿Acaso no era elle culpable? ¿No habría un rayito de esperanza oculto en los muchos prejuicios de usted, que la llevaban a juzgar a su retoño antes de la cuenta —sin justificación alguna—, y que todo fuera solo un equívoco que en algún momento se solucionaría?

Nunca existe más que una vía hacia la verdad, y era obvio cuál era. Abrir el ordenador. Encender la radio. Ser testigo. El runrún del despertador surgió a media voz desde el dormitorio, pero usted no pudo distinguir las palabras, igual que un rato antes. Muchas veces se había prometido a sí misma, cuando su retoño era distinto a como es ahora, que no dejaría que los prejuicios se adueñaran de usted. Que estaría en guardia para proteger su propia salud mental. No quería oír esto.

—… lo cierto es que no existe supervisión alguna en este tipo de centros —dijo en la radio una voz desconocida y un poco insegura cuando alargó el brazo para apretar el botón de encendido—. En la situación de hoy en día no se establecen condiciones mínimas de funcionamiento, aparte de las que quiera aplicar cada uno. Para conseguir una subvención pública es preciso contar con buenos apoyos, conseguir una recomendación de algún psicólogo y tal vez de algún que otro trabajador social titulado, esa es la esencia del asunto. En los centros de tratamiento trabajan exalcohólicos y exdrogadictos, en las casas de reposo, exobsesos, etcétera. Así parece que eran las cosas en Samastaður. El principal requisito era haber sufrido violencia sexual.

—¿Y no había psicólogos titulados? —preguntó la voz masculina, Rúnar.

—No. El año pasado estuvo trabajando uno, pero se despidió en diciembre.

—¿Y eso es normal?

—No, en absoluto. No sé por qué ese hecho no hizo sonar ninguna campanilla. Estamos investigando los métodos de trabajo.

—Pero dime, Kjartan —dijo la voz femenina, Sigga se llama—. ¿No habría tenido que hacerse antes? ¿Cómo se lleva a cabo la supervisión?

—Evidentemente, la supervisión es defectuosa. Hace tiempo que lo sabemos. Hacemos todo lo que podemos, pero, a decir verdad, y no me cabe duda de que el Ministerio me amonestará por lo que estoy diciendo, no nos proporcionan el dinero que necesitaríamos para hacer todo lo que legalmente tenemos obligación de hacer. Lo más natural sería que fuera el sistema público el que subvencionara fundaciones de esta clase y que la supervisión estuviera incluida en un contrato. Pero no parece que haya planes de algo así. Como digo, si ni siquiera tenemos medios económicos para llevar a cabo la supervisión, mucho menos podríamos encargarnos nosotros de las subvenciones. Y en realidad, aunque dispusiéramos de medios económicos para hacerlo, difícilmente podríamos ir de un centro a otro a todas horas del día y de la noche. Igual que tampoco podríamos hacer que nos acompañara un agente de policía a cada bar, porque en algunos sitios venden speed a escondidas. Pero tendríamos que hacer más de lo que hacemos ahora, de eso no cabe duda.

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9788416537648
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