Kitabı oku: «La bestia humana», sayfa 3
—Escribe, escribe.
Y ella escribió penosamente, con su mano adolorida.
—Está bien, así me gusta —dijo en cuanto tuvo la carta—. Ahora arregla un poco esto y prepáralo todo. Volveré a buscarte. Estaba tranquilo. Rehizo el nudo de su corbata delante del espejo, se puso el sombrero y se fue. Severina oyó como cerraba la puerta con dos vueltas de llave. La noche progresaba con paso rápido. Permaneció un instante sentada, escuchando los ruidos del exterior. De la habitación de al lado, donde vivía la vendedora de periódicos, le llegaba un lamento prolongado y sordo: sin duda algún perrito olvidado por su ama. Abajo, en casa de los Dauvergne, se había callado el piano. Ahora se oía el alegre alboroto de las cacerolas y los platos. Las dos amas de casa estaban ocupadas en la cocina; Clara cuidando un guisado de carnero, Sofía limpiando una ensalada. Y Severina, anonadada, escuchaba sus risas en medio
de la horrible angustia de aquella noche cada vez más densa.
A las seis y cuarto, la locomotora del rápido de El Havre, desembocando por el Puente de Europa, se dirigió hacia su tren. La engancharon. Debido a una obstrucción, no habían podido colocar este tren bajo la marquesina de las líneas de gran distancia; esperaba al aire libre, en medio de las tinieblas, bajo un cielo color de tinta. El andén se prolongaba en forma de muelle angosto sobre el que la hilera de los pocos mecheros de gas, espaciados a lo largo de la acera, diseminaba una luz de estrellas humeantes. Acababa de caer una fuerte lluvia dejando tras sí un hálito húmedo y glacial que flotaba sobre aquel vasto espacio descubierto, cuyos límites, extendidos por las brumas, parecían alejarse hacia las débiles y pálidas luces de las fachadas de la calle de Roma. Aquel espacio era inmenso y triste, anegado en agua, salpicado acá y allá por fuegos sanguinolentos, confusamente poblado de masas opacas: locomotoras y vagones solitarios, trozos de trenes dormidos sobre las vías de reserva. Y desde el fondo de ese lago de sombra, llegaban ruidos cual respiración de monstruos jadeantes de fiebre; silbidos parecidos a los agudos gritos de mujeres violadas, y lejanos toques de bocina; lamentos en medio del sordo fragor de las calles vecinas...
Dieron órdenes en voz alta para que se añadiera un coche. Inmóvil, la máquina del expreso dejaba escapar por una válvula un gran chorro de vapor que subía a través de ese negro espesor, deshilachándose y sembrando con blancas lágrimas la inmensa manta de luto tendida sobre el cielo.
A las seis y veinte, aparecieron Roubaud y Severina. Ella acababa de entregar la llave a la señora Victoria, al pasar ante los excusados contiguos a la sala de espera, y Roubaud la empujaba con la impaciencia de un marido que tiene prisa y a quien su mujer retrasa. Nervioso y brusco, con el sombrero hacia atrás iba él; ella con su velo pegado al rostro, vacilante y como rendida de cansancio. Preso en la ola de viajeros que invadía el andén, el matrimonio avanzó a lo largo de la fila de coches buscando con la mirada una cabina de primera vacía. El andén se animaba por momentos; los mozos arrastraban hacia el furgón de cabecera las vagonetas de equipaje; un vigilante se ocupaba acomodando a una familia muy numerosa, mientras que el segundo jefe de servicio daba un vistazo a los enganches de los coches, con su linterna en la mano, para asegurarse de que estaban sólidamente unidos. Roubaud había encontrado al fin una cabina y se disponía a hacer subir a Severina, cuando fue descubierto por el jefe de estación, el señor Vandorpe, que se paseaba por allí en compañía del jefe adjunto de las líneas de gran distancia, señor Dauvergne. Los dos marchaban con las manos a la espalda y observaban las maniobras para enganchar al tren un coche más. Se cambiaron saludos, y fue preciso detenerse en el andén y hablar.
Al principio, hablaron del asunto con el subprefecto, que había terminado a satisfacción de todo el mundo; luego la conversación giró hacia un accidente que había transmitido el telégrafo de El Havre. Había ocurrido en la mañana: una locomotora, la Lisón, que, los jueves y los domingos, hacía el servicio del expreso de las seis y treinta, había sufrido una rotura de la biela en el momento mismo en que entraba en la estación. Los trabajos de reparación tendrían inmovilizados allí, durante dos días, al maquinista Jacobo Lantier, paisano de Roubaud, y a su fogonero Pecqueux, el marido de la señora Victoria. En pie ante la portezuela de la cabina, Severina observaba a su esposo, el cual afectaba, ante aquellos señores, una gran desenvoltura, alzando la voz y riendo. De pronto hubo un choque y el tren retrocedió algunos metros: era la locomotora que empujaba a los primeros coches hacia el que acababan de traer, el coche número 293, un vagón reservado. El hijo de Dauvergne, Enrique, que acompañaba el tren en calidad de conductor jefe, habiendo reconocido a Severina bajo su velo, impidió que recibiese un golpe de la portezuela abierta, apartándola con rápido movimiento; ahora, sonriente y muy amable, le explicaba que el coche reservado era para uno de los administradores de la Compañía que acababa de pedirlo, media hora antes de que saliese el tren. Severina tuvo una breve risa nerviosa, sin motivo, y Enrique, requerido por su servicio, se despidió encantado. Más de una vez había pensado que ella sería una amante muy deseable.
El reloj marcaba las seis y veintisiete. Faltaban todavía tres minutos. De pronto, Roubaud que acechaba las puertas de las salas de espera, visibles a lo lejos, mientras hablaba con el jefe de estación, se despidió de éste para ir a reunirse con Severina. Pero su coche ya no se hallaba en el lugar de antes, y tuvieron que dar algunos pasos para encontrar la cabina; entonces, volviendo la espalda, Roubaud empujó a su mujer, obligándola a subir. Ella, a la vez dócil e inquieta, miraba instintivamente hacia atrás, ansiosa de saber qué ocurría. Veía a un viajero retrasado que llegaba sin más equipaje que una manta sobre el brazo, el cuello de su grueso gabán azul subido y el ala del redondo sombrero tan inclinado sobre la frente que no podía distinguirse su rostro a la vacilante luz del gas, sino tan sólo un poco de barba blanca. A pesar del evidente deseo del viajero de no ser visto, Vandorpe y Dauvergne se habían adelantado hacia él. Le siguieron, pero él no les saludó hasta que estuvo, después de pasar junto a tres coches, frente al reservado, en el que subió a toda prisa. ¡Era él! Severina, toda temblorosa, se dejó caer en el asiento. Su marido le apretó violentamente el brazo. Roubaud estaba satisfecho ahora que era seguro que podría llevar a cabo su propósito.
Dentro de un minuto daría la media. Un vendedor se obstinaba en ofrecer los periódicos de la tarde, y algunos pasajeros se paseaban todavía por el andén, acabando de fumar sus cigarros. Al fin, todos subieron; se acercaban, por ambos extremos del tren, los empleados que cerraban las portezuelas. Roubaud, que había tenido la desagradable sorpresa de descubrir, en un rincón de la cabina, que había creído vacío, la oscura forma de una mujer muda e inmóvil, y sin duda de luto; no pudo contener una exclamación de cólera cuando de nuevo se abrió la portezuela y, lanzados al interior por un vigilante, aparecieron un hombre y una mujer, gordos ambos. La pareja, jadeante, se dejó caer sobre la banqueta. Iba el tren a caminar. La lluvia volvía a caer en menudas gotas, anegando el vasto campo tenebroso que, sin cesar, atravesaban los trenes, de los que sólo se distinguían los cristales alumbrados: una fila de pequeñas ventanas móviles. Algunas luces verdes se habían encendido; otros faroles bailaban al nivel del suelo. Y no había más que eso: una negra inmensidad en la que sólo formaban manchas pálidas los tejados de las líneas de gran distancia, débilmente iluminadas por un reflejo de los reverberos de gas. Todo se había hundido en las tinieblas y hasta los ruidos llegaban amortiguados; no se oía más que el trueno de la locomotora que había abierto sus válvulas, dejando escapar remolinos blancos de vapor. Una nube subía desplegándose como un sudario espectral, atravesada por espesas humaredas negras que surgían misteriosamente. Oscureció aún más el cielo y un nubarrón de hollín voló hacia el París nocturno, que ardía con mil hogueras.
Entonces el jefe segundo de servicio levantó su linterna para que el maquinista pidiera vía. Resonaron dos silbidos, y allá abajo, cerca del puesto del guardagujas se extinguió la luz roja. Apareció una señal blanca. De pie ante la puerta del furgón, el conductor jefe esperaba la orden de marcha. La transmitió. El maquinista volvió a dar un largo silbido y abrió el regulador. El tren partió. Al principio, el movimiento era insensible, luego el tren comenzó a rodar. Se deslizó por debajo del Puente de Europa y se internó en el túnel de Batignolles. No se veía de él más que el triángulo rojo de las tres luces traseras, sangrientas como heridas abiertas. Durante un par de segundos se podía seguirlo con la vista por entre las oscilantes sombras de la noche. Ahora huía lanzado a todo vapor, y nada podía ya detenerle. Había desaparecido.
Capítulo II
En La Croix-de-Maufras, en un jardín cortado por el camino de hierro, estaba situada la casa, tan cerca de la vía, que todos los trenes, cuando pasaban, la estremecían. Bastaba un viaje para que permaneciera grabada en la memoria. El mundo entero, en su relampagueante carrera, sabe que la casa se encuentra ahí, aunque ignoren todo de ella. Siempre cerrada, como abandonada a su suerte, ostentan su persianas grises, manchadas de verde por los aguaceros del Oeste. Un paisaje desierto. Y la casa parece aumentar aún la soledad de aquel perdido rincón, alejado, en una legua a la redonda, de todo ser viviente.
Sólo se ve allí la casa del guardabarreras, situada en el cruce de la carretera de Doinville, a cinco kilómetros de esta población. Baja, con sus paredes agrietadas y sus tejas cubiertas de musgo, parece doblegarse con aspecto mísero en medio del jardín plantado de hortalizas en el que se levanta un gran pozo, tan alto como la casa. El paso a nivel se halla exactamente entre las estaciones de Malaunay y Barentin, a cuatro kilómetros de una y otra. Es, por lo demás, poco frecuentada. La barrera, vieja y medio podrida, apenas si se abre de vez en cuando para dar paso a los carretones de las canteras de Becourt, situadas a media legua de allí, en pleno bosque. No podría imaginarse rincón más apartado de todo ser humano, pues el largo túnel de Malaunay es como una muralla que cierra el acceso, y no se puede llegar a Barentin más que por un descuidado sendero que sigue la vía. Son raras, pues, las personas que visitan aquellos parajes.
Cierta tarde, a la hora de la puesta del sol, en medio de una atmósfera gris y suave, un viajero, que acababa de apearse del tren de El Havre en Barentin, estaba siguiendo, con paso rápido, el sendero que conducía a La Croix-de-Maufras. Aquel terreno no es sino una sucesión ininterrumpida de cañadas y cuestas, que el tren atraviesa pasando por terraplenes y dentro de profundas zanjas. Este cambio continuo de subidas y bajadas, por ambos lados de la vía, hace casi intransitables los caminos, y ello contribuye a aumentar la gran soledad del paisaje. Los terrenos pobres y blancuzcos no se cultivan; grupos de árboles coronan las colinas formando bosquecillos y, a lo largo de los angostos valles, corren arroyos sobre los que proyectan su sombra las hileras de los sauces. Y hay otras zonas cretáceas, completamente desnudas, que se suceden, estériles, en medio de un silencio de muerte. Impresionado, el viajero, que era joven y vigoroso, aceleraba el paso, como para escapar de la tristeza de aquel crepúsculo tan dulce y extraño en estas tierras desoladas.
En el jardín del guardabarreras, se veía, sacando agua del pozo, a una muchacha de unos dieciocho años, alta, rubia y fuerte, de labios gruesos, y grandes ojos verdosos. Tenía la frente estrecha, encuadrada por una espesa cabellera. No era guapa, con sus caderas sólidas y sus brazos duros como los de un mozo. Tan pronto como hubo visto al muchacho que bajaba por el sendero, soltó el cubo y corrió hacia la cancela, arreglada en la villa.
—¡Hola, Jacobo! —exclamó.
El joven levantó la cabeza. Acababa de cumplir los veintiséis años; era de elevada estatura, muy moreno, buen mozo con su rostro redondo, cuyas facciones habrían sido armoniosas sin unas mandíbulas demasiado fuertes. Tenía los cabellos densos y rizados, y su bigote, rizado también, era tan áspero y tan negro que realzaba la palidez de su tez. Al ver su piel fina y sus bien afeitadas mejillas, habrían podido tomarlo por un señorito, de no contrastar tal impresión con el sello indeleble de los de su oficio: la grasa que amarilleaba sus manos de maquinista, manos que, sin embargo, no habían dejado de ser pequeñas y flexibles.
—Buenas tardes, Flora —dijo sencillamente.
Pero sus grandes ojos negros, sembrados de puntitos de oro, parecían cubrirse por un velo rojizo. Sus párpados palpitaban, sus ojos evitaban la mirada de la muchacha, revelando un profundo malestar que rayaba en el sufrimiento, y todo su cuerpo se contraía en un instintivo movimiento de retroceso.
Ella, inmóvil y con la mirada fija en él, había notado este brusco estremecimiento, que le acometía cada vez que se acercaba a una mujer, aunque se esforzase en dominarlo. Al advertirlo, ella parecía volverse grave y triste. Jacobo, ansioso de ocultar su turbación, le preguntó si su madre estaba en casa, pregunta gratuita, pues sabía que estando enferma no podía salir. Flora contestó con un rudo movimiento de la cabeza, y viendo que él deseaba entrar, se apartó para que no la rozase, y volvió al pozo, sin pronunciar palabra, con porte erguido y arrogante.
Jacobo atravesó rápidamente el estrecho jardín y entró en la casa. Allí, en medio de la primera habitación, en una vasta cocina en la que comía la familia y donde pasaba la mayor parte de su vida, encontró a la tía Fasia, como acostumbraba a llamarla desde niño, sola y sentada en una silla de paja junto a la mesa, con las piernas envueltas en un viejo mantón. Era prima de su madre, una Lantier, y también era su madrina, la cual le había acogido en su casa cuando él tenía siete años. En aquel entonces, sus padres se habían marchado bruscamente a París, dejándolo solo en Plassans. Más tarde, había seguido en esta ciudad los cursos de la Escuela de Artes y Oficios. Guardaba a la tía Fasia una profunda gratitud, reconociendo que sólo gracias a ella se había abierto él paso en la vida. Cuando, después de dos años de servicio en la línea de los ferrocarriles de Orleans, había obtenido un puesto de maquinista de primera clase en la Compañía del Oeste, encontró a su madrina casada en segundas nupcias con un guardabarreras llamado Misard y exiliada con las dos hijas de su primer matrimonio a ese rincón perdido de La Croix-de-Maufras. Ahora, con cuarenta y cinco años apenas cumplidos, la hermosa tía Fasia de antaño, tan corpulenta y fuerte, se había convertido en una vieja como de sesenta, enflaquecida, de aspecto amarillento y sacudida por continuos escalofríos.
La señora Misard lanzó un grito de alegría.
—¿Cómo? ¡Tú, Jacobo! —exclamó—. ¡Ah, hijo, qué sorpresa! Jacobo la besó en las mejillas; luego le explicó que acababa
de recibir inopinadamente dos días de permiso forzoso: en la mañana, al llegar a El Havre, su locomotora, la Lisón, había sufrido una rotura de biela y como la reparación no podía quedar terminada antes de veinticuatro horas, no volvería a su puesto hasta la tarde del día siguiente. Con este motivo, había decidido ir a abrazarla. Dormiría allí y saldría de Barentin en la mañana, en el tren de las siete y veintiséis.
Mientras hablaba, retenía entre sus manos las pobres manos encogidas de su madrina. ¡Cuánto lo había alarmado su última carta! —¡Ay, sí, hijo mío, esto va muy mal!... ¡Qué bueno has adivinado mi deseo de verte! Pero sabía lo atado que te tiene tu trabajo, y no me atrevía a pedirte que vinieras. En fin, aquí estás, y ¡si supieras cuánto me llega esto al corazón!
Se interrumpió y dirigió una temerosa mirada por la ventana.
A la expirante luz del día, se veía, al otro lado de la vía, a su marido, Misard, en su puesto de vigilante, en una de esas barracas de madera, situadas a cada cinco o seis kilómetros de la vía y unidas entre sí por el hilo telegráfico que había de hacer más segura la circulación de los trenes. Misard había pasado a este puesto estacionario, después que su mujer y, más tarde Flora, se hubieron encargado de la barrera del paso a nivel.
Como si Misard pudiera oírla, la tía Fasia bajó la voz con un estremecimiento.
—Me está envenenando —cuchicheó.
Jacobo tuvo un sobresalto ante tal confidencia, y sus ojos, al volverse hacia la ventana, siguiendo la mirada de su madrina, se nublaron de nuevo por aquella extraña turbación, aquel ligero velo rojizo que parecía empañar su brillo negro, teñido de reflejos dorados.
—¡Oh, tía Fasia, qué idea! —murmuró—. Parece tan dulce y tan inofensivo.
Un tren que iba a El Havre acababa de pasar, y Misard salía de su puesto para cerrar la vía detrás de él. Jacobo observaba cómo subía la palanca, haciendo aparecer la señal roja. Era un hombrecillo endeble, de cabello y barba pobres y descoloridos, y con un rostro hundido y miserable. Silencioso y tímido, no se enfadaba nunca, y ante sus superiores hacía alarde de una cortesía obsequiosa. Ahora entraba en su barraca de tablas para escribir en el libro de control la hora de paso del tren y pulsar los dos botones eléctricos, de los cuales uno servía para dejar la vía libre desde el puesto precedente, mientras que el otro anunciaba el tren al puesto siguiente.
—¡Ay, no lo conoces! —prosiguió la tía Fasia—. Te digo que me está haciendo tomar alguna porquería. Yo, que era tan fuerte... Habría podido comérmelo, ¡y resulta que es él, ese mequetrefe, ese harapiento, quien me está comiendo!
Presa de un rencor sordo, mezclado de terror, desahogaba su corazón, feliz de tener, por fin, alguien que la escuchara. ¿Dónde había tenido la cabeza al casarse con semejante socarrón y, además, tan mísero y tacaño? ¡Ella, que le llevaba cinco años y que tenía dos hijas ya mayorcitas, de seis y de ocho años! Diez años se cumplirían pronto, desde que había hecho tan brillante negocio, y no había pasado ni una sola hora sin que se arrepintiera. Una vida perra, un destierro en aquel rincón glacial del Norte, donde temblaba de frío; un aburrimiento para morirse, sin tener a nadie con quién hablar, ni siquiera una vecina. Él era un antiguo peón caminero que a la sazón ganaba mil doscientos francos como vigilante estacionario; ella seguía cobrando por la barrera, de la que ahora se encargaba Flora, los cincuenta francos que había recibido al principio. Y esto era el presente y el porvenir. Ninguna esperanza, ninguna perspectiva, sino pudrirse en ese desierto, a mil leguas de todo ser viviente. Lo que no contaba, eran aquellos consuelos que había recibido antes de caer enferma; entonces su marido trabajaba fuera y ella guardaba la barrera sola, con sus dos hijas. En aquellos días tenía, desde Rouen hasta El Havre, a lo largo de toda la línea, tal reputación de mujer hermosa, que los inspectores de la vía solían visitarla de paso y hasta había rivalidades entre ellos; los empleados de otros servicios procuraban ser mandados siempre en jiras de inspección, ansiosos de vigilarla más de cerca. El marido no molestaba a nadie. Deferente hacia todo el mundo, iba y venía, deslizándose por las puertas sin llamar la atención, aparentando no ver nada. Pero aquellas diversiones habían cesado, y la señora Misard pasaba, desde entonces, semanas y meses sentada en la misma silla, en medio de una soledad infinita, sintiendo, de hora en hora, descomponerse un poco más de su cuerpo.
—Te lo digo —concluyó— es él: me odia y acabará conmigo, por endeble que él sea.
El brusco ruido de un timbre le hizo lanzar una inquieta mirada hacia fuera. Era el puesto precedente que anunciaba a Misard el paso de un tren que iba rumbo a París; la aguja del aparato de vigilancia, colocado junto a la ventana, se inclinaba indicando esa dirección. Misard detuvo el timbre y salió para anunciar el tren con dos toques de bocina. Flora cerró la barrera, y luego él se colocó junto a ella, manteniendo recta frente a sí la bandera envuelta en su funda de cuero. Se podía escuchar el creciente rugido del tren, un expreso que se aproximaba escondido en una curva de la vía. Ahora pasaba como un relámpago, moviendo la casucha y amenazando arrastrarla tras de sí en medio de un huracán. Flora volvía ya a sus hortalizas, y Misard, después de cerrar tras del tren la vía ascendente, fue a abrir de nuevo la descendente, bajando la palanca para quitar la señal roja. Otro sonido del timbre, acompañado por la elevación de la aguja opuesta, acababa de advertirle que el expreso que había pasado hacía cinco minutos, había ya franqueado el puesto siguiente. Volvió a entrar, previno a los dos puestos, inscribió el paso, y esperó. Tarea siempre igual, que realizaba durante doce horas, viviendo y comiendo allí, sin leer tres líneas de un periódico, se diría, incluso, que bajo su cráneo oblicuo, se agitara una sola idea.
Jacobo, que en otro tiempo solía hacer a su madrina objeto de sus bromas por los estragos que causaba entre los inspectores de la vía, no pudo contener una sonrisa, diciendo:
—Bien puede ser que tenga celos.
Fasia se encogió de hombros y con un dejo de lástima y con una risa irresistible que hizo brillar sus pálidos ojos, exclamó:
—¿Qué estás diciendo? Él, ¡celoso! Aquello siempre le tuvo sin cuidado mientras no le costaba dinero.
Luego, asaetada de nuevo por un estremecimiento, añadió:
—No, no, no le interesaba aquello. No le interesa nada excepto el dinero. Estamos reñidos por otro motivo. No quise darle los mil francos de papá, el año pasado, ¿sabes?, cuando heredé. Entonces me amenazó, y caí enferma... Y el mal ya no me ha dejado desde aquel día, sí, desde aquel mismo día.
El joven comprendió, y creyendo que eran temores infundados, de esos que tienen las mujeres enfermas, quiso apartarla de sus ideas. Mas ella meneaba la cabeza con obstinación, segura de lo que decía. Y Jacobo, deseoso de tranquilizarla, le aconsejó finalmente:
—Y bien, nada más fácil, si quiere usted que esto termine: dele los mil francos.
Se levantó de un salto, como impulsada por una fuerza extraordinaria. Pareció resucitada, cuando, violenta, gritó:
—¡Mis mil francos! ¡Jamás! Prefiero reventar... ¡Ah! ¡Bien escondidos los tengo, bien escondidos! Aunque revuelvan toda la casa, nadie los encontrará... ¡Y bastante la ha revuelto el muy astuto! ¡Le he oído, de noche, dar golpes a las paredes! ¡Busca, busca! Sólo cuando veo alargarse su nariz recobro la paciencia... Aun queda por saber quién de los dos flaqueará primero, si él o yo. Estoy con cien ojos, no tomo nada de lo que toque él. Y aunque muriera, no los vería, no vería él mis mil francos. Preferiría que los guardara la tierra.
Se dejó caer sobre la silla, exhausta. Al oír un nuevo toque de bocina, volvió a temblar. Era Misard, que desde el umbral del puesto de vigilancia señalaba la llegada del tren de El Havre. La tía Fasia, a pesar de su obstinación en negarle la herencia, le tenía miedo, un miedo secreto, que iba creciendo. Era el terror del coloso ante el insecto que le roe. El tren anunciado, un tren omnibus que había salido de París a las doce y cuarenta y cinco, aparecía a lo lejos, aproximándose con el sordo ruido de sus ruedas. Se oía cómo salía del túnel, y cómo, atravesando de nuevo el campo, soplaba más fuerte. Luego pasó haciendo atronar las ruedas y se vio la masa de sus vagones lanzados con la invencible fuerza de una borrasca.
Jacobo había levantado los ojos hacia la ventana. Veía desfilar los cristales cuadrados en los que se dibujaban siluetas de pasajeros. Queriendo disipar los negros pensamientos de Fasia, observó en tono de broma:
—Madrina, se queja usted de no ver siquiera un gato en esta ratonera. Pues, ahí tiene usted gente de sobra.
Ella no comprendió en seguida.
—¿Dónde está la gente? —preguntó extrañada—. ¡Ah, sí! pero es gente que pasa. ¡Gran provecho me traen! No se les conoce, ni puede hablarse con ellos.
Jacobo rió.
—Me conoce a mí, y me ve pasar a menudo.
—A ti sí que te conozco. Sé la hora de tu tren y lo espero para verte en tu máquina. Pero ¡corres tan de prisa! Ayer me hiciste así con la mano. Ni siquiera tengo tiempo de contestar. No, no, no es ésta la manera de ver gente.
Sin embargo, la idea de la oleada de seres humanos que los trenes ascendentes y descendentes acarreaban, día tras día, por el gran silencio de su soledad, la dejó meditabunda, con la mirada fija en la vía sobre la que caía la noche. Cuando podía valerse, cuando iba y venía, colocándose ante la barrera con la bandera empuñada, entonces no pensaba nunca en estas cosas. Pero desde que pasaba los días atada a su silla, sin pensar más que en la sorda lucha entre ella y su marido, sentía su cabeza embrollada por ensueños confusos. Le parecía absurdo vivir perdida en el fondo de aquel desierto, sin un alma a quien confiarse, cuando, día y noche, sin cesar, desfilaban ante ella tantos hombres y mujeres arrastrados por los trenes como ráfagas que sacudían la casa huyendo a todo vapor. Era seguro, el mundo entero pasaba por allí, no solamente franceses, sino también extranjeros de las comarcas más lejanas, ya que nadie podía permanecer ahora en su casa y que todos los pueblos, según se decía, pronto no formarían más que uno solo. Eso sí que era el progreso, todos hermanos, caminando todos juntos, veloces, hacia una tierra de Jauja. Intentaba calcular el número de esos viajeros, a tantos por coche; eran demasiados, no lo lograba. A menudo, creía reconocer uno u otro rostro; el de un señor de barbas rubias, sin duda inglés, que hacía cada semana un viaje a París, o el de una dama morenita que pasaba regularmente los miércoles y los sábados. Pero pasaban como relámpago, no estaba nunca muy segura de haberlos visto realmente. Todas las caras se mezclaban y se fundían en una sola impresión. El torrente corría sin dejar huella de sí. Y lo que la volvía triste era sentir que aquella oleada humana, en medio de un bienestar y de su opulencia, ignoraba que ella se encontraba allí, en peligro de muerte; y que, si alguna noche su marido acabara por matarla, los trenes continuarían cruzándose ante su cadáver, sin sospechar siquiera el crimen oculto tras las paredes de la casa solitaria.
Fasia había seguido mirando por la ventana. Al fin trató de resumir con palabras lo que sentía, aunque de un modo demasiado vago. —¡Ah! —exclamó—. Es una magnífica invención, por más que se diga. Se camina más rápido y se sabe más... Pero las bestias salvajes siguen siendo bestias salvajes, y por más que se inventen máquinas mejores, siempre habrá, detrás de ellas, la bestia salvaje.
Jacobo movió la cabeza para decir que pensaba lo mismo. Hacía ya un rato que estaba mirando a Flora, que se hallaba ocupada en abrir la barrera ante un carro de cantera cargado con dos enormes piedras. El camino sólo servía a las canteras de Becourt, de modo que por la noche la barrera se cerraba con candado, y ocurría raras veces que obligaban a la joven a levantarse. Viéndola platicar familiarmente con el carretero, un jovencito moreno, Jacobo exclamó:
—¿Cómo? ¿Está enfermo Cabuche para que Luis guíe los caballos?... ¡Ese pobre de Cabuche! ¿Lo ve usted a menudo, madrina? Fasia levantó las manos y lanzó un profundo suspiro. Había sido todo un drama, en el otoño pasado. Un drama que no había contribuido a mejorarla. He aquí lo que había ocurrido: su hija menor, Luisita, que estaba de doncella en casa de la señora Bonnehon, en Doinville, se había escapado una noche, herida y loca de susto, para ir a morir en la choza de su buen amigo Cabuche, situada en pleno bosque. Corrieron rumores que acusaban de violencia al presidente Grandmorin; mas nadie se atrevía a repetirlos en voz alta. La propia madre, aunque sabía a qué atenerse, se mostraba poco
inclinada a hablar del asunto. Sin embargo, acabó por decir:
—No, ya no viene. Se está convirtiendo en un verdadero lobo... ¡La pobre Luisita! ¡Tan graciosa, tan blanca, tan dulce! ¡Ella sí que me quería! ¡Qué bien me hubiera cuidado! Mientras que Flora... Por cierto que no me quejo, pero no sé, es tan rara, siempre quiere salirse con la suya. Desaparece durante horas enteras... Con eso,
tan altanera y violenta... Es muy triste todo esto, muy triste... Mientras escuchaba, Jacobo seguía con la vista al carro, que en aquel momento atravesaba la vía. Pero las ruedas se atascaron en los rieles, y fue preciso que el conductor hiciera restallar su látigo mientras que Flora excitaba los caballos con gritos.
—¡Caramba! —exclamó el joven—. ¡No quiera Dios que llegue un tren, porque los dejaría hechos una tortilla! —¡No hay peligro! —dijo la tía Fasia—. Flora es rara, a veces, pero conoce su oficio y tiene los ojos bien abiertos... A Dios gracias, hace cinco años que no tenemos accidente alguno. Fue atropellado un hombre, pero eso ocurrió antes. Nosotros no hemos tenido más víctimas que una vaca que estuvo a punto de hacer descarrilar un tren. ¡Pobre animal! El cuerpo lo recogieron aquí, y la cabeza por allá, junto al túnel. Con Flora puede una estar sin cuidados.