Kitabı oku: «Novelistas Imprescindibles - Émile Zola», sayfa 16

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—Acuérdense del 89 —dijo—. La nobleza fue quien hizo posible la revolución por su complicidad, por sus aficiones a las novedades filosóficas. Pues bien: hoy la clase media representa el mismo papel estúpido, con su afán de liberalismo, con su furia de destrucción, con sus halagos al pueblo... Sí, sí; están ustedes afilándole los dientes al monstruo para que nos devore. ¡Y nos devorará, no lo duden!

Las señoras le pidieron que callase, y variaron de conversación, preguntándole por sus hijas. Deneulin tuvo que hablar de ellas: Lucía estaba en Marchiennes, tocando el piano y cantando en casa de una amiga; Juan había empezado a pintar una cabeza de viejo. Pero decía todo aquello con aire distraído y sin separar la vista del director, que continuaba absorto en la lectura de los telegramas y sin ocuparse de sus convidados. Comprobaba que en aquellas hojas de papel, procedentes de París, iba la voluntad de los Consejeros de Administración que habían de decidir de la huelga con las resoluciones que tomaran. Así es que no pudo menos de volver enseguida al asunto que le preocupaba.

—¿Qué va a hacer usted por fin? —preguntó de repente.

El señor Hennebeau se estremeció, y salió del paso con una frase vaga:

—Veremos.

—Indudablemente ustedes son ricos y pueden esperar —dijo Deneulin, hablando consigo mismo—. Pero a mí me matan si la huelga llega a Vandame. Por más que he restaurado Juan Bart, no puedo salir adelante como no sea con una producción incesante. ¡Ah! Les aseguro que estoy listo.

Aquella confesión involuntaria pareció hacer efecto en Hennebeau. Escuchaba, y trazaba un plan para sus adentros: en caso de que la huelga se formalizase, ¿por qué no utilizarla, dejando que se arruinase el vecino, para luego comprarle la mina por una bicoca? Era el medio más eficaz para reconquistar el favor de la Compañía de Montsou, que hacía muchos años soñaba con la adquisición de Vandame.

—Si tan mal le va con Juan Bart —dijo sonriendo—, ¿por qué no la vende?

Pero Deneulin, que sentía ya haberse quejado, exclamó con energía:

—¡Jamás! ¡En mi vida!

Todos se echaron a reír al verle tan enfadado, y al fin se dejó de hablar de la huelga cuando sirvieron los postres. Un plato de merengue riquísimo valió muchos aplausos a la cocinera. Las señoras charlaban entre sí, discutiendo sobre una receta para hacer el dulce de batata, que también estaba muy bueno. Queso y frutas, pasas, peras e higos acabaron de determinar en todos el abandono propio del final de un almuerzo exquisito y abundante. Todos hablaban al mismo tiempo, mientras el criado servía vino del Rhin, en sustitución del champán, que fue declarado cursi por unanimidad.

Y la boda de Pablo y de Cecilia adelantó mucho hacia su realización en medio de aquel movimiento de simpatía propio de la hora de los postres. Su tía le había dirigido miradas tan significativas, que el joven se mostraba muy obsequioso y galante, procurando tranquilizar a los Grégoire y borrar de su ánimo el efecto de aquellas historias de robo y de saqueo. Durante un momento, el señor Hennebeau, que había observado aquellas miradas de inteligencia entre su mujer y su sobrino, tuvo sospechas; pero la consideración de que se estaba tratando de bromas le tranquilizó por completo.

Acababa Hipólito de servir el café, cuando entró la doncella en el comedor, pálida como una muerta.

—¡Señor, señor; ya están aquí!

Era la comisión de obreros. Se oyó el ruido de la puerta de la calle, y una conmoción de espanto se apoderó de toda la casa.

—¡Qué entren en el salón! —dijo el señor Hennebeau.

Los convidados se habían mirado unos a otros, sin saber qué hacer, ni qué decir. Reinaba entre ellos el más profundo silencio. Luego quisieron volver a bromear: empezaron a guardarse los terrones de azúcar y a decir que era preciso meterse los cubiertos en el bolsillo. Pero como el director permaneciera serio y con ademán severo, las risas cesaron; ya no se hablaba, se cuchicheaba, mientras las pesadas botas de los mineros, que entraban en el salón contiguo, hollaban las ricas alfombras del caserón.

La señora de Hennebeau dijo a su marido, bajando la voz:

—Supongo que tomarás el café.

—Por supuesto —contestó él—. Que esperen.

Estaba nervioso y ponía atento oído a todos los ruidos, fingiendo no ocuparse más que de la taza que tenía delante.

Pablo y Cecilia acababan de levantarse, y miraban por el agujero de la cerradura. Los dos contenían la risa, y se hablaban al oído muy bajito.

—¿Los ves?

—Sí... Veo a uno gordo, con otros dos más bajos que están detrás de él. —¿Eh? ¡Qué tipos tan feos!

—No por cierto; son muy simpáticos.

De pronto, el señor Hennebeau se levantó de la silla, diciendo que el café estaba muy caliente y que lo tomaría después. Al salir se llevó un dedo a los labios, como para recomendar la mayor prudencia. Todos se habían vuelto a sentar y siguieron en la mesa, silenciosos, sin atreverse a hacer el menor movimiento, escuchando con cuidado para atrapar alguna palabra de lo que se iba a decir en el salón.

––––––––


II

Ya la víspera, en una reunión celebrada en casa de Rasseneur, Esteban y algunos otros compañeros habían nombrado los individuos que debían ir al día siguiente en comisión, para hablar con el director. Cuando, por la noche, supo la mujer de Maheu que su marido era uno de ellos, se disgustó mucho y le preguntó si iba buscando que le plantaran en la calle para siempre, y que se muriesen todos de hambre. Maheu había aceptado la comisión con verdadera repugnancia también, y en el fondo estaba temeroso de las consecuencias. A pesar de la injusticia de su miseria, los dos, en el momento de obrar con energía, caían en la resignación tradicional de su raza, temblando al pensar en el día siguiente y prefiriendo a todo medio violento doblegarse ante las circunstancias.

Él lo consultaba todo ordinariamente con su mujer, que era muy razonable. Aquella vez, sin embargo, acabó por enfadarse, por lo mismo que en secreto participaba de los temores de ella, y creía que tenía razón.

—¡Vaya, vaya; déjame en paz! —dijo, volviéndole la espalda en la cama—. ¡Estaría bueno que abandonase a mis compañeros!... He hecho lo que debía.

Ella se acomodó en la almohada y ambos guardaron silencio. Después de un largo rato de mutismo, la mujer añadió:

—Tienes razón. Pero, hijo, cree que de todos modos estamos fastidiados.

A las doce comieron, porque estaban citados para la una en La Ventajosa, desde donde se dirigirían a casa del señor Hennebeau. Tenían patatas. Como no quedaba más que un poco de manteca, nadie la tocó. Por la noche se la comerían con pan tostado.

—Ya sabes que contamos contigo para que hables —dijo de pronto Esteban a Maheu. Éste quedó sorprendido y emocionado, hasta el punto de no poder articular palabra.

—¡Ah, no; eso es demasiado! —exclamó su mujer—. Bueno que vaya; pero le prohíbo hacer de jefe. ¿Por qué ha de ser él, y no otro cualquiera?

Entonces Esteban dijo, con verdadera elocuencia, que Maheu era el mejor operario de la mina, el más querido, el más respetado, el que todos citaban por su buen sentido. Las reclamaciones de los obreros serían mucho más autorizadas formulándolas él. Al principio se había decidido que hablase Esteban; pero hacía muy poco tiempo que trabajaba en Montsou, y se haría más caso a un obrero antiguo. En fin; los compañeros confiaban sus intereses al más digno de todos; no podía Maheu negarse a aceptar el encargo, porque sería una cobardía.

La mujer de Maheu hizo un gesto de desesperación.

—Anda, anda, marido, y déjate matar para que los demás se aprovechen. Después de todo, no he de ser yo quien diga que no.

—Pero yo no puedo hacer eso —exclamó Maheu—, no diría más que tonterías.

Esteban, satisfecho de haberle convencido, le dio un golpecito en el hombro.

—Dirás lo que sientes, y eso basta. Créeme.

El tío Buenamuerte, que ya tenía las piernas menos hinchadas, estaba escuchando con la boca abierta, y meneaba la cabeza. Hubo un momento de silencio, porque cuando comían patatas, los muchachos se ponían de mal humor y se estaban muy quietos. Después de tragarse lo que tenía en la boca, el viejo murmuró lentamente:

—Digas lo que digas, será lo mismo que si callaras... ¡Ah! Yo he visto muchas cosas, ¡muchas cosas! Hace cuarenta años, nos hubieran echado de la puerta de la Dirección a sablazo limpio. Ahora tal vez os reciba el director; pero no os harán ningún caso... ¡Qué demonio! Ellos tienen dinero, y se ríen del mundo.

Volvieron todos a callar, y Maheu y Esteban se levantaron, dejando a la familia alrededor de aquella mesa ocupada con platos vacíos. En la calle se reunieron con Pierron y Levaque, y los cuatro juntos se encaminaron a casa de Rasseneur, adonde iban llegando poco a poco los delegados de otros barrios. Luego, cuando se hubieron reunido los veinte hombres que formaban la comisión, acordaron las condiciones que habían de presentar enfrente de las impuestas por la Compañía, y se pusieron en marcha para Montsou. Las rachas del viento nordeste barrían la carretera. Cuando llegaron a casa del señor Hennebeau estaban dando las dos en el reloj de la torre del pueblo.

El criado les dijo que esperasen, cerrando la puerta tras ellos; luego, cuando volvió, les introdujo en el salón y abrió los balcones. Los mineros, al quedarse solos, no se atrevieron a sentarse; todos turbados, todos muy limpios y vestidos con el traje de los domingos, daban vueltas a las gorras entre los dedos y dirigían miradas de reojo al rico mobiliario, extraña confusión de los estilos que la afición de las antigüedades ha puesto de moda: butacas Enrique II, sillas Luis XV, un gabinete italiano del siglo XVI, un aparador español del XIV y un paño de altar para lambrequín de chimenea. Todos aquellos dorados, todo aquel lujo los había llenado de cierto malestar respetuoso. Los tapices de Oriente que servían de alfombra, parecían sujetar sus groseros pies como si estuviesen clavados. Pero lo que más los sofocaba era el calor, más notable por el contraste del frío que habían pasado en la carretera. Transcurrieron cinco minutos. Su malestar aumentaba por lo acogedora que era aquella habitación suntuosamente amueblada.

Al fin entró el señor Hennebeau, vestido con levita a la inglesa, abrochada hasta el cuello y luciendo en el ojal la cinta de una condecoración. Fue el primero que habló.

—¡Hola, hola!... Parece que nos sublevamos —dijo.

Y se detuvo, para añadir enseguida con actitud severa:

—Siéntense; también yo quiero que hablemos.

Los mineros buscaron con la vista dónde sentarse. Algunos se atrevieron a colocarse en las sillas, mientras otros, asustados de la riqueza de aquellos asientos, prefirieron quedarse en pie.

Hubo un momento de silencio. El señor Hennebeau, que había arrastrado una butaca para acercarse a la chimenea, los miraba con fijeza, tratando de recordar el nombre de cada uno de ellos. Acababa de ver a Pierron, que se escondía detrás de un compañero suyo, y sus miradas se detuvieron en Esteban, que se había sentado enfrente de él.

—Vamos a ver —preguntó—; ¿qué tienen ustedes que decirme?

Esperaba que el joven tomase la palabra, y quedó tan sorprendido al ver que Maheu se levantaba, que no pudo disimular su extrañeza.

—¡Cómo! ¿Usted, un obrero tan bueno, un hijo de Montsou, cuya familia trabaja en la mina desde tiempo inmemorial?... ¡Ah!, siento de veras que esté usted a la cabeza de este motín.

Maheu esperaba a que le dejasen hablar, con los ojos fijos en el suelo. Luego empezó su discurso, con voz sorda y lenta al principio:

—Señor director: precisamente porque soy un hombre tranquilo y moderado, al cual nadie tiene nada que echar en cara, es por lo que los compañeros me han elegido. Esto le demostrará que no somos escandalosos ni malas cabezas, cuyo único propósito fuera armar desórdenes. No queremos más que justicia; estamos cansados de morirnos de hambre, y creemos que ya es hora de que podamos, al menos, contar con el pan de cada día.

Su voz iba afirmándose. Levantó los ojos, y continuó mirando frente a frente al director.

—Usted sabe perfectamente que no podemos aceptar el nuevo sistema de pagos... Se nos acusa de que apuntalamos mal. Es verdad; no empleamos en ese trabajo el tiempo que sería necesario. Pero si lo empleásemos, el jornal sería aun más pequeño de lo que es, y si ahora no es suficiente, figúrese cómo hemos de resignarnos a disminuirlo. Páguenos más y apuntalaremos mejor; emplearemos en revestir y apuntalar el tiempo necesario, en vez de matarnos en la extracción, que es la única faena productiva. No hay otro arreglo posible; para trabajar es necesario cobrar... ¿Y qué han discurrido en vez de eso? Una cosa que, por más que hacemos, no nos cabe en la cabeza. Disminuyen el precio de la carretilla y pretenden compensar esa disminución pagando aparte el revestimiento de madera. Aunque esto fuese verdad, resultaríamos perjudicados también, puesto que necesitaríamos emplear mucho más tiempo en apuntalar. Pero lo que más nos enfurece es que eso tampoco es verdad: la Compañía no nos compensa absolutamente nada; no hace sino embolsarse dos céntimos más en cada carretilla.

—Sí, sí; es la verdad —murmuraron los otros, viendo que el señor Hennebeau hacía un gesto violento, como para interrumpir a Maheu.

Pero éste cortó la palabra al director. En el calor de la conversación las frases acudían a sus labios y él mismo se escuchaba sorprendido, como si un extraño hubiera estado hablando por su boca. Daba expresión a multitud de cosas que guardaba en su pecho hacía tiempo, y que salían traducidas en palabras casi, casi elocuentes. Hablaba de la miseria de todos ellos, de la ruda faena, de la vida de animales que llevaban, del hambre de sus mujeres y de sus hijos. Citaba las últimas desastrosas quincenas, a causa de las suspensiones del trabajo y de las multas injustas que les habían impuesto, y acababa preguntando si querían matarles.

—Así, pues, señor director —añadió Maheu—, hemos venido a decirle que si, de todos modos nos hemos de morir de hambre, preferimos morirnos sin trabajar. Eso llevaremos de ventaja... Hemos abandonado las minas, y no volveremos a ellas hasta tanto que la Compañía acepte nuestras condiciones. Ella quiere disminuir los jornales, y nosotros pretendernos que las cosas sigan como estaban, y además, que se nos paguen cinco céntimos más por cada carretilla... Ahora, a usted le toca decidir, demostrándonos si está por la justicia y por el trabajo.

Los demás mineros asintieron.

—Eso es... Ha dicho lo que pensamos todos... No queremos más que justicia.

Otros que no hablaban, hacían signos enérgicos de aprobación. Para ellos había desaparecido la lujosa habitación con sus bordados y sus sederías, y su misteriosa acumulación de antigüedades; ya no sentían siquiera la alfombra que estrujaban las gordas suelas de su burdo calzado.

—Dejadme que conteste —acabó por decir el señor Hennebeau, que comenzaba a enfadarse—. Ante todo, no es verdad que la Compañía gane dos céntimos por carretilla con el nuevo sistema de pagos... Mirad, si no, las cifras si queréis.

Siguió una difusa discusión. El director, para tratar de dividirlos, interpeló a Pierron, que contestó tartamudeando. Por el contrario, Levaque era uno de los más agresivos y de los más atrevidos para afirmar hechos que ignoraba. El ruido de voces se apagaba entre las espesas colgaduras y cortinas.

—Si habláis todos a la vez —replicó el señor Hennebeau—, jamás nos entenderemos.

Había recobrado la calma y su severidad de gente que ha recibido una consigna, y que está dispuesto a hacerla cumplir exactamente. Desde el principio de la entrevista no quitaba los ojos de Esteban, y maniobraba para hacerle salir del silencio insistente en que el joven se encerraba. De pronto, abandonando la cuestión de los dos céntimos, amplió la discusión.

—No, decid la verdad; obedecéis a detestables excitaciones. Es una peste que se ensaña ahora con todos los obreros y que corrompe a los mejores de ellos... ¡Oh! No necesito la confesión de nadie; veo que os han vuelto del revés; ¡a vosotros, que hasta ahora fuisteis siempre tan prudentes y tan sensatos! ¿No es verdad? Os han ofrecido más manteca que pan, diciéndoos que había llegado la hora del triunfo de los pobres... Apuesto a que os están alistando en esa Internacional, en ese ejército de bandidos cuyo bello ideal es la destrucción de la sociedad...

Esteban le interrumpió entonces.

—Se equivoca usted, señor director. Hay poquísimos carboneros de Montsou que pertenezcan a esa Sociedad. Pero, si los obligan a ello, los de todas las minas se alistarán. Eso depende de la Compañía.

Desde aquel momento la lucha continuó entre el señor Hennebeau y él, como si los otros mineros no estuvieran allí.

—La Compañía es una providencia para sus operarios, y hacéis mal en amenazar. Este mismo año ha gastado trescientos mil francos en edificar casas, que no le producen ni siquiera el dos por ciento, y no hablo de las pensiones que da, ni del carbón, ni de las medicinas. Usted que parece tan inteligente, que ha llegado a ser en poco tiempo uno de nuestros primeros obreros, debería hacerles comprender esas verdades, en vez de frecuentar malas compañías que les perjudican. Sí; aludo a Rasseneur, a quien tuvimos que echar a la calle, a fin de salvar a nuestros mineros de la podredumbre socialista... Se le ve a usted continuamente en su casa, y sin duda ha sido él quien le ha aconsejado la formación de esa Caja de Socorros, que toleraríamos de buen grado si fuera solamente un ahorro; pero en ella comprendemos que hay un arma contra nosotros; un fondo de reserva para pagar los gastos de guerra. Y a propósito de esto, debo deciros que la Compañía entiende que debe intervenir en esa Caja.

Esteban le dejaba hablar, sin cesar de mirarle, agitando ligeramente los labios con movimiento nervioso. Sonrió al oír la última frase, y respondió sencillamente:

—Ésa es una nueva exigencia de la cual no nos había hablado todavía el señor director. Por desgracia, nosotros deseamos que la Compañía se ocupe menos de nuestros asuntos, que, en vez de hacer el papel de providencia, nos haga justicia, dándonos lo que nos corresponde, es decir, nuestra ganancia, que ella se embolsa ahora. ¿Es honrado eso de que cada vez que haya una crisis se deje morir de hambre a los pobres obreros para salvar los dividendos de los accionistas?... Por más que diga el señor director, ese nuevo sistema es una disminución de jornales disimulada, y eso es lo que nos subleva; porque si la Compañía tiene que hacer economías, hace mal en realizarlas a costa de los obreros.

—¡Ah! ¡Ya estamos en lo mismo! —exclamó el señor Hennebeau—. Estaba esperando esa acusación de que explotamos al pueblo, para matarlo de hambre: ¿cómo puede usted decir semejantes tonterías, usted, que debe saber los riesgos enormes que corren los capitales en la industria, especialmente en los negocios de minas? Una mina en disposición de trabajar, cuesta hoy unos dos millones; ¡cuántos trabajos, cuántas fatigas antes de sacar algún beneficio! La mitad de las Compañías mineras de Francia tienen que declararse en quiebra... Por lo demás, es estúpido acusar de crueldad a las que salen adelante. Cuando los obreros sufren, sufren ellas también. ¿Creéis que la Compañía no pierde tanto como vosotros en la crisis actual? No es dueña tampoco de señalar jornales, porque o se arruina o tiene que obedecer a las condiciones de la competencia. Quejaos de las circunstancias y no de ella... ¡Pero, es evidente, no queréis escuchar nada, ni comprender nada!

—Sí —dijo el joven—; comprendemos perfectamente que no hay manera de mejorar nuestra situación mientras las cosas sigan como están; y precisamente por eso, los obreros el mejor día se las arreglarán de modo que cambien, sea como sea.

Aquella frase, tan moderada en la forma, estuvo dicha a media voz con tal convencimiento y tal temblor de amenaza, que todos callaron, y el silencio reinó durante un momento. Cierto malestar, un soplo de miedo, pareció recorrer el salón. Los otros delegados, que no comprendían bien, se daban cuenta, sin embargo, de que su compañero acababa de reclamar la parte que les correspondía en el bienestar general; y empezaron a dirigir miradas oblicuas a aquellos tapices, a aquellas sillas confortables, a todo aquel conjunto lujoso de juguetes y chucherías, cualquiera de los cuales hubiera producido, en mala venta, más de lo que ellos necesitaban para comer durante un mes.

Al fin el señor Hennebeau, que se había quedado pensativo, se puso en pie para despedirlos. Todos le imitaron. Esteban había dado un ligero codazo a Maheu, y éste, otra vez turbado y con la lengua torpe, replicó:

—¿Conque, es decir, señor director, que eso es lo que nos contesta?... Tendremos entonces que decir a los demás que no quieren ustedes escucharnos.

—¡Yo, amigo mío, yo, ni quiero ni dejo de querer nada!... Soy uno a quien pagan, como a vosotros, y no tengo aquí más voluntad que el último aprendiz de minero. Me dan órdenes, y mi único deber es cuidar de que se cumplan. Os he dicho lo que pienso y lo que creo; pero yo no puedo decidir nada... Me exponéis vuestras exigencias, y yo las comunicaré al Consejo de Administración y os transmitiré su respuesta.

Hablaba con el aire severo, propio de un alto funcionario que huye de apasionarse por las cuestiones de sus subordinados.

Y los mineros le miraban ya con desconfianza, preguntándose qué clase de hombre sería, qué interés tenía en mentir y qué sacaba él de provecho poniéndose así entre ellos y los verdaderos propietarios. Tal vez fuera un intrigante, puesto que, estando pagado como un obrero, sabía vivir con tanto lujo.

Esteban se atrevió a intervenir nuevamente.

—Es malo, señor director, que no podamos defender nuestro pleito en persona. Explicaríamos mejor las cosas, y encontraríamos razones, que por fuerza escaparían a usted... ¡Si siquiera hubiera alguien a quien pudiéramos dirigirnos!

El señor Hennebeau no se incomodó. Al contrario, sonrió tranquilamente.

—¡Ah, amigos! Esto se complica desde el momento en que no tenéis confianza en mí. Entonces será necesario ir allá abajo.

Los mineros habían seguido con la vista su gesto vago, su mano extendida hacia uno de los balcones del salón. ¿Dónde sería "allá abajo"? Sin duda París. Pero no lo sabían con seguridad: aquello se refería a un lugar lejano y terrorífico, a una región inaccesible y sagrada, donde estaba aquel Dios desconocido colocado en su tabernáculo. Jamás podrían verle; no hacían más que sentirle como una fuerza que desde lejos pesaba sobre aquellos diez mil obreros de Montsou y, cuando el director hablaba, no era más que el oráculo por boca del cual se expresaba aquella fuerza oculta.

El desánimo se apoderó de ellos; el mismo Esteban hizo un gesto como para decirles que lo mejor era marcharse; mientras el señor Hennebeau daba un golpecito amistoso en el hombro de Maheu, y le preguntaba cómo estaba Juan.

—Dura ha sido la lección y, sin embargo, es usted uno de los que quieren que se hagan a la ligera los trabajos de apuntalamiento... Espero acabaréis por comprender que una huelga sería un desastre para todos. Antes de una semana se morirían de hambre... ¿Y qué vais a hacer?... ES verdad que cuento con vuestra prudencia, y espero que el lunes, a más tardar, volveréis al trabajo.

Salieron todos del salón, uno detrás de otro, con la espalda encorvada y sin contestar una palabra a aquella esperanza de verlos sometidos. El director, que los acompañó hasta la puerta, tuvo necesidad de resumir el resultado de la entrevista: la Compañía, por una parte, mantenía su nueva tarifa; por otra ellos pedían aumento de cinco céntimos por cada carretilla. Desde luego, y a fin de que no se hiciesen ilusiones les manifestó su temor de que el Consejo de Administración se negaría a aceptar su ultimátum.

—Reflexionad, antes de cometer una tontería —añadió el director, intranquilo ante aquel obstinado silencio.

En el vestíbulo, Pierron saludó con mucha humildad, mientras Levaque hacía alarde de ponerse la gorra antes de salir, Maheu iba a decir algo en son de despedida, cuando Esteban le tocó de nuevo con el codo. Y todos salieron de la casona en medio de aquel silencio amenazador, alterado sólo por el estrépito de la gran puerta de dos hojas, que cerraron al salir ellos.

Cuando el señor Hennebeau entró otra vez al comedor, encontró a sus convidados silenciosos e inmóviles delante de las copas de licor. En dos palabras explicó la entrevista a Deneulin, que puso la cara más apretada de lo que la tenía. Luego, mientras el director tomaba el café, ya frío, trataron los demás de hablar de otra cosa. Pero los de Grégoire fueron los primeros que volvieron a la conversación de la huelga, asombrados de que no hubiese una ley que prohibiera al obrero abandonar el trabajo. Pablo tranquilizaba a Cecilia, asegurándole que estaba esperando a los gendarmes.

Por fin, la señora de Hennebeau llamó al criado.

—Hipólito —le dijo— antes de que pasemos al salón, abra usted los balcones para que se renueve el aire.

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