Kitabı oku: «Novelistas Imprescindibles - Émile Zola», sayfa 14
—Ciertamente, señor secretario... Aseguro al señor secretario...
Afuera, cuando se reunió con Esteban, que le estaba esperando, estalló su furia.
—Soy un canalla, porque he debido contestar... —decía—. ¡No darle a uno ni para pan, y además decirle tonterías! Sí, contra ti me ha hablado, diciendo que el barrio estaba revuelto por ti... ¿Qué hemos de hacer más que agachar la cabeza y tener paciencia, y dar las gracias encima?... Tiene razón... Después de todo es lo más prudente.
Maheu dejó de hablar, mortificado a la vez por la rabia y por el temor. Esteban se había quedado pensativo. Otra vez atravesaron por entre los grupos que había en la calle. La exasperación iba en aumento; una exasperación sin gestos, sin manifestaciones exteriores, y por lo mismo más imponente y amenazadora. Algunos que sabían calcular, habían echado sus cuentas, y la noticia de que en último resultado la Compañía iba ganando dos céntimos en cada carretilla, exacerbaba los ánimos más tranquilos. Pero lo que dominaba, sobre todo, era la rabia de aquella quincena desastrosa, la sublevación del hambre por aquellos días de descanso forzoso y por aquellas multas injustas.
Si ya no se sacaba lo preciso para comer, ¿qué iba a ser de ellos, si encima les disminuían los jornales? En las tabernas se protestaba en alta voz; la rabia secaba de tal modo los gaznates, que el poco dinero cobrado se quedaba allí encima de los mostradores en cerveza y en ginebra.
Esteban y Maheu no hablaron una palabra desde Montsou a su casa. Cuando el segundo entró, su mujer, que estaba sola con los chicos, vio enseguida que no había hecho sus encargos.
—¡Bien! ¡Me gusta! —dijo—. ¿Y el café, y el azúcar, y la carne? Unas chuletas no te hubieran arruinado.
El pobre hombre no contestaba, ahogado por la emoción, que en vano procuraba dominar. Luego tuvo un gruñido de rabia, y las lágrimas inundaron su semblante, curtido por el rudo trabajo de las minas. Se había dejado caer en una silla, y lloraba como un chiquillo, mientras que con un movimiento de desesperación tiraba los cincuenta francos encima de la mesa.
—¡Toma! —murmuró—. Eso es lo que te traigo... Ése es el producto del trabajo de todos nosotros.
La mujer de Maheu miró a Esteban, y le vio silencioso y abatido. Entonces se echó a llorar también. ¿Cómo habían de vivir nueve personas quince días con cincuenta francos? Su hijo mayor se había ido de la casa, su suegro no podía ya moverse, aquello era morir. Alicia, al ver llorar a su madre, se colgó de su cuello; Enrique y Leonor sollozaban, en tanto que Estrella berreaba como de costumbre.
Y de todas las casas del barrio salió muy pronto el mismo grito de miseria. Los hombres habían vuelto a sus hogares, lamentándose unánimemente ante el desastre de aquella miserable quincena. Abriéronse las puertas, dando paso a muchas mujeres que salían a quejarse a la calle, como si de aquel modo encontraran algún consuelo.
Caía una lluvia menudita; pero ninguna de ellas la sentía, y unas a otras se llamaban, enseñándose el poco dinero que llevaban en la palma de la mano.
—¡Mira 16 que le han dado! ¿No es esto burlarse de la gente?
—¡Pues si yo no tengo siquiera para pagar el pan de la quincena pasada!
—¡Pues y yo! ¡Cuenta esto! Tendré que vender hasta la camisa.
La mujer de Maheu había salido a la calle, como las demás. Un grupo numeroso se formó alrededor de la de Levaque, que era la que más chillaba; porque el borracho de su marido no había vuelto siquiera a la casa, y se temía que la paga, poca o mucha, se iba a quedar toda en el Volcán. Filomena no quitaba ojo de su suegro, para que no le escamotease a Zacarías algunos cuartos. La única que parecía un tanto tranquila era la mujer de Pierron porque su marido se arreglaba siempre de modo, nadie sabía cómo, que tenía más horas de trabajo que los demás en el libro del capataz.
Pero la Quemada opinaba que aquello era una infamia de su yerno, y estaba en cuerpo y alma con las descontentas, exagerando su furor y dirigiendo miradas amenazadoras a Montsou.
—¡Y pensar —decía sin nombrar a los de Hennebeau— que he visto pasar a su criada en coche...! Sí, la cocinera, que iba en el carruaje de dos caballos, sin duda para comprar pescado en la plaza de Marchiennes.
Un grito de indignación salió de todas partes, y los juramentos y exclamaciones subieron de punto. Aquella criada con su delantal blanco, yendo en el coche de sus amos, los sacaba de quicio a todos. ¿Con que no se podía pasar sin comer pescado, cuando los obreros se estaban muriendo de hambre? Pero no comerían siempre así, porque pronto llegaría la hora del triunfo de la gente pobre. Y las ideas sembradas por Esteban crecían de un modo prodigioso en medio de aquellos gritos de sublevación. Era la impaciencia por llegar a la tierra de promisión; el deseo ardiente de disfrutar, en parte, la felicidad; el afán de ver la luz al otro lado de aquel horizonte de miseria y de privaciones terribles. La injusticia iba siendo ya muy grande, y tendrían que acabar por exigir sus derechos, puesto que se les quitaba hasta el pedazo de pan que llevar a la boca. Sobre todo las mujeres hubieran querido entrar enseguida a saco en aquella ciudad ideal del progreso, donde no debía de haber pobres.
Era casi de noche, y la lluvia aumentaba y el frío se iba haciendo intenso; mas, a pesar de todo, las mujeres llenaban las calles del barrio llorando y gritando en medio de la baraúnda armada por la chiquillería.
Aquella noche en La Ventajosa quedó decidida la huelga. Rasseneur no se atrevía a combatirla, y Souvarine la aceptaba como el primer paso dado en el camino de las soluciones convenientes. Esteban resumió la situación en una sola frase: ¿La Compañía quiere la huelga? Pues la tendrá.
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V
Transcurrió una semana; el trabajo continuaba desanimado y triste, a la espera del conflicto, cada vez más inminente.
En casa de Maheu, la quincena se anunciaba peor que la anterior. Así es, que la mujer del minero, a pesar de su carácter dulce y su proverbial prudencia, se iba agriando cada vez más. ¿Pues no se había atrevido su hija Catalina a dormir una noche fuera de su casa? Al día siguiente, por la mañana, entró tan cansada, tan debilitada a consecuencia de la aventura que no pudo ir a trabajar, diciendo que no era culpa suya, porque Chaval la había detenido, amenazándole con pegarle una paliza si se marchaba. Su amante estaba loco de celos; quería impedirle que volviese a acostarse en la cama de Esteban, donde, según él, la obligaba a dormir la familia. La mujer de Maheu, furiosa, después de prohibirle que volviera a hablar con semejante bruto, quería ir a Montsou para darle de bofetadas. Pero no por eso se dejaba de perder el jornal del día, y además, Catalina decía que ya que tenía aquel querido, prefería no cambiar de hombre.
Dos días después hubo otra historia. El lunes y el martes, Juan, a quien creían en la Voreux trabajando tranquilamente, se escapó al bosque de Vandame a pasar dos días de juerga con Braulio y Lidia. Los había pervertido de tal modo, que jamás se pudo averiguar a qué entretenimientos de chiquillos precoces se habían entregado los tres juntos con verdadero furor. El chico recibió una reprensión fuerte, una azotaina terrible, propinada por su madre en medio de la calle, en presencia de todos los muchachos del barrio. ¿Se había visto cosa semejante? ¡Hijos suyos, que no habían hecho más que costarle dinero desde que nacieron, y que estaban ya obligados a ganar para ayudarla! Y en aquellas exclamaciones revivía el recuerdo de su propia infancia, de la miseria hereditaria que sufrían los de su raza desde tiempo inmemorial, acostumbrados a que los hijos ganasen dinero desde que llegaban a la edad de poder trabajar.
Aquella mañana, cuando los hombres y Catalina se fueron a la mina, la mujer de Maheu se levantó de la cama y llamó a Juan.
—¡Mira, grandísimo tunante; si se vuelve a repetir esto, te mato a palos!
En la cantera donde trabajaba entonces Maheu, la faena era penosísima. Aquella parte del filón era tan delgada, que los cortadores de arcilla, embutidos entre la pared y el techo, se destrozaban los codos y las rodillas, sin dejar de mover las herramientas. Además, cada día iba estando más húmeda; temían que de un momento a otro saltara un chorro de agua, uno de esos bruscos torrentes que rompen las rocas y arrastran a los hombres. El día antes, Esteban, al dar con el pico en una roca había sentido brotar el agua: aquello era la voz de alerta, de la que no hicieron caso. Todo se redujo a que la cantera se quedara más húmeda.
Por lo demás, el joven no pensaba ya en los accidentes posibles; pasaba allí, como sus demás compañeros, el tiempo trabajando y despreciando el peligro. Vivían en medio del grisú, sin sentir siquiera la pesadez que les producía en los párpados. Algunos días, sin embargo, cuando la luz de las linternas se azulaba más que de costumbre, pensaban en él, y arrimaban la cara a la vena para oír el ruidillo que producía el gas, un ruidillo de burbujas de aire bullendo en cada hendidura. Pero la amenaza más seria era la de un desprendimiento; porque además de la insuficiencia de los puntales de madera, que seguían haciendo de prisa y corriendo, las rocas, combatidas por el agua y por la humedad interior, se desprendían en masas enormes.
Dos veces aquel día tuvo Maheu que hacer que metieran unos puntales de madera. Eran las dos y media, y la gente iba a dejar ya el trabajo. Esteban terminaba de arrancar una masa de carbón, cuando se oyó un trueno espantoso y lejano, que retumbó en toda la mina.
—¿Qué es eso? —exclamó, deteniéndose en su tarea para escuchar. Había creído que el techo de la galería se le venía encima.
Pero ya Maheu se tiraba del andamio, diciendo:
—Es un desprendimiento... ¡Pronto, pronto! ¡Fuera!
Todos se apresuraron precipitadamente a salir; pero ayudándose unos a otros con verdadero espíritu de fraternidad. Sus linternas se agitaban con violencia en el silencio de muerte que se había producido; corrían unos detrás de otros a lo largo de las galerías, con la espalda encorvado, como si galopasen a cuatro pies; y sin detener la carrera se interrogaban, y contestaban con palabra rápida y concisa: ¿Dónde habrá sido? ¡No! Era abajo más bien; en las galerías de arrastre. Cuando llegaron a la chimenea, se metieron en ella, y resbalaron uno detrás de otro, sin ocuparse de los rasguños que se hacían.
Juan, lleno de cardenales de la paliza de la víspera, no se había escapado aquel día de la mina. Trotaba descalzo detrás de su tren, para ir cerrando las compuertas de ventilación; y a veces, cuando no temía encontrarse con un capataz, se subía en la última carretilla, lo cual estaba prohibido, para evitar que se durmiesen. Pero su distracción favorita era, cada vez que el tren se detenía para cruzar con otro, ir a ver a Braulio que iba en la primera vagoneta guiando el caballo. Llegaba sin hacer ruido y sin linterna; pellizcaba a su compañero hasta que le hacía sangre, en broma; inventaba diabluras de mono, al cual se parecía con aquellos pelos rojos y rizados, aquellas orejas descomunales, aquella cara flacucha y huesosa, animada por aquellos ojillos verdes, que brillaban en la oscuridad lo mismo que los de un gato.
A pesar de su precocidad extraordinaria, parecía tener la inteligencia oscura de un aborto humano que volviera a la animalidad de origen.
Una vez Batallador se paró en seco, Juan, acercándose a Braulio:
—¿Qué demonios tiene ese animal —le dijo—, que por poco me rompe las piernas con esa parada?
Pero Braulio no pudo contestar, ocupado en atender al caballo, que se encabritaba al ver llegar otro tren. El animalito había conocido de lejos a su compañero Trompeta, al cual había tomado gran cariño desde el día de su llegada al fondo de la mina. Cualquiera hubiera dicho que sentía la compasión afectuosa de un filósofo viejo, anhelante por consolar a un amigo joven, y por inspirarle paciencia y resignación; porque Trompeta no se aclimataba; tiraba de las carretillas a la fuerza, seguía con la cabeza caída, cegado por la oscuridad, como si no adquiriera la resignación necesaria para renunciar al sol. Así es que cada vez que Batallador lo encontraba, alargaba la cabeza para soplarle en el cuello y humedecérselo con una caricia capaz de infundirle valor.
—¡Mira!... Ya están otra vez dándose besos —dijo Braulio.
Luego, cuando Trompeta hubo pasado, añadió, refiriéndose a Batallador.
—Anda; este maldito viejo sabe lo que se hace... Cuando se planta de ese modo, es que adivina algún obstáculo, una piedra o un agujero; se cuida bien, y no quiere que se le rompa nada... Hoy no sé qué demonio habrá detrás de aquella compuerta. La empuja, y se queda parado. ¿Has oído algo tú?
—No —dijo Juan—. Lo que hay es mucha agua. A mí me llega a las rodillas.
El tren echó a andar otra vez. Y al viaje siguiente, cuando Batallador hubo abierto la compuerta de un cabezazo, se negó a seguir, y se plantó relinchando y temblando. Al fin se decidió, y pasó con rapidez.
Juan se había quedado atrás a fin de cerrar la compuerta. Se bajó un poco para ver la laguna en que se le hundían los pies; luego, levantando la linterna, vio que los maderos de apuntalar habían cedido por la influencia de una filtración muy grande. Precisamente en aquel momento un minero, muy conocido entre sus compañeros por el apodo de Naranjero, salía de su trabajo, presuroso por volver a su casa, porque su mujer estaba de parto. También él se detuvo con objeto de mirar los puntales de madera. Y de repente, cuando el chico iba a echar a correr a fin de alcanzar el tren, se oyó un crujido formidable, y el hombre y el muchacho quedaron sepultados entre las rocas desprendidas.
Hubo un momento de silencio. Un polvo denso, levantado por el desprendimiento, invadía todas las galerías. Y ciegos, sofocados, iban llegando mineros de todas partes, de las más próximas y de las lejanas canteras, llevando en la mano las linternas, que alumbraban apenas los grupos de hombres negros que corrían hacia el lugar de la catástrofe. Cuando los primeros llegaron a él, se detuvieron y llamaron a los demás.
Otro grupo numeroso, llegado de la cantera del fondo, se hallaba al otro lado de la masa de piedra desplomada, que interceptaba la galería. Enseguida se vio que el techo se había desprendido en un trayecto de diez metros a lo sumo. Los perjuicios no eran de consideración, pero todos los corazones se oprimieron al oír salir de los escombros un gemido estertóreo.
Braulio que había abandonado el tren, acudía diciendo:
—¡Juan está debajo! ¡Juan está debajo!
En aquel momento, Maheu, que desembocaba de la chimenea corrió Zacarías y Esteban se vio acometido de un furor desesperado sin encontrará más que juramentos y maldiciones para expresar su dolor.
—¡Maldita sea mi suerte! ¡Mal rayo nos parta a todos!
Pero las mujeres, que acudían también corriendo, y entre ellas Catalina, Lidia y la Mouquette, se echaron a llorar, gritando como desesperadas en medio del espantoso desorden, más espantoso aún a causa de la oscuridad. Querían hacerlas callar; pero ellas chillaban cada vez más fuerte.
El capataz Richomme había llegado al lugar de la catástrofe desesperado, porque ni Négrel ni Dansaert se hallaban en la mina. Aplicó el oído a la roca para escuchar y acabó por decir que aquellos gemidos no eran del chico. Seguro que había allí algún hombre también. Entonces Maheu llamó a Juanillo. No se oía respirar a nadie.
El pequeño había quedado muerto sin duda. Y los gritos continuaron enseguida: todos llamaban al que agonizaba; todos querían saber su nombre. Nadie contestó.
—¡Démonos prisa! —repetía Richomme, que había organizado la operación de salvamento—. Después hablaremos.
Por uno y otro lado los mineros atacaban el montón de escombros con los picos y con las palas. Chaval trabajaba, sin decir palabra, al lado de Maheu y de Esteban, mientras Zacarías se ocupaba en transportar la tierra que sacaban del montón. Ya era hora de salir; nadie había comido; pero no pensaron en hacerlo mientras hubiera alguien en peligro. Sin embargo, recordaron que la gente del barrio estaría impaciente y con cuidado, si no veía volver a nadie, y se habló de que se marcharan las mujeres. Ni Catalina, ni la Mouquette, ni siquiera Lidia, quisieron marcharse, clavadas allí por el deseo de saber lo ocurrido, y ayudando afanosamente a los hombres. Entonces Levaque aceptó el encargo de anunciar en el barrio que había ocurrido un desprendimiento, pero que no era cosa mayor, y que se remediaría fácilmente. Eran cerca de las cuatro: los obreros, en menos de una hora, habían hecho el trabajo de un día: ya debían haber quitado la mitad de las piedras, si no habían caído más del techo. El ruido estertóreo los guiaba en su trabajo. Maheu se obstinaba con tal rabia, que se negaba a dejar el trabajo cuando alguno se acercaba a reemplazarle para que descansara.
—¡Despacio! —dijo al fin Richomme—. Ya llegamos... ¡Cuidado, no vayáis a rematarle con los picos!
En efecto el estertor se oía cada vez más cerca. Entonces parecía que sonaba debajo de los picos y los azadones.
Nadie pronunció una palabra. Todos habían sentido pasar el frío de muerte a través de las tinieblas.
Cavaban con ardor, sudando a mares, con los miembros contraídos, como si fueran a rompérselos. Tropezaron con un pie; entonces escarbaron con las manos y fueron descubriendo uno a uno los miembros de una persona. La cabeza no había sufrido nada. Las linternas se acercaron, nombre del Naranjero corrió de boca en boca. El pobre estaba todavía caliente; tenía la columna vertebral completamente rota.
—Envolvedlo en una manta y ponedlo en una carretilla —ordenó el capataz—. Vamos ahora al chiquillo. ¡Deprisa, deprisa!
Maheu no había dejado de trabajar, y fue el primero que vio practicada la abertura que les puso en comunicación con la brigada que trabajaba por el otro lado. Los hombres de esta última fueron los primeros que gritaron: acababan de encontrar a Juan sin sentido y con las dos piernas rotas; pero respirando todavía. Su padre cogió al chico en brazos, y se lo llevó, apretando los dientes y desahogando su rabia a fuerza de juramentos y blasfemias. Catalina y las otras muchachas seguían llorando a mares.
Pronto se organizó el triste cortejo. Braulio había llevado a Batallador al lugar del siniestro. El caballo quedó enganchado en un instante a dos vagonetas: en la primera iba el cadáver del Naranjero sostenido por Esteban; en la segunda se había sentado Maheu, llevando en brazos a Juan, a quien había tapado con un pedazo de trapo que había arrancado de una compuerta de ventilación. Y el tren se puso en marcha al paso del caballo; en cada carretilla iba enganchada una linterna, que parecía una estrella roja. Luego, detrás, a la cola, seguían todos los mineros, todos, menos unos cincuenta que tuvieron que quedarse allí para consolidar el techo de la galería. Ya se sentían muertos de cansancio e iban arrastrando los pies y resbalando por el barro, con la expresión sombría de un ganado acometido de epidemia. Más de media hora tardaron en llegar al pie del pozo de subida. Aquel convoy subterráneo, atravesando la oscuridad profunda de la mina, no se acababa nunca a lo largo de las galerías, que se bifurcaban, daban vueltas y se estrechaban sin cesar.
Richomme que había salido delante tenía ya dada orden para que estuviera preparada una jaula ascensor. Pierron y otro cargador embalaron enseguida las dos fúnebres carretillas. En una iba Maheu con el muchacho herido en los brazos mientras en la otra Esteban tenía que llevar abrazado el cadáver del Naranjero, para que no tropezara en ninguna parte. Luego, así que los demás departamentos estuvieron atestados de obreros la jaula comenzó a subir. Tardaron dos minutos. Todos iban mirando hacia arriba, impacientes esta vez por ver la luz del sol.
Afortunadamente, un aprendiz, a quien enviaron a buscar al doctor Vanderhaghen, le había encontrado en casa, y llegaba con él en aquel momento. Juan y el muerto fueron conducidos al cuarto de los capataces, donde, a pesar de que no hacía frío, ardía una lumbre magnífica. Retiraron las cubetas de agua tibia preparadas ya para que los capataces se lavaran los pies, y extendiendo dos colchones en el suelo, colocaron en ellos al hombre y al muchacho. Solamente Maheu y Esteban entraron. Afuera, las mujeres, los demás obreros y los aprendices que habían acudido, hablaban en voz baja.
En cuanto el médico dirigió una mirada al Naranjero, murmuró:
—¡Éste se fastidió! ¡Ya podéis lavarlo!
Dos vigilantes desnudaron y lavaron con una esponja aquel cadáver, negro de carbón y sucio todavía de sudor.
—En la cabeza no tiene nada —añadió el doctor, arrodillándose en el colchón donde se hallaba Juan—. En el pecho tampoco... ¡Ah! Las piernas son las que han sufrido.
Y él mismo desnudaba al chiquillo, desatándole la chaqueta, quitándole la blusa, tirándole de los pantalones y sacándole la camisa con la habilidad de una nodriza. Entonces apareció aquel cuerpecillo delgado como el de un insecto, sucio por todas partes de polvo negruzco, con manchas de tierra rojiza, que le daban el aspecto de mármol negro cruzado de vetas rojas. Como no se le veía bien, hubo que lavarlo. Y entonces, a medida que se le iba pasando la esponja, parecía más delgado y endeble, y con unas carnes tan transparentes, que se le veían los huesos. Daba compasión aquella última degeneración de una raza de míseros, aquel pedazo de carne, que sufría horriblemente, medio aplastado por las rocas.
Cuando estuvo limpio, se le vieron las heridas de las ingles, dos manchones de sangre sobre la blancura de la piel.
Juan, que había recobrado el conocimiento, dio un gemido. En pie, al lado del colchón, con las manos cruzadas y temblorosas, Maheu le contemplaba conmovido, y gruesas lágrimas surcaban sus curtidas mejillas.
—¡Eh! ¿Eres tú su padre? —dijo el doctor, levantando la cabeza—. No llores, porque ya ves que no está muerto... Ayúdame.
Le reconoció, y vio que tenía dos fracturas simples. Pero la pierna derecha le preocupaba, y temía que acaso hubiera que amputársela.
En aquel momento, el ingeniero Négrel y Dansaert, que habían recibido aviso, entraron en la habitación, seguidos de Richomme. El primero escuchaba el relato del capataz con aire de malhumor. Al fin estalló:
—¡Siempre la maldita manía de no apuntalar bien! ¡Y esos bestias hablando de declararse en huelga, si les obligan a apuntalar mejor! Lo malo es que ahora la Compañía tendrá que pagar los vidrios rotos, sin comerlo ni beberlo. ¡Bueno se pondrá el señor Hennebeau!
—¿Quién es? —preguntó luego a Dansaert, que silencioso y delante del cadáver, lo contemplaba, mientras lo envolvían en una sábana.
—El Naranjero, uno de los mejores obreros de la mina —respondió el capataz mayor—, tiene tres hijos... ¡Pobrecillo!
Entre tanto, el doctor Vanderhaghen hablaba en voz baja con aquellos señores, pidiéndoles que llevaran inmediatamente a Juan a su casa.
Daban las seis, comenzaba a declinar el día, y mejor era llevarse también el cadáver. El ingeniero dio órdenes inmediatamente para que enganchasen el furgón y llevaran una camilla. El niño herido fue colocado en la camilla, mientras metían en el furgón el colchón con el muerto.
Afuera, hombres y mujeres seguían hablando en voz baja, y sin marcharse hasta no ver en qué quedaba aquello. Cuando se abrió la puerta del cuarto de los capataces, reinó el silencio más profundo entre los grupos de curiosos, y se formó un nuevo cortejo: el furgón delante, luego la camilla, después la multitud de obreros que los seguían a pie. Lentamente tomaron todos el camino en cuesta que conducía al barrio de los mineros. Los primeros fríos de noviembre habían desnudado de todo verdor aquella llanura inmensa, envuelta ya en su manto de tinieblas.
Esteban aconsejó entonces a Maheu que enviara a Catalina, para que preparase a su madre y el golpe fuese menos rudo. El padre, que iba al lado de la camilla con ademán desesperado, asintió haciendo un gesto, y la joven echó a correr, porque ya estaban cerca de las casas. Pero en el barrio ya habían visto que se acercaba el furgón, aquella fúnebre caja tan conocida. Multitud de mujeres salían como locas a las puertas de las casas, y tres o cuatro, llenas de angustia, habían echado a correr para salir al encuentro de la fúnebre comitiva. Pronto fueron treinta, cuarenta, cincuenta, todas ahogadas por el mismo espanto. ¿Con que había un muerto?
¿Quién era? La historia contada por Levaque, después de tranquilizarlas a todas, las lanzaba a exageraciones de verdadera pesadilla: no era un hombre, sino diez lo menos los que habían perecido, y que irían llegando uno a uno en el furgón.
Catalina había encontrado a su madre presa de un terrible presentimiento; y desde que su hija, tartamudeando, empezó a hablar, la interrumpió diciendo:
—¡Ha muerto tu padre!
En vano la joven protestaba y hablaba de Juan. La mujer de Maheu, sin hacerle caso, se echaba a la calle: y al ver el furgón que aparecía por la esquina de la iglesia, pálida como una muerta, perdió el sentido. En las puertas de las casas, las mujeres, mudas de espanto, alargaban el cuello, mientras otras seguían con la vista el cortejo fúnebre, temblando ante la idea de que se pudiera detener a la puerta de sus casas respectivas.
El coche pasó, y la mujer de Maheu, repuesta de su desvanecimiento, vio a su marido, que caminaba junto a la camilla. Entonces, cuando depositaron la camilla a la puerta de su casa, cuando vio a Juan vivo, pero con las dos piernas rotas, sintió tan extraña reacción, que se puso furiosa, y empezó a murmurar:
—¿Encima esto? ¡Ahora nos estropean a los chicos!... ¡Las dos piernas, Dios mío! ¿Qué voy a hacer yo ahora?
—Calla, mujer —dijo el doctor Vanderhaghen, que había entrado en la casa para vendar al herido—. ¿Preferirías que se hubiese quedado allí abajo?
Pero la mujer de Maheu se ponía cada vez más furiosa, mientras Alicia, Leonor y Enrique lloraban a gritos. A la vez que ayudaba al doctor, dándole lo que le hacía falta para la cura, maldecía su suerte, y preguntaba dónde querían que fuese a buscar dinero para cuidar a los enfermos. No bastaba con el viejo, sino que también el chico se quedaba cojo. Y no dejaba de maldecir, mientras que de la casa de unos vecinos salían tristes lamentaciones y gritos agudos de dolor: eran la mujer y los hijos del Naranjero, que lloraban al muerto. La noche estaba muy oscura; los mineros, rendidos de fatiga, se habían puesto a comer, y todo en el barrio era tranquilidad, alterada solamente por aquel llorar desgarrador.
Transcurrieron tres semanas. Se había podido evitar la amputación; Juan conservaría sus dos piernas; pero se quedaría cojo. Después de abrir Expediente la Compañía se resignó a darles cincuenta francos como socorro, prometiendo, además, que buscaría para el enfermo, cuando estuviese curado, algún empleo en que no tuviera que trabajar en el fondo de la mina. No por eso dejaba de ser aquello una agravación de miseria, pues, el padre, del disgusto y de la conmoción, había caído en cama con calenturas.
Desde el jueves, Maheu siguió yendo a trabajar, y ya estaban en domingo. Aquella noche Esteban habló extensamente de lo próximo que se hallaba el 1º de diciembre, preocupándose de si la Compañía cumpliría su amenaza. Estuvieron levantados hasta las diez esperando a Catalina, que se hallaba con Chaval. Pero la muchacha no fue a dormir. La mujer de Maheu, furiosa, cerró la puerta, echando el cerrojo sin decir una palabra. Esteban tardó mucho rato en dormirse, inquieto, sin saber por qué, viendo tan desocupada aquella cama, demasiado grande para Alicia sola.
Al día siguiente tampoco apareció Catalina y solamente por la tarde, al volver del trabajo, supieron los Maheu que su hija se quedaba a vivir con Chaval. Le daba tantos disgustos con sus malditos celos, que al fin la muchacha había decidido amancebarse: para evitar que le echasen en cara su conducta, abandonó bruscamente la Voreux, contratándose en Juan Bart, la mina del señor Deneulin, donde trabajaba su querido también. Por lo demás, el nuevo matrimonio, por llamarlo así, seguiría viviendo en el café Piquette de Montsou.
En los primeros momentos, Maheu habló de ir a abofetear al tunante y de llevarse a su hija a puntapiés en la parte posterior; después hizo un gesto de resignación. ¿Para qué? El resultado sería el mismo, porque no había manera de que las muchachas no se amancebasen, como ellas quisieran hacerlo. Mejor era esperar tranquilamente a que se casaran. Pero la mujer de Maheu no tomaba las cosas con tanta calma.
—¿La pegaba yo, acaso, cuando se iba con Chaval? —gritaba, dirigiéndose a Esteban, que la escuchaba silencioso y muy pálido—. Vamos, contésteme, usted que es un hombre razonable... La hemos dejado en libertad, ¿no es cierto? Porque al fin y al cabo, todas pasan por lo mismo. Yo, por ejemplo, ya estaba embarazada cuando me casé con su padre. Pero no me escapé de casa de mi madre, ni lo hubiera hecho jamás, por no cometer la infamia de privaría antes de tiempo del dinero que ganaba, para dárselo a un hombre que no lo necesitaba... ¡Ah!, es insufrible. Tendrá una que acabar por no tener hijos.
Y como Esteban no contestaba, contentándose con menear la cabeza en señal de asentimiento, siguió dando rienda suelta a su indignación.
—¡Una muchacha que iba todas las noches adonde le daba la gana! ¿Qué demonios tiene en el cuerpo? ¿No podía aguardar a casarse hasta que nos hubiera ayudado a salir del atolladero en que estamos? ¿Eh? Pero, ¡es claro!, hemos sido demasiado buenos, porque no debíamos haber permitido que se entretuviera con un hombre. Se les da un dedo, y se toman toda la mano.