Kitabı oku: «La quimera»
La quimera
Emilia Pardo Bazán
Colección clásicos Mujeres escritoras
Triunfo, amor y muerte
PARDO BAZÁN, Emilia: La quimera
Edición original CDU: 821.134.2-3
Biblioteca Nacional de España
© obra Emilia Pardo Bazán
© reedición 2021 Ediciones Garoé
© imágenes: Casa Museo Emilia Pardo Bazán, Fundación Cervantes
© positivo del retrato en portada de Emilia Pardo Bazán, por Joaquín Vaamonde, 1894
© adaptación y actualización de la obra: María Ibaya Yuste González
© prólogo: Ela Alvarado
© dibujo patrón floral: Paula Marián Amado
© vectores ilustraciones: Luxuryos
© maquetación y diseño de cubierta: Garoé Designer
© maquetación ebook: CaryCar Servicios Editoriales
© corrección: Víctor J. Sanz
ISBN: 978-84-121248-0-4
Depósito legal: GC 55-2021
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Agradecimiento
A ti, Emilia, que en uno de esos días de «sentires y llamamientos» llegaste a mí, con la fuerza de la palabra «porvenir», y destruiste el muro obsidiano que yo misma había levantado a prosas dulces y certezas. Llegaste a mí, con la valentía de las mujeres resilientes, y construiste bajo mis pies un sendero de piedra de luna blanca y ojos de gato. A ti, Emilia, que en uno de esos días sellaste la luz en mí.
María Yuste
Índice
Prólogo
Sentires y llamamientos PERSONAJES
Acto Primero ESCENA I ESCENA II ESCENA III ESCENA IV ESCENA V
Acto segundo ESCENA I ESCENA II ESCENA III ESCENA IV ESCENA V ESCENA VI
I
II LAS CUATRO MEDITACIONES Primera meditación: en la sombra Segunda meditación: la escala Tercera meditación. Las lágrimas Cuarta meditación. Canción de bodas
III
IV Bruselas Amberes La Haya Harlem Ámsterdam Brujas Gante
V
VI
Prólogo
Emilia Pardo Bazán es una de las pocas escritoras que forman parte del canon literario del siglo XIX. Uno de los pocos nombres femeninos incluidos en los manuales de literatura.
Sin embargo, las líneas que se le dedican no suelen ir más allá de señalarla como una representante destacada del naturalismo y una escritora que mantuvo contacto con importantes autores franceses de la época (Víctor Hugo, Zola). Tal vez se mencione su relación personal con Pérez Galdós, como si esta justificara la relevancia de su literatura, y sus intentos fallidos de ocupar un sillón en la Real Academia Española de la Lengua, más como una anécdota por las reacciones virulentas y misóginas de quienes velaban por el buen nombre de dicha institución que como una injusticia flagrante para con la escritora gallega.
Emilia Pardo Bazán fue una mujer que huyó de etiquetas y de reduccionismos, que no consintió que la utilizaran para avalar movimientos o causas: una mujer curiosa, inquieta, fiel al consejo de su padre de que no había nada que un hombre pudiese hacer y que a ella le fuese vedado.
Fue una intelectual mucho más política de lo que se la ha considerado, una mujer moderna, cosmopolita, con un profundo sentimiento nacionalista español. Católica, feminista —con un pensamiento más cercano al actual que al de su propio tiempo— y elitista. Una figura cargada de contradicciones, «siempre con el deseo de explorar una cosa y su contraria», como señala su última biógrafa, Isabel Burdiel. Alguien que no quiso ponerle límites a sus inquietudes intelectuales y a su afán observador. Estudiosa de las distintas corrientes culturales y políticas de su época, españolas y europeas, siempre estuvo pendiente de los avances científicos de su tiempo. Emilia Pardo Bazán trabajó a conciencia su perfil público de pensadora, erudita y escritora profesional, una cuestión excepcional en el siglo XIX.
El desarrollo de una personalidad tan arrolladora tuvo lugar desde el privilegio de haber nacido en una familia muy bien situada socialmente —aunque no fue aristócrata hasta 1871, cuando se le otorgó el título de conde a su padre, José Pardo Bazán y Mosquera—, adinerada y liberal. Hija única, se educó en casa, como correspondía a las señoritas de su posición, pues los centros de aprendizaje eran concebidos exclusivamente para los varones. De 1857 a 1860, la familia se traslada a Madrid para que la pequeña Emilia pudiese asistir a un colegio francés, uno de los más elegantes de la capital. Su familia siempre alentó su gusto por la lectura, y la joven tuvo libertad para acceder a la biblioteca paterna y a las de los amigos de los Bazán de la Rúa. Su padre solicitó licencia eclesiástica para que su hija, desde los dieciocho años, pudiera leer libros considerados heterodoxos.
Conferenciante, editora, crítica, periodista, novelista, triunfó en todos los géneros literarios que cultivó, salvo en el teatro. Hablaba francés —impartió conferencias en París—, inglés y alemán, idioma este último que aprendió para leer a los filósofos alemanes en su lengua original. Se separó de su marido, con quien siempre mantuvo una relación cordial, y solo unos meses después pasó a formar parte de la Asociación de Escritores y Artistas Españoles. Viajaba sola y pasaba largas temporadas en París. Las mañanas las dedicaba a la investigación en la Biblioteca Nacional y por las tardes asistía a reuniones de sociedad, donde alternaba con lo más granado de la Europa de la época.
Emilia Pardo Bazán fue una escritora prolífica, una cuentista brillante con más de seiscientos cuentos publicados, pionera en el género negro y policíaco. Y aunque nunca se limitó a un estilo ni a un género, tal vez su obra mejor lograda sea su propio recorrido vital, lleno de luces y sombras, incapaz de ajustarse a unas líneas y a una sucesión de tópicos, una mujer en constante evolución, que supo avanzar a pesar de las enormes dificultades sufridas por las mujeres de su tiempo, deseosas de ser algo más que el ángel de su hogar.
Las obras de madurez de la escritora coruñesa están consideradas, por parte de la crítica actual, como lo mejor de su amplia trayectoria.
A este periodo pertenece La quimera, a la que seguirán Dulce dueño y La sirena negra, trilogía conocida con el título de Triunfo, amor y muerte.
La intención de Pardo Bazán era conformar una serie, «el ciclo de los monstruos», que continuaría con La sirena rubia, La esfinge y El dragón. Desgraciadamente, estos nunca llegaron a materializarse.
La quimera, publicada por fascículos en la revista La Lectura, se presentó como libro en 1905. El protagonista es Silvio Lago, un pintor gallego decidido a triunfar y a dedicar su vida a la búsqueda de un estilo propio que le permitiera aportar algo nuevo a su arte. Procedente de una familia de escasos recursos, la historia comienza con Lago de regreso de Buenos Aires, como tantos migrantes españoles de la época. Con el apoyo de la baronesa de Dumbría y su hija, una compositora consagrada, el joven pintor se dará a conocer en Madrid. Seguirá su camino hacia París y, tras vivir distintos episodios de variada naturaleza, regresará de nuevo a la Alborada, nombre que Pardo Bazán utiliza para referirse a Galicia.
Esta estructura circular muestra el desarrollo del personaje, pues el Lago que salió de Meirás —casa de verano de las de Dumbría— no será el mismo que regrese tiempo después. Las experiencias vividas, las personas que ha ido conociendo en su recorrido y las constantes dudas sobre el sentido de su vida y de su arte lo han transformado por completo.
Esta edición de la obra inaugural de Triunfo, amor y muerte se acompaña de un prólogo de la autora gallega, en el que intenta salir al paso de las acusaciones de haberse inspirado en nombres de la sociedad del momento. Para quien se acerque a su lectura en la actualidad, puede resultar de interés saber que Silvio Lago está claramente inspirado en Joaquín Vaamonde, pintor coruñés que, al igual que el protagonista de La quimera, pidió a Pardo Bazán que le permitiera retratarla y que mostrara el resultado a sus amistades en Madrid, lo que le supuso numerosos encargos. Ese primer retrato es el que ilustra la cubierta de esta edición de La quimera.
Si Lago es un claro trasunto de Vaamonde, se puede adivinar a Emilia tras el personaje de Minia de Dumbría, la afamada compositora, generosa confidente de Silvio; pero también podemos encontrar pequeños detalles fácilmente identificables en la vizcondesa de Ayamonte, Clarita. Incluso en los desvelos artísticos de Lago.
Los personajes femeninos resultan especialmente atractivos por su variedad, sus claroscuros y su autonomía. La novela cuenta con un amplio abanico de mujeres fuertes, cada una a su manera, que no responden a los modelos habituales: una ha entregado su vida al arte, la quimera que terminará por devorar también a Vaamonde, pero ella lo hará desde el sosiego que le proporciona su posición acomodada; otra terminará por entregarse a la religión —a pesar de la negativa de su familia—, dichosa de encontrar, por fin, una razón de ser. No falta la que se verá engullida por el tedio y busque medios menos espirituales de soportar el mal du siècle, desembocando en pura maldad y, finalmente, la que decide desempeñar el papel de madre y protectora del pintor.
La quimera es un ejemplo de la maestría de Emilia Pardo Bazán en el género de la novela: su capacidad de observación, de análisis de una sociedad que sufría el mal del fin de siglo, la creación de personajes —resultan significativos los nombres elegidos y su constante evolución—, la ambientación y las descripciones minuciosas. Todo ello nos permitirá recorrer las calles de Madrid y de París, movernos por los salones de la alta sociedad del XIX, compartir las reflexiones de Lago sobre el arte de los grandes pintores y vivir las angustias de sus personajes.
La quimera fue, y es, una obra valiente y con méritos suficientes para ser rescatada del olvido y ser reivindicada como un clásico de la literatura. Una de esas novelas que, al igual que su singular creadora, se ha ganado el derecho a ser considerada una obra imprescindible.
Ela Alvarado
Los sentimientos no los elegimos, se nos vienen, se crían como la maleza que nadie planta y que inunda la tierra. Y los sentimientos delátense a veces en puerilidades sin valor aparente, en realidad elocuentísimas, reveladoras de la verdad psicológica, como ciertos síntomas leves denuncian enfermedades mortales.
Emilia Pardo Bazán
Sentires y llamamientos
Había prescindido en mis novelas de todo prefacio, advertencia, aclaración o prólogo, entregándolas mondas y lirondas al lector, que allá las interpretase a su antojo, puesto que tanta molestia quisiera tomarse; y esta costumbre seguiría en La quimera si, apenas iniciada su publicación por la excelente revista La Lectura, no apareciese en un diario de circulación máxima un suelto anunciando que «claramente se adivina, al través de los personajes de La quimera, el nombre de gentes muy conocidas en la sociedad de Madrid, por lo cual el libro será objeto de gran curiosidad y de numerosos comentarios».
Pequeñeces, se me figura que al público se le ha abierto el apetito. Fue Pequeñeces (tendrán que reconocerlo los más adversos al padre Coloma), plato tan sabroso que trabajo le mando al cocinero que sazone otro mejor. ¿Qué especias emplear? ¿Qué salsa componer? No vale cargar la mano en la guindilla, que no por eso saldrá el carrick más en punto. Pequeñeces, a la verdad, y es justo decirlo, alborotó sin recurrir a tratar de aberraciones, perversiones y demoniuras con que hoy las letras van familiarizándose. Por ley natural de la escala de sensaciones, se piden nuevos estímulos; vibra irritada la curiosidad, y la musa ceñida de negras espinas, la de la sátira social, que levanta ampollas como puños, aguarda su hora. A todo novelista que por exigencias del asunto tiene que situar la acción en altas esferas o sacar a plaza tipos más o menos semejantes a los que por ahí bullen, se le pregunta con ahínco: «¿Nos trae usted la continuación de Pequeñeces? Eso sí que nos encantaría. Agotaríamos la edición…».
Reconozco que en la sátira social pueden hacerse maravillas. Remontémonos: ¿quién ignora que Dante, en la Divina comedia, saca al sol los trapitos de sus contemporáneos y conciudadanos, sin omitir lo gravísimo (recuérdese su conferencia, en el Infierno, con Brunetto Latini). Los profetas de Israel, que iban clamando contra las iniquidades de su época, sin respetar ni a las testas coronadas, ¿qué fueron, descontada su sacra misión, sino satíricos andantes? La antigüedad, más realista cien veces que nosotros, no concibió el drama con personajes inventados; y los dramaturgos griegos fundaron su teatro en sucedidos históricos y en interioridades regias. En la Odisea, y aun en la Ilíada, hizo algo semejante Homero; Shakespeare (siguiendo las huellas de Sófocles y Eurípides), en sus dramas históricos, dramatizó sucesos casi actuales y retrató a los reyes, reinas y magnates con relieve cruel. Creo que basta de ilustres ejemplos, y que no será desdeñar el género si declaro que no pertenece a él La quimera, ni fustiga, palabreja tan en uso, a nadie, ni verosímilmente provocará, siquiera por ese concepto, comentario alguno.
Si se me permite una breve digresión antes de indicar, por mi gusto y no porque interese, qué idea desenvuelvo en La quimera, observaré que quizás no se ha definido claramente la sátira social y solemos confundirla con la sátira de clase y la personal. Sátira social es aquella que, en los vicios y faltas de las clases o de los individuos, sorprenden los síntomas de decadencia y descomposición de la sociedad entera y se adelanta a la historia: tales fueron algunas de Quevedo (no todas, ciertamente); tales, las famosas de Juvenal, donde resuena el toque de agonía del Imperio romano. Sátira de clase es la que ve solo en el conjunto un factor y a él endereza sus tiros. Así, Álvaro Pelagio lamentaba especialmente los pecados y desmanes de la clerecía. La sátira personal amontona, sobre pocos o sobre uno solo, las culpas de todos; es, de fijo, la más apasionada y sañuda, y como ejemplo citaré el Paralelo de Villergas entre Espartero y Narváez. Para ser víctima de esta última clase de sátira, es preciso descollar.
Pequeñeces, aun cuando dejase entrever fisonomías que, no obstante las protestas del autor parecieron conocidas, tenía alcance de sátira social: censuraba un estado general, lo podrido de Dinamarca. Los demás novelistas españoles se han limitado a la sátira de clase (aunque haya en Galdós no poco de sátira verdaderamente social difusa). Y al escribir la sátira de clase (de la aristocrática, única que como clase ha sido satirizada en la novela), frecuentemente confunden a la aristocracia con «la buena sociedad», que no será todo lo contrario, pero tampoco es lo mismo.
Circunscrita la sátira al Madrid de los salones, deja de ser de clase y es, a lo sumo, de círculo o cotarro, degenerando en personal infaliblemente. Sin embargo, yo no he solido ver, en las novelas satíricas, esas semejanzas parlantes con zutano o mengano y más bien sentí extrañeza al reconocer el corto tributo pagado a una realidad, ni difícil de observar, ni pobre en colores y formas sugestivas. Y discurriendo acerca de este efecto, doy en creer que la intención de la sátira estorba el paso a la verdad, como la caricatura al parecido, y que para pintar lo que fuere, altas, medianas o bajas clases o individuos, es de rigor atenerse a la verdad sencilla (no a la verdad nimia), y entrar en la tarea con ánimo desapasionado. Sobre todas las cosas deberá evitar el novelista el propósito de adular la maligna curiosidad y la concupiscencia de los lectores.
Viniendo a La quimera, en ella quise estudiar un aspecto del alma contemporánea, una forma de nuestro malestar, la alta aspiración, que se diferencia de la ambición antigua (por más que tenga precedentes en psicologías definidas por la historia). La ambición propiamente dicha era más concreta y positiva en su objeto que esta dolorosa inquietud, en la cual domina exaltado idealismo. Es enfermedad noble y una de las que mejor patentizan nuestra superioridad de origen, acreditando las profundas verdades de la teología, el dogma de la caída y la significación del terrible árbol y su fruto. El mal de aspirar lo he representado en un artista que no me atrevo a llamar genial, porque no hubo tiempo de que desenvolviese sus aptitudes, si es que en tanto grado las poseía; pero en cuya organización sensible, afinada quizá por los gérmenes del padecimiento que le malogró la aspiración, revestía caracteres de extraña vehemencia. Ignoro lo que el desgraciado joven hubiese hecho; conozco, en cambio, lo que le agitaba y enloquecía, cómo se dejaba arrastrar palpitante en las garras de la quimera; y la batalla entre su aspiración y las fatalidades de la necesidad me pareció tanto más dramática, cuanto que, para un artista en quien la quimera no tuviese fijos sus glaucos ojos, la situación de halagado retratista de damas hubiese sido gratísima y provechosa. El rapín bohemio, soplándose los dedos en su solitaria buhardilla, no me importa tanto como este otro bohemio rápidamente puesto de moda y celebrado, invitado a las casas de más tono, envuelto en sedas y encajes, asfixiado de perfumes, pero agonizando de nostalgia, despreciándose y acusándose de traición al ideal, y resignándose a la suerte y a la caricia de los poderosos, solo porque esperaba que le proporcionasen manera de encaminarse a la cima ruda, inaccesible, donde ese ideal se oculta. No de otro modo el soldado en vísperas de combate huye de los brazos amantes para incorporarse a su bandera.
Mientras notaba día por día la curva térmica de la fiebre de aspiración en Silvio Lago; mientras obsesionaba mi imaginación La quimera, la veía apoderada de infinitas almas, ya revistiendo forma sentimental (como en Clara Ayamonte), ya imponiéndose a las colectividades en el anhelo de una sociedad nueva, exenta de dolor y pletórica de justicia; y conocí que el deseo está desencadenado, que la conformidad ha desaparecido, que los espíritus queman aprisa la nutrición y contraen la tisis del alma y que ese daño solo tendría un remedio: trasladar la aspiración a regiones y objetos que colmasen su medida.
Por la índole del trabajo a que Silvio Lago se dedicó, su medio social fue, en efecto, prontamente el más smart y no negaré que su vida se prestaría a un picantísimo estudio de costumbres elegantes. A mí me atrajo en primer término el drama interior de su ensueño artístico; y por eso, lejos de sujetarme a la menuda realidad, no la he respetado supersticiosamente, adaptando lo externo a lo interno, procedimiento de todos los que pretenden reflejar la vida moral. No sería fácil aplicar nombres propios a los personajes de La quimera, en el sentido que los curiosos exigen; y si asoman caras conocidas, se las ve tan normales y sonrientes como en visita o en el teatro; así las pintaba Silvio.
De la contemplación del destino de Silvio he sacado involuntariamente consecuencias religiosas, hasta místicas, que sin mezquinos respectos humanos vierto en el papel. No me complacen las novelas con fines de apología o propaganda; pero cuando, sin premeditación, se incorpora a la obra literaria lo que no quiero llamar convicciones ni principios, porque son vocablos intelectuales y militantes, sino sentires y llamamientos; si bajo la ficción novelesca palpita algún problema superior a los efímeros eventos que tejen el relato; si un instante el soplo divino nos cruza la sien, ¿por qué ocultarlo? ¿No es esto tan verdad como las funciones del organismo?