Kitabı oku: «La quimera», sayfa 6

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—¿No estás contento, ahora que los peces pican?

—¡Contento! Lo estaré así que me vea por el mundo adelante, metido en harina de verdadero trabajo. No cuentes en la Sociedad ni esto: sobra con la batahola de los periódicos. Solano es capaz de escupirme a la cara…

Cenizate se encogió de hombros, repitiendo: «¡Solano, Solano!…» en tono de mofa. Entró un chiquillo, uno de esos golfitos industriales al menudeo, y se nos arrimó insinuante. Creí que iba a ofrecernos fotografías libidinosas. No; eran tablitas procedentes de cajas de puros, donde una mano febril había indicado, a manchas de abigarrados colorines, un árbol, una casa, una pared sevillana con azulejos y tiestos, una cabeza de chula con orejeras de claveles.

—Dos pesetillas, señoritos… Pintás a la mano, firmás adornar la sala, señoritos…

Mi amigo me agarró del brazo riendo con maligna satisfacción, señalándome a la «firma», una T gótica.

—¡De Solano! —exclamó—. ¡Que sí, hijo, que las conozco a la legua! Se embadurna tres o cuatro en otros tantos minutos todos los días, sin firma, con esa T que significa Trigo… y tiene infestados los cafés, el rastro y la calle de Alcalá. ¡Y el tupé de torcerte la cara a ti porque retratas marquesas! ¡Es un fantoche! Y no llega: te digo yo que no llega. No tiene miaja de talento, y muy mal gusto: ¡un cursi, un cursi!

Me puse encarnado y compré sin regatear la media docena de tablas al chiquillo. Que viva Solano, porque —aunque no lo crea Cenizate— él mendiga más altivamente quizás que yo. Tiende la mano en la calle, yo en los palacios.

Estreno mi ropa. ¡Parezco otro! Voy a casa de Regis. La marquesa, señora a la antigua, madre de familia cariñosa, quiere un retrato de la mayor de las muchachas, guardar el recuerdo de cómo era antes de casarse —la boda está fijada para la primavera—. Pastel género romanza de Tosti: traje rosa, escote virginal, bandós Cleo, rostro inclinado a la derecha, sonrisa cándida. Ventajas: la señorita vendrá a mi taller con la miss, y la despabilaré en dos sesiones, y podría en una, porque esto es coser y cantar; pero desmerecería; lo creerían demasiado fácil. Y adivino la escena: reunión de familia admirando la «preciosidad», apretón de manos del padre, felicitación y palmada en el hombro del novio, marco Luis XVI, pago a tocateja. Por teléfono: la Palma; ¡Lina Moros consiente! Pero esta semana, imposible; dos comidas de embajada y legación, acostarse tarde, cansancio… Y la semana que viene, pruebas en la modista, baile de casa de Camargo… Ya me avisará. Con mi facultad de leer entre líneas, leo de corrido: «hacerse valer un poco; no se le abre a la gente la puerta así de golpe». Y experimento de antemano hacia la beldad una prevención hostil, una antipatía nerviosa, complicada de atracción. Sus líneas me incitan a estudiarla; su carácter… ¿qué sé yo?, ¿ni qué me importa? Otro hombre, sobre tal base, tendría la mitad del camino andado para enamorarse como un pelele.

Minia me llama por teléfono. Bajo al prosaico despacho de aguas minerales que parece una zahúrda y comunico, después de bregar cinco minutos con las telefonistas.

—¿Oye?

—Oigo.

—¿Sabe que La Época ha vuelto a dedicarle un buen retazo de ecos?

—¿Sí? Lo deploro. Yo ahora quiero cuartos; fama no, no.

—Es lo mismo para el caso. Un periódico de allá, de la región, también habla de usted.

—¡Sea por Dios!

—Hay además para usted dos recados, y con apuro. Esto va más aprisa de lo que creíamos: viento en popa. Dice mi madre que esta noche tenemos… Aquí un mosconeo en el teléfono, envolviendo el nombre de platos clásicos en la tierra y la invitación adivinada.

—Iré, iré, y así me enteraré de los recados.

Dos retratos más: el de la vizcondesa viuda de Ayamonte, el del menorcito de los niños de Fadrique Vélez… Nombres de ruido sonoro, que parece que acarrean historia.

—Como no saben sus señas —advirtió Minia— aquí preguntan; en este papelito encontrará la dirección de ambos clientes para que con ellos se entienda. ¡Lleva trazas de hacerse de oro! Hablan de usted en el foyer del Real y en las tertulias. Ayer, en el té de casa de Camargo, en dos o tres grupos era usted el asunto predilecto. Las sensacionistas, que corren tras la mariposa de la novedad, van estando pirradas por conocerle.

—Si ven mi taller, salen pitando.

Esta idea me tuvo desvelado toda la noche. Me revolvía en la cama furioso, al observar cómo mis actos se acompasan servilmente a la marcha de la realidad, mientras mi espíritu sigue abrazado a la quimera. Teniendo mis cuatro o cinco retratos al mes para vivir, debiera bastarme y consagrar todas mis fuerzas a lo íntimo; y he aquí que en mi cerebro, excitado por el insomnio, danzan y contradanzan proyectos inspirados por lo que viene de fuera; mejoras en mi instalación, en armonía con los gustos y las exigencias de esa multitud que va a echárseme encima, y que al proporcionarme recursos me impone desembolsos. Los recursos por ahora son semifantásticos, y lo otro urge.

Recorro con Cenizate algunas tiendas de anticuarios. Llevo una lista de lo más apremiante:

Sofá (Luis XVI o Imperio).

Dos sillones (ídem).

Un tapiz para el suelo.

Un mueble que sirva de escritorio.

Un par de taburetes o sillas bajas.

Después de mil regateos, y a plazo de mes y medio la cuenta (sin garantía alguna, estos anticuarios parecen confiadísimos), me decido por dos fraileros, cuatro sillas de laca y seda brochada, un canapé Imperio, una alfombra pequeña y viejísima, pero de colorido grato, un contador italiano aparatoso —falso quizás—, dos o tres Talaveras recompuestos y un arcón tallado, basto, que me servirá de carbonera. Todo ello, cerca de dos mil pesetas. Probablemente me han trufado; entiendo poco de regateo, y Cenizate menos, a pesar de sus alardes de inteligencia y sus reiterados «con esta gente hay que ser muy escamón… Entre gitanos… No te fíes…». El engaño no me importa; lo malo es que actualmente no tengo un real, y sacar de la yema de los dedos tantas pesetas se me figura imposible.

Llegan las adquisiciones. La secatona portera, a quien tengo solícita a fuerza de chorrear propinas, las acomoda a mi gusto, arregla, barre. El camaranchón se transforma. Con mis estudios y bocetos, sujetos por tachuelas, alegrando la pared; con la guitarra y los palillos en panoplia; con los cuatro trastos antiguos bien agrupados, formando un rincón caprichoso que no me canso de mirar; esto es ya nido de artista. Salgo, me lanzo a la calle del Caballero de Gracia y compro una palmera y una camelia en flor. Es el toque que faltaba. Y aviso a las de Dumbría, que vengan a admirar…

Minia y su madre, que me inspiran una especie de culto, a veces me exasperan: me entran tentaciones de contestar desagradablemente a lo que me dicen. Noto esta propensión desde que estoy en Madrid, y no la pude reprimir cuando se resistieron a aprobar mis gastos.

—Sillas, bueno; pero sillas de a diez pesetas —declaró la baronesa—. Así nunca tendrá usted un fondo para un imprevisto.

—Se ve que no quiere usted ser libre y dominar al destino —advirtió Minia—. No me alarmaría este mueblaje, si no revelase su adquisición que no tiene usted paciencia para esperar a ver reunido el dinero. Derrochando, se ata usted de manos y pies. Lo que nos hace dueños de nosotros mismos es la moderación en los deseos, y mejor si se pudiesen suprimir. Es la filosofía de la pobreza franciscana, que va segura y posee el mundo.

Lo que me irrita es justamente la conformidad de estas ideas con las mías; con las mías íntimas, y que no practico porque no puedo. No hay cosa que nos fastidie, a ratos, como encontrar encarnado en otra persona el dictamen secreto de nuestra conciencia. Ante Minia me avergonzaré de mis pasteles comerciales como de una desnudez deforme. Su mirada, a un tiempo llena de serenidad y de incurable desencanto, es un espejo donde me veo… y me odio.

Esto se formaliza. A mi taller, ya amueblado con cierta coquetería, me atrevo a citar a los parroquianos; ¿vendrán? Por ahora se resisten. El menorcito de Fadrique Vélez es un querubín: me han contado que es fruto de amor, no de la coyunda, y en una familia contrahecha y esmirriada, forman extraño contraste su gallarda figura, sus bucles rubios y su tez de madreperla. Le retrato vestido de terciopelo azul, cuello de encaje de Irlanda, bucles a lo Luis XVII… La madre, que no se aparta de allí mientras trabajo, se extasía y devora con los ojos al retrato y al modelo.

La Ayamonte es la primera alta señora que consiente en acudir a mi casa. La propondré sesiones cortas y más numerosas; si no, cree el buen público que esto se hace como buñuelos… y lo peor es que acierta. Además, he de reservarme horas para mi dibujo y mis estudios de óleo.

Una modelo nueva —he despachado a la del corsé feo; la he estrujado ya hasta el alma… que no tiene. Me queda de ella un estudio mediano: Ajustando el corsé; ¿qué más había de quedarme?

La de ahora no gasta corsé. Gitana —auténtica—, y veinte años. Tipo de raza admirable. Pelo azul, aceitoso, mordido por peinetas de celuloide imitando coral; tez de cuero de Córdoba —negra soy, pero hermosa, hijas de Jerusalén—; dientes de chacal joven; nariz y labios de escultura egipcia; y, como está fresca aún, senos parecidos a dos medias naranjas pequeñas, bruñidas por el sol.

Cualquier combinación con esta zíngara hace asunto. El pañolito de espumilla y el mazo de claveles tras la oreja; la montera y la chaqueta del torero; el cigarro entre los labios; sobre todo, la tela de seda rayada, amarilla y marrón, imitando el tocado de las esfinges. Con él, su perfil adquiere la nobleza de lo secular y primitivo, la precisión del camafeo; sus ojos se ensombrecen —¡Pobre Churumbela!, (la llamo así). Cuando yo fije, en pedazos de lienzo o de cartón, todos los aspectos de su típica figura y los clave en la pared, como el entomólogo sus colecciones, me aburrirá. Es muy pedigüeña, muy lagotera, y siempre la manía de decir la buenaventura, y de pronosticarme fortunones y noticias felices que van a yegá po el correo.


Enero

Más recados. El teléfono de Dumbría y el de Palma empiezan a activarse para mí. De esta semana saldrán diez o doce encargos por lo menos. La Ayamonte viene; ¡al fin pisa mi taller una de las consabidas y esperadas deidades! Se lo agradezco tanto, que me propongo esmerarme en su efigie, y así se lo digo en términos penetrados de agradecimiento entusiasta. Aún no he acabado de hacerlo, cuando me pesa; conozco que acabo de dar base a una situación embarazosa. ¿Embarazosa? ¿Por qué? En fin, tonterías…

La Ayamonte es viuda, acaudalada, libérrima; parece contar de treinta y seis a treinta y siete años. ¿Fea? ¿Guapa? Al pronto, insignificante. Fijándose (como tiene que fijarse el retratista para sorprender lo que late en la fisonomía), produce impresión; atrae. Es descolorida, y cuando se emociona, aún se pone más pálida; los ojos pardos; el pelo, que ha debido de ser rubio, ahora es de un castaño muy suave, apagado, sin ondulaciones, fino y limpio, revelando el esmero de la mujer cuidadosa. Viste bien, pero le falta chic. (El chic lo adivino yo; tengo ese don fatal de inclinarme al chic, y a la vez lo detesto, porque el chic es la mueca de la belleza). Pero lo que me llama la atención de esta mujer, que a primera vista pasa inadvertida, es que encuentro en su cara la misma expresión que en la mía, lo cual crea una especie de semejanza.

Nadie notará este parecido, que no está en el dibujo ni aun en el color; yo, sí. Con la imaginación, le corto el pelo y se lo revuelvo como el mío; la aplico un bigotillo rubio, vandikista, sobre el labio superior; la enjareto una blusa… y se me figura un hermano —mayor o menor, ¿quién sabe?— porque las mujeres vestidas de hombre rejuvenecen, cuando no son del todo viejas. Así la fantaseo… mientras pongo sobre el papel gris las primeras placas de color.

Si en vez de escribir este libro de memorias hablase con alguien, miraría lo que dijese, no me llamaran fatuo. Aquí, ¿qué más da? Me confieso conmigo mismo.

La mujer es un peligro en general; para mí, con mis propósitos, sería el abismo. Por fortuna, no padezco del mal de querer. Hasta padezco del contrario. No hay mujer que no me canse a los ocho días. Cuando estoy nervioso me irritan; las hartaría de puñetazos. ¡Concilien ustedes esto con mi cara soñadora y mis ojos llenos de vaguedad romántica, que tantos timos han dado involuntariamente! Lo malo es que no doy el timo solo con los ojos; lo doy, sin querer tampoco, con la voz, con el gesto y con la frase. Y estoy notando el efecto, y pienso que no es un proceder honrado, y sigo adelante, y recargo la suerte… Fatalidad, ya irremediable. No lucho; ¡a luchar, lucharía para no disolverme en los crueles brazos de la quimera!

Cuanto más tierno e insinuante me pongo al exterior, más crudas se alzan en mi interior las protestas de mi desdén hacia ese instinto natural que, convertido en ideal, tanto disloca a la especie humana. ¡Darle a eso trascendencia, existiendo el arte!

Al caso: la Ayamonte, desde las primeras palabras que hemos cruzado, comprendo que se ha conmovido algo por mí.

¿Hay tonto que no se dé cuenta de estas cosas? ¡Bah! Transparente es el vidrio, el agua, los tules… Más transparente un alma de hembra. Nunca he dudado; equivocarme… raras veces. Por lo mismo que no me importa, que no me ciego, adivino, adivino… Hasta he sabido prever cómo va a desarrollarse todo; qué trámites mediarán, qué incidentes, qué bordados llevará la orla. Lo cual me enfría más aún. Y miro a la Ayamonte, y siento de antemano el tedio de lo ya conocido; y ella nota que la miro —de otra manera que como se mira para retratar—, y absorbe en mi mirada qué sé yo cuántos quintales de ilusión.

El retrato es de tres cuartas partes de cuerpo; más bajo de las rodillas. Discutimos el traje, la posición, mientras yo descanso de haber indicado ligeramente la cabeza. Convenimos —con efusión de temprana complicidad— que retrataré despacio, despacio… La Ayamonte me ruega que no la avise ningún miércoles, es el día que almuerza en casa de su hermana la señora de Mendoza; ni ningún viernes, es el día en que saca a paseo a la sobrinita, una criatura de diecisiete años a quien tendré que retratar. ¿El traje? ¿Terciopelo negro, raso gris, chiné rosa?

—¡Qué colores para usted! —grito desesperado—. ¿No tiene algo crema, algo marfil?

—Marfil, marfil… Sí, un traje de verano, con mucho encaje y moños de cinta nacarada.

—Ese. Y perlas.

A la segunda sesión, envía una cesta; dentro, el traje. Las perlas las trae ella misma en su bolsa de brochado. Pasa a vestirse a un cuarto que he habilitado para tocador… de cualquier modo, ¡buen tocador te dé Dios! Polvos, horquillas, y sobre una mesa de pino, un espejo de siete pesetas. Tarda poco: no es mujer de coquetería, cuando se presenta en el taller, la felicito, y empalidece.

El conjunto me satisface: los tonos marfileños de la piel los suavizan el encaje y la carlanca, de perlas redondas y menudas; el pelo liso es una nota intensa y dulce; las manos, admirables, de un dibujo perfecto; y al considerarla atentamente, así en conjunto, comprendo el interés de su figura, la expresión apasionada y soñadora de los ojos y los labios. ¿Mentirá esta cara, como miente la mía? Dentro del género, este retrato puede ser más que los otros; ¿por qué no intentar que resulte algo delicado y serio? Trabajo, pues, con empeño, guiñando los párpados, alejándome, acercándome, reposando y conversando. La voz de la Ayamonte es simpática, afectuosa, algo velada; la emoción la enronquece enseguida; su conversación revela cultura extraordinaria en mujer, hasta sensibilidad artística; advierto que es la suya una organización fina y nerviosa hasta lo sumo. ¿Se parecerá en esto también a mí?

—¿Señora, no ha notado usted que es ridículo, no se burle… que hay una vaga semejanza entre la expresión de su cara y la mía?

—Quiera Dios, en favor de usted, que solo en eso nos asemejemos —contesta con calma triste.

—¿Tan mala es usted por dentro?

—Mala… no. Malaventurada.

Pausa.

—¿Malaventurada…? —repito mientras empiezo a indicar muy en esbozo las tintas amarillentas del blando y rico encaje, para entonar mejor después el rostro.

—…ísima —afirma sonriendo un poco.

No me resuelvo a insistir y la miro, vertiendo mis pupilas en las suyas. Se demuda, se estremece. Visiblemente se ha estremecido.

¿Qué haré? ¿Seré tonto si cuando se levante para mirar al retrato no le paso el brazo por el talle, o más bien la tontería consiste en meterme en la camisa de once varas del galanteo?


La Ayamonte me avisa que está algo indispuesta y no vendrá en unos días. Acuden otras señoras, sin preocuparse de la calle; no he notado más síntoma de aprensión en ellas, sino que al apearse del coche (lo he visto por la ventana), se remangan mucho el traje y pisan con melindre.

Emprendo la cromotipia de la Sarbonet, una regordeta campechana, teñida de caoba; en realidad, lo que quiere retratar es su abrigo de chinchilla y armiño verdadero. Tantos pellejos dan unas notas bonitas al lado del raso fofo, a ramos, del traje, y saco de esta mujer vulgar un pastel de los mejores, en el cual hay algo de brío. Me siento de buen humor; tomamos confianza. La Sarbonet descubre el retrato empezado de la Ayamonte y me cuenta mil chismes. La conoce desde pequeña.

—Pretenciosa, espiritada, romántica… La ha educado del modo más estrafalario su tutor…

Aquí, tos afectada.

—¿Tutor? —repito para estirar una lengua que no lo ha menester.

—Tutor, padrino, ¡qué sé yo! El famoso doctor Luz, don Mariano; el último figurín de la medicina, el que me quiso curar la jaqueca con masaje… No se ría usted, ¡qué guasón! Si no amasa él; si envía una amasadora muy borrica que le pega a uno cada cachete… En fin, que el doctor era el amigo de la casa; que asistió a la madre de Clarita en el parto, de resultas del cual murió; que apadrinó a la chica; que, según dicen, ayudó a salvar la fortuna, algo comprometida por las tonterías del coronel, el… papá, que, por fortuna, también se las lio pronto; y lo cierto es que Clara tiene una posición excelente. Solo que, ¡la educación! Aquella cabeza es una olla de grillos; tantas cosas raras aprendió… Leyó cuanto quiso, estudió extravagancias, pero…

Mohín púdico, que la cae a la Sarbonet como a un galápago una mitra.

—Pero… corrección y religiosidad… ¡ni pizca! ¡Más shocking!

Cambio de frente, inspirado por la cara que yo debía de poner:

—Y… ¿quién la arregló el traje? Ella no sería: se viste como una portera…


Ya voy teniendo en mi taller, no solo a los que se retratan, sino a algunos curiosos, aficionados, inteligentes, ociosos, flanistas, cronistas, sportmen. Vienen desperdigados; no tertulian. Desde el primer día he establecido rigoristamente que si hay una señora retratándose, no se pasa. Los encargos arrecian, he abierto un libro con fechas, plazos, indicaciones. A no ser así, no me entendería.

Ello es verdad, este caso inverosímil ocurre; me he puesto de moda en un par de meses, y llevo camino de que se me disputen, pues ya comienzan los recaditos avinagrados, las esquelas imperiosas, los gritillos nerviosos por teléfono que indican la exasperación del deseo. «¿Qué dice? ¿Que no puede hasta dentro de dos semanas? ¡Pero si para entonces tengo que irme a Sevilla! Ahora, ahora mismo». Según creen personas expertas, no deja de contribuir a este apuro el rumor de que voy a subir los precios. Noto que en Madrid la gente, al abrir el portamonedas, hace un esguince involuntario. Es que la vida moderna entra aquí con sus exigencias y refinamientos y no encuentra preparados ni los bolsillos ni las voluntades; se ha trabajado poco, se ha vegetado entre orgullo e inercia, esperando quizás estacionarse en el periodo de la alcarraza y el coche de colleras, mientras en Europa se multiplica el goce y los automóviles echan demonios; las fortunas aquí deben, pues, de ser mediocres, y en general desproporcionadas con la posición y las ansias de confortable. La gente vive la pantalla: palcos, coches, trapos quizás, y lo que no tiene que ver con esto (mis pasteles, verbigracia) es un renglón extraordinario… Total, que me asaetean a prisas por si subo. Total, que debo subir.

No por eso espero mejorar mucho mi situación económica. He cobrado dos o tres retratos ya, he dado un ten-paciencia a los anticuarios y estoy con el agua al cuello. Aún no he podido abonar la factura del sastre, que ya me la ha presentado políticamente una vez; las cuentas de carbón y plaza, administradas por la portera hinchan; el de la tienda de marcos también echa sus indirectas; y hay mil imprevistos, y el segundo plazo de la venta de mis cuatro terrones aún falta tiempo para que llegue a mi poder. Y entretanto mi estudio se ve visitado por gente de buen tono; a veces me deslizo a ofrecer una taza de té incorrectamente servida, cachifollada, entre el revoltijo de los lápices, los bocetos, las paletas cargadas y las cajas de colores; me han invitado a algunos saraos; no he ido, tengo pocas ganas —y evitaré prodigarme y ser pintor faldero, al menos en este respecto—. ¡Ah!, el mote de pintor faldero sale de la Sociedad de Acuarelistas, donde cada vez soy más impopular; los bombos de monteamor en La Época me cuestan ver muchas caras de cuerno y muchos gestos burlones. Por Cenizate sé lo que de mí se murmura. Nunca seré nada; no tengo de talento ni tanto así; soy un adulador, un degradado; me ensalzan porque intrigo, porque mi tipo afeminado encapricha a las señoras —a las bribonas, es lo literal—; sigo la brillante carrera de retratista guapo, etcétera.

Nadie se acusa con mayor severidad que me acuso yo; pero, al fin y a la postre, cuando me azotan así, es cuando me sublevo. ¿Qué hicieron ellos? Vamos a ver; ¿qué hacen, qué harán? ¿Se nos prepara una nueva generación de gran altura? ¿Dejan tantas obras maestras las exposiciones? Ellos y yo, por ahora, garrapateamos, manchamos, tanteamos… Acaso ellos, en mi pellejo, descubierto este filón de los retratos fáciles, no continuarían abrasándose, como yo, en el ansia devoradora de lo otro…

Al enterarme de estas chismografías bohemias, no pegué ojo en toda la noche; me levanté temprano, con el estómago revuelto, amarilla la tez; me parecía tener calentura; di orden a la portera de que despachase a todo el que viniese, diciendo que me encuentro algo indispuesto y no puedo recibir —a pesar de ser el día en que me pide otra vez sesión la Ayamonte—. Y, dominando un jaquecón que me parte las sienes, atiborrándome de té con el pulso temblón, vuelvo de cara a la pared los retratos empezados, sin precauciones para no borrarlos, y cogiendo un lienzo, armando mi paleta, empiezo a bocetar un cuadro al óleo: Recolección de la patata en la Mariña.

Este cuadro puedo decir que lo tengo en apuntes, en notas tomadas directamente, aldeanas. Al volver a verlas, después de tanto tiempo y tan lejos de donde las recogí, ¡qué alegría! —me parecen fuertes y sinceras. La vieja que se cubre con el paraguas de algodón azul; la mozallona que se inclina al suelo marcando sus groseras formas; la otra labriega, niña y rubia, figurita mística quemada y curtida ya por el sol y la labor; y sobre todo, el paisaje, un paisaje sin engañifas ni trapacerías; el terruño bermejo, craso, destripado por el azadón y enseñando sus riñones, las patatas; allá en el fondo, el cómaro que limita el predio. Y los colores chillones de las ropas, y el verde insolente de la vegetación, y el cielo brumoso y la augusta verdad. Me embriago componiendo, olvido las mezquindades ajenas y propias; el cuadro adelanta; me parece que lo saco de mis entrañas; lo besaría.

A las doce, la portera me sube un par de huevos estrellados y un chorizo frito.

—Déjelo usted ahí…

Ni lo miro. Incansable, continúo. Una contracción del estómago, una onda de salida en la boca, me avisan de que la bestia pide su ración. Trago los huevos fríos (¡están atroces!), y vuelta al cuadro. ¡Es que sale bien de veras! A las dos, la velada voz de la Ayamonte en la antesala:

—¿Que está enfermo?

—No, señora; un poco indispuesto más… Se ha acostao.

Y la voz, enronquecida:

—Si se empeora, avíseme, calle… número… Anochecido, volveré a preguntar.

¡Al diablo! A mi recolección de patatas. Sin moverme, he pintado desde las siete de la mañana hasta las cuatro de la tarde; y ya no veo, siento vértigo, me duele todo; pero el cuadro está ahí, planteado, completo, faltando únicamente pormenores de ejecución. Me enderezo; las piernas me tiemblan; oscurece ya, y tambaleándome me dirijo a mi alcoba, me acuesto, me quedo dormido con sueño profundísimo, de piedra.

¡Las diez de la noche! Duermo ha largo tiempo. Despierto aturdido, en la oscuridad. Doy luz eléctrica y miro el reloj. Alboroto a la portera.

—Pronto, algo de comer… Al café de más cerca… Chuletas, magras, tortilla…

—Esa señora, la del retrato, dos veces ha venido a preguntar…

Una esquela a la Ayamonte para fijar sesión. Que la lleven mañana temprano. Devoro la cena con placer de cerdo; me acuesto, lastrado, y otra vez el sueño brutal, abrumador, como un mazazo. Esto ha sido una orgía nerviosa, y claro, al salir de ella, la sedación se impone.


Febrero

¡Incidente! La Ayamonte acude puntual al otro día, a la dos y media, a pesar de que hace un frío espantoso y cae una ligera nevada.

—¿Cómo ha atravesado usted? Caliéntese esos piececitos… Prolongaremos la sesión porque hoy no vendrá, de seguro, nadie más que usted. Las demás modelos, con este día, y atravesar a pie la calle de Jardines…

Lo que he dicho es casi una inconveniencia. Lo noto, porque la veo fruncir el ceño; sus pupilas se llenan de sombra. Viene envuelta en pieles: jaquette de nutria, abierta sobre un corpiño de raso negro; boa muy largo, manguito enorme.

¡Por Dios! No se vista hoy, señora —murmuro para hacer olvidar mi tontería—. Se agriparía usted otra vez. Estudiaremos las manos. ¿Me permite usted que…?

Avanzo y se las coloco; a mi proximidad la veo conmovida y escucho distintamente, al través del raso, el salto impetuoso del corazón.

—Vamos, ya está… Me quiere… —pienso con marmórea indiferencia.

Y, en alto, la sarta de imbecilidades:

—Descansemos. Hablemos un momento… ¿Verdad que usted me lo permite? Tiene usted una mano divina. En vez de besarla, me bajo y rozo con la boca la frente descolorida, tersa, el lacio pelo.

Primero, el movimiento instintivo, sin cálculo, de echarse atrás; luego, una sonrisa de resignación, aceptando probablemente la fatalidad de que el sentimiento haya de concretarse en el gesto eterno, monótono, sin diferencia ni respeto a la categoría de las almas. Yo, que por lo mismo que no siento hondo soy apremiante, nada trovador, veo la sonrisa, sé comprenderla, y adopto una actitud en que hay respeto y arrullo: medio sentado, medio inclinado, la rodeo el talle con un brazo y mi mano busca el calor y la suavidad de la nutria. Acaso el contacto con la densa piel del animal es lo único que me produce grata sensación. Por lo demás, empiezo a encontrar que todo esto es ridículo, y que lo mejor sería estudiar las manos concienzudamente. Mientras discurro así, conservando mi dura lucidez, la rutina me obliga a murmurar al oído de Clara cosas tiernas, los inevitables: «¿Verdad que tenía que suceder?», los… «¿A que no te lo figurabas cuando entraste aquí?». La chubesqui, mal arreglada hoy, calienta poco; y el frío, que me engarrota bajo la blusa de dril, es lo que me impulsa a acercar la cara a otra cara fría también como el hielo, y por la cual veo con asombro, deslizarse despacio glaciales, perlinas, dos lágrimas.

Con un movimiento de desagrado, compruebo en mi interior la extraña impresión de siempre: el instintivo desprecio hacia la mujer que se me rinde. ¿No hay en esto algo de anormal, no es una inferioridad de mi alma? ¿O es que me ha embrujado, al nacer, la celosa quimera?


La vizcondesa de Ayamonte, al doctor D. Mariano Luz Irazo, en Berlín. Madrid

Padrino mío querido: ¿a quién sino a ti ha de volver los ojos la pobre Clara, cuando se ve otra vez envuelta, arrebatada por lo que tú llamas mi huracán?

Bien sabes que no tengo a nadie más, padrino. Y mira si es triste repetir esta verdad, al punto en que el huracán sopla y me lleva en volandas. Los condenados por pasión, en el remolino del Infierno de Dante, van siquiera dos a dos, eternamente enlazados; a fe que eso solo convertirá el infierno en cielo. ¡Ay del que gira y gira suelto a incalculable distancia de quien debiera ser su compañero hasta más allá de la vida terrestre!

Veo desde aquí la cara preocupada y ceñuda que pones. Ahora te explicas por qué he dejado pasar tres o cuatro semanas conformándote con postales lacónicas como telegramas. Padrino: aunque te quiero más y de otro modo que a un padre —¡ya lo creo!, ¡con qué padre se tiene semejante confianza!—, y a pesar de todas tus doctrinas, experimento siempre confusión, sobre todo en los comienzos, mientras dura la penumbra y la indecisión del amanecer, y me da a un tiempo alegría y pena que te enteres, con encontrarme segura de tu indulgencia admirable de filósofo y de tu cariño infinito, tan probado.

¡Cuidado que te debo favores en este mundo! Déjame que los recuente: si no es por agradecerlos, no: si es por acariciarme el corazón con la memoria de que alguien me ha querido de veras y me seguirá queriendo sin cambio ni tibieza posible. Si la desgracia de quedar huérfana tan temprano pudiese compensarse, me la hubiese compensado tu abnegación. Al principio dedicaste toda tu ciencia —¡mira si es dedicar!— a robustecerme: tuviste que pelear como una fiera, mejor dicho, como un héroe, con mi delicadísima complexión y mi propensión a recoger el contagio o el germen infeccioso que pasase. ¿Te acuerdas de mi ataque de angina diftérica? ¿Querrás creer que constantemente te veo inclinado sobre mi camita, como eras entonces, con la tez morena, las barbazas negras, el pelo revuelto, negrísimo también, la frente pequeña que ya surcaban precoces arrugas? ¡Ahora ha nevado sobre tu frente inteligente y estás más simpático aún, padrino!

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9788412124804
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Serideki Birinci kitap "Trilogía: Triunfo, amor y muerte"
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