Kitabı oku: «100 Clásicos de la Literatura», sayfa 2
Nadie, es innecesario decirlo, volvió a mencionar los caballos. Tom y miss Baker, separados por un metro de crepúsculo, se dirigieron a la biblioteca, como a velar un cadáver perfectamente tangible, mientras, intentando parecer gratamente interesado y un poco sordo, yo seguía a Daisy a través de una serie de galerías que partían del porche. Nos sentamos en la penumbra, en un sofá de mimbre.
Daisy puso la cara entre las manos como para sentir sus rasgos perfectos, y su mirada se perdió poco a poco en la oscuridad de terciopelo. Me di cuenta de que la dominaba la fuerza de sus emociones y, pensando que así la tranquilizaría, le pregunté por la niña.
—Tú y yo no nos conocemos demasiado, Nick —dijo de pronto—. Aunque seamos primos. No fuiste a mi boda.
—No había vuelto de la guerra.
—Es verdad —dudó—. Bueno, lo he pasado mal, Nick, y me he vuelto una cínica.
Tenía, evidentemente, razones para serlo. Esperé, pero no dijo nada más, y al cabo de un momento volví sin demasiada convicción al tema de su hija.
—Supongo que habla y… come, y esas cosas.
—Ah, sí —me miró, ausente—. Oye, Nick: deja que te cuente lo que dije cuando nació. ¿Quieres saberlo?
—Por supuesto.
—Eso te demostrará lo que he llegado a sentir acerca de… todo. Bueno, la niña tenía menos de una hora y Tom estaba Dios sabe dónde. Me desperté de la anestesia con una sensación de profundo abandono, y le pregunté a la enfermera si era niño o niña. Me dijo que era una niña, y volví la cabeza y me eché a llorar. «Estupendo», dije, «me alegra que sea una niña. Y espero que sea tonta. Es lo mejor que en este mundo puede ser una chica: una tontita preciosa». Ya ves, creo que la vida es terrible —continuó, muy convencida—. Todo el mundo lo piensa, las personas de ideas más avanzadas. Y yo lo sé. He estado en todas partes, he visto todo y he hecho todo —lanzó una mirada desafiante a su alrededor, a la manera de Tom, y se echó a reír con impresionante desprecio—. Sofisticada… Dios mío, ¡qué sofisticada soy!
En cuanto la voz se apagó y dejó de exigirme atención y confianza, tuve conciencia de la insinceridad básica de todo lo que había dicho. Y me sentí incómodo, como si toda la velada hubiera sido una trampa para extraer de mí una contribución sentimental. Esperé y, en efecto, al momento me miró con una espléndida sonrisa de satisfacción, como si me hubiera confesado su pertenencia a una distinguida sociedad secreta a la que tanto ella como Tom estaban afiliados.
Dentro de la casa, el salón carmesí florecía de luz. Tom y miss Baker se sentaban en los extremos del amplio sofá, y miss Baker leía en voz alta un artículo del Saturday Evening Post: las palabras, en un susurro, sin inflexiones, se fundían en una melodía de efectos sedantes. La luz de la lámpara resplandecía en las botas de montar, perdía brillo en el pelo amarillo otoñal de miss Baker, y destellaba en el papel cada vez que pasaba la página y palpitaba la delicada musculatura de sus brazos.
Cuando entramos, nos obligó, alzando una mano, a mantener silencio unos segundos.
—Continuará —dijo, y arrojó la revista sobre la mesa— en nuestro próximo número.
El cuerpo impuso su poder con un movimiento impaciente de las rodillas, y miss Baker se puso de pie.
—Las diez —señaló, como si comprobara la hora en el techo—. Es hora de que esta niña buena se acueste.
—Jordan participa mañana en el torneo de Westchester —explicó Daisy.
—Ah, ¡eres Jordan Baker!
Ahora sabía por qué su cara me resultaba familiar: aquella expresión agradable y desdeñosa me había mirado desde muchas fotografías en huecograbado en las páginas de noticias sobre la vida deportiva en Asheville, Hot Springs y Palm Beach. También me habían llegado chismes sobre ella, una historia negativa y desagradable, de la que me había olvidado hacía tiempo.
—Buenas noches —dijo en voz baja—. ¿Te importaría despertarme a las ocho?
—Si piensas levantarte.
—Pienso levantarme. Buenas noches, mister Carraway. Nos veremos pronto.
—Claro que os veréis pronto —confirmó Daisy—. E incluso pienso organizar una boda. Ven a menudo, Nick, y ya veré yo…, ay, cómo juntaros. Ya sabes… Encerraros sin querer en un armario, o lanzaros al mar en un bote, cosas así…
—Buenas noches —dijo miss Baker desde la escalera—. No he oído ni una palabra.
—Es una chica estupenda —dijo Tom al cabo del rato—. No deberían dejarla viajar así por el país.
—¿Quién no debería? —preguntó Daisy, fría.
—Su familia.
—Su familia es una tía que debe de tener mil años. Además, Nick la va a cuidar, ¿verdad, Nick? Jordan va a pasar con nosotros este verano bastantes fines de semana. Creo que tener un hogar le hará mucho bien.
Daisy y Tom se miraron un momento en silencio.
—¿Es de Nueva York? —pregunté inmediatamente.
—De Louisville. Allí pasamos juntas la adolescencia inmaculada. La adolescencia inmaculada y maravillosa…
—¿Le has estado contando secretos a Nick en la terraza? —preguntó Tom de repente.
—¿Te he contado secretos? —me miró Daisy—. No me acuerdo, pero creo que hemos hablado de la raza nórdica. Sí, estoy segura. Casi sin darnos cuenta, ya sabes, lo primero que…
—No te creas todo lo que te cuenten, Nick —me aconsejó Tom.
Dije despreocupadamente que no me habían contado nada, y pocos minutos después me levanté para irme a casa. Me acampanaron a la puerta y se detuvieron, juntos, en un radiante cuadrado de luz. Cuando arrancaba el coche, Daisy gritó perentoriamente: «¡Espera!»
—Se me ha olvidado preguntarte algo importante. Nos han llegado noticias de que te has prometido con una chica del Oeste.
—Es verdad —corroboró Tom con calor—. Nos han dicho que te habías prometido.
—Es mentira. Soy demasiado pobre.
—Pues nos lo han dicho —insistió Daisy y, para mi sorpresa, volvía a abrirse como una flor—. Nos lo han dicho tres personas, así que tiene que ser verdad.
Yo sabía, por supuesto, a qué se referían, pero no estaba ni vagamente prometido. El hecho de que los cotilleos hubieran dado por publicadas las amonestaciones fue una de las razones de que me fuera al Este. No se puede dejar de salir con una vieja amiga por culpa de las habladurías, y, por otra parte, tampoco tenía intención de casarme por lo que dijeran unos y otros.
El interés de Tom y Daisy me conmovió bastante: me parecieron más cercanos, menos remotamente ricos. Sin embargo, ya en el coche, me sentía confuso y un poco disgustado. Pensaba que la obligación de Daisy era salir corriendo de la casa con la niña en brazos, aunque, por lo visto, no tenía la menor intención de hacer tal cosa. En cuanto a Tom, que tuviera «una mujer en Nueva York» era menos sorprendente que el hecho de que un libro lo hubiera deprimido tanto. Algo lo llevaba a roer lo más superficial de unas cuantas ideas rancias como si su egoísmo, físico, rotundo, ya no bastara para alimentar a su corazón apremiante.
Se notaba el verano en los tejados de los hoteles de carretera y en las estaciones de servicio, donde los surtidores rojos, nuevos, se levantaban sobre charcos de luz, y cuando llegué a mi casa en West Egg aparqué el coche en el cobertizo y me senté un rato en el jardín, en un cortacésped abandonado. Ya no soplaba el viento, que había dejado una noche clara y ruidosa, con alas que batían en los árboles y el sonido persistente de un órgano, como si el fuelle poderoso de la tierra insuflara vida a las ranas. La silueta de un gato se movió vacilante a la luz de la luna y, al volver la cabeza para mirarlo, vi que no estaba solo: a unos quince metros de distancia una figura había surgido de la sombra de la mansión de mi vecino y de pie, con las manos en los bolsillos, contemplaba la pimienta plateada de las estrellas. Algo en la lentitud de sus movimientos y en la seguridad con que apoyaba los pies en el césped me sugirió que se trataba de mister Gatsby, que había salido a calcular qué parte le correspondía del firmamento local.
Decidí llamarlo. Miss Baker había mencionado su nombre durante la cena, y eso serviría de presentación. Pero no lo llamé, porque de pronto dio pruebas de sentirse a gusto solo: extendió los brazos de un modo extraño hacia el agua oscura y, aunque yo estaba lejos, habría jurado que temblaba. Miré al mar en un gesto automático… y no vi nada, salvo una luz verde, lejana y mínima, que quizá fuera el extremo de un muelle. Cuando fui a mirar otra vez a Gatsby, había desaparecido, y yo volvía a estar solo en la oscuridad sin sosiego.
2
A medio camino entre West Egg y Nueva York la carretera confluye de pronto con la línea del ferrocarril y corre a su lado cerca de cuatrocientos metros, como si quisiera evitar cierta extensión de tierra desolada. Es un valle de cenizas: una granja fantástica donde las cenizas crecen como el trigo hasta convertirse en cordilleras, colinas y jardines grotescos; donde las cenizas toman la forma de casas y chimeneas y humo y, por fin, en un esfuerzo trascendental, de hombres de ceniza que se agitan como sombras y se deshacen en el aire polvoriento. De vez en cuando una fila de vagones grises se arrastra por una vía invisible, se estremece en un crujido espectral y se detiene, e inmediatamente los hombres de ceniza salen como un enjambre con palas que parecen de plomo y levantan una nube impenetrable que nos oculta sus misteriosas operaciones.
Pero sobre la tierra gris y las ráfagas de polvo inhóspito que soplan incesantemente sobre ella, se distinguen, al cabo de un momento, los ojos del doctor T. J. Eckleburg. Los ojos del doctor T. J. Eckleburg son azules y gigantes: sus pupilas casi alcanzan un metro de altura. No miran desde una cara, sino desde unas enormes gafas amarillas que se apoyan en una nariz inexistente. Algún oculista insensato y bromista los debió de poner ahí para aumentar su clientela en la zona de Queens, y luego se hundió en la ceguera eterna, o los olvidó y se fue a otra parte. Pero sus ojos, algo deslucidos por los muchos días expuestos a la lluvia y al sol sin recibir jamás una mano de pintura, siguen meditando tristemente sobre el solemne vertedero.
Un riachuelo sucio limita el valle de cenizas por uno de sus flancos, y, cuando el puente levadizo se alza para que pasen las barcazas, los pasajeros de los trenes pueden quedarse media hora contemplando el lúgubre lugar mientras esperan. Es inevitable detenerse allí, aunque sea un momento, y precisamente por eso conocí a la amante de Tom Buchanan.
El hecho de que tuviese una amante era muy comentado en los ambientes que frecuentaba Tom. Sus amistades consideraban una ofensa que se presentara con ella en los bares de moda y, dejándola en una mesa, se paseara por el local, charlando con unos y otros. Yo sentía curiosidad por verla, pero no quería que me la presentaran, como ocurrió por fin. Una tarde fui con Tom a Nueva York en tren, y cuando nos detuvimos junto a los montones de ceniza se levantó de un salto y, cogiéndome por el codo, me forzó literalmente a bajar del vagón.
—Nos apeamos —enfatizó lo obvio—. Quiero presentarte a mi chica.
Creo que había bebido demasiado en la comida, y la determinación con que me obligaba a acompañarlo bordeaba la violencia. Su arrogancia daba por supuesto que un domingo por la tarde yo no tenía otra cosa mejor que hacer.
Lo seguí cuando saltó la barrera del tren, pintada de blanco, y retrocedimos unos cien metros por la carretera bajo la mirada insistente del doctor Eckleburg. El único edificio a la vista era una casa de ladrillo amarillo que se levantaba en el límite de la tierra baldía, en una especie de calle principal mínima que bastaba para satisfacer sus necesidades y desembocaba en la nada absoluta. Había tres negocios: uno se alquilaba y otro era un restaurante que abría toda la noche y al que se llegaba par un camino de cenizas. El tercero era un garaje —Reparaciones. GEORGES B. WILSON. Compraventa de automóviles—, en el que entré detrás de Tom.
El interior, vacío, era miserable: el único coche visible eran los restos polvorientos de un Ford, encogido en un rincón oscuro. Estaba pensando que aquel garaje fantasmal sólo podía ser una cortina de humo que ocultaba lujosos y románticos apartamentos en la planta de arriba, cuando apareció el dueño en la puerta de la oficina, limpiándose las manos con un trapo. Era un hombre rubio, apocado, anémico y de cierta belleza desvaída. Nos vio y los ojos, azules, húmedos y muy claros, se le iluminaron de esperanza.
—Hola, Wilson, viejo —dijo Tom jovialmente, dándole una palmada en el hombro—. ¿Cómo va la cosa?
—No me puedo quejar —respondió Wilson sin convencer a nadie—. ¿Cuándo va usted a venderme el coche?
—La semana que viene: tengo al chófer arreglándolo.
—No se da prisa, ¿verdad?
—Se equivoca —dijo Tom con frialdad—. Pero, si lo cree así, quizá lo mejor sea que le venda el coche a otro.
—No es eso lo que digo —se apresuró a explicar Wilson—. Lo que digo es que…
Su voz se fue apagando y Tom miró impaciente a su alrededor. Entonces oí pasos en la escalera y, al momento, la pesada silueta de una mujer tapó la luz de la puerta de la oficina. Debía de tener unos treinta y cinco años, y estaba un poco gorda, pero lucía sus carnes con esa sensualidad de la que algunas mujeres son capaces. No había rasgos ni atisbo de belleza en su cara, que surgía de un vestido de seda azul oscuro a lunares, pero aquella mujer poseía una vitalidad inmediatamente perceptible, como si los nervios de su cuerpo estuvieran siempre al rojo vivo. Sonreía con calma, y pasando a través del marido como si fuera un fantasma, le estrechó la mano a Tom, mirándolo intensamente a los ojos. Se humedeció los labios y, sin volverse, le dijo a su marido con una voz suave y ordinaria:
—Trae sillas, que se pueda sentar la gente.
—Ah, sí —asintió inmediatamente Wilson, y fue a la oficina, confundiéndose en el acto con el color cemento de las paredes.
Polvo blanco y ceniciento le cubría el traje oscuro y el pelo pálido como cubría todo lo que había a su alrededor, excepto a su mujer, que se había acercado a Tom.
—Quiero verte —dijo Tom con decisión—. Coge el próximo tren.
—Muy bien.
—Espérame en el puesto de periódicos del andén de abajo.
La mujer asintió y se separó de Tom en el momento preciso en que George Wilson salía de la oficina con dos sillas.
La esperamos en la carretera, donde no podían vernos. Faltaban pocos días para el Cuatro de Julio, y un niño italiano, gris y escuálido, ponía una fila de petardos en la vía del tren.
—Terrible lugar, ¿verdad? —dijo Tom, intercambiando con el doctor Eckleburg una mirada de disgusto.
—Horrible.
—A ella le viene bien salir.
—¿Al marido no le importa?
—¿Wilson? Cree que va a Nueva York a ver a su hermana. Es tan tonto que ni siquiera sabe que está vivo.
Así que Tom Buchanan, su chica y yo fuimos juntos a Nueva York. O no exactamente juntos, porque mistress Wilson viajó discretamente en otro vagón. Era una deferencia de Tom con la susceptibilidad de los habitantes de East Egg que pudieran ir en el tren.
Mistress Wilson se había cambiado el vestido por uno de muselina marrón estampada que se le ajustó restallante a las anchas caderas cuando Tom la ayudó a apearse en el andén de Nueva York. En el puesto de periódicos compró el Town Tattle y una revista de cine, y en el drugstore de la estación crema facial y un perfume. Arriba, en la entrada solemne y llena de ecos, rechazó cuatro taxis antes de elegir uno, nuevo, de color lavanda, con la tapicería gris, y en él nos alejamos de la gran estación, hacia la espléndida luz del sol. Pero inmediatamente mistress Wilson dejó de prestar atención a la ventanilla, se inclinó hacia delante, y golpeó en el cristal que nos separaba del chófer.
—Quiero uno de esos perros —dijo muy seria—. Quiero uno para el apartamento. Es bueno tener… un perro.
Dimos marcha atrás en busca de un viejo ceniciento que se parecía de un modo absurdo a John D. Rockefeller. En una cesta que le colgaba del cuello se encogían de miedo un puñado de cachorros recién nacidos, de raza indeterminada.
—¿Qué tipo de perros son? —preguntó mistress Wilson con verdadera ilusión, cuando el hombre se acercó a la ventana del taxi.
—De todos los tipos. ¿Qué tipo busca usted, señora?
—Me gustaría un perro policía, pero supongo que no tendrá ninguno de esa raza.
El hombre miró con ojos inseguros dentro de la cesta, metió la mano y sacó un cachorro que no paraba de moverse, cogiéndolo por el cuello.
—No es un perro policía —dijo Tom.
—No, no es exactamente un perro policía —dijo el hombre, con algo de decepción—. Yo más bien diría que es un Airedale —pasó la mano por el lomo pardo, que parecía un paño de cocina—. Fíjese en el pelo. Qué pelo. Este perro jamás le dará la lata con un resfriado.
—Me parece precioso —dijo mistress Wilson con entusiasmo—. ¿Cuánto cuesta?
—¿Este perro? —el hombre lo miró con verdadera admiración—. Para usted serán diez dólares.
El Airedale —indudablemente había implicado algún remoto Airedale en el asunto, aunque aquellas patas fueran llamativamente blancas— cambió de dueño y fue a caer en el regazo de mistress Wilson, que acarició con arrobo aquel pelaje a prueba de las inclemencias del tiempo.
—¿Es niño o niña? —dijo con delicadeza.
—¿Este perro? Es niño.
—Es una perra —dijo Tom terminantemente—. Aquí tiene su dinero. Vaya y cómprese diez perros más.
Entramos en la Quinta Avenida, cálida y adormilada, casi pastoral, en la tarde veraniega de domingo. No me hubiera extrañado ver aparecer en una esquina un gran rebaño de ovejas blancas.
—Pare —dije—. Tengo que dejaros aquí.
—De eso nada —me interrumpió Tom—. Myrtle se ofendería si no subes al apartamento. ¿Verdad, Myrtle?
—Venga —me insistió mistress Wilson—. Llamaré por teléfono a mi hermana Catherine. Los que entienden dicen que es muy guapa.
—Me gustaría ir, pero…
No nos detuvimos, volvimos a acortar por Central Park hacia el oeste y las calles Cien. En la calle Ciento cincuenta y ocho el taxi se paró ante un trozo del gran pastel blanco de un edificio de apartamentos. Lanzando al vecindario una mirada de reina que vuelve al hogar, mistress Wilson cogió el perro y sus otras compras y entró en la casa con aires de grandeza.
—Voy a llamar a los McKee —anunció mientras subíamos en el ascensor—. Y a mi hermana, claro.
El apartamento estaba en el ático: una pequeña sala de estar, un pequeño comedor, un pequeño dormitorio y un cuarto de baño. Hasta la puerta del cuarto de estar se acumulaban los muebles, tapizados y demasiado grandes, y dar un paso significaba tropezarse con escenas de damas columpiándose en los jardines de Versalles. El único cuadro era una fotografía muy ampliada, desenfocada, de lo que parecía ser una gallina posada en una piedra. Mirada desde lejos, sin embargo, la gallina se convertía en una cofia, y el semblante de una dama anciana y corpulenta resplandecía en la habitación. Había encima de la mesa varios números atrasados de Town Tattle, un ejemplar de Simón, llamado Pedro y algunas revistas de cotilleos de Broadway. Mistress Wilson se preocupó del perro ante todo. Un ascensorista fue de mala gana a por leche y un cajón con paja, a lo que añadió por iniciativa propia una lata de galletas para perro grandes y duras, una de las cuales pasó la tarde deshaciéndose apáticamente en el cuenco de leche. Y, mientras, Tom sacó una botella de whisky de una cómoda cerrada con llave.
Sólo me he emborrachado dos veces en mi vida, y la segunda fue aquella tarde, así que una confusa capa de niebla empaña todo lo que pasó, aunque un sol espléndido iluminó el apartamento hasta pasadas las ocho. Sentada encima de Tom, mistress Wilson llamó por teléfono a varias personas, y luego se acabaron los cigarrillos, y bajé a comprar a la tienda de la esquina. Cuando volví, los amantes habían desaparecido, y yo me senté prudentemente en el cuarto de estar y leí un capítulo de Simón, llamado Pedro: o era infame o el whisky distorsionaba las cosas, porque aquello no tenía ningún sentido.
En el momento en que Tom y Myrtle (después de la primera copa mistress Wilson y yo nos tuteamos) reaparecieron, los invitados empezaron a llegar al apartamento.
La hermana, Catherine, era una chica delgada y con mucho mundo de unos treinta años, pelirroja, pelada como un muchacho y peinada con brillantina, y de una blancura láctea, cosmética. Se había depilado las cejas y se las había repintado en un ángulo más elegante, pero los esfuerzos de la naturaleza para restaurar la línea antigua le daban a la cara una expresión incoherente. Cuando Catherine se movía, el cascabeleo en sus brazos de las innumerables pulseras baratas producía un tintineo incesante. Entró con tal ansiedad de propietaria, y miró el mobiliario tan posesivamente, que pensé que quizá fuera aquélla su casa. Pero se lo pregunté y se echó a reír de un modo exagerado, repitiendo mi pregunta en voz alta. Me dijo que vivía con una amiga en un hotel.
Mister McKee era un hombre femenino, pálido, el vecino del piso de abajo. Acababa de afeitarse, porque tenía una mancha blanca de espuma en la mejilla, y mostró un extraordinario respeto al saludar a cada uno de los presentes. Me informó de que trabajaba «en el mundillo artístico», y más tarde me enteré de que era fotógrafo y de que había hecho la borrosa ampliación de la madre de mistress Wilson que flotaba en la pared como un ectoplasma. Su mujer era estridente, lánguida, bella y horrible. Me dijo con orgullo que su marido la había fotografiado ciento veintisiete veces desde el día de la boda.
Mistress Wilson se había cambiado de ropa poco antes, y ahora lucía un complicado vestido de tarde de gasa color crema que dejaba a su paso un frufrú permanente cuando se movía por la habitación. Bajo la influencia del vestido su personalidad también experimentó un cambio. La intensa vitalidad del garaje, tan perceptible, se había transformado en una impresionante fatuidad. Su risa, sus gestos, sus afirmaciones fueron volviéndose más afectados por momentos, y, conforme ella se expandía, la habitación menguaba a su alrededor, hasta que, ruidosa y chirriante, mistress Wilson pareció girar sobre una peana en el aire lleno de humo.
—Tesoro —le gritó a su hermana, con voz remilgada y aguda—, toda esa gentuza te engañará siempre. Sólo piensan en el dinero. Vino una mujer la semana pasada a arreglarme los pies y, cuando me dio la cuenta, era como si me hubiera operado de apendicitis.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó mistress McKee.
—Mistress Eberhardt. Se dedica a arreglar pies a domicilio.
—Me encanta tu vestido —observó mistress McKee—. Me parece maravilloso.
Mistress Wilson rechazó el cumplido levantando desdeñosamente una ceja.
—Está viejísimo —dijo—. Sólo me lo pongo cuando no me importa la pinta que llevo.
—Pues te sienta de maravilla, no sé si me entiendes —continuó mistress McKee—. Si Chester te fotografiara en esa pose, haría algo aprovechable.
Todos miramos en silencio a mistress Wilson, que se apartó de los ojos un mechón de pelo y nos devolvió la mirada con una sonrisa radiante. Mister McKee la estudió con atención, ladeando la cabeza, y luego se puso la mano delante de la cara y la movió hacia atrás y hacia delante.
—Cambiaría la luz —dijo al cabo de un momento—. Me gustaría resaltar el modelado de las facciones, e intentaría captar el pelo de la nuca.
—Yo no cambiaría la luz —proclamó mistress McKee—. Me parece que es…
Su marido dijo «Shsss» y todos volvimos a mirar a la modelo, cuando Tom bostezó audiblemente y se puso de pie.
—Beban algo, pareja —les dijo a los McKee—. Trae más hielo y más agua mineral, Myrtle, antes de que se duerma todo el mundo.
—Mira que le dije al chico que trajera hielo —Myrtle levantó las cejas, desesperada por la holgazanería de las clases bajas—. ¡Qué gente! Tienes que estar detrás de ellos todo el tiempo.
Me miró y se rio sin motivo. Luego cogió y besó al perro en un arrebato y entró majestuosamente en la cocina como si un equipo de cocineros estuviera esperando sus órdenes.
—En Long Island he hecho cosas muy interesantes —declaró mister McKee.
Tom lo miró sin entenderlo.
—Dos las tenemos enmarcadas abajo.
—¿Dos qué? —preguntó Tom.
—Dos estudios. Uno lo he titulado Montauk Point: las gaviotas, y el otro Montauk Point: el mar.
Catherine, la hermana, se sentó a mi lado en el sofá.
—¿Tú también vives en Long Island? —me preguntó.
—Vivo en West Egg.
—¿Sí? Estuve allí en una fiesta, hace un mes más o menos. En casa de un tal Gatsby. ¿Lo conoces?
—Vive al lado de mi casa.
—Dicen que es sobrino o primo del káiser Guillermo. Que por eso tiene tanto dinero.
—¿Sí?
Asintió.
—Me da miedo. No me gustaría nada que la tomara conmigo.
Esta apasionante información sobre mi vecino fue interrumpida por mistress McKee, que de repente señalaba a Catherine con el dedo.
—Chester, creo que podrías hacer algo con ella —proclamó, pero el señor McKee se limitó a asentir con aire de aburrimiento, y volvió a concentrar su atención en Tom.
—Si pudiera introducirme, me gustaría trabajar más en Long Island. Lo único que pido es que me dejen empezar.
—Hable con Myrtle —dijo Tom, soltando una risotada y aprovechando que mistress Wilson llegaba de la cocina con una bandeja—. Ella le dará una carta de presentación, ¿verdad, Myrtle?
—¿Dar qué? —preguntó, sorprendida.
—Le darás a McKee una carta de presentación para tu marido, para que haga unos cuantos estudios suyos —siguió moviendo los labios, en silencio, mientras inventaba—. George B. Wilson en el surtidor de gasolina, o algo así.
Catherine se inclinó sobre mí, muy cerca, y me murmuró al oído:
—Ninguno de los dos soporta a la persona con la que están casados.
—¿No?
—No los aguantan —miró a Myrtle y luego a Tom—. Y digo yo: ¿por qué siguen viviendo con esas personas si no las aguantan? Si yo fuera ellos, me divorciaría y volvería a casarme inmediatamente.
—¿Ella tampoco quiere a Wilson?
La respuesta fue inesperada, porque vino de Myrtle, que había oído mi pregunta. Y fue violenta y obscena.
—Ya ves —exclamó Catherine triunfalmente. Volvió a bajar la voz—. Es la mujer de él la que los separa. Es católica, y los católicos no creen en el divorcio.
Daisy no era católica, y me impresionó un poco lo rebuscado de la mentira.
—Cuando se casen —continuó Catherine— se irán al Oeste por un tiempo, hasta que todo haya pasado.
—Sería más discreto irse a Europa.
—Ah, ¿te gusta Europa? —exclamó, sorprendiéndome—. Acabo de volver de Montecarlo.
—¿Sí?
—El año pasado. Fui con otra chica.
—¿Estuvisteis mucho tiempo?
—No, fuimos a Montecarlo y volvimos. Fuimos vía Marsella. Teníamos más de mil doscientos dólares cuando empezamos, y en dos días nos habían desplumado hasta el último centavo. Lo pasamos fatal en el viaje de regreso, te lo puedo asegurar. ¡Dios mío, qué ciudad tan aborrecible!
El cielo del atardecer, semejante a la miel azul del Mediterráneo, resplandeció un instante en la ventana, y entonces la voz estridente de mistress McKee me devolvió a la habitación.
—También yo estuve a punto de cometer un error —afirmaba con energía—. Estuve a punto de casarme con un judío insignificante que llevaba años detrás de mí. Yo sabía que no estaba a mi altura. Y todos me decían: «Lucille, ese hombre no está a tu altura». Pero se habría salido con la suya, seguro, si no hubiera conocido a Chester.
—Sí, pero escucha —dijo Myrtle Wilson, moviendo la cabeza arriba y abajo—, tú por lo menos no te casaste.
—Por supuesto.
—Yo sí me casé —dijo Myrtle, en un tono de ambigüedad.
—¿Por qué te casaste, Myrtle? —preguntó Catherine—. Nadie te obligó.
Myrtle meditó la respuesta.
—Me casé porque creí que era un caballero —dijo por fin—. Creí que sabía lo que es una buena educación, pero no valía ni para limpiarme los zapatos con la lengua.
—Pues durante un tiempo estuviste loca por él —dijo Catherine.
—¡Loca por él! —exclamó Myrtle con incredulidad—. ¿Quién ha dicho que estaba loca por él? Jamás he estado más loca por él que por ese hombre.
De repente me señaló con el dedo, y todos me miraron acusadoramente. Intenté que mi expresión dejara claro que yo no aspiraba a ningún tipo de aprecio.
—Mi única locura fue casarme. E inmediatamente supe que me había equivocado. Él le pidió prestado a no sé quién su mejor traje para la boda, y no me dijo ni una palabra, y el hombre vino a por su traje un día que mi marido no estaba. «Ah, ¿el traje es suyo?», dije, «pues ahora me entero». Se lo di y luego me eché en la cama y me pasé la tarde llorando sin parar.
—Tendría que separarse —me resumió Catherine—. Llevan once años viviendo en el altillo de ese garaje. Y Tom es el primer amigo que ha tenido.
La botella de whisky —la segunda— ahora estaba muy solicitada por todos los presentes, exceptuando a Catherine, que «se sentía bien sin nada». Tom llamó al conserje y lo mandó a por unos sándwiches famosos que valían por una cena completa. Yo tenía ganas de irme y pasear hacia el este en dirección al parque, a la luz suave del crepúsculo, pero cada vez que intentaba despedirme me veía enredado en alguna ruidosa discusión sin sentido, que me retenía, como si me hubieran atado. Dominando la ciudad, sin embargo, nuestra fila de ventanas iluminadas ofrecería su parte de secreto humano al observador ocasional de las calles oscuras, algo que también era yo, mirando y maravillándome. Yo estaba dentro y fuera, a la vez encantado y repelido por la inagotable variedad de la vida.
Myrtle acercó su silla, y de repente su aliento cálido derramó sobre mí la historia del primer encuentro con Tom.
—Fue en esos dos asientos pequeños, uno frente a otro, que siempre son los últimos que quedan libres en el tren. Iba a Nueva York a ver a mi hermana y a pasar la noche. Tom iba vestido de etiqueta, con zapatos de charol, y yo no podía quitarle los ojos de encima, pero, si él me miraba, fingía leer el anuncio que había más arriba de su cabeza. Cuando llegamos a la estación, lo sentí cerca, y la pechera blanca de su camisa me oprimía el brazo, así que le dije que iba a llamar a un policía, pero él sabía que no era verdad. Yo estaba tan excitada cuando me subí con él al taxi que apenas si me di cuenta de que no tomaba el metro. Lo único que pensaba, una y otra vez, era: «No vas a vivir eternamente; no vas a vivir eternamente».