Kitabı oku: «100 Clásicos de la Literatura», sayfa 4
Cegada por el resplandor de los faros y confundida por el incesante gemir de las bocinas, la aparición se tambaleó unos segundos antes de reparar en el hombre del guardapolvo.
—¿Qué pasa? —preguntó muy tranquilo—. ¿Nos hemos quedado sin gasolina?
—¡Mire!
Media docena de dedos señalaron hacia la rueda amputada. La miró fijamente un momento y luego miró hacia arriba como si sospechara que había llovido del cielo.
—Se ha desprendido.
Asintió.
—Al principio no me di cuenta de que nos habíamos parado.
Silencio. Luego, tomando aire y poniéndose muy derecho, preguntó con decisión:
—¿Podrían decirme dónde hay una gasolinera?
Por lo menos una docena de hombres, algunos apenas en mejor estado que él, le explicaron que la rueda y el coche ya no estaban unidos por ningún tipo de vínculo material.
—Salir marcha atrás —sugirió al cabo de un momento—. Meter la marcha atrás.
—¡Pero si le falta una rueda!
El hombre dudó.
—No se pierde nada con probar —dijo.
El aullido de las bocinas iba in crescendo. Di media vuelta y, pisando el césped, me fui a casa. Me volví a mirar una vez. La luna, como una hostia, brillaba sobre la casa de Gatsby para que la noche fuera tan hermosa como antes: había sobrevivido a las risas y a los ruidos del jardín, todavía iluminado. Un vacío repentino parecía fluir ahora de las ventanas y las puertas inmensas, envolviendo en un aislamiento absoluto al anfitrión, que seguía en el porche, con la mano levantada en un protocolario gesto de despedida.
Al releer lo que llevo escrito, creo haber dado la impresión de que los acontecimientos de tres noches separadas entre sí por varias semanas me absorbieron por completo. Todo lo contrario: sólo fueron acontecimientos sin importancia en un verano muy ajetreado, y, hasta mucho después, me absorbieron infinitamente menos que mis propios asuntos.
Pasé trabajando la mayor parte del tiempo. A primera hora de la mañana, el sol proyectaba mi sombra hacia el oeste y yo descendía a toda prisa los blancos abismos que llevan de la zona baja de Nueva York al Probity Trust. Conocía por sus nombres a los otros empleados y a los jóvenes vendedores de bonos, y en restaurantes atestados y oscuros comía con ellos salchichas de cerdo, puré de patatas y café. Incluso tuve una breve aventura con una chica que vivía en Jersey City y trabajaba en el departamento de contabilidad, pero su hermano empezó a mirarme con malos ojos, y cuando la chica se fue de vacaciones en julio, di por terminado el asunto.
Solía cenar en el Yale Club —no sé por qué razón, aquél era el acontecimiento más triste de la jornada—, y luego subía a la biblioteca y estudiaba a conciencia, durante una hora, inversiones y valores. Siempre andaban por allí unos cuantos juerguistas, pero jamás entraban en la biblioteca, así que era un buen sitio para trabajar. Después, si hacía buena noche, daba un paseo por Madison Avenue, pasaba el viejo Murray Hall Hotel y, por la calle Treinta y tres, llegaba a la Pennsylvania Station.
Empezaba a gustarme Nueva York, la sensación nocturna de aventura y riesgo, y el placer que el constante fluctuar de hombres, mujeres y vehículos procuraba a la mirada inquieta. Me gustaba pasear por la Quinta Avenida y elegir a alguna mujer romántica entre la multitud e imaginar que, en cinco minutos, yo entraría en su vida, y que nunca lo sabría nadie ni nadie lo desaprobaría. A veces, en mi imaginación, la seguía hasta su apartamento, en la esquina de alguna calle escondida, y se volvía y me sonreía antes de cruzar una puerta y desvanecerse en el calor y la oscuridad. En el crepúsculo encantado de la metrópolis algunos días la soledad se volvía obsesiva, e incluso la sentía en otros, empleados jóvenes y pobres que mataban el tiempo delante de los escaparates y esperaban la hora de cenar solos en un restaurante; empleados jóvenes que, al anochecer, desperdiciaban los momentos más maravillosos de la noche y de la vida.
A las ocho, otra vez, cuando la calzada en penumbra de las calles Cuarenta se llenaba de la agitación de los taxis, en filas de cinco, que iban a la zona de los teatros, sentía una opresión en el corazón. Se unían las siluetas en el interior de los taxis a la espera de reemprender la marcha, cantaban las voces, chistes que yo no oía provocaban risas, y cigarrillos encendidos trazaban ininteligibles espirales. Imaginando que yo también corría hacia la alegría y compartía su entusiasmo más íntimo, les deseaba lo mejor.
Perdí de vista a Jordan Baker, y a mediados de verano volví a encontrármela. Al principio me halagaba ir con ella a los sitios porque era campeona de golf y todo el mundo la conocía. Y luego hubo algo más. No es que me hubiera enamorado, pero sentía una especie de curiosidad, de ternura. La cara de orgulloso aburrimiento que ofrecía al mundo ocultaba algo —casi todas las poses terminan ocultando algo, si no lo ocultan desde el principio—, y un día descubrí lo que era. Habíamos ido a una fiesta en Warwick, y Jordan dejó bajo la lluvia, sin subirle la capota, el coche que le habían prestado, y luego mintió sobre el incidente, y entonces me vino a la cabeza lo que contaban de ella y que no conseguí recordar aquella noche en casa de Daisy. En su primer gran torneo de golf hubo un escándalo que estuvo a punto de salir en los periódicos: alguien insinuó que en las semifinales Jordan movió una pelota que había caído en mal sitio. El caso alcanzó proporciones de escándalo y luego se desinfló. Un caddy se retractó de sus declaraciones y el único testigo admitió que podría haberse equivocado. Retuve, sin embargo, el incidente y el nombre.
Jordan Baker evitaba instintivamente a los hombres inteligentes y perspicaces, y entonces comprendí que lo hacía porque se sentía más segura en una esfera en la que apartarse de la norma resultara prácticamente imposible. Era una tramposa incurable. No soportaba estar en desventaja y, por ese rasgo negativo, supongo que había empezado a recurrir a subterfugios desde muy joven para conservar frente al mundo aquella sonrisa fría e insolente y, al mismo tiempo, satisfacer las exigencias de su cuerpo fuerte y feliz.
A mí no me importaba. Que una mujer haga trampas es algo que nadie critica demasiado. Me molestó en un principio, y luego lo olvidé. En aquella fiesta, en casa de alguien de Warwick, tuvimos una curiosa conversación sobre cómo conducir un coche. Empezó porque pasó tan cerca de unos trabajadores que el guardabarros rozó un botón de la chaqueta de uno de ellos.
—Conduces fatal —protesté—. O tienes más cuidado, o deberías dejar de conducir.
—Tengo cuidado.
—No, no tienes cuidado.
—Bueno, ya otros tienen cuidado —dijo sin pensarlo dos veces.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—No se cruzarán en mi camino —insistió—. Hacen falta dos para que haya un accidente.
—Supón que te encuentras con alguien tan imprudente como tú.
—Espero no encontrármelo jamás —respondió—. Detesto a los imprudentes. Por eso me gustas.
Sus ojos grises, irritados por el sol, miraban hacia delante, impertérritos, pero Jordan había modificado astuta y deliberadamente la naturaleza de nuestra relación, y por un momento creí que la quería. Pero pienso las cosas detenidamente y me someto a una considerable cantidad de reglas interiores que actúan como freno a mis deseos, y sabía que mi primera obligación era liberarme del lío que había dejado pendiente en mi ciudad natal. Escribía todas las semanas y seguía firmando: «Con cariño, Nick», pero de lo único que me acordaba era de una chica a la que, cuando jugaba al tenis, se le formaba un fino bigote de sudor, y, sin embargo, existía un vago compromiso que debía romper con delicadeza para sentirme libre.
Todo el mundo se cree poseedor de por lo menos una de las virtudes cardinales. La mía es ésta: soy una de las pocas personas honradas que he conocido en mi vida.
4
Los domingos por la mañana, mientras las campanas repicaban en las iglesias de la costa, el mundo entero y su amante volvían a casa de Gatsby y resplandecían de alegría en el césped.
—Es un traficante de licores —decían las jóvenes, entre flores y cócteles—. Una vez mató a un hombre que descubrió que era sobrino de Van Hindenburg y primo segundo del diablo. Cógeme una rosa, tesoro, y llena un poco más esa copa.
Una vez apunté en los espacios en blanco de un horario de trenes el nombre de quienes fueron a casa de Gatsby aquel verano. Ya es un horario viejo, y se desintegra por los dobleces. El encabezamiento dice: «Este horario entra en vigor el 5 de julio de 1922». Pero todavía puedo leer esos nombres grises, que os darán una impresión más exacta que mis generalidades a propósito de quienes aceptaron la hospitalidad de Gatsby y le rindieron el sutil homenaje de no saber nada de él.
De East Egg llegaban los Chester Becker y los Leech, y un tal Bunsen, a quien conocí en Yale, y el doctor Webster Civet, que se ahogó el verano pasado en Maine. Y los Hornbeam y los Willie Voltaire, y el clan Blackbuck al completo, unos que se juntaban siempre en una esquina y arrugaban la nariz como las cabras a todo el que se les acercara. Y los Ismay y los Chrystie (o, más exactamente, Hubert Auerbach y la mujer de mister Chrystie), y Edgar Beaver, a quien, contra toda razón, el pelo se le volvió blanco como el algodón una tarde de invierno, o eso dicen.
Clarence Endive era de East Egg, si no recuerdo mal. Sólo apareció una vez, en pantalones de golf blancos, y se peleó con una sabandija, un tal Etty, en el jardín. De rincones más apartados de la isla llegaron los Cheadle y los O. R. P. Schraeder, y los Stonewall Jackson Abrams de Georgia, y los Fishguard y los Ripley Snell. Snell estuvo en casa de Gatsby tres días antes de ir a la cárcel, tan borracho que el automóvil de la señora de Ulysses Swett le pasó por encima de la mano derecha en el camino de grava. Vinieron también los Dancie, y S. B. Whitebait, que ya tenía sus buenos sesenta años, y Maurice A. Flink, y los Hammerhead, y Beluga, el importador de tabaco, y las chicas de Beluga.
De West Egg llegaron los Pole y los Mulready y Cecil Roebuck, y Cecil Schoen y el senador Gulick y Newton Orchid, que dirigía Films Par Excellence, y Eckhaust y Clyde Cohen y Don S. Schwartze (el hijo) y Arthur McCarty, todos relacionados de un modo u otro con el cine. Y los Catlip y los Bemberg y G. Earl Muldoon, hermano de ese Muldoon que más tarde estranguló a su mujer. Da Fontano, el promotor, también se dejó ver por allí, y Ed Legros y James B. (alias Matarratas) Ferret y los De Jong y Ernest Lilly: todos venían a jugar, y cuando Ferret andaba perdido por el jardín significaba que lo habían desplumado y que las acciones de Associated Traction subirían al día siguiente.
Un tal Klipspringer iba tan a menudo y se quedaba tanto tiempo que acabaron llamándolo «el Interno»: dudo que tuviera otra casa. Del mundo del teatro estaban Gus Waize y Horace O’Donavan y Lester Myer y George Duckweed y Francis Bull. También de Nueva York estaban los Chrome y los Backhysson y los Dennicker y Russel Betty y los Corrigan y los Kelleher y los Dewar y los Scully y S. W. Belcher y los Smirke y los jóvenes Quinn, que ya se han divorciado, y Henry L. Palmetto, que se mató tirándose al metro en Times Square.
Benny McClenahan se presentaba siempre con cuatro chicas. No eran nunca las mismas, pero eran todas tan idénticas que inevitablemente parecía que habían estado antes en la casa. He olvidado sus nombres: Jaqueline, creo, o Consuela o Gloria o Judy o June, y sus apellidos eran melodiosos nombres de flores y de meses, o, más austeros, de los grandes capitalistas americanos, de quienes, si se las presionaba lo suficiente, acababan confesando ser primas.
Además de toda esa gente, recuerdo que Faustina O’Brien vino una vez por lo menos, y las chicas Baedeker y el joven Brewer, a quien una bala le arrancó la nariz en la guerra, y mister Albrucksburger y miss Haag, su novia, y Ardita Fitz-Peters y mister P. Jewett, que presidió la Legión Americana, y miss Claudia Hip, con un individuo que decía ser su chófer, y el príncipe de no sé qué, a quien llamábamos Duque, y cuyo nombre, si alguna vez lo supe, he olvidado.
Toda esa gente fue a casa de Gatsby aquel verano.
A las nueve, una mañana de finales de julio, el coche magnífico de Gatsby subió traqueteando el camino de piedras que llevaba a mi puerta y entonó con la bocina una explosiva melodía de tres notas. Era la primera vez que Gatsby venía a verme, aunque yo había ido a dos de sus fiestas, me había montado en su hidroplano y, ante sus insistentes invitaciones, había usado su playa con frecuencia.
—Buenos días, compañero. Hoy comes conmigo y he pensado que podríamos ir juntos en el coche.
Se mantenía en equilibrio en el estribo del automóvil con esa facilidad de movimientos tan característicamente americana que procede, supongo, de la ausencia de trabajos pesados en la juventud y, más aún, de la gracia informe de nuestros deportes, tan esporádicos, tan nerviosos. Era una cualidad que, en forma de agitación, se transparentaba bajo sus puntillosos modales. Nunca estaba quieto del todo: un pie no paraba de golpear el suelo o una mano impaciente no acababa nunca de abrirse y cerrarse.
Vio que miraba el coche con admiración.
—Es bonito, ¿verdad, compañero? —saltó del estribo para que lo admirara mejor—. ¿No lo habías visto?
Lo había visto. Todo el mundo lo había visto. Era de un color crema intenso, con rutilantes cromados, y, de una longitud monstruosa, aún lo hacía más grande una acumulación triunfal de compartimentos para sombreros, provisiones y herramientas, y un laberinto de parabrisas sucesivos que reflejaban una docena de soles. Protegidos por muchas capas de cristal, en una especie de invernadero de piel verde, salimos hacia la ciudad.
Puede que hubiera hablado con Gatsby cinco o seis veces en los últimos tiempos y había descubierto, decepcionado, que tenía poco que decir. Así que mi primera impresión (que se trataba de una persona interesante, de un interés indefinido pero cierto) se fue borrando poco a poco y Gatsby se convirtió simplemente en el dueño del aparatoso albergue de carretera de al lado de mi casa.
Y entonces llegó aquel viaje desconcertante. No habíamos pasado todavía West Egg Village cuando Gatsby empezó a dejar sin terminar sus elegantísimas frases y a golpearse con la palma de la mano, inseguro, la rodilla del traje color caramelo.
—Dime, compañero —soltó de pronto—, ¿qué piensas de mí?
Un poco abrumado, recurrí a las evasivas y generalidades que merece esa pregunta.
—Bien, voy a contarte algo de mi vida —me interrumpió—. No quiero que te hagas una idea equivocada sobre mí con todas esas historias que habrás oído.
Así que conocía todas las acusaciones disparatadas que sazonaban la conversación en sus salones.
—Juro por Dios que te diré la verdad —su mano derecha ordenó inmediatamente que estuviera preparado el castigo divino—. Soy hijo de una familia acomodada del Medio Oeste. Todos los míos han muerto. Crecí en América pero me eduqué en Oxford, porque, desde hace muchos años, todos mis antepasados se han educado allí. Es una tradición familiar.
Me miró de reojo, y comprendí por qué Jordan Baker creía que Gatsby mentía. Pronunció deprisa la frase «me eduqué en Oxford», o casi se la tragó, o se le atragantó, como si ya le hubiera dado problemas antes. Con esta duda toda su declaración se vino abajo, y me pregunté si, al fin y al cabo, no había en él algo siniestro.
—¿De qué parte del Medio Oeste? —pregunté sin mucho interés.
—De San Francisco.
—Ya.
—Mi familia murió y heredé una buena cantidad de dinero.
Su voz era solemne, como si el recuerdo de aquella repentina extinción del clan todavía le pesara en el alma. Por un momento sospeché que me estaba tomando el pelo, pero me bastó mirarlo para convencerme de lo contrario.
—Entonces viví como un joven rajá en todas las capitales de Europa: París, Venecia, Roma, coleccionando joyas, principalmente rubíes, practicando la caza mayor, pintando un poco, exclusivamente para mí, e intentando olvidar algo muy triste que me había pasado hacía mucho tiempo.
A duras penas pude contener una carcajada incrédula. Aquellas frases eran tan tópicas y tan poco convincentes que la única imagen que conseguían evocar era la de un monigote con turbante que sudaba serrín mientras perseguía a un tigre por el Bois de Boulogne.
—Luego llegó la guerra, compañero. Fue un gran alivio, y puse todo mi empeño en morir, pero era como si un encantamiento protegiera mi vida. Recibí la graduación de primer teniente al comienzo de la guerra. En el bosque de Argonne conduje adelante a lo que quedaba de mi batallón de ametralladoras hasta que, a un flanco y a otro, despejamos un espacio de cerca de un kilómetro por el que la infantería no podía avanzar. Resistimos allí dos días y dos noches, ciento treinta hombres con dieciséis ametralladoras Lewis, y cuando por fin llegó la infantería encontró las enseñas de tres divisiones alemanas entre los montones de muertos. Me ascendieron a mayor, y todos los gobiernos aliados me condecoraron, incluso Montenegro, ¡el pequeño Montenegro, a orillas del mar Adriático!
¡El pequeño Montenegro! Resaltaba las palabras y las confirmaba con una sonrisa. La sonrisa se hacía cargo de la turbulenta historia de Montenegro y apoyaba las luchas heroicas del pueblo montenegrino. Apreciaba en su conjunto la cadena de circunstancias nacionales que habían desembocado en la condecoración concedida por el pequeño y ardiente corazón de Montenegro. Mi incredulidad fue superada por la fascinación: era como ojear a toda prisa un montón de revistas baratas.
Se metió la mano en el bolsillo, y un trozo de metal atado a una cinta me cayó en la palma.
—Es la condecoración de Montenegro.
Para mi asombro, la medalla parecía auténtica. «Orderi di Danilo», se leía en círculo, «Montenegro, Nicolas Rex».
—Dale la vuelta.
«Mayor Jay Gatsby», leí: «Por su extraordinario valor».
—Hay otra cosa que siempre me acompaña. Un recuerdo de los días de Oxford. Está hecha en el patio del Trinity. El que aparece a mi izquierda es ahora conde de Doncaster.
Era la foto de un grupo de jóvenes con la chaqueta de la universidad: perdían el tiempo bajo una arcada a través de la que se veía un ejército de chapiteles. Allí estaba Gatsby, que parecía un poco más joven, aunque no mucho. Tenía un bate de críquet en la mano.
Así que todo era verdad. Vi la piel de los tigres, flamantes trofeos en su palacio sobre el Gran Canal. Lo vi abriendo un cofre de rubíes para aliviar en las profundidades de su fulgor carmesí el dolor de su corazón roto.
—Voy a pedirte hoy un gran favor —dijo, mientras volvía a meterse sus recuerdos en el bolsillo con satisfacción—, y por eso he creído que debías saber algo sobre mí. No quería que pensaras que soy un don nadie. Ya ves, suelo mezclarme con desconocidos porque voy de un sitio a otro intentando olvidar eso tan triste que me pasó una vez —titubeó—. Esta tarde sabrás qué fue.
—¿En la comida?
—No, esta tarde. Me he enterado por casualidad de que tomas el té con miss Baker.
—¿Quieres decirme que te has enamorado de miss Baker?
—No, compañero, no. Pero miss Baker ha accedido amablemente a hablarte del asunto.
Yo no tenía la menor idea de la naturaleza «del asunto», pero me sentía más contrariado que interesado. No había invitado a Jordan a tomar el té para hablar de mister Jay Gatsby. Estaba seguro de que iba a pedirme algo absolutamente fantástico y, por un momento, lamenté haber pisado alguna vez su césped superpoblado.
No volvió a pronunciar una palabra. Su corrección crecía a medida que nos acercábamos a la ciudad. Pasamos Port Roosevelt y la visión de sus transatlánticos pintados con una franja roja, y aceleramos en las calles pobres, adoquinadas, flanqueadas por los bares oscuros, con clientes todavía, de los dorados y desvaídos primeros años del siglo XX. Entonces el valle de cenizas se abrió a derecha e izquierda, y, al cruzarlo, durante unos segundos vislumbré a mistress Wilson, afanándose en el surtidor de gasolina con jadeante vitalidad.
Con guardabarros que sobresalían como alas, salpicamos luz a través de media Astoria, sólo media, porque, mientras zigzagueábamos entre los pilares del tren elevado, oí el conocido petardeo de una motocicleta, y un policía frenético corría a nuestro lado.
—¡Muy bien, compañero! —gritó Gatsby.
Redujimos la velocidad. Sacó una tarjeta blanca de la cartera y la agitó ante los ojos del motorista.
—Todo en orden —admitió el policía, llevándose la mano a la gorra—. Le reconoceré la próxima vez, mister Gatsby. ¡Discúlpeme!
—¿Qué le has enseñado? ¿La foto de Oxford?
—Una vez tuve ocasión de hacerle un favor al jefe de la policía, y me manda todos los años una felicitación de Navidad.
En el gran puente la luz del sol parpadeaba sin fin a través de las vigas sobre los coches en movimiento, y la ciudad se alzaba al otro lado del río en blancas aglomeraciones, en terrones de azúcar construidos, como por un deseo, con dinero inodoro. La ciudad vista desde el puente de Queensboro es siempre la ciudad vista por primera vez, virgen en su primera promesa de todo lo misterioso y maravilloso del mundo.
Un muerto nos adelantó en un coche fúnebre cubierto de flores, seguido por dos carrozas con las cortinas echadas, y por carrozas más animadas para los amigos. Los amigos, que tenían el labio superior propio del sureste de Europa, muy fino, nos dirigieron miradas trágicas, y me alegré de que la visión del espléndido coche de Gatsby estuviera incluida en su fiesta sombría. Cuando cruzábamos Blackwell’s Island, nos adelantó una limusina conducida por un chófer blanco, en la que viajaban tres negros muy a la moda, dos chicos y una chica. Me reí a carcajadas cuando sus ojos giraron como huevos hacia nosotros con orgullosa rivalidad.
«Todo es posible ahora que hemos cruzado este puente», pensé; «absolutamente todo». Incluso Gatsby era posible, sin especial asombro.
Mediodía excelente. En una bodega bien ventilada de la calle Cuarenta y dos me reuní con Gatsby para comer. Parpadeando para quitarme de los ojos la luz de la calle, lo entreví en la antesala. Hablaba con otro hombre.
—Mister Carraway, le presento a mi amigo mister Wolfshiem.
Un judío menudo y chato levantó su gran cabeza y me miró con dos estupendas matas de pelo que le crecían generosamente en los orificios de la nariz. Tardé unos segundos en descubrir sus ojillos en la semioscuridad.
—… Así que lo miré —dijo mister Wolfshiem, estrechándome la mano con energía—, ¿y qué cree que hice?
—¿Qué? —pregunté por cortesía.
Pero era evidente que no se dirigía a mí, porque me soltó la mano y apuntó a Gatsby con su nariz, muy expresiva.
—Le di el dinero a Katspaugh y le dije: «Muy bien, Katspaugh, no le pagues ni un centavo hasta que cierre la boca». La cerró en el acto.
Gatsby nos cogió del brazo y nos llevó hacia el comedor, y mister Wolfshiem, tragándose una frase que acababa de empezar, se quedó ensimismado, como un sonámbulo.
—¿Whisky con soda y hielo? —preguntó el maître.
—Está bien este restaurante —dijo mister Wolfshiem, mirando las ninfas presbiterianas del techo—. Pero me gusta más el de enfrente.
—Sí, whisky con soda —asintió Gatsby, y a mister Wolfshiem—. En el de enfrente hace demasiado calor.
—Hace calor y es pequeño, sí —dijo mister Wolfshiem—, pero está lleno de recuerdos.
—¿Qué sitio es? —pregunté.
—El viejo Metropole.
—El viejo Metropole —repitió triste y meditabundo mister Wolfshiem—. Lleno de caras muertas y desaparecidas. Lleno de amigos que se han ido para siempre. No olvidaré mientras viva la noche que mataron a Rosy Rosenthal. Éramos seis a la mesa, y Rosy había comido y bebido mucho aquella noche. Cuando ya era casi de día, el camarero se le acercó con un gesto raro y le dijo que alguien quería hablar con él en la calle. «Muy bien», dijo Rosy, y empezó a levantarse. Yo lo obligué a sentarse: «Que vengan aquí esos hijos de puta si quieren verte, Rosy, pero no se te ocurra salir de esta habitación». Eran las cuatro de la mañana, y si hubiéramos levantado las persianas habríamos visto la luz del día.
—¿Y salió? —pregunté inocentemente.
—Por supuesto que salió —la nariz de mister Wolfshiem se dirigió fulminante hacia mí, indignada—. Se volvió en la puerta y dijo: «¡Que el camarero no se lleve mi café!» Luego salió a la acera, le pegaron tres tiros en la barriga y se dieron a la fuga.
—Electrocutaron a cuatro —dije, haciendo memoria.
—A cinco, contando a Becker —las ventanas de la nariz se abrieron ante mí con interés—. Tengo entendido que busca usted coneggsiones para sus negocios.
La yuxtaposición de aquellas dos frases me dejó perplejo. Gatsby respondió por mí.
—Ah, no —exclamó—. No es éste.
—¿No? —Mister Wolfshiem parecía desilusionado.
—Es sólo un amigo. Ya te dije que hablaríamos de eso en otro momento.
—Le pido disculpas —dijo mister Wolfshiem—. Me he equivocado.
Un suculento estofado llegó, y mister Wolfshiem, olvidando la atmósfera sentimental del viejo Metropole, empezó a comer con una delicadeza feroz. Sus ojos, entretanto, recorrieron muy despacio todo el local. Y, para completar el arco, se volvió a inspeccionar a las personas que tenía detrás. Creo que, si yo no hubiera estado presente, habría echado un vistazo debajo de la mesa.
—Óyeme, compañero —dijo Gatsby, inclinándose hacia mí—. Me temo que esta mañana, en el coche, te he molestado.
Allí estaba de nuevo la sonrisa, pero esta vez no cedí.
—No me gustan los misterios —respondí—, y no entiendo por qué no me hablas con franqueza y me dices lo que quieres. ¿Por qué me lo tiene que decir miss Baker?
—No es nada turbio —me aseguró—. Miss Baker es una gran deportista, ya sabes, y jamás haría nada incorrecto.
De repente miró el reloj, se puso en pie de un salto y salió a toda prisa de la habitación, dejándome con mister Wolfshiem en la mesa.
—Tiene que hablar por teléfono —dijo mister Wolfshiem, siguiéndolo con la mirada—. Un tipo estupendo, ¿verdad? Da gusto verlo y es un perfecto caballero.
—Sí.
—Estudió en Oggsford.
—¡Ah!
—Fue al Oggsford College, en Inglaterra. ¿Conoce el Oggsford College?
—Algo he oído.
—Es uno de los más famosos colleges del mundo.
—¿Hace mucho que conoce a Gatsby? —pregunté.
—Varios años —contestó, complacido—. Tuve el placer de conocerlo recién acabada la guerra. Pero supe que había descubierto a un hombre de excelente crianza después de hablar con él una hora. Me dije: «Éste es el tipo de hombre al que llevarías encantado a casa y le presentarías a tu madre y a tu hermana» —hizo una pausa—. Veo que está mirando mis gemelos.
Yo no estaba mirando los gemelos, pero los miré entonces. Estaban hechos con piezas de marfil extrañamente familiares.
—Los mejores ejemplares de molares humanos —me informó.
—¡No me diga! —los examiné—. Es una idea muy interesante.
—Sí —se cubrió de un tirón los puños de la camisa con las mangas de la chaqueta—. Sí, Gatsby es muy respetuoso con las mujeres. Ni se atrevería a mirar a la mujer de un amigo.
Cuando el merecedor de aquella confianza instintiva volvió y se sentó a la mesa, mister Wolfshiem se bebió el café de un tirón y se levantó.
—Ha sido un placer comer con ustedes —dijo—, pero voy a dejarlos. Son jóvenes y no quiero que me consideren un pesado.
—No tengas prisa, Meyer —dijo Gatsby, sin entusiasmo.
Mister Wolfshiem levantó la mano en una especie de bendición.
—Eres muy amable, pero pertenezco a otra generación —anunció solemnemente—. Ustedes se quedan aquí y hablan de sus diversiones, de sus amigas, de sus… —un vago movimiento de la mano sustituyó a un nombre imaginario—. En lo que a mí concierne, tengo cincuenta años y no quiero seguir imponiéndoles mi presencia.
Cuando nos dio la mano y se volvió, le temblaba la nariz trágica. Me pregunté si había dicho yo algo que pudiera ofenderlo.
—A veces se pone muy sentimental —me explicó Gatsby—. Hoy tiene uno de sus días sentimentales. Es todo un personaje en Nueva York, vecino de Broadway.
—¿Es actor?
—No.
—¿Dentista?
—¿Meyer Wolfshiem? No, es jugador —Gatsby titubeó antes de añadir fríamente—. Es el hombre que amañó la serie final de las Grandes Ligas de béisbol en 1919.
—¿Amañó la serie final? —repetí.
La idea me dejó estupefacto. Recordaba, por supuesto, que en 1919 amañaron el campeonato, pero, si hubiera pensado en el asunto, me habría parecido algo que pasó simplemente, el eslabón final de una cadena inevitable. No se me hubiera ocurrido nunca que un hombre pudiera jugar con la buena fe de cincuenta millones de personas con la determinación de un ladrón que revienta una caja fuerte.
—¿Cómo se le ocurrió hacer una cosa así? —pregunté.
—Se le presentó la oportunidad.
—¿Por qué no está en la cárcel?
—No lo pueden coger, compañero. Es listo.
Insistí en pagar la cuenta. Cuando el camarero me dio el cambio, descubrí a Tom Buchanan al fondo del local abarrotado.
—Acompáñame un momento —dije—. Tengo que saludar a alguien.
Tom nos vio, se levantó y dio unos pasos hacia nosotros.
—¿Dónde te has metido? —preguntó con calor—. Daisy está furiosa porque no nos has llamado.
—Le presento a mister Gatsby, mister Buchanan.
Se estrecharon la mano brevemente, y la cara de Gatsby adoptó una expresión de incomodidad y tensión que yo no le conocía.
—¿Dónde te has metido? —insistió Tom—. ¿Cómo se te ha ocurrido venir a comer tan lejos?
—He venido a comer con mister Gatsby.
Me volví hacia Gatsby, pero ya no estaba.
Un día de octubre de 1917… (dijo Jordan Baker aquella tarde, sentada muy derecha en una silla del café al aire libre del Hotel Plaza)… iba dando un paseo, por la acera y por el césped. Me gustaba más el césped porque tenía unos zapatos ingleses con tacos de goma en las suelas que se hundían en la tierra blanda. Y tenía una falda escocesa nueva que se levantaba un poco al viento a la vez que en todas las casas se tensaban las banderas rojas, blancas y azules y decían tut-tut-tut-tut con tono de desaprobación.