Kitabı oku: «100 Clásicos de la Literatura», sayfa 1486
My lines decried, and my employment thought
An useless folly or presumptuous fault.
Esta ocupación que la gente censuraba no parece haber sido más que la inofensiva actividad de vagabundear por los campos y soñar:
My hand delights to trace unusual things,
And deviates from the known and common way,
Nor will in fading silks compose,
Faintly the inimitable rose.
Naturalmente, si ésta era su costumbre y su felicidad, ya podía esperar que se burlarían de ella; y, en efecto, Pope o Gay parece haberla satirizado llamándola «una marisabidilla con la manía de garabatear». Según parece, ella a su vez ofendió a Gay burlándose de él. Su Trivia, dijo, mostraba que era «más apto a andar delante de una silla de manos que a viajar en una». Pero todo esto no son más que «chismorreos dudosos» y, según Mr. Murry, «sin interés». Pero en lo segundo no estoy de acuerdo con él, pues a mí me hubiera gustado poder leer todavía más chismorreos dudosos para obtener o forjarme una imagen de esta melancólica dama que se deleitaba vagabundeando por los campos y pensando en cosas inusuales y que de modo tan tajante e insensato desdeñó «la aburrida administración de una casa con criados». Pero no supo concentrarse, dice Mr. Murry. Invadieron su talento las malas hierbas y lo cercaron los rosales silvestres. No tuvo ocasión de manifestarse como el don notable, distinguido que era. Y así, poniendo de nuevo su libro en el estante, me volví hacia aquella otra dama, la duquesa que Lamb amó, la vivaz, caprichosa Margaret of Newcastle, mayor que ella, pero de su tiempo. Eran muy distintas, pero hay entre ellas puntos de semejanza: ambas eran nobles, ninguna de las dos tuvo hijos y ambas contaban con excelentes maridos. En ambas ardió la misma pasión por la poesía y cuanto ambas escribieron está deformado y desfigurado por las mismas causas. Abrid el libro de la duquesa y hallaréis la misma explosión de cólera: «Las mujeres viven como Murciélagos o Búhos, trabajan como Bestias y mueren como Gusanos…». También Margaret hubiera podido ser una poetisa; en nuestros tiempos toda aquella actividad hubiera hecho girar una rueda de alguna clase. En los suyos, ¿qué hubiera podido constreñir, amaestrar, o civilizar para uso humano aquella inteligencia indómita, generosa, sin guía? Brotó desordenadamente, en torrentes de rima y prosa, de poesía y filosofía, hoy congelados en cuartillas y folios que nadie lee. Le hubieran tenido que poner un microscopio en la mano. Le hubieran tenido que enseñar a mirar las estrellas y razonar científicamente. La soledad y la libertad le hicieron perder la razón. Nadie la controló. Nadie la instruyó. Los profesores la adulaban. En la Corte se burlaban de ella. Sir Egerton Brydges se quejaba de su tosquedad, «impropia de una hembra de alto rango educada en la Corte». Se encerró sola en Welbeck.
¡Qué espectáculo de soledad y rebelión ofrece el pensamiento de Margaret Cavendish! Parece como si un pepino gigante hubiera invadido las rosas y los claveles del jardín y los hubiera ahogado. Es una lástima que la mujer que escribió: «Las mujeres mejor educadas son aquellas cuya mente es más refinada» perdiera el tiempo garabateando tonterías y hundiéndose cada vez más en la oscuridad y la locura, hasta el punto que la gente se agrupaba alrededor de su carroza cuando salía. Naturalmente, la loca duquesa se convirtió en el coco con que se asustaba a las chicas inteligentes. Por ejemplo, recordé, volviendo a poner a la duquesa en el estante y abriendo las cartas de Dorothy Osborne, aquí estaba Dorothy escribiendo a Temple sobre un nuevo libro de la duquesa. «No cabe duda de que la pobre mujer está un poco trastornada, si no, no caería en la ridiculez de aventurarse a escribir libros, y en verso además. Aunque me pasara semanas sin dormir no llegaría yo a hacer tal cosa».
Y así, puesto que las mujeres sensatas y modestas no podían escribir libros, Dorothy, que era sensible y melancólica, el polo opuesto de la duquesa en temperamento, no escribió nada. Las cartas no contaban. Una mujer podía escribir cartas sentada a la cabecera de su padre enfermo. Podía escribirlas junto al fuego mientras los hombres charlaban sin estorbarles. Lo extraño, pensé hojeando las cartas de Dorothy, es el talento que tenía esta muchacha inculta y solitaria para componer frases, evocar escenas. Escuchadla:
«Después de comer nos sentamos y charlamos hasta que se toca el tema de Mr. B y entonces me voy. Las horas calurosas las paso leyendo o trabajando, y allá a las seis o las siete salgo a pasear por unos prados que hay junto a la casa y donde muchas mozuelas que guardan corderos y vacas se sientan a la sombra a cantar baladas. Voy hacia ellas y comparo su voz y su belleza con las de las antiguas pastoras sobre las que he leído cosas y encuentro una gran diferencia, pero creo sinceramente que éstas son tan inocentes como pudieron serlo aquéllas. Hablo con ellas y me entero de que para ser las muchachas más felices del mundo sólo necesitan saber que lo son. Muy a menudo, mientras conversamos, una de ellas mira a su alrededor y ve que sus vacas se meten en el campo de trigo y todas ellas echan a correr como si tuvieran alas en los talones. Yo, que no soy tan ágil, me quedo atrás y cuando las veo llevar su ganado a casa, pienso que va siendo hora de retirarme también. Después de cenar me voy al jardín o al borde de un riachuelo que pasa cerca y allí me siento y deseo que estés conmigo…».
Juraría que había en ella tela de escritora. Pero «aunque se pasara dos semanas sin dormir no llegaría ella a hacer tal cosa». El que una mujer con mucho talento para la pluma hubiera llegado a convencerse de que escribir un libro era una ridiculez y hasta una señal de perturbación mental, permite medir la oposición que flotaba en el aire a la idea de que una mujer escribiera. Y así llegamos, proseguí, volviendo a colocar en el estante las cartas de Dorothy Osborne, a Aphra Behn.
Y con Mrs. Behn doblamos una vuelta muy importante del camino. Dejamos atrás, encerradas en sus parques, en medio de sus cuartillas, a estas grandes damas solitarias que escribieron sin auditorio ni crítica, para su propio deleite. Llegamos a la ciudad y nos mezclamos en las calles con la gente corriente. Mrs. Behn era una mujer de la clase media con todas las virtudes plebeyas de humor, vitalidad y coraje, una mujer obligada por la muerte de su marido y algunos infortunios personales a ganarse la vida con su ingenio. Tuvo que trabajar con los hombres en pie de igualdad. Logró, trabajando mucho, ganar bastante para vivir. Este hecho sobrepasa en importancia cuanto escribió, hasta su espléndido «Mil mártires he hecho» o «Sentado estaba el amor en fantástico triunfo», porque de entonces data la libertad de la mente, o mejor dicho, la posibilidad de que, con el tiempo, la mente llegue a ser libre de escribir lo que quiera. Porque ahora que Aphra Behn lo había hecho, las jóvenes podían ir y decir a sus padres: «No necesitáis darme dinero, puedo ganarlo con mi pluma». Naturalmente, durante años, la respuesta fue: «Sí, llevando la vida de Aphra Behn. ¡Mejor la muerte!». Y la puerta se cerraba más de prisa que nunca. Este tema de interés profundo, el valor que le dan los hombres a la castidad femenina y su efecto sobre la educación de las mujeres, se ofrece aquí a la discusión y sin duda podría ser la base de un libro interesante si a alguna estudiante de Girton o Newham le interesara la empresa. Lady Dudley, sentada cubierta de diamantes entre los mosquitos de un páramo escocés, podría figurar en la portada. Lord Dudley, dijo The Times el otro día cuando murió Lady Dudley, «hombre de gustos refinados y realizador de importantes obras, era benevolente y generoso, pero caprichosamente despótico. Insistía en que su mujer vistiera siempre traje largo, hasta en el pabellón de caza más escondido de los Highlands; la cubrió de hermosas joyas», etcétera, «le dio cuanto quiso, salvo el menor grado de responsabilidad». Luego Lord Dudley tuvo un ataque y ella le cuidó y de ahí en adelante administró sus propiedades con suprema competencia.
Pero volvamos a lo que nos ocupa. Aphra Behn probó que era posible ganar dinero escribiendo, mediante el sacrificio quizá de algunas cualidades agradables; y así, poco a poco, el escribir dejó de ser señal de locura y perturbación mental y adquirió importancia práctica. Podía morirse el marido o algún desastre podía sobrecoger a la familia. Al ir avanzando el siglo dieciocho, cientos de mujeres se pusieron a aumentar sus alfileres o a ayudar a sus familias apuradas haciendo traducciones o escribiendo innumerables novelas malas que no han llegado siquiera a incluirse en los libros de texto, pero que todavía pueden encontrarse en los puestos de libros de lance de Charing Cross Road. La extrema actividad mental que se produjo entre las mujeres a finales del siglo dieciocho —las charlas y reuniones, los ensayos sobre Shakespeare, la traducción de los clásicos— se basaba en el sólido hecho de que las mujeres podían ganar dinero escribiendo. El dinero dignifica lo que es frívolo si no está pagado. Quizá seguía estando de moda burlarse de las «marisabidillas con la manía de garabatear», pero no se podía negar que podían poner dinero en su monedero. Así, pues, a finales del siglo dieciocho se produjo un cambio que yo, si volviera a escribir la Historia, trataría más extensamente y consideraría más importante que las Cruzadas o las Guerras de las Rosas. La mujer de la clase media empezó a escribir. Porque si Orgullo y prejuicio tiene alguna importancia, si Middlemarch y Cumbres borrascosas tienen alguna importancia, entonces tiene más importancia que lo que es posible demostrar en un discurso de una hora el hecho de que las mujeres en general, no sólo la aristócrata solitaria encerrada en su casa de campo, se pusieran a escribir. Sin estas predecesoras, ni Jane Austen, ni las Brontë, ni George Eliot hubieran podido escribir, del mismo modo que Shakespeare no hubiera podido escribir sin Marlowe, ni Marlowe sin Chaucer, ni Chaucer sin aquellos poetas olvidados que pavimentaron el camino y domaron el salvajismo natural de la lengua. Porque las obras maestras no son realizaciones individuales y solitarias; son el resultado de muchos años de pensamiento común, de modo que a través de la voz individual habla la experiencia de la masa. Jane Austen hubiera debido colocar una corona sobre la tumba de Fanny Burney, y George Eliot rendir homenaje a la robusta sombra de Eliza Carter, la valiente anciana que ató una campana a la cabecera de su cama para poder despertarse temprano y estudiar griego. Todas las mujeres juntas deberían echar flores sobre la tumba de Aphra Behn, que se encuentra, escandalosa pero justamente, en Westminster Abbey, porque fue ella quien conquistó para ellas el derecho de decir lo que les parezca. Es gracias a ella —pese a su fama algo dudosa y su inclinación al amor— que no resulta del todo absurdo que yo os diga esta tarde: «Ganad quinientas libras al año con vuestra inteligencia».
Llegamos pues a los comienzos del siglo diecinueve. Y por primera vez hallé estantes enteros de libros escritos por mujeres. Pero ¿por qué eran todos, salvo muy pocas excepciones, novelas?, no pude dejar de preguntarme, recorriéndolos con los ojos. El impulso original era hacia la poesía. El «jefe supremo de la canción» era una poetisa. Tanto en Francia como en Inglaterra las poetisas preceden a las novelistas. Además, pensé, mirando los cuatro nombres famosos, ¿qué tenía George Eliot en común con Emily Brontë? ¿No es acaso sabido que Charlotte Brontë no entendió en absoluto a Jane Austen? Salvo por el hecho, sin duda importante, de que ninguna de ellas tuvo hijos, no hubieran podido reunirse en una habitación cuatro personajes más incongruentes, hasta el punto que siente uno la tentación de inventar una reunión y un diálogo entre ellas. Sin embargo, alguna fuerza extraña las empujó a todas, cuando escribieron, a escribir novelas. ¿Tenía esto algo que ver con ser de la clase media, me pregunté, y con el hecho, que Miss Davies debía demostrar tan brillantemente algo más tarde, de que a principios del siglo diecinueve las familias de la clase media no contaban más que con una sola sala de estar, común a todos los miembros de la familia? Una mujer que escribía tenía que hacerlo en la sala de estar común. Y, como lamentó con tanta vehemencia Miss Nightingale, «las mujeres nunca disponían de media hora… que pudieran llamar suya». Siempre las interrumpían. De todos modos, debió de ser más fácil escribir prosa o novelas en tales condiciones que poemas o una obra de teatro. Requiere menos concentración. Jane Austen escribió así hasta el final de sus días. «Que pudiera realizar todo esto, escribe su sobrino en sus memorias, es sorprendente, pues no contaba con un despacho propio donde retirarse y la mayor parte de su trabajo debió de hacerlo en la sala de estar común, expuesta a toda clase de interrupciones. Siempre tuvo buen cuidado de que no sospecharan sus ocupaciones los criados, ni las visitas, ni nadie ajeno a su círculo familiar.»
Jane Austen escondía sus manuscritos o los cubría con un secante. Por otro lado, toda la formación literaria con que contaba una mujer a principios del siglo diecinueve era práctica en la observación del carácter y el análisis de las emociones. Durante siglos habían educado su sensibilidad las influencias de la sala de estar. Los sentimientos de las personas se grababan en su mente, las relaciones entre ellas siempre estaban ante sus ojos. Por tanto, cuando la mujer de la clase media se puso a escribir, naturalmente escribió novelas, aunque, según se advierte fácilmente, dos de las cuatro mujeres famosas que hemos nombrado no eran novelistas por naturaleza. Emily Brontë hubiera debido escribir teatro poético y el sobrante de energía de la amplia mente de George Eliot hubiera debido emplearse, una vez gastado el impulso creador, en obras históricas o biográficas. Sin embargo, estas cuatro mujeres escribieron novelas; podría irse más lejos aún, dije, tomando en el estante Orgullo y prejuicio, y sostener que escribieron buenas novelas. Sin alardear ni tratar de herir al sexo opuesto, puede decirse que Orgullo y prejuicio es un buen libro. En todo caso, a uno no le hubiera avergonzado que le sorprendieran escribiendo Orgullo y prejuicio. No obstante, Jane Austen se alegraba de que chirriara el gozne de la puerta para poder esconder su manuscrito antes de que entrara nadie. A los ojos de Jane Austen había algo vergonzoso en el hecho de escribir Orgullo y prejuicio. Y, me pregunto, ¿hubiera sido Orgullo y prejuicio una novela mejor si a Jane Austen no le hubiera parecido necesario esconder su manuscrito para que no lo vieran las visitas? Leí una página o dos para ver, pero no pude encontrar señal alguna de que las circunstancias en que escribió el libro hubieran afectado en absoluto su trabajo. Éste es, quizás, el mayor milagro de todos. Había, alrededor del año 1880, una mujer que escribía sin odio, sin amargura, sin temor, sin protestas, sin sermones. Así es como escribió Shakespeare, pensé mirando Antonio y Cleopatra; y cuando la gente compara a Shakespeare y a Jane Austen, quizá quiere decir que las mentes de ambos habían quemado todos los obstáculos; y por este motivo no conocemos a Jane Austen ni conocemos a Shakespeare, y por este motivo Jane Austen está presente en cada palabra que escribe y Shakespeare también. Si Jane Austen sufrió en algún modo por culpa de las circunstancias, fue de la estrechez de la vida que le impusieron. Una mujer no podía entonces ir sola por las calles. Nunca viajó; nunca cruzó Londres en ómnibus ni almorzó sola en una tienda. Pero quizá por carácter Jane Austen no solía desear lo que no tenía. Su talento y su modo de vida se acoplaron perfectamente. Pero dudo de que éste fuera el caso de Charlotte Brontë, dije abriendo Jane Eyre y posándolo al lado de Orgullo y prejuicio.
Lo abrí en el capítulo doce y detuvo mi mirada la frase: «Quien quiera censurarme que lo haga». ¿Qué le reprochaban a Charlotte Brontë?, me pregunté. Y leí que Jane Eyre solía subir al tejado cuando Mrs. Fairfax estaba haciendo jaleas y miraba por encima de los campos hacia las lejanías. Y entonces suspiraba —y esto es lo que le reprochaban.
Entonces suspiraba por tener un poder de visión que sobrepasara aquellos límites; que alcanzara el mundo activo, las ciudades, las regiones llenas de vida de las que había oído hablar, pero que nunca había visto; deseaba más experiencia práctica de la que poseía; más contacto con la gente de mi especie, trato con una variedad de caracteres mayor de la que se hallaba allí a mi alcance. Valoraba lo que había de bueno en Mrs. Fairfax y lo que había de bueno en Adela, pero creía en la existencia de formas distintas y más vívidas de bondad y aquello en lo que creía deseaba tenerlo.
¿Quién me censura? Muchos, no cabe duda, y me llamarán descontenta. No podía evitarlo: la inquietud formaba parte de mi carácter; me agitaba a veces hasta el dolor…
Es vano decir que los humanos deberían estar satisfechos con la quietud: necesitan acción; y si no la encuentran, la fabrican. Son millones los que se hallan condenados a un destino más tranquilo que el mío y millones los que se rebelan en silencio contra su suerte. Nadie sabe cuántas rebeliones fermentan en las aglomeraciones humanas que pueblan la tierra. Se da por descontado que en general las mujeres son muy tranquilas; pero las mujeres sienten lo mismo que los hombres; necesitan ejercitar sus facultades y disponer de terreno para sus esfuerzos lo mismo que sus hermanos; sufren de las restricciones demasiado rígidas, de un estancamiento demasiado absoluto, exactamente igual que sufrirían los hombres en tales circunstancias. Y denota estrechez de miras por parte de sus semejantes más privilegiados el decir que deberían limitarse a hacer postres y hacer calcetines, a tocar el piano y bordar bolsos. Es necio condenarlas o burlarse de ellas cuando tratan de hacer algo más o aprender más cosas de las que la costumbre ha declarado necesarias para su sexo.
Cuando me encontraba así sola, más de una vez oía la risa de Grace Poole…
Una interrupción un poco abrupta, pensé. Es penoso tropezar de pronto con Grace Poole. Perturba la continuidad. Se diría, proseguí, posando el libro junto a Orgullo y prejuicio, que la mujer que escribió estas páginas era más genial que Jane Austen, pero si uno las lee con cuidado, observando estas sacudidas, esta indignación, comprende que el genio de esta mujer nunca logrará manifestarse completo e intacto. En sus libros habrá deformaciones, desviaciones. Escribirá con furia en lugar de escribir con calma. Escribirá alocadamente en lugar de escribir con sensatez. Hablará de sí misma en lugar de hablar de sus personajes. Está en guerra contra su suerte. ¿Cómo hubiera podido evitar morir joven, frustrada y contrariada?
Me entretuve un momento, no pude impedírmelo, con la idea de lo que hubiera ocurrido si Charlotte Brontë hubiese tenido, pongamos, trescientas libras al año —pero la insensata vendió de una sola vez sus novelas por mil quinientas libras—, si hubiera tenido más conocimiento del mundo activo, y de las ciudades, y de las regiones llenas de vida, más experiencia práctica, si hubiera tenido contacto con gente de su tipo y tratado a una variedad de caracteres. Con estas palabras señala ella misma no sólo, exactamente, sus propios defectos de novelista, sino los de su sexo en aquella época. Sabía mejor que nadie cuantísimo se hubiese beneficiado su genio si no lo hubiese desperdiciado en contemplaciones solitarias de los campos distantes; si le hubieran sido otorgados la experiencia, el contacto con el mundo y los viajes. Pero no le fueron otorgados, le fueron negados; y debemos aceptar el hecho de que estas buenas novelas, Villette, Emma, Cumbres borrascosas, Middlemarch, las escribieron mujeres sin más experiencia de la vida de la que podía entrar en la casa de un respetable sacerdote; que las escribieron además en la sala de estar común de esta respetable casa y que estas mujeres eran tan pobres que no podían comprar más que unas cuantas manos de papel a la vez para escribir Cumbres borrascosas o Jane Eyre. Una de ellas, es cierto, George Eliot, escapó tras muchas tribulaciones, pero sólo a una villa apartada de St. John’s Wood. Y allí se estableció, a la sombra de la desaprobación del mundo. «Deseo que quede bien claro, escribió, que nunca invitaré a venir a verme a nadie que no me pida que le invite»; porque ¿acaso no vivía en el pecado con un hombre casado y el verla no hubiera dañado la castidad de Mrs. Smith o de cualquiera a quien se le hubiera ocurrido ir a visitarla? Una debía someterse a las convenciones sociales y «apartarse de lo que se suele llamar el mundo». Al mismo tiempo, en la otra punta de Europa, un joven vivía libremente con esta gitana o aquella gran dama, iba a la guerra, recogía sin obstáculos ni críticas toda esta experiencia variada de la vida humana que tan espléndidamente debía servirle más tarde, cuando se puso a escribir sus libros. Si Tolstoi hubiese vivido encerrado en The Priory con una dama casada, «apartado de lo que se suele llamar el mundo», por edificante que hubiera sido la lección moral, difícilmente, pensé, hubiera podido escribir Guerra y paz.
Pero quizá podríamos profundizar un poco la cuestión de escribir novelas y del efecto del sexo sobre el novelista. Si cerramos los ojos y pensamos en la novela en conjunto, se nos aparece como una visión de la vida en un espejo, aunque, naturalmente, con innumerables simplificaciones y deformaciones. En todo caso, es una estructura que imprime una forma en el ojo de la mente, una forma construida, ora con cuadrados, ora en forma de pagoda, ora con alas y arcos, ora sólidamente compacta y con un domo como la catedral de Santa Sofía de Constantinopla. Esta forma, pensé, recordando algunas novelas famosas, suscita en nosotros el tipo de emoción que le es adecuada. Pero esta emoción en seguida se funde con otras, pues la «forma» no se basa en la relación entre piedra y piedra, sino en la relación entre seres humanos. Una novela suscita pues en nosotros una serie de emociones antagónicas y opuestas. La vida entra en conflicto con algo que no es la vida. De ahí la dificultad de llegar a acuerdo alguno sobre las novelas y la influencia inmensa que nuestros prejuicios personales tienen sobre nosotros. Por un lado, sentimos que Tú —Juan, el héroe— debes vivir o caeré en la desesperación más honda. Por otro lado sentimos que, pobre Juan, debes morir, pues la forma del libro lo requiere. La vida se halla en conflicto con algo que no es la vida. Por tanto, ya que en parte es la vida, como la vida lo juzgamos. Jaime es la clase de hombre que más odio, dice uno. O, esto es un fárrago absurdo, nunca podría sentir algo parecido yo mismo. Toda la estructura, es evidente, si se piensa en las novelas famosas, es de una complejidad infinita, porque está hecha de muchos juicios, muchas distintas clases de emoción. Lo sorprendente es que un libro así compuesto se aguante en pie más de un año o dos, o le diga al lector inglés lo que le dice al lector ruso o chino. Pero algunos se aguantan de modo notable. Y lo que los aguanta en pie, en estos raros casos de supervivencia (pensaba en Guerra y paz), es algo que llamamos integridad, aunque no tiene nada que ver con el pagar las facturas o el comportarse honorablemente en una emergencia. Lo que entendemos por integridad, en el caso de un novelista, es la convicción que experimentamos de que nos dice la verdad. Sí, piensa uno, nunca hubiera creído que esto pudiera ser cierto, nunca he conocido a gente que se comportara así, pero me ha convencido usted de que la hay, de que así ocurren las cosas. Mientras leemos, ponemos cada frase, cada escena bajo la luz, pues la Naturaleza, cosa muy curiosa, parece habernos dotado de una luz interior que nos permite juzgar la integridad o la falta de integridad del novelista. O, mejor dicho, quizá la Naturaleza, en su humor más irracional, ha trazado con tinta invisible en las paredes de la mente un presentimiento que estos grandes artistas confirman; un esbozo que basta acercar al fuego del genio para que se vuelva visible. Cuando lo exponemos al fuego y lo vemos cobrar vida, exclamamos extasiados: «¡Pero si esto es lo que siempre he sentido, y sabido, y deseado!». Y uno rebosa excitación y cerrando el libro con una especie de reverencia como si fuera algo muy precioso, un refugio al que podrá recurrir mientras viva, vuelve a ponerlo en el estante, dije, tomando Guerra y paz y volviendo a ponerlo en su sitio. Si, por el contrario, estas pobres frases que escogemos y sometemos a la prueba suscitan primero una reacción rápida y ávida con su brillante colorido y sus gestos vivos, pero luego se paran, como si algo detuviera su desarrollo; o si lo único que vemos es un garabateo impreciso en un rincón y un borrón en otro y nada aparece entero e intacto, suspiramos defraudados y decimos: otro fracaso. Esta novela falla en algún sitio.
Y la mayoría de las novelas, naturalmente, fallan en algún sitio. La imaginación vacila bajo la enorme presión. La percepción se nubla; deja de distinguir entre lo verdadero y lo falso; no tiene fuerzas para proseguir la enorme tarea, que en todo momento requiere el uso de tan diversas facultades. Pero ¿de qué modo puede afectar todo esto el sexo del novelista?, me pregunté, mirando Jane Eyre y los demás libros. ¿Puede el sexo del novelista influir en su integridad, esta integridad que considero la columna vertebral del escritor? Ahora bien, en los fragmentos de Jane Eyre que he citado se ve claramente que la cólera empañaba la integridad de Charlotte Brontë novelista. Abandonó la historia, a la que debía toda su devoción, para atender una queja personal. Se acordó de que la habían privado de la parte de experiencia que le correspondía, de que la habían hecho estancarse en una rectoría remendando medias cuando ella hubiera querido andar libre por el mundo. La indignación hizo desviar su imaginación y la sentimos desviarse. Pero muchas otras influencias aparte de la cólera tiraban de su imaginación y la apartaban de su sendero. La ignorancia, por ejemplo. El retrato de Rochester está trazado a ciegas. Sentimos en él la influencia del temor; del mismo modo que percibimos constantemente en la obra de Charlotte Brontë una acidez, resultado de la opresión, un sufrimiento enterrado que late bajo la pasión, un rencor que contrae aquellos libros, por espléndidos que sean, con un espasmo de dolor.
Y puesto que las novelas tienen esta analogía con la vida real, sus valores son hasta cierto punto los de la vida real. Pero muy a menudo, es evidente, los valores de las mujeres difieren de los que ha implantado el otro sexo; es natural que sea así. No obstante, son los valores masculinos los que prevalecen. Hablando crudamente, el fútbol y el deporte son «importantes»; la adoración de la moda, la compra de vestidos, «triviales». Y estos valores son inevitablemente transferidos de la vida real a la literatura. Este libro es importante, el crítico da por descontado, porque trata de la guerra. Este otro es insignificante porque trata de los sentimientos de mujeres sentadas en un salón. Una escena que transcurre en un campo de batalla es más importante que una que transcurre en una tienda. En todos los terrenos y con mucha más sutileza persiste la diferencia de valores. Por tanto, toda la estructura de las novelas de principios del siglo diecinueve escritas por mujeres la trazó una mente algo apartada de la línea recta, una mente que tuvo que alterar su clara visión en deferencia a una autoridad externa. Basta hojear aquellas viejas novelas olvidadas y escuchar el tono de voz en que están escritas para adivinar que el autor era objeto de críticas; decía tal cosa con fines agresivos, tal otra con fines conciliadores. Admitía que era «sólo una mujer» o protestaba que «valía tanto como un hombre». Según su temperamento, reaccionaba ante la crítica con docilidad y modestia o con cólera y énfasis. No importa cuál; estaba pensando en algo que no era la obra en sí. Desciende su libro sobre nuestras cabezas. En su centro hay un defecto. Y pensé en todas las novelas escritas por mujeres que se hallaban desparramadas, como manzanas picadas en un vergel, por las librerías de lance londinenses. Las había podrido este defecto que tenían en el centro. Su autor había alterado sus valores en deferencia a la opinión ajena.
Pero debió de serles imposible a las mujeres no oscilar hacia la derecha o la izquierda. Qué genio, qué integridad debieron de necesitar, frente a tantas críticas, en medio de aquella sociedad puramente patriarcal, para aferrarse, sin apocarse, a la cosa tal como la veían. Sólo lo hicieron Jane Austen y Emily Brontë. Esto añade una pluma, quizá la mejor, a su tocado. Escriben como escriben las mujeres, no como escriben los hombres. De todos los miles de mujeres que escribieron novelas en aquella época, sólo ellas desoyeron por completo la perpetua amonestación del eterno pedagogo: escribe esto, piensa lo otro. Sólo ellas fueron sordas a aquella voz persistente, ora quejosa, ora condescendiente, ora dominante, ora ofendida, ora chocada, ora furiosa, ora avuncular, aquella voz que no puede dejar en paz a las mujeres, que tiene que meterse con ellas, como una institutriz demasiado escrupulosa, conjurándolas, como Sir Egerton Brydges, de que sean refinadas, mezclando hasta en la crítica poética la crítica sexual, invitándolas, si quieren ser buenas y generosas y ganar, supongo, un premio reluciente, a no sobrepasar ciertos límites que al caballero en cuestión le parecían adecuados: «… Las mujeres novelistas deberían sólo aspirar a la excelencia reconociendo valientemente las limitaciones de su sexo.»
Esto resume el asunto, y si os digo ahora, lo que sin duda os sorprenderá, que esta frase no fue escrita en agosto de 1828 sino en agosto de 1928, estaréis de acuerdo conmigo en que, por deliciosa que ahora nos parezca, no deja de representar un sector de la opinión —no voy a remover viejas aguas, me limito a recoger lo que se ha venido flotando casualmente hasta mis pies— que era mucho más vigoroso y ruidoso hace un siglo. En 1828 una joven hubiera tenido que ser muy valiente para no prestar atención a estos desdenes, estas repulsas y estas promesas. Hubiera tenido que ser un elemento algo rebelde para decirse a sí misma: Oh, pero no podéis comprar hasta la literatura. La literatura está abierta a todos. No te permitiré, por más bedel que seas, que me apartes de la hierba. Cierra con llave tus bibliotecas, si quieres, pero no hay barrera, cerradura, ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente.