Kitabı oku: «100 Clásicos de la Literatura», sayfa 1488
Sin embargo, iba siendo hora de que volviera a posar mis ojos en el libro. Más valdría, en lugar de especular sobre lo que Mary Carmichael podría y debería escribir, ver qué escribía de hecho Mary Carmichael. Así es que me puse de nuevo a leer. Recordé que tenía algunos reproches que hacerle. Había quebrado la frase de Jane Austen, negándome así la oportunidad de jactarme de mi gusto impecable, de mi oído crítico. Porque de nada servía decir: «Sí, sí, todo esto es muy bonito; pero Jane Austen escribió mejor que tú», cuando tenía que admitir que no había entre ellas el menor punto de semejanza. Luego, Mary Carmichael había ido más lejos y habría quebrado la secuencia, el orden esperado. Quizá lo había hecho inconscientemente, limitándose a dar a las cosas su orden natural, como lo haría una mujer si escribiera como una mujer. Pero el efecto era un tanto desconcertante; no se podía ver cómo se acumulaba la ola, cómo aparecía la crisis a la vuelta de la esquina. No podía, pues, jactarme de la profundidad de mis sentimientos ni de mi hondo conocimiento del corazón humano. Porque cada vez que estaba a punto de sentir las cosas usuales en los lugares usuales, acerca del amor, de la muerte, la fastidiosa mujer tiraba de mí, como si el punto importante hubiera estado justo un poquito más lejos. Y así no me dejó desplegar mis frases sonoras sobre «sentimientos elementales», «la tela de que estamos hechos», «las profundidades del corazón humano» y todas aquellas otras expresiones que apoyan nuestra creencia de que, por muy ingeniosos que seamos por encima, por debajo somos muy serios, muy profundos y muy humanos. Me hizo sentir, al contrario, que en lugar de serios, profundos y humanos, quizá seamos, simplemente —y este pensamiento era mucho menos seductor— mentalmente perezosos y por añadidura convencionales.
Pero seguí leyendo y observé algunos hechos más. Mary Carmichael no era «un genio», esto era evidente. No tenía ni mucho menos el amor a la Naturaleza, la imaginación ardiente, la poesía salvaje, el ingenio brillante, la sabiduría meditativa de sus grandes predecesoras, Lady Winchilsea, Charlotte Brontë, Emily Brontë, Jane Austen y George Eliot; no sabía escribir con la melodía y la dignidad de Dorothy Osborne; no era, realmente, más que una chica lista cuyos libros, sin duda alguna, los editores convertirían en pasta dentro de diez años. No obstante, tenía ciertos puntos a su favor que mujeres con mucho más talento no poseían hace apenas medio siglo. A sus ojos, los hombres habían dejado de ser la «facción de la oposición»; no necesitaba perder tiempo prorrumpiendo en invectivas contra ellos; no necesitaba subirse al tejado y turbar la paz de su espíritu suspirando por viajes, experiencia y un conocimiento del mundo y de la gente que le era denegado. El temor y el odio habían casi desaparecido o sólo se observaban trazas de ellos en una ligera exageración de la alegría de la libertad, en una tendencia al comentario cáustico o satírico, más que al romántico, cuando se refería al otro sexo. Tampoco cabía duda de que, como novelista, poseía ciertas dotes de alta categoría. Tenía una sensibilidad muy amplia, ávida y libre, que reaccionaba prácticamente al toque más imperceptible. Se recreaba, como una planta recién brotada, con cada visión y sonido que le salía al paso. También se movía, de modo muy sutil y curioso, por entre cosas desconocidas o nunca registradas; se encendía al contacto de pequeñas cosas y mostraba que quizá no eran tan pequeñas después de todo. Sacaba a la luz cosas enterradas y le hacía a uno preguntarse qué necesidad había habido de enterrarlas. Pese a su brusquedad y a no ser portadora inconsciente de una larga herencia, de esa clase de herencia que hace que la menor frase de un Thackeray o un Lamb sea una pura delicia al oído, había asimilado —empezaba yo a creer— la primera lección importante: escribía como una mujer, pero como una mujer que ha olvidado que es una mujer, de modo que sus páginas estaban llenas de esta curiosa cualidad sexual que sólo se logra cuando el sexo es inconsciente de sí mismo.
Todo esto estaba muy bien. Pero ni la abundancia de sus sensaciones, ni la delicadeza de su percepción le valdrían para nada si no sabía construir con lo pasajero y lo personal el edificio duradero que permanece en pie. Yo había dicho que esperaría hasta que se enfrentase con «una situación». Entendía por ahí hasta que me demostrase, llamándome, haciéndome señas y reuniéndose conmigo, que no era una mera rozadora de superficies, sino que había mirado debajo, en las profundidades. Ha llegado la hora, se diría a sí misma en cierto momento, de mostrar sin hacer nada violento el significado de todo esto. Y empezaría —¡qué inconfundible es esta aceleración!— a llamar y hacer señas, y se despertarían en nuestra memoria cosas medio olvidadas, quizá del todo triviales, aparecidas en otros capítulos y dejadas de lado. Y haría sentir la presencia de estas cosas mientras alguien cosía o fumaba una pipa con la mayor naturalidad posible y a uno le parecería, a medida que ella iba escribiendo, como si hubiera ascendido a la cumbre del mundo y lo viera extendido, muy majestuosamente, a sus pies.
En todo caso lo estaba intentando. Y mientras la miraba preparándose para la prueba, vi, pero esperé que ella no viera, a los obispos y los deanes, a los doctores y los profesores, a los patriarcas y los pedagogos gritándole todos advertencias y consejos. ¡No puedes hacer esto y no debes hacer aquello! ¡Sólo los «fellows» y los «scholars» pueden pisar la hierba! ¡No se admite a las señoras sin una carta de presentación! ¡Gráciles doncellas aspirantes a novelistas, por aquí! Así le gritaban, como la muchedumbre agolpada ante una valla en una carrera de caballos, y su éxito dependía de que saltara la valla sin mirar a la derecha o a la izquierda. Si te paras para maldecir estás perdida, le dije; lo mismo si te paras para reír. Titubea o da un traspié y será el fin. Piensa en el salto, le imploré, como si hubiera apostado en ella todo mi dinero; y salvó el obstáculo como una gacela. Pero había otra valla después de ésta, y después otra. De si tendría la resistencia suficiente no estaba yo muy segura, pues las palmadas y los gritos ponían los nervios de punta. Pero hizo lo que pudo. Teniendo en cuenta que Mary Carmichael no era un genio, sino una muchacha desconocida que escribía su primera novela en su salita-dormitorio, sin bastante cantidad de estas cosas deseables, tiempo, dinero y ocio, no salía mal de la prueba, pensé.
Démosle otros cien años, concluí, leyendo el último capítulo —narices y hombros descubiertos se dibujaban desnudos contra un cielo estrellado, pues alguien había descorrido a medias las cortinas del salón—, démosle una habitación propia y quinientas libras al año, dejémosle decir lo que quiera y omitir la mitad de lo que ahora pone en su libro y el día menos pensado escribirá un libro mejor. Será una poetisa, dije, poniendo La aventura de la vida, de Mary Carmichael, al final del estante, dentro de otros cien años.
CAPÍTULO 6
Al día siguiente, la luz de la mañana de octubre caía en rayos polvorientos a través de las ventanas sin cortinas y el murmullo del tráfico subía de la calle. A esta hora, Londres se estaba dando cuerda de nuevo; la fábrica se había puesto en movimiento; las máquinas empezaban a funcionar. Era tentador, después de tanto leer, mirar por la ventana y ver qué estaba haciendo Londres en aquella mañana del 26 de octubre de 1928. ¿Y qué estaba Londres haciendo? Nadie parecía estar leyendo Antonio y Cleopatra. Londres se sentía del todo indiferente, según las apariencias, a las tragedias de Shakespeare. A nadie le importaba un rábano —y yo no se lo reprochaba— el porvenir de la novela, la muerte de la poesía o la creación, por parte de la mujer corriente, de un estilo de prosa que expresara plenamente su modo de pensar. Si alguien hubiera escrito con tiza en la acera sus opiniones sobre alguno de estos temas, nadie se hubiese inclinado para leerlas. La indiferencia de los pies presurosos las hubiera borrado en media hora. Por aquí venía un mensajero; por allá una señora con un perro. La fascinación de la calle londinense consiste en que nunca hay en ella dos personas iguales; cada cual parece ocupado en algún asunto personal y privado. Había la gente de negocios, con sus pequeñas carteras; había los paseantes, que golpeaban al pasar los enrejados con sus bastones; había personas afables a quienes las calles sirven de sala de club, hombres con carretones que gritaban y daban información que no les pedían. También había los funerales, a cuyo paso los hombres, recordando de pronto que un día morirían sus propios cuerpos, se descubrían. Y luego un caballero muy distinguido bajó despacio los peldaños de un portal y se detuvo para evitar una colisión con una dama apresurada que había adquirido, por un medio u otro, un espléndido abrigo de pieles y un ramillete de violetas de Parma. Todos parecían separados, absortos en sí mismos, ocupados en algún asunto propio.
En este momento, como tan a menudo ocurre en Londres, el tráfico quedó por completo parado y silencioso. Nadie venía por la calle; no pasaba nadie. Una hoja solitaria se destacó del plátano que crecía al final de la calle y, en medio de esta pausa y esta suspensión, cayó. En cierto modo pareció una señal, una señal que hiciese resaltar en las cosas una fuerza en la que uno no había reparado. Parecía indicarle a uno la presencia de un río que fluía, invisible, calle abajo hasta doblar la esquina y tomaba a la gente y la arrastraba en sus remolinos, de igual modo que el arroyo de Oxbridge se había llevado al estudiante en su bote y las hojas muertas. Ahora traía de un lado de la calle al otro, en diagonal, a una muchacha con botas de charol y también a un joven que llevaba un abrigo marrón; también traía un taxi; y los trajo a los tres hasta un punto situado directamente debajo de mi ventana; donde el taxi se paró y la muchacha y el joven se pararon; y subieron al taxi; y entonces el taxi se marchó deslizándose como si la corriente lo hubiese arrastrado hacia otro lugar.
El espectáculo era del todo corriente; lo que era extraño era el orden rítmico de que mi imaginación lo había dotado y el hecho de que el espectáculo corriente de dos personas bajando la calle y encontrándose en una esquina pareciera librar mi mente de cierta tensión, pensé mirando cómo el taxi daba la vuelta y se marchaba. Quizás el pensar, como yo había estado haciendo aquellos dos días, en un sexo separándolo del otro es un esfuerzo. Perturba la unidad de la mente. Ahora aquel esfuerzo había cesado y el ver a dos personas reunirse y subir a un taxi había restaurado la unidad. Desde luego, la mente es un órgano muy misterioso, pensé, volviendo a meter la cabeza dentro, sobre el que no se sabe nada en absoluto, aunque dependamos de él por completo. ¿Por qué siento que hay discordias y oposiciones en la mente, de igual modo que hay en el cuerpo tensiones producidas por causas evidentes? ¿Qué se entiende por «unidad de la mente»?, me pregunté. Porque la mente tiene, claramente, el poder de concentrarse sobre cualquier punto en cualquier momento, tal poder que no parece estar constituida por un único estado de ser. Puede separarse de la gente de la calle, por ejemplo, y pensar en sí misma mientras mira a la gente desde una ventana alta. O puede, espontáneamente, pensar junto con otra gente, como ocurre, por ejemplo, en medio de una muchedumbre que espera la lectura de una noticia. Puede volver al pasado a través de sus padres o de sus madres, de igual modo que una mujer que escribe, como he dicho, está en contacto con el pasado a través de sus madres. También, si una es mujer, a menudo se siente sorprendida por una súbita división de la conciencia: por ejemplo, cuando anda por Whitehall y deja de ser la heredera natural de aquella civilización y se siente, al contrario, excluida, diferente, deseosa de criticar. Es indudable que la mente siempre está alterando su enfoque y mirando el mundo bajo diferentes perspectivas. Pero algunos de estos estados mentales parecen, incluso si se adoptan espontáneamente, menos cómodos que otros. Para mantenerse en ellos, inconscientemente uno retiene algo, y gradualmente esta represión se convierte en un esfuerzo. Pero quizás haya algún estado en el que uno pueda mantenerse sin esfuerzo porque no necesita retener nada. Y éste, pensé apartándome de la ventana, quizá sea uno de ellos. Porque al ver a la pareja subir al taxi, me pareció que mi mente, tras haber estado dividida, se había reunificado en una fusión natural. La explicación evidente que a uno se le ocurre es que es natural que los sexos cooperen. Tenemos un instinto profundo, aunque irracional, en favor de la teoría de que la unión del hombre y de la mujer aporta la mayor satisfacción, la felicidad más completa. Pero la visión de aquellas dos personas subiendo al taxi y la satisfacción que me produjo también me hicieron preguntarme si la mente tiene dos sexos que corresponden a los dos sexos del cuerpo y si necesitan también estar unidos para alcanzar la satisfacción y la felicidad completas. Y me puse, para pasar el rato, a esbozar un plano del alma según el cual en cada uno de nosotros presiden dos poderes, uno macho y otro hembra; y en el cerebro del hombre predomina el hombre sobre la mujer y en el cerebro de la mujer predomina la mujer sobre el hombre. El estado de ser normal y confortable es aquel en que los dos viven juntos en armonía, cooperando espiritualmente. Si se es hombre, la parte femenina del cerebro no deja de obrar; y la mujer también tiene contacto con el hombre que hay en ella. Quizá Coleridge se refería a esto cuando dijo que las grandes mentes son andróginas. Cuando se efectúa esta fusión es cuando la mente queda fertilizada por completo y utiliza todas sus facultades. Quizás una mente puramente masculina no pueda crear, pensé, ni tampoco una mente puramente femenina. Pero convenía averiguar qué entendía uno por «hombre con algo de mujer» y por «mujer con algo de hombre» hojeando un par de libros. Desde luego, Coleridge no se refería, cuando dijo que las grandes mentes son andróginas, a que sean mentes que sienten especial simpatía hacia las mujeres; mentes que defienden su causa o se dedican a su interpretación. Quizá la mente andrógina está menos inclinada a esta clase de distinciones que la mente de un solo sexo. Coleridge quiso decir quizá que la mente andrógina es sonora y porosa; que transmite la emoción sin obstáculos; que es creadora por naturaleza, incandescente e indivisa. De hecho, uno vuelve a pensar en la mente de Shakespeare como prototipo de mente andrógina, de mente masculina con elementos femeninos, aunque sería imposible decir qué pensaba Shakespeare de las mujeres. Y si es cierto que el no pensar especialmente o separadamente en la sexualidad es una de las características de la mente plenamente desarrollada, cuesta ahora muchísimo más que antes alcanzar esta condición. Me acerqué entonces a los libros de autores vivientes, e hice una pausa y me pregunté si este hecho no se hallaba en la raíz de algo que me había dejado mucho tiempo perpleja. No es posible que en ninguna época haya existido tan estridente preocupación por la sexualidad como en la nuestra; buena prueba de ello, la enorme cantidad de libros que había en el British Museum escritos por hombres sobre las mujeres. Sin duda tenía la culpa la campaña de las sufragistas. Debía de haber despertado en los hombres un extraordinario deseo de autoafirmación; debía de haberles empujado a hacer resaltar su propio sexo y sus características, en las que no se habrían molestado en pensar si no les hubieran desafiado. Y cuando uno se siente desafiado, aunque sea por unas cuantas mujeres con gorros negros, reacciona, si no le han desafiado antes, un poco demasiado fuerte. Quizás así se expliquen algunas de las características que recuerdo haber encontrado en este libro, pensé sacando del estante una nueva novela de Mr. A, que está en el apogeo de la vida y goza de muy buena fama, parece, entre los críticos. La abrí. Realmente, era una delicia volver a leer un estilo masculino. Sonaba tan directo, tan claro después de leer estilos femeninos. Indicaba tal libertad mental, tal libertad personal, tal confianza en uno mismo. Se experimentaba una sensación de bienestar ante aquella mente bien alimentada, bien educada, libre, que nunca había sufrido desvíos u oposiciones, que desde el nacimiento había podido, al contrario, desarrollarse con plena libertad en la dirección que había querido. Todo esto era admirable. Pero tras leer un capítulo o dos, me pareció que una sombra se erguía, cruzando la página. Era una barra recta y oscura, una sombra con la forma de la letra «I». Empezaba uno a inclinarse hacia un lado y hacia el otro, tratando de vislumbrar el paisaje que había detrás. No se sabía a ciencia cierta si se trataba de un árbol o de una mujer andando. Siempre le hacían a uno volver a la letra «I».
Tanta «I» empezaba a cansar. Cierto que esta «I» era una «I» muy respetable; honrada y lógica; dura como una nuez y pulida por siglos de buenas enseñanzas y buena alimentación. Respeto y admiro esta «I» desde lo más hondo del corazón. Pero —aquí volví una página o dos, en busca de algo— lo malo es que cuanto se halla a la sombra de la letra «I» carece de forma, como la bruma. ¿Es aquello un árbol? No, es una mujer. Pero… no tiene ni un hueso en todo el cuerpo, pensé mirando cómo Phoebe, pues así se llamaba, cruzaba la playa. Entonces Alan se levantó y la sombra de Alan aniquiló a Phoebe. Porque Alan tenía puntos de vista y Phoebe se apagaba bajo el torrente de sus opiniones. Y Alan, pensé, también tiene pasiones; y me puse a volver las páginas muy de prisa, sintiendo que la crisis se estaba acercando, y así era. Tuvo lugar en la playa bajo el sol. Fue hecho muy abiertamente. Fue hecho muy vigorosamente. Nada hubiera podido ser más indecente. Pero… Había dicho «pero» demasiadas veces. Uno no puede seguir diciendo «pero». Tiene que terminar la frase de algún modo, me reproché a mí misma. La terminaré con: «Pero… ¡me aburro!». Pero ¿por qué me aburría? A causa, en parte, de la predominancia de la letra «I» y de la aridez a la que, como el haya gigantesca, condena la tierra que su sombra cubre. Allí nada puede crecer. Y en parte por otro motivo más oscuro. Parecía haber algún obstáculo, algún impedimento en la mente de Mr. A que obstruía la fuente de la energía creadora y la hacía correr por un estrecho cauce. Y recordando a la vez aquel almuerzo en Oxbridge, y la ceniza del cigarrillo, y el gato sin cola, y a Tennyson y a Christina Rossetti, me pareció posible que allí estuviera el obstáculo. Puesto que Alan ya no murmura: «Ha caído una espléndida lágrima de la pasionaria que crece junto a la verja», cuando Phoebe cruza la playa y ella ya no contesta: «Mi corazón es como un pájaro que canta cuyo nido se halla en un brote rociado» cuando Alan se acerca, ¿qué puede él hacer? Siendo honrado como el día y lógico como el sol, no puede hacer más que una cosa. Y esto lo hace, reconozcámoslo, una y otra vez (dije volviendo las páginas), y otra, y otra. Y esto, añadí, dándome cuenta del carácter terrible de la confesión, resulta un tanto aburrido. La indecencia de Shakespeare extirpa de la mente otras mil cosas y dista de ser aburrida. Pero Shakespeare lo hace por placer; Mr. A, como dicen las enfermeras, lo hace a propósito. Lo hace en señal de protesta. Protesta contra la igualdad del otro sexo afirmando su propia superioridad. Lo que quiere decir que se siente frenado, inhibido e inseguro de sí mismo, como quizá se hubiera sentido Shakespeare si también hubiera conocido a Miss Clough y Miss Davies. No cabe duda de que la literatura isabelina hubiera sido muy distinta si el movimiento feminista hubiese empezado en el siglo dieciséis y no en el siglo diecinueve.
Todo esto equivale, pues, a decir, si toda esta teoría de los dos lados de la mente es correcta, que la virilidad ha cobrado conciencia de sí misma, es decir, que los hombres ahora no escriben más que con el lado masculino del cerebro. Las mujeres hacen mal en leer sus libros, pues inevitablemente buscan en ellos algo que no pueden encontrar. Es el poder de sugestión lo que de inmediato se echa de menos, pensé, tomando un libro del crítico Mr. B y leyendo con mucho cuidado, muy concienzudamente, sus observaciones sobre el arte poético. Muy competentes eran, agudas y rebosantes de cultura; pero lo malo es que sus sentimientos habían dejado de comunicar entre ellos; su mente parecía dividida en diferentes cámaras; no pasaba ningún sonido de una a otra. Por tanto, cuando uno toma en su mente una frase de Mr. B, la frase cae pesadamente al suelo, muerta; pero cuando uno toma en su mente una frase de Coleridge, la frase explota y da origen a un sinfín de ideas nuevas, y ésta es la única clase de escritura que puede considerarse poseedora del secreto de la vida eterna.
Pero sea cual fuere su causa, es un hecho que debemos deplorar. Porque significa —había llegado a las hileras de libros de Mr. Galsworthy y Mr. Kipling— que algunas de las mejores obras de los mejores escritores vivientes caen en saco roto. Haga lo que haga, una mujer no puede encontrar en ellas esta fuente de vida eterna que los críticos le aseguran que está allí. No sólo celebran virtudes masculinas, imponen valores masculinos y describen el mundo de los hombres; la emoción, además, que impregna estos libros es incomprensible para una mujer. Está llegando, se está acumulando, está a punto de explotar en mi mente, empieza una a decirse antes del final. Aquel cuadro se le caerá en la cabeza al viejo Jolyon; morirá del susto; el viejo clérigo pronunciará sobre él algunas frases solemnes; y todos los cisnes del Támesis se pondrán a cantar a la vez. Pero una se escapará antes de que esto ocurra y se esconderá en las matas de grosellas, porque la emoción que a un hombre le parece tan profunda, tan sutil, tan simbólica, a una mujer la deja perpleja. Así ocurre con los oficiales de Mr. Kipling que vuelven la espalda y con sus Sembradores que siembran la Semilla y con sus Hombres que están solos con su Trabajo; y la Bandera… Todas estas mayúsculas la hacen a una ruborizarse, como si la hubiesen sorprendido escuchando a escondidas en una orgía puramente masculina. Lo cierto es que ni Mr. Galsworthy ni Mr. Kipling tienen en ellos una sola chispa femenina. Todas sus cualidades, si se puede generalizar, le parecen, pues, crudas y poco maduras a una mujer. Carecen de poder sugestivo. Y cuando un libro carece de poder sugestivo, por duro que golpee la superficie de la mente, no puede penetrar en ella.
Y con el desasosiego con que uno saca libros de los estantes y los vuelve a colocar en su sitio sin mirarlos, me puse a imaginar una era futura de virilidad pura, de autoafirmacíón de la virilidad, como la que las cartas de los profesores (tomemos las cartas de Sir Walter Raleigh, por ejemplo) parecen augurar y que los gobernantes de Italia ya han iniciado. Porque difícilmente deja uno de sentirse impresionado en Roma por una sensación de masculinidad inmitigada; y sea cual fuere desde el punto de vista del estado el valor de la masculinidad inmitigada, su efecto sobre el arte de la poesía es discutible. De todos modos, según los periódicos, reina en Italia cierta ansiedad acerca de la novela. Ha habido una reunión de académicos cuyo objeto era «estimular la novela italiana».
«Hombres famosos por su nacimiento, o en los círculos financieros, la industria o las corporaciones fascistas» se reunieron el otro día y discutieron el asunto, y se envió al Duce un telegrama en que se expresaba la esperanza de que «la era fascista pronto produciría un poeta digno de ella». Podemos unirnos todos a esta esperanza, pero dudo de que la poesía pueda nacer de una incubadora. La poesía debería tener una madre, lo mismo que un padre. El poema fascista, hay motivos para temer, será un pequeño aborto horrible como los que se ven en tarros de cristal en los museos de las ciudades de provincias. Estos monstruos nunca viven mucho tiempo, se dice; nunca se ven prodigios de esta clase cortando la hierba en un prado. Dos cabezas en un cuerpo no garantizan una larga vida.
Sin embargo, la culpa de todo esto, si es que uno se empeña en encontrar a un culpable, no la tiene un sexo más que el otro. Los responsables son todos los seductores y los reformadores: Lady Bessborough, que mintió a Lord Granville; Miss Davies, que le dijo la verdad a Mr. Greg. Son culpables todos los que han contribuido a despertar la conciencia del sexo y son ellos quienes me empujan, cuando quiero usar al máximo mis facultades en un libro, a buscar esta satisfacción en aquella época feliz, anterior a Miss Davies y Miss Clough, en que el escritor utilizaba ambos lados de su mente a la vez. Para ello debemos acudir a Shakespeare, porque Shakespeare era andrógino, e igualmente lo eran Keats y Sterne, Cowper, Lamb y Coleridge. Shelley, quizá, carecía de sexo. Puede que Milton y Ben Jonson hayan tenido en ellos una gota de varón de más. Lo mismo Wordsworth y Tolstoi. En nuestros tiempos, Proust era del todo andrógino, o quizás un poco demasiado femenino. Pero este fallo es demasiado infrecuente para que se lo reprochemos, porque sin alguna mezcla de esta clase el intelecto parece predominar y las demás facultades de la mente se endurecen y se vuelven estériles. Me consolé, sin embargo, pensando que quizás estemos en una fase pasajera; mucho de cuanto he dicho obedeciendo a mi promesa de revelaros el curso de mis pensamientos os parecerá de otra época; mucho de lo que llamea en mis ojos os parecerá dudoso a vosotras que todavía no habéis llegado a la mayoría de edad.
A pesar de ello, la primerísima frase que escribiré aquí, dije yendo hacia el escritorio y tomando la hoja encabezada Las Mujeres y la Novela, es que es funesto para todo aquel que escribe el pensar en su sexo. Es funesto ser un hombre o una mujer a secas; uno debe ser «mujer con algo de hombre» u «hombre con algo de mujer». Es funesto para una mujer subrayar en lo más mínimo una queja, abogar, aun con justicia, por una causa; en fin, el hablar conscientemente como una mujer. Y por funesto entiendo mortal; porque cuanto se escribe con esta parcialidad consciente está condenado a morir. Deja de ser fertilizado. Por brillante y eficaz, poderoso y magistral que parezca un día o dos, se marchitará al anochecer; no puede crecer en la mente de los demás. Alguna clase de colaboración debe operarse en la mente entre la mujer y el hombre para que el arte de creación pueda realizarse. Debe consumarse una boda entre elementos opuestos. La mente entera debe yacer abierta de par en par si queremos captar la impresión de que el escritor está comunicando su experiencia con perfecta plenitud. Es necesario que haya libertad y es necesario que haya paz. No debe chirriar ni una rueda, no debe brillar ni una luz. Las cortinas deben estar corridas. El escritor, pensé, una vez su experiencia terminada, debe reclinarse y dejar que su mente celebre sus bodas en la oscuridad. No debe mirar ni preguntarse qué está sucediendo. Debe más bien deshojar una rosa o contemplar los cisnes que flotan despacio río abajo. Y volví a ver la corriente que se había llevado el bote con el estudiante y las hojas muertas; y el taxi tomó al hombre y a la mujer, pensé, viéndoles cruzar la calle para reunirse, y la corriente les arrastró, pensé, oyendo a lo lejos el rugido del tráfico londinense, hacia aquel río impresionante.
Aquí, pues, Mary Beton para de hablar. Os ha dicho cómo llegó a la conclusión —la prosaica conclusión— de que hay que tener quinientas libras al año y una habitación con un pestillo en la puerta para poder escribir novelas o poemas. Ha tratado de exponer al desnudo los pensamientos y las impresiones que la llevaron a pensarlo. Os ha pedido que la siguieseis mientras volaba a los brazos de un bedel, almorzaba aquí, cenaba allá, hacía dibujos en el British Museum, sacaba libros de los estantes, miraba por la ventana. Mientras hacía todas estas cosas, vosotras sin duda habéis estado observando sus fallos y flaquezas y decidiendo qué efecto tenían sobre sus opiniones. Habéis estado contradiciéndola y añadiendo y deduciendo cuanto os ha parecido acertado. Así es como tiene que ser, porque con un tema de esta clase, la verdad sólo puede obtenerse colocando una junto a otra muchas variedades de error. Y terminaré ahora en nombre propio, anticipando dos críticas tan evidentes que difícilmente podríais dejar de hacérmelas.
No ha expresado usted ninguna opinión, quizá me digáis, sobre los méritos comparados del hombre y de la mujer, ni siquiera como escritores. Esto lo he hecho a propósito, porque, aun suponiendo que hubiese llegado el momento de hacer semejante valoración —y por ahora es mucho más importante saber cuánto dinero tenían las mujeres y cuántas habitaciones que especular sobre sus capacidades—, aun suponiendo que hubiese llegado este momento, no creo que las dotes, ya sea de la mente o del carácter, se puedan pesar como el azúcar o la mantequilla, ni siquiera en Cambridge, donde saben tanto de poner a la gente en categorías y de colocar birretes sobre su cabeza e iniciales detrás de su apellido. Yo no creo que ni siquiera la Tabla de Precedencias, que encontraréis en el Almanaque de Whitaker, represente un orden de valores definitivo ni que haya ningún serio motivo para suponer que un Comendador del Baño acabará precediendo en el comedor a un Maestro de Locura. Todo este competir de un sexo con otro, de una cualidad con otra; todas estas reivindicaciones de superioridad e imputaciones de inferioridad corresponden a la etapa de las escuelas privadas de la existencia humana, en que hay «bandos» y un bando debe vencer a otro y tiene una importancia enorme andar hasta una tarima y recibir de manos del Director en persona un jarro altamente decorativo. Al madurar, la gente deja de creer en bandos, en directores y en jarros altamente decorativos. En todo caso, en lo que respecta a los libros, es sumamente difícil pegar etiquetas de mérito de modo que no se caigan. ¿Acaso las críticas de libros contemporáneos no ilustran perpetuamente la dificultad de emitir juicios? «Este excelente libro», «este libro sin valor»: se le aplican al mismo libro ambos calificativos. Ni la alabanza ni la censura significan nada. Por delicioso que sea, el pasatiempo de medir es la más fútil de las ocupaciones y el someterse a los decretos de los medidores la más servil de las actitudes. Lo que importa es que escribáis lo que deseáis escribir; y nadie puede decir si importará mucho tiempo o unas horas. Pero sacrificar un solo pelo de la cabeza de vuestra visión, un solo matiz de su color en deferencia a un director de escuela con una copa de plata en la mano o algún profesor que esconde en la manga una cinta de medir, es la más baja de las traiciones; en comparación, el sacrificio de la riqueza y de la castidad, que solía considerarse el peor desastre humano, es una mera fruslería.