Kitabı oku: «100 Clásicos de la Literatura», sayfa 1490

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—Creo que tenía una sobre los planetas…

—Sí, algo inverosímil —dijo Pepper, moviendo la cabeza.

La mesa tembló ligeramente, la lámpara se apagó y un timbre apagado repiqueteó sin interrupción.

—¡Zarpamos! —indicó el señor Pepper.

Un ligero balanceo movió la nave, haciéndose cada vez más perceptible. Las luces se sucedían a través de las cortinas de las ventanas.

—Ya marchamos —volvió a comunicar el señor Pepper al tiempo que el buque se estremecía y emitía un quejido melancólico. Se oía claramente el chasquido del agua contra el tajamar y la embarcación empezó a cabecear acusadamente, obligando al camarero a cuidar del equilibrio.

—Y Jenkinson de Cats —preguntó Ridley—, ¿le ves todavía?

—Una o dos veces al año. Hace poco que perdió a su esposa. Es doloroso.

—Mucho —comentó Ridley.

—Tiene una hija soltera que le cuida, pero a su edad no es lo mismo que si lo hiciera su esposa.

Ambos asintieron, procediendo a mondar las manzanas.

—Escribió un libro, ¿no? —preguntó Ridley.

—Sí, pero es como si no existiera —contestó Pepper tan vehemente que las dos señoras lo miraron extrañadas y sorprendidas.

La voz del señor Pepper era agria al añadir:

—Es muy cómodo eso de adornarse con plumas ajenas. El libro no lo escribió él.

—Estoy de acuerdo, pero es una debilidad de los que no saben abrirse camino por sus propios medios.

—Su vida fue completamente inútil. Otro caso semejante es el de nuestro amigo Miles —continuó Pepper con una sonrisa irónica—. He hecho un cálculo aproximado y sin contar el tiempo que estuvo en la cuna, ha escrito un promedio de dos volúmenes y medio anuales. No se puede negar que es una industria próspera. ¿Conoces la impresentable colección Bruce?

—¡Por supuesto! —contestó con énfasis el señor Ambrose—. Un poquito libre, ¿no?

—¿Conoces el Fussip en Hedivilles Row? —Precisamente me refería a él.

Las señoras, según es costumbre inveterada en su sexo, intervenían de vez en cuando en la conversación, pero sin poner una excesiva atención en ella. A Helen la inquietaba la actitud de Rachel, demasiado silenciosa y tranquila, impropia de su edad. Los caballeros acabaron por olvidarse de la presencia de las damas.

—¡Ah! ¡Cuántas cosas podrían contarse de aquellos tiempos! —Oyeron decir a Ridley al acomodarse en un butacón.

A través de la puerta del fumador percibieron al señor Pepper derrumbado en otro butacón. Parecía haberse aflojado la ropa y semejaba un mono malicioso. Helen y Rachel cubrieron sus cabezas con sendos chales y subieron a pasear a cubierta. Seguían deslizándose mansamente río abajo, cruzándose con las moles ingentes y oscuras de otros buques anclados. Londres, anegado en un mar de luz amarillenta, semejaba la flor monstruosa de una mitológica planta. Las luces de los vestíbulos de los teatros, de las tiendas, a lo largo de las calles interminables, anuncios que dibujaban su estela de luz en el vacío.

Resultaba doloroso, para personas que se alejaban de allí a la ventura sobre el mar, que la ciudad siguiera brillando, siempre en el mismo sitio, como un faro inalcanzable, cuyo halo de luz amarillenta se elevaba hasta las nubes prolongado por la neblina.

Helen volvió el rostro hacia la muchacha que se apoyaba en la baranda, a su lado.

—¿Tienes frío, Rachel?

—No… —balbuceó ésta con voz queda, para añadir a continuación—. ¡Qué hermosura!

En realidad, no era gran cosa lo que la noche permitía ver. Una hilera de mástiles distanciados, una masa oscura en donde se adivinaba la ribera y sobre ella una serie de pequeños rectángulos luminosos. Eran las ventanas. Más allá, una masa de neblina luminosa emplazaba la ciudad.

La marcha era contra el viento y se veían precisadas a sujetarse las faldas y la cabellera. Al poco rato el viento se apaciguó algo, pero volvióse más frío.

Por las entornadas ventanas del fumador vieron a los caballeros apurando sendos cigarros puros. Repentinamente el señor Ambrose se echó hacia atrás violentamente, mientras que un esfuerzo contenido destacaba más las arrugas del rostro del señor Pepper, que parecían talladas con cincel. Una sonora carcajada vino a mezclarse con los crujidos que el viento arrancaba a la nave. Los dos hombres, ajenos a todo, se habían sumergido en sus recuerdos de Cambridge, allá por el 1875.

—¡Son viejos amigos! —observó Helen, sonriente—. ¿Dónde encontraremos nosotras un lugar para sentarnos?

Rachel abrió una puerta.

—Es más un corredor que una habitación —dijo, mostrando una original y exótica sala de estar.

Tenía en el centro una mesa empotrada en el suelo y a su alrededor amplios y cómodos divanes a lo largo de los tabiques.

El sol tropical había hecho palidecer la tapicería hasta un verde azulado. Un espejo, con marco de conchas, colgaba de la pared; era el trabajo de un enamorado del mar y daba un extraño aspecto al conjunto. Retorcidas conchas de rojos bordes, que recordaban cuernos de unicornio, adornaban la repisa de la chimenea. A cada lado de las puertas pendían unas cortinas de seda morada, con varios borlones. Por las dos ventanas, que daban a cubierta, el sol tropical había encontrado camino para decolorar los cuadros que pendían de la pared. Uno de los grabados representaba, casi indistinguiblemente, a la reina Alejandra jugando con sus perritos. Frente al hogar, dos mecedoras de mimbre se ofrecían acogedoras. Sobre la mesa pendía una gran lámpara, era el signo de civilización menos irreal de cuantos adornaban la habitación.

—Es raro que todos resulten ser viejos amigos del señor Pepper —comentó Rachel con cierto nerviosismo.

El silencio en que había vuelto a caer Helen la ponía en una situación violenta.

—¿Le haces mucho caso? —preguntó por fin su tía.

—Es algo así como esto —dijo Rachel, manoseando un extraño pez disecado.

—Creo que le juzgas con excesiva severidad.

Rachel intentó justificar sus palabras, acudiendo para ello a los hechos, por parecerle más significativos. Así fue contando lo que sabía de William Pepper. Cuando estaban en su casa, siempre la visitaba los domingos. Era persona culta, dominaba las matemáticas, historia y griego, zoología, economía y las Sagas de Islandia. Había traducido al inglés y en prosa poesías persas, y prosa inglesa en versos griegos. Era una notabilidad en numismática y un experto en cuestiones de tráfico. Estaba allí para documentarse y escribir sobre el mar, probablemente un estudio sobre el viaje de Ulises, pues el griego era su mayor pasión. Había regalado a Rachel ejemplares de todos sus trabajos, la mayor parte obras pequeñas, y Helen pensó que probablemente Rachel no las había leído.

—¿Sabes si ha estado enamorado alguna vez? —preguntó a la muchacha.

—No lo creo, su corazón es un trozo de cuero viejo y reseco; pero, francamente, es una cosa que no he averiguado.

—Será cuestión de preguntárselo. ¿Recuerdas la última vez que te vi? Estabas comprando un piano.

—Sí, lo pusimos en la habitación del ático, que estaba ocupada por grandes plantas exóticas. Mis tías decían que un día piano, plantas y yo pasaríamos al piso bajo a través del techo. A su edad no tenía que haberles asustado tanto la muerte.

—Hace poco tuve noticias de tía Bessie —replicó Helen—. Teme que se te estropeen las manos si estudias tanto.

—¿O acaso que me ponga musculosa y eso me impida casarme?

—No es eso precisamente —corrigió Helen.

—Claro, ella no lo diría así, pero es lo que piensa —dijo Rachel, soltando un suspiro.

Helen clavó sus ojos en el rostro de la muchacha: reflejaba más debilidad que decisión y solo sus ojos, grandes e interesantes, la salvaban de la insipidez. El óvalo de su cara era indefinido y faltaba color a su cutis. Su indecisión al hablar y el tartamudeo para hallar las palabras adecuadas, ponían de relieve su insignificancia. Helen se dijo que no la atraía la intimidad en que se verían forzadas a vivir las tres o cuatro semanas que duraría el viaje. Las mujeres de su misma edad la aburrían y suponía que con una jovencita sería peor aún. Volvió a mirar a su sobrina. Hablar con ella de cosas profundas sería como escribirlas sobre la superficie del río. En la mayoría de las muchachas no había nada estable, ni vicios ni virtudes.

En aquel momento se abrió la puerta bruscamente y entró un hombre alto y fornido. Se acercó a Helen y le cogió las manos emocionado. Era Willoughby, el padre de Rachel y hermano del señor Ridley Ambrose.

Era corpulento sin llegar a grueso, de cara ancha pero con facciones algo pequeñas y un hoyuelo en cada carrillo. Se le comprendía más apto para capear temporales que para disimular sus emociones.

—¡Es un placer que hayáis venido! ¿Verdad, hija? —dijo, mirando a la muchacha.

Rachel asintió a la mirada de su padre.

—Haremos cuanto esté a nuestro alcance para que os encontréis bien aquí. ¿Y Ridley? Bueno, Pepper ya se encargará de llevarle la contra, cosa a la que yo no me atrevería. ¿Qué te parece Rachel? Está hecha una mujer, ¿verdad?

Sin soltar la mano de Helen, pasó un brazo por los hombros de Rachel.

—¿Crees tú que Rachel hace honor a sus padres?

—¡Oh, sí! —contestó Helen violenta y sin mirarlos.

—Espero grandes cosas de ella —continuó él, oprimiendo fuerte a la muchacha—. ¡Bien! —saltó de pronto—, ahora hablemos de ti. —Se sentaron los tres en el sofá y prosiguió—: ¿Y los chicos? ¿Dispuestos ya para ir al colegio? Me figuro que sí… ¿Se parecen a ti o a Ambrose? De lo que estoy seguro es que ninguno de los dos es tonto.

Al oír esto, Helen fue animándose gradualmente y empezó a explicar que su hijo, de seis años, era su vivo retrato, según la opinión general. En cuanto a la chica, que tenía ya diez años de edad, era muy parecida a su padre. Con toda sencillez contó que su pequeño había metido los deditos en la mantequilla, arrojando una buena porción de ella al fuego de la chimenea y contemplando satisfecho las llamaradas que levantó su hazaña y de la vista de las cuales, gozaron tanto el hijo como la madre, lo cual probaba una afinidad de gustos.

—Es un pícaro, pero tendrás que corregirle para que no juegue con fuego, puede traer malas consecuencias advirtió Willoughby.

—Pero si no tiene importancia… ¡es tan chico! —disculpó la madre, como si fuese ella la autora de la fechoría.

—¡Por lo visto soy un padre chapado a la antigua! —suspiró Willoughby.

—¡No digas eso! Apuesto a que Rachel no opina así.

Claramente se reflejaba en el rostro del padre la ilusión que le hubiese producido el que Rachel le abrazase y mimase, negando su afirmación. Pero ésta continuaba abstraída, mirando ante sí y con la más absoluta indiferencia hacia lo que su padre decía. Su imaginación estaba muy lejos de allí.

Cambiaron impresiones sobre la forma más conveniente y disimulada de lograr que Ridley gozase durante todo el viaje de unas completas vacaciones. Si no lo lograban ahora que sus baúles repletos de libros descansaban en la sentina del buque, Helen sabía que ya no lo conseguirían, pues en Santa Marina pasaría el día trabajando.

—¡No te preocupes y déjalo por mi cuenta! —dijo Willoughby con su mejor voluntad.

Se oyeron unos pasos. Se abrió la puerta y entraron Ridley y Pepper.

—¡Hola, Vinrace! ¿Cómo estás? —dijo Ridley extendiendo la mano con algo de embarazo.

Willoughby respondió efusivamente, pero con un cierto respeto.

—Os hemos oído reír bastante —dijo Helen—. Sin duda os habréis contado cosas muy graciosas.

—No creas, nada que valiera la pena.

—¿Sigues siendo todavía tan exigente en tus juicios? —preguntó su hermano.

—Por lo visto os aburrís mucho en nuestra compañía, a juzgar por lo pronto que nos dejasteis —dijo Ridley a su esposa.

—¿Pero no lo pasasteis mejor después de salir nosotras?

Ridley se encogió de hombros, la situación era algo violenta, aunque todos intentaban demostrar jovialidad. Fue el señor Pepper quien rompió el silencio y desvió la atención. Súbitamente dio un salto sobre su asiento, elevó las piernas y se sentó en cuclillas, como si huyera de una corriente de aire en los tobillos. Con los brazos cruzados en torno a las rodillas y chupando su puro con fruición, ofrecía un aspecto estrambótico, como un pequeño dios oriental. Sin enmendar su extraña postura, les endilgó un discurso sobre los monstruos de las profundidades marítimas. Se mostró muy sorprendido de que ninguno de los diez barcos que poseía Vinrace y que efectuaban la travesía entre Londres y Buenos Aires, hubiese visto nunca tales monstruos y de que tampoco hubiesen intentado nunca llevar a cabo ninguna investigación.

—No, Pepper, no —rio Vinrace—; tengo de sobra con los monstruos de la tierra.

Rachel susurró con un suspiro:

—¡Pobres animales!

—Si no fuera por ellos, no habría música, querida —dijo su padre algo bruscamente.

Entretanto proseguía la perorata de Pepper, explicando los blancos, pelados y ciegos monstruos que habitaban las profundidades abismales del Océano, contando que al sacar estos animales a la superficie y librarlos de la enorme presión de las aguas, explotaban esparciendo sus entrañas a todos los vientos. Era tan prolija y descarnada su explicación, que producía náuseas, y Ridley hubo de rogarle que se callase.

Helen iba observándolo todo y formando su composición de lugar. No, decididamente no se sentía muy optimista: Pepper resultaba un pesado; Rachel una niña mimada y poco dada a las confidencias, estaba segura que sus primeras palabras serían: «Yo no me avengo con mi padre, no me comprende»; Willoughby, por su parte, y pese a su buena voluntad, vivía en un mundo aparte, un mundo que él se había forjado. Entre todos ellos, Helen se encontraba descentrada y no se las prometía muy felices, pero como era una mujer de acción y decisiones rápidas, se alzó y dijo que quería ir a descansar. Al llegar a la puerta se detuvo volviendo la cabeza; supuso que habiendo a bordo solo dos mujeres, Rachel la acompañaría. La muchacha se levantó, y con un ligero tartamudeo, dijo:

—Me voy afuera… a… luchar con el viento.

La peor suposición de Helen se confirmaba. Se deslizó por el pasillo dando tumbos con el vaivén y agarrándose con ambas manos. A cada bandazo exclamaba:

—¡Caramba! ¡Bien empezamos!

II

La noche fue poco confortable, movimientos incesantes del buque, olor salobre, escasez de ropa en las camas. El señor Pepper pasó verdadero frío. El amanecer trajo un cambio en la situación. El cielo radiante y el mar tranquilo como pocas veces. El desayuno transcurrió en un ambiente más cordial. El viaje había comenzado bajo los mejores auspicios, con un cielo azul y un mar en calma. Todo era prometedor, pudiera o no expresarse, y esto sería lo que, cuando pasasen los años, conferiría un sentido especial a este momento, como el griterío de las sirenas durante la noche anterior aparecería representado por un gran aturdimiento.

La mesa estaba servida con atractivo. La fruta colocada con buen gusto y los huevos y la mantequilla despertaban el apetito al más desganado. Helen atendía a Willoughby, observándole disimuladamente. Recordaba múltiples incidentes familiares y como siempre, terminaba por hacerse la misma pregunta: «¿Por qué se casaría Teresa con Willoughby? Claro que de aspecto no está mal —seguía pensando—, fuerte, grandón, voz recia, puños potentes y voluntad firme»… Pero para Helen el carácter de Willoughby se escondía tras una sola palabra: «Sentimental». Y ella entendía que una persona sentimental no era nunca franca, espontánea, ni sencilla en la expresión de sus pensamientos, emociones o sentimientos. Por ejemplo, raras veces hablaba Willoughby de los muertos, exceptuando los aniversarios de mayor solemnidad. Helen sospechaba incontables atrocidades en la educación de Rachel y estaba segura de que la pobre Teresa no había sido muy feliz.

Inconscientemente pasó a comparar su vida con la de su cuñada, a quien quiso sinceramente y que fue la única mujer a quien llamó amiga. Estas comparaciones habían sido muchas veces el tema de sus conversaciones. Ridley era literato; Willoughby hombre de negocios. Terminaba Ridley su tercer volumen sobre Píndaro cuando Willoughby fletaba su primer buque. Y el mismo año que el comentario sobre Aristóteles fue leído en la Universidad, su cuñado montaba una nueva fábrica. ¿Y Rachel? No, decididamente no resistía una comparación con sus dos hijos, Rachel parecía tener solo seis años, derramaba la leche en la taza poniendo todo su cuidado en observar las gotas que salían desparramadas. Si en lugar de aquellas tonterías de niña boba, riera y se expresara con espontaneidad, resultaría una muchacha francamente bonita y agradable. Se parecía a su madre, o mejor dicho, era como la imagen que se reflejaba en un lago en calma, de un rostro arrebolado y lleno de vida que se inclina sobre su tranquila superficie. Helen, absorta en sus pensamientos, no caía en la cuenta de que ella era también observada, aunque no por los que tan crudamente juzgaba.

El señor Pepper, mientras llenaba concienzudamente de mantequilla sus rebanadas de pan, iba realizando el retrato de Helen. Empezó reafirmándose en su primitiva afirmación: Helen era verdaderamente hermosa. Con naturalidad le acercó la mermelada para que se sirviese. No cesaba de decir sandeces, aunque no mayores ni menores que las que se dicen siempre durante el desayuno. Sabía, por propia experiencia, que antes del desayuno la circulación cerebral parece atascada, y que si él no hablaba nadie lo haría probablemente. Así es que, sin mucha seguridad en lo que decía, seguía hablando y contradiciéndose a sí mismo, pero encontrándose superior a los que le rodeaban. En aquel momento, Pepper, después de convenir en que Helen era hermosa, bajó los ojos hacia el plato e hizo un rápido repaso de su vida. No se había casado, sencillamente, por no haber encontrado nunca a la mujer que supiera inspirarle respeto. Había pasado los años de su juventud en una estación de ferrocarril de Bombay, sin ver más que mujeres de raza y color distinto, mujeres militarizadas, mujeres que ocupaban puestos oficiales y que iban perpetuamente uniformadas. Su ideal era una mujer que supiera leer, si no el persa, por lo menos el griego, blanca, rubia y sensible, capaz de comprenderle… En su soledad había acabado por contraer extraños hábitos, de los que no se avergonzaba. Dedicaba varios minutos del día a aprender cosas de memoria, nunca tomaba un billete sin anotar antes el número, dedicaba el mes de enero a Petronio, el de febrero a Cátulo, marzo a los jarros etruscos, y así sucesivamente. En la India había trabajado infatigablemente, y de nada tenía que arrepentirse, exceptuando esos pequeños defectos que todos los hombres listos se reconocen… Aunque no los corrijan. Absorto en estos pensamientos levantó la vista y sonrió al observar que Rachel le miraba.

«Habrá masticado algo un número determinado de veces», pensó Rachel, y añadió en voz alta:

—¿Cómo van esas piernas, señor Pepper?

—Pobrecitas —dijo éste moviéndolas con expresión de dolor—. Me temo que la belleza no cure el ácido úrico… y es una lástima…

A continuación observó el mar y el cielo de brillante azul a través del ventanal, sacó un libro y lo colocó sobre la mesa. Respondiendo a la muda invitación, Helen le preguntó cómo se titulaba. Junto con la mención del título inició Pepper una documentada disertación sobre la forma más conveniente de construir carreteras. Se remontó a los griegos, pasó después a los romanos, para acabar con los ingleses, que según su parecer eran unos inmejorables constructores, pero a renglón seguido empezó a criticar y denunciar directamente a todos los contratistas en general, y se acaloró hasta el punto de que las cucharillas tintinearon al chocar con platos y vasos, y más de un trozo de bollo se descompuso en el platito.

—¡Guijarros! —dijo con despectivo énfasis—. ¡Las calles de la gran Inglaterra están construidas con guijarros! Les he repetido hasta la saciedad: «Con las próximas lluvias, vuestras calles se convertirán en pantanos». Una y otra vez mis palabras se han convertido en realidad. ¿Pero creen ustedes que por eso se me ha hecho caso? Ni entonces, ni cuando he intentado hacerles comprender que el único perjudicado era el bolsillo del contribuyente… ¡Ni cuando les he dicho que leyeran a Corifeo! Pero son otros los asuntos que acaparan la atención de las gentes. ¡Señora Ambrose, puede estar usted completamente segura de que solo podrá formarse una opinión aproximada de la estupidez humana cuando haya tomado asiento en unos de los municipios de los suburbios! —terminó mirándoles a todos con energía feroz.

—Mis pequeños tienen una niñera que es una buena mujer, vamos, para como está hoy el servicio no puedo quejarme, pero está empeñada en que los pequeños han de rezar. Yo no les hablo casi nunca de Dios. ¿Qué vamos a hacer, Ridley, si al volver los encontramos otra vez rezando el Padrenuestro?

Ridley dejó escapar una ligera exclamación que a nada comprometía, pero Willoughby, que al oír las palabras de su cuñada no había podido reprimir un estremecimiento, exclamó:

—Vamos, Helen, no creo que un poco de religión perjudique a nadie.

—Preferiría que mintiesen —contestó Helen, sincera y rápidamente.

Willoughby estaba reflexionando en que la vida le había deparado una cuñada excesivamente excéntrica, cuando ésta echó hacia atrás la silla, se levantó y salió sobre cubierta. Casi al instante la oyeron exclamar:

—¡Mirad, estamos ya en alta mar! ¡Venid!

Todos la siguieron. El humo de las ciudades había desaparecido y el buque se balanceaba en un claro amanecer. Había dejado Londres sumido en su fango, y la fina sombra de tierra que adivinaba a su izquierda parecía incapaz de sostener el peso de una ciudad como París y, sin embargo, se trataba de la costa de Francia. Se encontraban liberados de carreteras, de cuanto recordara humanidad y en esta exaltación de su libertad hallaban el mayor goce.

Unas pequeñas olas, que rompían blancas y acariciantes a cada lado de la inmensa mole, indicaban la marcha del buque. El cielo de octubre, ligeramente nuboso en el horizonte, con una nube que se elevaba lenta como una columna de humo, hacía más perceptible la pura brisa, fresca y salobre. Hacía demasiado fresco para permanecer quieto, y Helen se agarró al brazo de su esposo dispuesta a dar un paseo. Al elevar su rostro hacia él parecía reflejar la necesidad de comunicarle algo íntimo y dulce.

Se separaron unos pasos de Rachel y ésta pudo observar que se besaban. Se asomó sobre las profundidades del mar. La superficie se veía ligeramente ensombrecida por el paso del Euphrosyne. Más abajo era de un verde algo turbio que se iba esfumando, desvaneciéndose hasta acabar en una imprecisa mancha oscura. Tras él se adivinaban restos de naufragios cuyos mástiles parecían a veces asomar sobre la superficie, en la cresta de una ola besada súbitamente por un rayo de sol.

—Rachel, si me necesitáis, estaré ocupado hasta la una —dijo Willoughby al pasar junto a su hija, dándole un toquecito en el hombro, como acostumbraba a hacer siempre que se dirigía a ella—. ¡Hasta la una! —repitió—. A ti no te faltará tampoco qué hacer, supongo. Arpegios, francés, un poco de alemán, ¿eh? Aquí tienes al señor Pepper; es el hombre que conoce más verbos regulares e irregulares en Europa.

Y se alejó sonriente.

Rachel quedó riendo como siempre hacía, como siempre había hecho, sin pensar en si verdaderamente había motivo y solo porque admiraba intensamente a su padre. Se disponía a «ocuparse en algo» cuando fue interceptada por una mujer cuya enorme humanidad era imposible evitar. Su ropa denunciaba que pertenecía a la servidumbre; cerciorándose de que nadie la oía, empezó a hablar con extremada gravedad. Se trataba de sábanas y demás ropa de cama.

—Señorita, no sé cómo vamos a solucionarlo en este viaje… no quiero ni pensarlo —empezó moviendo la cabeza de un lado a otro como un muñeco—. No tenemos más sábanas que las precisas y una de las del señor tiene un boquete por el que pasaría un gato. ¿Y las colchas? Un pobre se avergonzaría de ellas. La que le puse al señor Pepper no está en condiciones ni para tapar un perro… No, señorita, no pueden repararse… ni para trapos del polvo servirían. Las cose una hasta hartarse, y al volver a lavarlas quedan peor que antes.

En su indignación parecía que iba a echarse a llorar.

Rachel no tuvo más remedio que bajar y repasar el montón de sábanas que había sobre una mesa. La señora Chailey manejaba las sábanas una a una, como si las conociese. Algunas tenían manchas amarillentas; otras, peligrosos claros, y las demás, rotos de todas las medidas. Eso sí, todas estaban irreprochablemente limpias.

Súbitamente, la señora Chailey cambió de tono, abandonando el tema de las sábanas. Cerró los puños, apoyándolos fuertemente sobre el montón de ropa blanca, y con tono melodramático declamó:

—¡Nadie, nadie, pasaría el día donde lo paso yo!

La cabina en que realizaba su trabajo no era precisamente pequeña; pero se hallaba situada tan cerca de la sala de máquinas, que a los cinco minutos de permanecer allí la pobre mujer sentía que su corazón iba a estallar.

—Su madre, la señora Vinrace, que en santa gloria esté, no me hubiera permitido nunca hacer lo que hago. Ella conocía al dedillo la situación de todas las ropas y enseres de la casa y no exigía nada que no fuera justo.

Fue cosa sencillísima trasladarla de cabina, y en cuanto a las sábanas, podían zurcirse y durar todavía algún tiempo. Eran otras cosas las que indignaban a la señorita Rachel.

—¡Mentiras! ¡Mentiras! ¡Mentiras! —clamaba mientras subía hacia la cubierta—. ¿Qué saca con contarme cuentos?

La descomponía ver a la señora Chailey, a sus cincuenta años, portándose como una criatura. La música le hizo olvidar pronto las sábanas y las protestas de la señora Chailey. Entretanto, ésta doblaba sábanas y más sábanas con gesto adusto. Nadie se preocupaba de ella, y en fin de cuentas, no podía decirse que un buque fuera un verdadero hogar. La noche anterior, al oír a los marineros izar el ancla, había llorado. Aquella noche volvería a llorar y mañana también, y cada noche. Así seguía pensando mientras ordenaba sus cachivaches en la nueva cabina que Rachel le había designado. Sus enseres no eran los más indicados para un viaje marítimo: perritos de porcelana, juegos de té en miniatura, tazas con las armas de la ciudad de Bristol floridamente ornamentadas; cajas para horquillas, recargadas de conchas; un sinfín de adornos y pequeñas fotografías con trabajadores endomingados y mujeres con bebés de almidonados pañales. Una de las fotografías tenía un marco dorado y la señora Chailey precisaba de un clavo para colgarla. Se colocó los lentes, y antes de buscar el clavo, leyó la dedicatoria del retrato. Estaba ofrecido por Willoughby Vinrace a la señora Susana Chailey como agradecimiento a sus treinta años de fieles servicios.

Gruesos lagrimones se interpusieron entre sus ojos y la dedicatoria.

—Y estos servicios continuarán mientras yo aliente —murmuraba la pobre mujer mientras clavaba el clavo.

—¡Señora Chailey! ¡Señora Chailey! —clamó una voz melodiosa desde el exterior.

Se arregló un poco el traje maquinalmente y abrió la puerta.

—Estoy en un apuro —dijo la señora Ambrose, que venía arrebolada y casi sin respiración a causa de la carrera—. Ya sabe usted cuán especiales son los hombres, señora Chailey. Las sillas son demasiado altas para la mesa, y a la puerta le faltan seis centímetros para llegar al suelo. Necesitaría un martillo y una colcha, a ser posible vieja, y también, si no fuera mucho pedir, una mesa de cocina. Fíjese usted en esto.

Y con un gesto cómico abrió la puerta que daba a la cabina destinada a su esposo.

El señor Ambrose, con el entrecejo fruncido, el cuello de la chaqueta levantado y paseando de un lado a otro de la pequeña estancia con las manos en los bolsillos y la cabeza inclinada, era la verdadera estampa de la más viva desolación.

—Parece que se complacen en atormentarme —dijo deteniéndose repentinamente ante su esposa—. ¿Vinimos acaso para que yo cogiera un reuma o una pulmonía? Creí que mi hermano tenía más sentido común.

—Pero, querido, no te pongas así —contestó Helen ya de rodillas bajo la mesa, atareada en sus arreglos—. No solucionarás nada y te pones nervioso. ¿Hemos de pasar aquí unas seis semanas? Pues es preciso pasarlas lo mejor posible.

—Ha sido una solemne tontería venir; pero ya que estamos aquí, ¿qué otro remedio nos toca sino tener paciencia? Hoy me encuentro peor, bastante peor que ayer; claro que la culpa no es de nadie, es mía —monologueaba Ridley sin interrumpir sus paseos—. Menos mal que los niños…

Al oír esto, Helen se enderezó como un resorte y empezó a acorralar a su esposo por la cabina como si se tratase de una gallina.

—¡Vete! ¡Vete, Ridley! ¡Vete! ¡Anda, fuera de aquí! ¡Vuelve dentro de media hora y lo encontrarás todo listo!

Al salir Ridley de la habitación aún le oyeron alejarse rezongando pasillo adelante.

—No parece estar muy fuerte —dijo compasiva la señora Chailey mientras ayudaba a disponer las cosas.

—Eso que le pasa es el griego. Griego desde que se levanta hasta que se acuesta —le respondió Helen luchando para colocar un montón de libros sobre un estante—. Si alguna vez la señorita Rachel se casa, señora Chailey, que sea con un hombre que no sepa leer ni escribir.

Los primeros días a bordo, que siempre resultan incómodos, monótonos y sin aliciente, fueron pasando, y sucediéronles otros, que fueron haciéndose gradualmente más amenos y agradables al compenetrarse más los pasajeros con la vida del buque.

A pesar de que octubre estaba bastante adelantado, el tiempo parecía ser cada vez más veraniego. Las costas inglesas, de los desiertos pantanos a las rocas de Cornualles, se avivaban bajo el sol otoñal, divisándose grandes manchas verdes, amarillentas y amoratadas e incluso brillaban los tejados de las lejanas ciudades. En miles de jardincillos, brillaban millones de florecillas granate oscuro, que esperaban el momento en que las ancianas, que tan amorosamente las cuidaban, descendieran por los senderillos y cortaran sus tallos para ofrendarlas en la iglesia. Alegres grupos de excursionistas volvían a la puesta del sol exclamando: «¿Habéis visto un día tan hermoso como éste?». «¡Así como este día eres tú!», murmuraban los muchachos al oído de la amada.

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