Cartas de Emily Dickinson: un campo minado

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Cartas de Emily Dickinson: un campo minado
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Cartas de Emily Dickinson:

un campo minado

colección

Pequeños Grandes Ensayos

Universidad Nacional Autónoma de México

Coordinación de Difusión Cultural

Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial


Table of Contents

Prólogo

Las famosas “master* letters”

Cartas al Maestro (a un desconocido recipiendario)

circa 1861

Cartas (de amor) al juez Otis P. Lord*

circa 1878

[versión definitiva]

[borrador anterior a la versión definitiva]

circa 1878

circa 1878

circa 1878

circa 1878

30 de abril de 1882

Lunes–

14 de mayo de 1882

circa 1883

Cartas a (su mentor) T. W. Higginson

15 de abril de 1862

25 de abril de 1862

7 de junio de 1862

Julio de 1862

Agosto de 1862

Febrero de 1863

Cambridge, principios de junio de 1864

Fines de enero de 1866

Principios de 1866

9 de junio de 1866

Junio de 1869

Respuesta de T. W. Higginson

16 de agosto de 1870

Cartas de T. W. Higginson a su esposa ese día:

noviembre de 1871

fines de mayo de 1874

Julio de 1874

Febrero de 1876

Primavera de 1876

Primavera de 1876

1876

Febrero de 1879

primavera de 1880

Agosto de 1880

Primavera de 1886

Cartas a la señora J. G. Holland

a principios de octubre de 1870

a fines de noviembre de 1871

a principios del verano de 1873

mayo de 1874

a fines de enero de 1875

diciembre de 1877

circa marzo de 1878

julio de 1880

15 de julio

agosto de 1881

octubre de 1881

octubre de 1881

noviembre de 1882

a fines de 1883

a principios de 1884

marzo de 1884

a principios de junio de 1884

a principios de la primavera de 1886

Cronología de Emily Dickinson

Bibliografía mínima

Aviso legal

Prólogo

Muchos autores han escrito en torno al enigma de Emily Dickinson. Hay incluso quien se ha arriesgado a transformarla en personaje novelesco, intentando dar en el blanco de su misterio, valiéndose del supuesto de que, desde la ficción, grandes buscadores del tesoro y descubridores de los detalles de la condición humana en ocasiones han logrado resolver crímenes que ni el mejor de los detectives o forenses es capaz de desentrañar. Sin embargo, enfrentarse a quien encarna su y la poesía a un tiempo significa subdividirla en facetas al infinito. Como en el caso del Dios uno y trino, pero de carne y hueso (en apariencia “tangible”), esta persona se presenta en los 1 800 poemas que nunca vio publicados, de maneras siempre distintas que renacen y renacen y renacen. Perteneciente a una época conservadora, de prácticas religiosas estrictas y severamente enmarcadas, sin cuestionar lo que de ella se esperaba como hija y mujer, se resistió a la convención: a partir de un determinado momento, se opuso a lo que de ella se habría esperado. Prefirió el encierro.

Desde muy joven, creo yo, aprendió a mirar hacia dentro; en silencio distinguió su destino, el alcance significativo que de su palabra –y sólo de ella– podía surgir. De otro modo no se explica semejante ruptura de formas poéticas tradicionales, el originalísimo empleo de la sintaxis a contracorriente, la introducción a fondo del make it new que su coterráneo Ezra Pound cantaría a los cuatro vientos mucho después. Nadie como ella echó mano del guión en calidad de herramienta transgresora de la puntuación, colocándolo al principio, en medio, al final de sus poemas, a su gusto, para acomodarse a fines expresivos nada caprichosos, haciéndolo brillar como un arma de mil filos que todo lo deja en suspenso. Y qué decir de sus mayúsculas a diestra y siniestra, sus omisiones, sus diversas maneras de quebrar, lucir los distintos giros propios de su lengua rindiéndole homenaje, merodeando la transformación con objeto de abrir, ensanchar el cauce de un río subterráneo antes oculto, un lenguaje de otro orden, temerario y tierno, sublime y aterrador. Modificó la palabra poética para retorcer y extraer de insospechadas maneras la linfa, el líquido coagulable, casi incoloro, puente de elementos nutritivos entre la sangre y los tejidos, entre la emoción y el intelecto, entre la carne y el espíritu.

Sin alardes, sin notoriedad alguna, sin publicaciones o una multiabarcante presencia como la de Whitman, su contemporáneo, se afianzó en pequeñísimos moldes, se adueñó, diría Helen Vendler, de la implicación y no de la afirmación. Se oye tan simple, pero se trata de una Verdad mayúscula: de este modo estableció un exquisito camino semántico a la complejidad captable de golpe, a la heterogeneidad asible como homogeneidad, al común denominador de todos nosotros como si fuera rasgo distintivo e individual de cada persona. Esta vuelta de tuerca a la lengua –porque eso es– levanta el vuelo y, sotto voce, se manifiesta. ¿Cómo? Botánica autodidacta, Emily Dickinson estudió minuciosamente la naturaleza para descubrir el esquema anatómico de la naturaleza humana. Superó la tradición naturalista de la poesía en inglés, erigiéndose como naturalista del espíritu vivo y muerto en nuestras venas:

 

El día es un Prefacio

Que insinúa cierto pasmo

Manifiesto en amplio Documento,

A nuestros ojos a medias abierto –

Asombrados –primero– de Mañana

Volteamos la hoja al Mediodía –

Temblando al cierre de estrellas

Del Léxico de la Naturaleza –

Cada sílaba tan sorprendente

Como la chispa de súbito fuego –

La lectura de tal Majestad

Horas sin fe recupera.

Sirva de andamiaje este largo preámbulo al motivo de esta peculiar selección de cartas suyas, ya que sólo incluí las que se dirigen a cuatro de sus muchos corresponsales, precisamente porque tienen que ver de manera directa con el perfil de creadora de un alguien que tuvo otros: de hija, de hermana, de cuñada, de sobrina, de amiga de mujeres y de hombres. Mabel Loomis Todd, la primera editora de lo que por mucho tiempo se creyeron todas sus cartas, las consideraba de especial interés por ser su única incursión en la prosa. Más adelante se sabría que la hermana de Emily, Lavinia, la famosa Vinnie, le encargó esta tarea por considerarla amiga cercana de la familia. Sí lo era, pero su edición omite las cartas a Susan, Sue, Gilbert, su adorada cuñada y confidente, ya que la señora Todd era –todo el mundo lo sabía– la amante de Austin, su hermano. Esto vuelve su selección algo muy limitado. Por otra parte, el tiempo revelaría que el género epistolar no era la única incursión en la prosa. El diario que Emily escribió a lo largo de un año, 1867-1868, hallado de casualidad por un carpintero al remodelar la casa y por fin dado a conocer en 1993, después de muchos avatares, es muy bello e incluye, como muchas de las cartas, otros tantos poemas que enriquecieron el canon. Hoy se sabe también que las ediciones de Thomas H. Johnson, de la Universidad de Harvard, tanto de poesía como de prosa, han adquirido el nivel más alto de respetabilidad, siendo las más serias y acuciosas publicaciones a que hemos tenido acceso sus lectores.

Yo dividiría las cartas de Emily Dickinson en dos grandes apartados: las que se dirigen a familiares y amigos en general, por un lado; y las de amor (al tutor, al hombre, a la amiga más cercana), junto con las que buscan guía y desarrollo poético, por otro. Mi selección pertenece al segundo grupo. Quien se interese en los detalles de la vida y costumbres de la poeta, su infancia, adolescencia, educación en casa y breve periodo en Mount Holyoke, tendrá que acudir a las cartas a su hermano Austin, su cuñada Sue, su hermana Vinnie y sus primas Norcross, sobre todo. A pesar de incluir aspectos interesantísimos de su manera de ver el mundo, estas cartas no se concentran en su vocación y destino, en su consagración (de alcances secretos para los demás) a la poesía, cuya fuerza la obligó de cierto modo a convertirse en una joven reclusa y suspender por completo la interacción social. No pretendo que las cartas a estos cuatro corresponsales esclarezcan del todo el porqué de su radical decisión. Ni siquiera la lectura total y cuidadosa de su obra poética puede lograrlo. Simplemente ofrezco una entrada al universo creativo, la parte quizás más profunda de esta habitación interior.

Llevo años leyendo la obra de Emily Dickinson. He pasado por periodos de distanciamiento autoimpuesto por salud mental. Y he aquí que irremediablemente termino volviendo e instalándome a mis anchas en sus espacios. Ahora, en este momento de mi vida, sé que soy ya su huésped permanente. Su voz me persigue hasta en sueños, se instala en mi memoria; me obsesiona a ratos, me consuela a ratos, me aterra a ratos, me acompaña siempre.

Con frecuencia me he preguntado (y respondido) por qué, si mi lengua madre es el español, al que le tengo irrestricta veneración (casi patológica), desde que descubrí la poesía me atrajo más el imán de Emily Dickinson que el de sor Juana, quien me despierta una gran admiración, más que nada intelectual, pero no me deslumbra. Incluso se lo llegué a comentar a mi tan extrañado maestro Antonio Alatorre, conocedor a profundidad, si los ha habido, de la obra de la religiosa. Recuerdo su sonrisa y sus palabras: todo depende de si la brújula de nuestra sensibilidad nos hizo detenernos en el lugar preciso donde se deslizaba su flecha. Luego, ya no hay nada qué hacer más que reconocerse “tocado” por ella. Es mi caso con respecto a Emily Dickinson: ella me habla, me conmueve hasta en su momento de mayor hermetismo, recibe mi locura y la recicla, responde a mi oscuridad con claridad. Sor Juana, no. Cito, a continuación, una miniatura de su magnetismo:

Como si pidiera una Limosna cualquiera,

Y en mi mano vagabunda

Un Extraño todo un Reino pusiera,

Y yo, desquiciada, quedara –

Como si le preguntara al Oriente

Si tenía para mí una Mañana –

Y él alzara purpurinos Diques,

¡Haciéndome añicos con el Alba!

*

Emily Dickinson vivió solamente 55 años, de diciembre de 1830 a mayo de 1886. Creció en la casa familiar en Amherst, con su hermano y hermana, y bajo la tutela de un padre abogado, riguroso –si bien no demasiado estricto– en cuanto a costumbres y ciertas observancias

religiosas protestantes, típicas de la época en general y del estado de Massachusetts en par­ticular. Su madre era una buena y responsable ama de casa, limitada en muchos sentidos. Así le describe a T. W. Higginson ese cerrado núcleo, aunque no como queja, sino tal cual lo ve: “Tengo un Hermano y una Hermana –a mi Madre no le interesa el pensamiento– y mi Padre –demasiado ocupado con sus Expedientes– no distingue lo que hacemos –me compra muchos Libros– pero me ruega que no los lea– pues teme que me enmarañen la Mente”. Para completar esta descripción ofrecida a pregunta expresa de su mentor, he de añadir lo que, tiempo después, el propio Higginson le escribe a su esposa durante los pocos días que pasó en Amherst, cuando finalmente pudo visitar a la poeta y estar en su casa un par de horas. Ella da la impresión de preguntar y responder, aquí sí revelando oral y espontáneamente su necesidad de afecto: “¿Podría usted decirme qué es el hogar? Nunca he tenido una madre. Supongo que una madre es alguien a cuyos brazos uno corre al sentirse atribulada”. Sin embargo, cuando “se decide” que Emily no pasaría el segundo año correspondiente a su educación en Mount Holyoke, sino que volvería a casa, uno nunca tiene la certeza de si fue porque los padres distinguieron que le hacía daño tal exposición de conocimientos a su extrema sensibilidad, sobreestimulándola, o si ella misma echaba de menos el hogar de manera enfermiza. Lo cierto es que volvió y nunca más salió de ahí, pese haber reconocido en cartas a sus amigas que “siempre me enamoro de mis maestros”. En adelante los tendría por carta, con la excepción presencial de esa fugaz visita de Higginson.

Entre los hermanos había una estrechísima relación; no sólo se querían entrañablemente: todo se consultaban, se entendían con la mirada. Así pues, si alguno decidía no regresar a la escuela, su decisión se respetaba. Austin ni siquiera fue a su graduación como abogado en Cambridge, porque tuvo que acompañar a su mamá a una cierta reunión: la familia, antes que nada. De la misma manera, cuando Emily decidió dejar de asistir a los servicios religiosos pues no “creía” ya, también recibió el tácito visto bueno. Todo mundo sabía que escribía poesía, pero nadie la veía poniendo manos a la obra: ella decidía en qué carta y con quién compartir algún poema. Después de su muerte, Vinnie se hizo cargo de esos “fascículos” en que había encuadernado sus poemas, así como de cumplir su deseo de quemar muchas de las cartas que

había recibido.

Todo indica que alrededor de 1860 se sentía ya madura como escritora, nel mezzo del cammin. Dueña de un espíritu crítico nutrido en lecturas indispensables (Shakespeare y Emerson al principio de su lista), necesitaba la opinión de un interlocutor respetable, con objeto de cerciorarse del peso de su palabra y así mejorar lo que consideraría su “carta al mundo”, sus poemas. Thomas Wentworth Higginson era un escritor renombrado, colaborador del Atlantic Monthly, que la familia Dickinson leía con asiduidad. En 1862, cuatro décadas antes de la carta de Rilke a un “joven poeta”, el famoso abolicionista y defensor de los derechos de la mujer publicó su famosa “Carta a un joven colaborador”. Emily Dickinson parece haberse armado de valor a partir de entonces. Decidió escribirle anónimamente (este texto se incluye en la presente selección), anexando una tarjeta suya en sobre aparte. Me imagino el asombro de este autor, que sólo fue capaz de replicar que su poesía “no era para publicarse”. Ella, lejos de sentirse ofendida, continuó buscando consejo y guía de quien con el tiempo se convertiría en su corresponsal y amigo. El lector se enterará, a través de las cartas, de la perplejidad que esta mujer le provocó, cómo quiso saber cuáles eran sus lecturas (ella sólo leyó a Whitman por encima, considerándolo “ignominioso”), el porqué de su desdén por los acontecimientos recientes: no hay que olvidar que el país estaba en llamas; había estallado la Guerra Civil, que para ella parece haber representado un enfado (su propio hermano Austin, cuando fue llamado al servicio militar, prefirió pagar 50 dólares para hallar un sustituto y no “apoyar” ninguna causa)…

Emily Dickinson enviaba poemas aislados a su tutor y a otras personas, pero nunca con afán de que se dieran a conocer. Uno de los que envió al doctor Holland –quien los consideraba “demasiado etéreos”– comienza así: “La publicación es la subasta / De la mente del hombre”. Como el estilo y el ritmo de las cartas, al irse consolidando, se reconcentran, a veces el lector no distingue dónde termina la misiva y comienza el poema. Su sensibilidad –supongo que la intensidad de sus emociones– se convirtió en una especie de discapacidad, un desamparo que la comunicación epistolar subsanaba en parte. Con razón lo explica así: “La renuncia es una virtud punzocortante…” Sí, pero virtud al fin. Obviamente, no estamos ante un ego minusválido. Poseía una envidiable seguridad intelectual que incluso le daba con qué proteger lo que sentía. De otra manera no habría expresado por escri- to que “hay una cosa por la cual estar agradecido: que uno es quien es, y nadie más”, autorretrato de quien se ha observado con franqueza, sin autocompasión o lamentos.

Arriesgo una interpretación a manera de secuela a esta selección. El aliento de Emily Dickinson oscila entre exhalación e inhalación. Exhala en gritos de joven y fresca emoción amorosa por el anónimo “Maestro”, probablemente el reverendo Charles Wadsworth (a quien, en mi traducción, le habla de tú), y amor maduro por el juez Otis P. Lord (a quien le habla de usted y de tú), con quien contempló seriamente contraer matrimonio, pero la muerte de él lo impidió. Inhala a fondo en la amistad poética de T. W. Higginson y la amistad hermanada de la señora Holland, con quien compartió los dolores de sus pérdidas, incluso de manera simbólica, pues ella era capaz de ocupar su lugar y acercarse a la tumba de sus seres queridos, cortar ramilletes de tréboles que crecían encima, y enviárselos a su doliente amiga. Ella y Higginson fueron testigos de su paulatino entierro entre líneas.

Al aproximarnos al núcleo de esta autora, ya sea por vía de su poesía o de sus cartas, siempre nos quedamos cortos en la descripción. Es “epigramática, tersa, abrupta, sorprendente, inquietante, coqueta, salvaje, metafísica, provocativa, blasfema, trágica, graciosa, atractiva”, según Helen Vendler. Sí y no. El edificio de los adjetivos se erige babélicamente, y se desmorona. Emily Dickinson se escribe, en el sentido de quien se conforma al escribir, y en el sentido de quien a sí misma dirige mensajes.

Quiero terminar con la última entrada a ese famoso diario que se halló en 1916 y se dio a conocer en épocas más o menos recientes, un siglo después de su muerte, porque el carpintero y sus herederos no se hacían a la idea de soltarlo. Dialogaban con ella a solas, casi se sentían posesos y poseedores. Ahora, después de los trabajos de Jamie Fuller, está a nuestro alcance. En él, esta poeta de incalculables alcances, entre abstracciones e imágenes de todo tipo, nos regala quizás la orilla biselada, que a ratos deforma la imagen, de su espejo interior. Dice: “Mi Vida es un exquisito secreto […] No concebiré hijos de la carne –pero conozco un sagrado Consuelo. Dios me ha dispuesto para la Concepción de una especie diferente. Mis hijos son de la Mente –mi Gestación es perpetua–, mi Éxtasis es del alma. Doy la bienvenida a las jubilosas labores que separan al poema de su creador; como Partera, ¡sólo lo divino! Que las épocas tomen la medida de la Fecundidad, y que el Futuro juzgue si esta elección –si lo es– fue acertada. Yo le explicaría estas Cosas a mi Padre –si pudiera– pidiéndole paciencia por la Cosecha”.

 

Pura López Colomé