Kitabı oku: «Arcadia», sayfa 2

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¿Cómo explicarle que, junto con la vergüenza y el pánico, la excitación es el sentimiento que mejor conozco? Además, ¿por qué insiste en resistírseme cuando se ha acostado con todo el mundo, incluidos mis padres? Aunque estos se dejan engatusar con tanta facilidad que no cuentan: solo hay que hablarles con una pizca de contundencia para que digan que sí a todo. Aun descartándolos, la lista de trofeos de Arcady sigue siendo impresionante. La única que no figura en ella es mi abuela, pero él no es su tipo, las cosas como son. ¿El tipo de mi abuela? Mujeres con problemas, por lo común quince o veinte años más jóvenes que ella. Kirsten solo se casó para procrear. Una vez alcanzado el objetivo, se ciñó a lo que más le gustaba y vi pasar por su vida a las Laurences, Valéries, Roxanes y Malikas, todas ellas criaturas con vestidos susurrantes, envueltas en fragancias de vainilla o mimosa.

Es curioso lo rápido que la mayoría de la gente se especializa: con veinte años se acabó, no solo les gustan los hombres, lo cual excluye a las mujeres, o a la inversa, sino que además prefieren los morenos a los rubios, los deportistas a los intelectuales, los negros a los árabes, etcétera. Sé de buena tinta que Arcady se insinuó a mi abuela y ella lo mandó a hacer gárgaras debido a los gustos absurdamente específicos que acabo de mencionar. Por motivos que se me escapan, a Kirsten le horroriza la virilidad. Las féminas algo hombrunas como yo no tienen ninguna posibilidad de gustarle. En cambio, los caniches sí que la tienen, a juzgar por su predilección por esas cositas rizadas cuyo mejor ejemplo hasta hoy, amén de récord personal de mi abuela, sigue siendo Malika, con la que ha vivido casi tres años, cuando con las otras rara vez llegó a los tres meses. Pero a lo que iba. A Arcady le hubiera gustado tirarse a mi abuela, pero le hace ascos a los encantos juveniles que de tan buen grado pongo a su disposición. Se mire por donde se mire, es preocupante. Me entran ganas de llorar, sin embargo, me retengo. Soy demasiado caballuna para las lágrimas, y en lugar de dar rienda suelta a mi aflicción, trato de obtener garantías:

—Vale, pero cuando cumpla quince sí que querrás, ¿verdad?

—De acuerdo. A condición de que no sea el primero.

—¿Pero qué porquería de condición es esa? Yo quiero que seas tú y que hagamos una fiesta o algo por el estilo, ¿entiendes?, una ceremonia.

Presiento que lo tengo: a nadie le gusta más una fiesta que a Arcady. En Liberty House se organizan a cada rato. El único inconveniente es que no deseo dar demasiada publicidad a mi desfloración, pero si ha de hacerse, se hará. Solo tengo que esperar ocho meses. Para entonces me habré depilado la pelusa del labio superior y habré ido a que me alineen los dientes y me enderecen la espalda: seré la más guapa. Arcady sorprende mi mirada afligida en el espejo:

—¡Deja de mirarte de esa manera! ¿No recuerdas lo que os tengo dicho sobre los espejos?

Recuerdo todo lo relacionado con su persona, y su prédica sobre los espejos es una de las que más me han entusiasmado. Arcady nos reúne una vez al mes para arengarnos sobre los temas más diversos. Con «nos» me refiero a los pensionistas de Liberty House, por lo general unos treinta, cifra que experimenta fluctuaciones del todo marginales, con frecuencia atribuibles a alguna defunción y no a abandonos voluntarios. ¿Quién en su sano juicio se marcharía por iniciativa propia de un refugio tan seguro, de un lugar tan carente de cuanto convierte al mundo exterior en una trampa constante, a saber, una fosa abierta para que caigamos en ella y agonicemos durante toda la vida, si es que a eso se le puede llamar vida? Arcady no se priva de decírnoslo: la vida tal y como la concibe la mayoría de la gente dista mucho de una existencia humana plenamente realizada; la gente subsiste, la gente vegeta, la gente se muere esperando que la vida comience de un momento a otro, pero ese momento nunca llega. Para empezar a vivir, primero tendrían que huir de todo lo que les mata poco a poco, pero no tienen la más remota idea de qué es y aunque la tuvieran les faltaría fuerza para hacerlo.

Me estoy desviando del tema, es decir, del sermón de Arcady sobre los espejos, pero para volver a él, debo desviarme de nuevo y abordar un capítulo difícil para mí, el de los amores de Arcady y Victor, pues me gustaría que las cosas fueran de otra manera, pero no tengo más remedio que reconocer que el hombre de mi vida tiene varias vidas y que en una de ellas es el amante de Victor Ravannas, que no se lo merece pero aun así tiene derecho a él mientras que yo languidezco esperando.

4. El espejo de las almas simples

Me gustaría describir a Victor de forma tal que consiga dar cuenta de sus características repugnantes. ¿Soy objetiva? En absoluto, pero la subjetividad es la única manera de proceder, salvo que desee perderme en precauciones oratorias y circunloquios tibios: Victor es un ser despreciable, y si lo definiera de otro modo estaría distorsionando la realidad. Que consiga engañar a Arcady sobre su verdadera forma de ser me llena de asombro y aflicción a partes iguales. A menos que Arcady se esté engañando a sí mismo, incapaz como es de imaginar que existan almas oscuras. Es el riesgo que corren los seres superiores: les cuesta concebir que alguien pueda ser vil y tener motivaciones viles.

Debo reconocer que Victor posee cierta prestancia y cierta urbanidad que hacen de él una persona de trato agradable. Para empezar, tiene un físico imponente: es alto y gordo y nunca se desplaza sin su bastón de pomo, cuya utilidad, si bien cuestionable, tiene el mérito de causar gran impresión. El pomo octogonal de marfil macizo forma parte de una estrategia más meditada de lo que parece, pero soy experta en apariencias, bastante juegan en mi contra como para dejarme engañar por ellas, y no se me ha pasado por alto que Victor intenta crear en torno suyo una atmósfera de nobleza y abolengo: nada se expresa con palabras, pero todo en él trata de sugerirlo, desde el bastón hasta el cabello hábilmente plateado y anillado, pasando por las mangas abombadas de sus camisas y el falso desaliño de sus babuchas. Podría perdonarle su coquetería si la compensara con un buen corazón, pero no tiene o, mejor dicho, el suyo no es más que un órgano rebosante de grasa que se empeña en latir a despecho de los deseos que formulo a diario. Al fin y al cabo, la obesidad reduce considerablemente la esperanza de vida y no hay nada de malo en desear que se produzca lo inevitable. Por desgracia y contra todo pronóstico, Victor aparece a diario a nuestra mesa, histriónico y peripuesto, para dar un espectáculo de glotonería que no se reconoce como tal. En Liberty House las comidas se toman en el refectorio, sin duda la estancia preferida de Victor, que aprecia su majestuosidad, empezando por la de la bóveda de crucería bajo la cual engulle cantidades industriales de comida, no sin secarse la espantosa boca con leves toques de un pañuelo con monograma, pues todo en él es postura, contorsión afectada y estudiada.

Antes de convertirse en un refugio para friquis, Liberty House sirvió como internado para jovencitas, y la casa conserva numerosos vestigios de su utilidad original: el refectorio, la capilla, las salas de estudio, los dormitorios y, sobre todo, el sinfín de retratos de las hermanas del Sagrado Corazón de Jesús, un nutrido plantel de bienaventuradas y venerables religiosas que de bienaventuradas solo tienen el nombre, a juzgar por la tez de paciente pulmonar y la mirada mohína. Ignoro qué atajo de obispos, teólogos y médicos se pronunciaron sobre su caso, pero es obvio que confundieron el martirio con la acritud y la frustración. Por suerte ya no me dejo intimidar con tanta facilidad como antes, porque cuando llegué aquí todas esas cromolitografías edificantes solían desmoralizarme. Temía en particular a una congregante de Kerala, cuyas mejillas amarillentas y ojos de loca me acechaban en un pasillo de la primera planta. Para pasar delante de ella, me arrimaba a la pared de enfrente y aguantaba la respiración, aunque eso no me impedía percibir aún en el ambiente su acrimonia y los miasmas de las terribles fiebres que había tenido en ese mismo lugar. A Victor le pasa justo lo contrario que a mí, le vuelve loco Marie-Eulalie du Divin Coeur y hace mucho que quiere encargar un fresco en el que se la represente con los brazos abiertos, sonrisa extática y mirada alzada hacia el corazón coronado de espinas al que consagró toda su existencia patética. Por suerte, los socios de Liberty House rechazaron por un voto tomar todas las comidas bajo su santa égida, pues está claro que el dudoso honor del mural de la iluminada de Kerala habría recaído en el refectorio. De hecho, no contento con ser hipócrita y vanidoso, Victor es un meapilas de mucho cuidado. Sin embargo, debo reconocer que su devoción por Marie-Eulalie no es nada comparada con el culto que le profesa a su homónimo más famoso, a saber, Victor Hugo. Así es, Victor el Pequeño idolatra a Victor el Grande. Es más, Arcady y él se conocieron gracias al autor de Los castigos, si es que hay algo que agradecer. Sea como fuere, el flechazo se produjo mientras ambos admiraban un busto de Hugo en su apartamento parisino de la Place des Vosges. Aunque lamente que se enamorasen, solo puedo alegrarme de las felices consecuencias de ese encuentro y de su amor: el proyecto del falansterio, que idearon y llevaron a cabo al alimón gracias a la megalomanía de uno, que fecundó la del otro bajo el patronazgo del ilustre maestro, él mismo versado en delirios de grandeza. Porque, aunque Liberty House haya albergado a internas con trenzas y lazos guiadas por monjas que eran todo devoción, Arcady y Victor la han convertido en un lugar de inspiración hugoliana, más parecido a Hauteville House que al antiguo internado parisino Le Couvent des Oiseaux, al menos en lo que a la decoración se refiere.

Desde luego, no puede decirse que escatimaran en gastos. Los muebles toscos de las hermanas del Sagrado Corazón fueron sustituidos por aparadores y sillones góticos, y por casi toda la casa aparecieron alfombras de la Savonnerie y colgaduras adamascadas. Los espejos, por su parte, son la obsesión de Victor, que los compra de todas las formas y tamaños con la obstinación de un demente. Espejos tremó, de pie, trípticos de barbero, espejos de bruja, espejos con forma de sol de los años setenta, espejos de vestidor, espejos dorados con pan de oro, espejos con marco de taracea, de mimbre trenzado, de cuerda, de bambú, de latón, de madera pintada con albayalde, de hierro forjado, espejos asimétricos, ovoides, octogonales, rectangulares, biselados: es imposible dar un paso en Liberty House sin encontrarte cara a cara con tu propio reflejo consternado. Bueno, lo de consternado lo digo por mí, porque Victor siempre parece feliz de contemplarse. Ha convertido el gran salón en una auténtica galería de los espejos por la que camina pavoneándose todo el santo día, más que nada para revisarse los accesorios y recolocárselos: el bastón con pomo de marfil, el pañuelo carmín, los gemelos, la cuidada superposición de rizos níveos. Para su desgracia, los pantalones deformes con cordón ajustable que gasta, los únicos capaces de abarcarle una barriga que le llega hasta las rodillas, echan por tierra todos sus esfuerzos de acicalamiento. Pese a que conozco la tolerancia de Arcady en cuestión de monstruosidad, no puedo por menos de hacerme preguntas sobre la vida sexual de ambos. En fin, el caso es que en Liberty House a Victor se lo conoce precisamente como «Señor Espejo». Así que me perdonaréis que haya creído que la diatriba de Arcady contra esos mismos espejos era una forma de reprobar el narcisismo desaforado de su amante. También es verdad que rara vez se ha mostrado tan virulento y convincente como el día que nos reunió a todos en la capilla para prohibir que nos contemplásemos en cualquier superficie reflectante. La voz le vibraba de pasión, se le iban encendiendo las mejillas y levantaba el puño o lo dejaba caer sobre el pupitre de roble macizo recalcando su indignación:

—Los espejos no solo contribuyen a vuestro sufrimiento psíquico, sino que además no entiendo qué tratáis de aprender o de comprobar en ellos. Los espejos no pueden enseñaros nada, ¡nada!, aunque solo sea por el hecho de que poseen una realidad geométrica propia. ¡Probad a levantar la mano izquierda delante del espejo y veréis cómo vuestro reflejo levanta la derecha!

La mirada de Arcady recorre el público, todas esas bocas abiertas y cabezas oscilantes que solo anhelan una cosa: que las reconforten respecto a su belleza. Quizá hayan olvidado que Liberty House recluta sobre todo a feos. Con la notable salvedad de mi madre, que es guapísima, y de mi padre, al que todos reconocen cierto encanto y unos rasgos armoniosos, los demás —yo incluida— son horrorosos y está claro que no deben esperar ningún consuelo de los espejos.

—¡Sin contar con que no hay nada más frío y liso que un espejo! ¡Explicadme cómo va a captar vuestra calidez, vuestras asperezas y vuestro interior, es decir, eso que hace de vosotros quienes sois y no otro! ¿Sabéis qué?

El auditorio se estremece, respira con él y contiene el aliento a la espera de saber. Arcady arruga la frente, frunce el ceño y adopta esa expresión imperiosa que me lo vuelve absolutamente irresistible.

—¡Vamos a tapar o a voltear todos los espejos de la casa! ¡Todos! Incluidos los que tenéis en la habitación o en el baño, ¿entendido? ¡Convirtamos Liberty House en una zona mirror free! —Sus fieles asienten con la cabeza, pero Arcady no ha terminado—: Ha llegado a mis oídos que algunos tenéis incluso espejos de aumento. ¿No os parece que esto pasa de castaño oscuro? Porque, decidme sinceramente, ¿qué tenéis, qué tengo, qué tenemos que merezca la pena el aumento, en serio?

A pocas sillas de distancia de la mía, percibo un inicio de agitación, crujidos de tela y resuellos: Dadah se dispone a intervenir y siempre tarda un rato en hacerlo, como si su cerebro y su cuerpo deteriorados precisasen una vuelta de calentamiento, una buena sacudida antes de cualquier operación. Exhala un gruñido furibundo, sus floripondios se agitan, los dientes le rechinan, golpea levemente el brazo de la silla con impaciencia: ya está lista.

—Arcady…

Su voz, virilizada por casi un siglo de tabaquismo, se alza bajo la bóveda de crucería y sorprende a todo el mundo —a excepción de Arcady, a quien nada impresiona. Cabe señalar que Dadah, Dalila Dahman en su partida de nacimiento, siempre ha hablado para ser obedecida y temida—, y aunque el temor y la obediencia no entraran dentro de sus intenciones, los ha obtenido, y sin exigir nada, como casi todo lo que le ha tocado en suerte desde que nació en una adinerada familia de marchantes de arte. Aun así, a Dadah no se le ocurrió nada mejor que seguir enriqueciéndose más allá de lo razonable, e incluso de lo imaginable, porque, ¿qué inteligencia humana es capaz de concebir la magnitud de una fortuna que asciende a millones? Hay que reconocer que Dadah ha sabido gastar su dinero y, en contra de la absurda creencia popular, el dinero le ha dado mucha felicidad. Si los achaques de la vejez no la hubieran condenado a una silla de ruedas, seguiría siendo feliz e indiferente a las desgracias del resto de los mortales. Ahora que la artritis y el enfisema le impiden subirse a su jet privado a la menor ocasión, su mundo ha quedado reducido a las dimensiones de Liberty House, de la que es la principal bienhechora. Pero pese a que podría subvencionar con munificencia decenas de instituciones benéficas como la nuestra, se muestra igual de tacaña en sus donaciones que pródiga en discursos con los que nos recrimina nuestra falta de gratitud. Y nos hace pagar caro cada euro gastado en calefacción y mantenimiento de los terrenos. Que quede claro, los ricos pueden ser muy agarrados, y Dadah es la única persona que conozco que reutiliza el papel de aluminio y recomienda servirse del agua de cocción de las patatas para regar las plantas o fregar los cacharros. En fin, que ya se ha lanzado a hablar y presiento que tiene algo que decir acerca del espléndido discurso de Arcady sobre los espejos.

—¡Arcady, no me negarás que el espejo de aumento es comodísimo para maquillarse, sobre todo a nuestra edad!

Dadah, que tiene noventa y seis años, es la decana incontestable del falansterio, pero le ha entrado la manía de hablar como si Liberty House fuese una residencia de ancianos. No obstante, aparte de mi abuela, que solo cuenta setenta y dos años, y de Victor, que finge tener cincuenta, la mayoría de los pensionistas están en la flor de la vida. Pero a Dadah le viene al pelo hacer como si la senilidad acechara a todo el mundo. En la tarima, Arcady reúne sus notas, un fajo de papeles amarillentos que sin duda guardan poca relación con el tema del día, pero a él le gusta reforzar su elocuencia mediante un soporte visual e impresionarnos con ostentosas muestras de erudición. Dalila Dahman tendrá que andarse con cuidado.

—¿De qué sirve el maquillaje? ¿Conocéis a alguien a quien le favorezca la base de maquillaje o el pintalabios? En realidad se produce el efecto contrario: cada vez que os dais una pincelada, que os aplicáis una gota de laca de uñas, que os pasáis la borla, os alejáis un poco más de la verdad y de la belleza, ¡creedme!

Dadah se aferra con las dos manos a su silla de ruedas eléctrica de siete mil euros y se estremece ante la afrenta al tiempo que se deleita con la perspectiva de enfrentarse a su coach de vida, pues ese fue el papel que asignó a Arcady, en cuyas manos dejó su alma y las riendas de esta cuando ingresó en Liberty House. Pero eso no le impide montarle un cirio por cualquier nadería, a fin de recordarle que en cualquier momento puede recuperar su libertad, y su dinero. Así que emprende un alegato a favor de la máscara para las pestañas y el colorete, que ella se empeña en llamar rímel y arrebol, pero, bueno, se la entiende, sobre todo porque abusa de ambos y es la viva imagen de los artificios que denuncia Arcady: pómulos asimétricos embadurnados de azafrán, boca turgente y reluciente, pegote de maquillaje sobre las arrugas, pestañas apelmazadas. A su lado en sentido figurado, claro está, puesto que no se soportan y procuran no mezclarse, mi abuela parece igual de fresca y limpia que un queso reblochon. Es cierto que Kirsten no ha esperado a Arcady para recelar de la industria cosmética y prefiere exhibir sus mejillas veteadas de venitas y su arrugado escote a recurrir a cualquier crema, por no hablar del bisturí o de la silicona.

Arcady escucha a Dadah a medias, incluso con impaciencia. Por muy gerontófilo que sea, enseguida le exasperan las elucubraciones seniles a las que Dadah nos tiene acostumbrados. Para su desgracia, ella no suelta el tema y no piensa darse por vencida tan pronto. A diferencia de Arcady, que cuenta con una tribuna y un público cautivo cada vez que le apetece tomar la palabra, Dadah ya no goza de la atención complaciente de sus días de gloria. Cierto que no ha dejado de ser aterradora y rica, pero sufre tales eclipses de lucidez que ni siquiera sus más rendidos aduladores le hacen el menor caso. No obstante, aunque se le va la olla, sigue teniendo suficientes conexiones neuronales para darse cuenta de que su palabra se encuentra devaluada. Así que en cuanto se presenta la ocasión de perorar, la aprovecha al máximo e ignora olímpicamente cualquier interrupción o muestra de fastidio. Por el contrario, espoleada por la adversidad, oscila en la silla de manera voluptuosa modulando las inflexiones dramáticas de su voz de contralto:

—Pero bueno, ¡me parece increíble que una ya no tenga derecho a ponerse guapa mientras pueda! Disimular las pequeñas imperfecciones es lo menos que se puede hacer. Hay bases de maquillaje antienvejecimiento verdaderamente impresionantes. ¡Sí, sí, os lo aseguro!

Por extraño que pueda parecer, Dadah aún cree que su piel no presenta más que unos defectillos de nada, una mancha marrón por aquí, un capilar dilatado o una arruguita por allá, nada que no se pueda camuflar con una crema antiojeras o un lápiz iluminador. De hecho, levanta un dedo tembloroso hacia sus facciones consumidas, como si quisiera tomarnos por testigos de los milagros que la cosmetología ha obrado en su propia persona, cuando en realidad es la prueba de su ineficacia. Mientras deja pasar treinta segundos de silencio victorioso, Arcady se apresura a retomar el hilo del discurso para llegar al «único espejo que vale». Como buen orador, exagera y dosifica el suspense durante un rato, de manera que todos podamos estrujarnos los sesos y preguntarnos de qué se trata. A mí también me da tiempo a barajar todo tipo de hipótesis cursis: los ojos, la conciencia, los manantiales, las fuentes, los charcos, el cielo y no sé qué más. Pero resulta que ando totalmente desencaminada, porque Arcady se yergue detrás del pupitre todo lo que le permite su baja estatura y proclama que en lo sucesivo El espejo de las almas simples y anonadadas y que solamente moran en querer y deseo de amor será nuestro único espejo. Como es natural, se produce un silencio respetuoso tras esta declaración, pero tras un par de ojeadas a derecha e izquierda advierto que nadie ha comprendido nada salvo Victor, cuya expresión ufana y entendida me mueve a pensar que está detrás de la referencia libresca. Porque si se trata de un libro, la idea no ha surgido de Arcady, que detesta leer.

Tardé mucho tiempo en percatarme de ello, pues profesa un gran amor a la literatura en general y al gran Victor en particular; además, guarneció Liberty House de abundantes vitrinas y estanterías capaces de albergar cientos de libros de canto dorado. Yo misma he pasado horas hojeándolos, sentada bajo un rayo de sol, directamente sobre la alfombra de Aubusson de la biblioteca, una perfecta alegoría de la erudición juvenil pero también la viva estampa de la perplejidad, pues la mayoría son antiguos tratados de aritmética o de agronomía comprados por metro por un Arcady al que le preocupaba más que las tapas hicieran juego con los sillones que ofrecer libros de verdad a nuestra sed de conocimiento. Como esos galimatías decorativos fueron añadidos al fondo hagiográfico de las hermanas del Sagrado Corazón, la literatura tiene en definitiva escasa cabida en Liberty House, una balda a lo sumo. No, estoy exagerando, porque por muy engreído que sea, Victor siente verdadera pasión por la poesía y tiene su propia biblioteca. Por desgracia, esta no solo se encuentra en la habitación que comparte con Arcady, sino que se trata de una preciosa vitrina neogótica de tres puertas que él mismo se asegura de cerrar con candado, motivo por el que nunca he tenido acceso a ella pese a mis incursiones secretas en su suite nupcial.

Quiero a Arcady y lo tengo por un modelo de magnanimidad, pero he de reconocer que Victor y él se adjudicaron unos aposentos suntuosos, mientras que a los socios de Liberty House les asignaron unas celdas casi monacales o las alcobas resultantes de la subdivisión de los dormitorios. Yo, sin ir más lejos, solo dispongo de un cuartito de cinco metros cuadrados, y el de mis padres es apenas mejor. Aun así, me da igual. Al contrario, me gusta la idea de tener una habitación pequeña y me siento a salvo en mi covacha con ventanuco. Sobre todo porque este da a las frondas de un cedro del Atlas y me hace feliz su sola cercanía, el olor que exhalan sus piñas, el roce insistente de las ramas en la fachada, el alegre guirigay de los pájaros que en él anidan y me despiertan cada mañana; cada mañana como una primera mañana. Antes de mudarnos a Liberty House vivía en un estado de privación sensorial del que ni siquiera era consciente. Se debería castigar con severidad a los padres que crían a sus retoños a más de cien metros de un nido de currucas o de una jara. Los míos cometieron ese error y a punto estuve de crecer sin conocer el deleite de abrir mis pétalos al sol, de reposar la mejilla en un tronco pringoso de resina o de correr al encuentro de la tormenta.

Arcady se embarca en una vibrante exégesis de las mejores páginas de su Espejo de las almas simples y anonadadas y que solamente moran en querer y deseo de amor, pero de repente me llama la atención la siguiente evidencia y dejo de escucharlo: yo soy esa alma simple y anonadada; el deseo de amor es mi único deseo —lo cierto es que nunca he tenido claro qué distingue el amor del anonadamiento. Mientras el hombre de mi vida diserta con júbilo sobre Marguerite Porète y la Hermandad del Libre Espíritu, dejo mi propio libre espíritu hacer uso de su libertad y recorrer las fragantes sendas de mi territorio. Y ahí, en medio del estridular poético de las cigarras, disfruto anonadándome a la par que noto cómo mi ser se dispersa con el viento igual que un diente de león.

—«¡No existe hombre más anulado!».

Arcady me mira como si hubiera adivinado mis pensamientos y me destinara esa frase definitiva, sin duda una cita de la extraordinaria Marguerite Porète, cuyas obras completas decido procurarme de inmediato —a menos que figuren ya entre dos tomos de Le palmier séraphique, obra que tiene la ventaja de compaginar la afición de Arcady por las encuadernaciones en medio tafilete con las aspiraciones espirituales de las hermanas del Sagrado Corazón. Me gusta mucho el título y lo he empezado en varias ocasiones, pero es inútil, el volumen se me cae de las manos cada vez que llego a la edificante vida de Jean Parent, conocido como «El maestro de las lágrimas», que habría debido dejarme con la mosca detrás de la oreja: no hay nada más aburrido que la gente que llora. Bueno, el caso es que yo también estoy anulada, entregada por entero a mis contemplaciones bucólicas, un vilano de diente de león sin sustancia, o incluso consagrada a la adoración exclusiva de Arcady, discípula ferviente, groupie, casi doncella, lo que él quiera. Y sin embargo, presiento que algo en mí se resiste a la dispersión, algo aguanta. Es tenue pero tenaz, como la promesa de un resurgir después de los ardores del verano o los rigores del invierno, como una estación frágil que quizá no tenga nombre, aparte del mío.

Arcady concluye su sermón y nos manda de vuelta a nuestras ocupaciones. Todos nos removemos con alivio en el asiento. Victor es el único que permanece sentado, pero hay que decir que necesita ayuda para levantarse y no pienso hacerle ese favor ni soportar sus gemidos a causa del esfuerzo ni el vaivén del tripón, así que, hala, me escabullo pese a que me busca con la mirada y hace tintinear el sello contra el pomo del bastón. Que se las apañe solito: he hecho voto de esclavitud, pero él no es mi amo.

5. Florecen, florecen

En Liberty House todos los adultos en buen estado de salud trabajan; vamos, solo unos pocos, porque precisamente la casa acoge a discapacitados de todo tipo. A mi madre, sin ir más lejos, se la ha eximido de realizar esfuerzos debido a su predisposición al cansancio y las migrañas. Así es, a falta de ondas electromagnéticas, su fragilidad tenía que expresarse de alguna manera. Además, su cuerpo estaba tan acostumbrado a determinados síntomas que privarla de ellos habría sido casi tan cruel como dejarla expuesta a la contaminación tecnológica. De modo que, aunque se encuentra mucho mejor, sigue siendo propensa a sufrir accesos de pánico, cefalea e hipotensión. A mi padre, en cambio, le ha dado por el cultivo y la venta de flores, pues ha descubierto que tiene paciencia y buen gusto para dar y tomar.

Mucho antes de que llegáramos, y por iniciativa de Arcady, Liberty House se constituyó en productor de frutas y verduras biológicas. De modo que tenemos un vergel y un huerto, sobre los cuales me siento con derechos aunque no formen parte de los terrenos cuya administración me ha sido confiada expresamente. El vergel no me interesa lo bastante como para disputárselo a las avispas, que se vuelven atrevidas con las manzanas y las peras agrias, cuando no abiertamente agresivas, pero el huerto es un lugar delicioso, con sus hileras de coles espigadas, sus matas de fresas Belrubi, sus gruesas calabazas y el olor de las hojas del tomate, avivado por el sol y la lluvia.

Mi padre empezó tímidamente por las capuchinas y las dalias; luego, embriagado por el éxito que sus ramos cosechaban en los mercados de la zona, diversificó su oferta: gladiolos, lirios morados, tulipanes, claveles, junquillos, caléndulas, margaritas; se volvió imbatible en semillas, semilleros, abonos e insecticidas naturales. Llegaba del jardín y los invernaderos deslumbrado, emocionado, hablando sin parar de la yema de la anémona japonesa o del perfume del lirio o la freesia. En efecto, las flores son un excelente tema de conversación: haced la prueba, todo el mundo tiene algo que decir al respecto; todo el mundo tiene una flor preferida o, al contrario, una que le exaspera por su fragancia demasiado mareante o sus aires de superioridad. ¡Sí, sí! Siempre hay alguien a quien el heliotropo le parece pretencioso o la peonía muy pagada de su personita desgreñada: mi padre no solo encontró un tema sino un público, gente que al fin lo escuchara, a él, que hasta entonces había sido dolorosamente consciente de la pobreza de su conversación. Un día durante el almuerzo, mientras discurseaba como jamás nadie lo había visto antes, con las mejillas rojas y elocución atropellada, llamó la atención de Victor el Pequeño, que sin embargo estaba muy ocupado zampándose el puré de calabaza. Cuando la comida terminó, arrastró a mi padre hasta la biblioteca y extrajo dos libros encuadernados en percalina azul: La botánica de las damas I y II, que, según el exlibris primorosamente estampado en ambos volúmenes, había legado a la comunidad del Sagrado Corazón una tal Odette Garnier.

—Como parece que te interesa el tema, ten, ¡échales un vistazo! Figúrate que las flores tienen un lenguaje.

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